jueves, 25 de marzo de 2021

El patio, mi paraíso

Pintura al óleo de mi hermano Gerardo a fines de los 60 sobre uno de
los lugares más lindos del patio, la puerta de entrada al comedor de la casa
y el gran ventanal, bañados por el sol que pedía permiso entre las
hojas de una parra frondosa de uvas carnosas.

El patio era mi paraíso.
Extenso y asimétrico.
Con mil rincones y recovecos.
Inundado de fragancias y colores.
Desbordado de sonidos y texturas.
De mañanas doradas y noches embrujadas.
Refugio íntimo de juegos y aventuras.
 
Ubicado en el centro del lote de esquina, el patio actuaba de bisagra entre el bar y la casa. Tenía un contorno irregular y zigzagueante como mordida de cocodrilo, en el que resaltaban el garaje, el bañito y una piecita para los cachivaches.
 
Su geografía quebrada se descomponía en dos áreas rectangulares fundidas entre sí, cada cual con vida propia. Una de ellas, más cercana al acceso al bar, estaba bañada por la sombra de un achacoso y cansado limonero que se estiraba en puntitas de pie para aferrarse al sol en sus últimos años. Todavía ofrendaba unos limones pulposos y perfumados; era como una ancianita embarazada. La otra parte, recostada sobre la casa, cobijaba una parra espesa, joven y regalona con hojas como manos de gigante, de la que pendían racimos rechonchos de uvas carnosas con pocas semillas.
 
En el centro, una vara cilíndrica de madera medio astillada sostenía un alambre galvanizado sobre el que mi mamá tendía las sábanas al sol que usábamos como refugio para las escondidas. En los días que el calor rajaba la tierra, el Piojo y la Pancha aprovechaban el tendedero como carretera entre la parra y el limonero en busca de mayor frescura.
 
El piso era de cemento agrietado y lleno de parches. Varias tonalidades de gris denotaban las edades de los remiendos. Estaba desnivelado y cuando llovía había que esquivar charcos tan grandes como la laguna de Mar Chiquita. En algunos rincones, donde el cemento había sido carcomido por el agua y el taconeo, sobresalían ladrillos rojos con inscripción de fabricación francesa que, según mi papá, habían pertenecido a “épocas de vacas más gordas”.
 
Las paredes que daban al patio eran ásperas como cáscara de naranja y de alturas desiguales. En la parte inferior, los estragos de la humedad habían carcomido el revoque y entre las cicatrices asomaban algunos ladrillos con las puntas apolilladas. Arriba, delineadas por una canaleta que organizaba lluvias, los colores ya desgastados e imperceptibles se fundían con el celeste cielo, aunque un verdoso enmohecido iba ganando terreno año tras año.
 
Donde coincidían pared y piso ya no había espacio libre. Mi mamá lo había llenado de macetas de terracota con jazmines, pensamientos y geranios, mientras que las calas, como espadas de gladiadores romanos, jugaban libres en un cantero desde el que se podía cavar hasta el centro de la Tierra. En tarros de aceite YPF y de Cocinero plantaba perejil, laurel y orégano que luego cosechaba para sus recetas más suculentas de fines de semana.
 
Había que estar muy alerta para descifrar la mezcla de olores y sonidos que competían por su propio espacio. Muchos clientes primerizos en el patio preferían no tomarse el trabajo de afinar la nariz y el oído. Quedaban atontados con una mezcolanza espesa de aromas y ruidos como si estuvieran paseando por un parque botánico y un jardín zoológico al mismo tiempo.
 
Las fragancias agridulces de especias, flores y limones se ligaban con los olores pastosos de los almidones y el perfume del agua jabonosa que se escurría de las prendas en el tendedero. Cerca de la hora del almuerzo, los clientes pasaban al bañito para dejarse asaltar por un festival de glándulas salivales generado por el aroma que emergía de la ventana enrejada de la cocina. El olor de embutidos colgados de los tirantes del techo y las salsas con ajo en la sartén sobre la hornalla se licuaba con el olor de la carne y los chinchulines casi a punto que despedía una parrilla en el rincón más al oeste del patio. Era el espacio del que se había apropiado el Zorrino, como el “asador oficial” de los changarines:  “esta es mi cocina en el mapa”, definía.
 
La limpieza y el baldeo tocaba los viernes. La creolina borraba por unas horas todos los demás olores, pero también el hedor de cascarudos, uriburus y catangas que habían dejado sus estelas en noches pasadas.
 
Una vez al año, en días de verano, desentonaba un tufo extranjero. Lo despedía la lana de oveja de los colchones que mi mamá aireaba en el medio del patio sobre unas chapas viejas de cinc corrugado. Peinaba las hebras, apelmazadas por el uso, buscando rastros de chinches pasajeras, y una vez reseca por el sol y más esponjosa, la estrujaba dentro del forro azul con gaviotas en relieve dorado, consiguiendo que el colchón retomara su espesor original. “Ahora sí que van a dormir como angelitos”, auguraba, mientras le rociaba gotas de Polyana 555 o la “Alegría de vivir”, buscando eliminar efluvios de humedad y orines pasados.
 
Los sonidos daban al patio su propio lenguaje. Desde la gran pajarera de mi hermano, que ocupaba toda la pared entre el garaje y la cocina, brotaba un trino selvático. Benteveos, brasitas coloradas y zorzales criollos competían por los despertares de la mañana. Sus cantos se mezclaban con el gorgoreo de las palomas mensajeras que anidaban libres en el techo del bañito bajo las hojas enceradas de limonero. Los canarios flauta de mi papá, carmines y salmones, enjaulados sobre la pared del bañito, hinchaban el pecho, fanfarroneando y gozosos de que también se los escuche.
 
En el cielo, el “teru, teru… teru, teru” de los teros campesinos en fila india y vuelo a media altura, presagiaban la visita segura de algún familiar a la hora de la comida.
 
–Fijate. Nunca mienten. Vuelan tres adelante y tres más atrás, así que hoy vendrán de Eustolia y de Clucellas, de tu familia y la mía –le anunciaba seguro mi papá a mi mamá desde que de muy chico en Eustolia había aprendido de la nona Chinta a leer los mapas del cielo.
 
En días ennegrecidos y con el olor a tierra mojada que llegaba desde el sur anunciado lluvia a baldes, el aullido de los animales lo invadía todo, asustados como si estuvieran oliendo un terremoto. El Pinky, mi perrito medio chihuahua con una pizca de algo más ladraba desaforado; el Piojo de mi mamá se autocompadecía con su famosa frase “pobrecito el Piojo” y la Pancha de mi hermano giraba desorbitada sobre el tendedero, anunciando truenos y relámpagos.
 
Tras la lectura parsimoniosa de las nubes, mi papá solía entonar los mismos versos tangueros presagiando una tormenta eléctrica cargada de refusilos: “…Y un perfume de yuyos y de alfalfa que me llena de nuevo el corazón…”.
 
En esa jungla de trinos, versos tangueros y estruendos celestiales, había un sonido capaz de entorpecer a todos los demás. Era el silbido antojadizo y penetrante de mi hermano. Tenía una predisposición especial para las melodías pegajosas de la radio. Le daba igual, canciones de rock, jingles publicitarios, el himno nacional o el de la escuela. Volvía loco a medio mundo.
 
–Me tenés harto, cerrá ese pico Gerardo le rogaba mi papá.
–Dejalo viejo, ahora que va a piano de la Canale, seguro que tiene vocación de músico y algún día te va a acompañar la armónica – retrucaba ilusionada mi mamá.
–Que lo tiró, si le tapás la boca, silba hasta por atrás.
 
Mi papá era mucho bla bla con los rezongues, pero yo era el único que tenía un arma poderosa e infalible para neutralizar a mi hermano, parecida a una gota de tortura china, algo menos letal. Se trataba de una cumbia de moda, querendona y contagiosa, que le cantaba mientras le hacía un contoneo torpe de caderas invitándolo con ademanes a bailar.
 
–“No me mires corazón, shi-quin-dííííínnn, shi-quin-dííííín”; “No me mires corazón, shi-quin-dííííínnn, shi-quin-dííííín”.
 
Había algo indescifrable en esa música que nunca lo supe, quizá mi tono o la letra, que detonaba en mi hermano una explosión de furia, transformándose en un ogro como los de abajo en el sótano. Fruncía el ceño y me clavaba una mirada gélida con ojos achinados, mientras refunfuñaba unas palabras que se iban alargando y aumentando de tono.
 
–Te voy a mataaaaaarrrrrrrr.
–Correme mariquita.
 
Era el momento preciso para hacerme humo. Salía disparado a toda velocidad sin dirección fija, apretando los glúteos hacia delante y con los brazos hacia atrás, volteando cajones vacíos o cualquier otra cosa que sirviera de obstáculo en su camino.
 
Tarde o temprano mi hermano me alcanzaba y con zancadilla de judo me tiraba al suelo, daba igual, sobre el duro cemento o la gramilla esponjosa. De espalda boca arriba no podía zafarme ni defenderme.
 
–De esta no te salva ni Mandrake. A ver llorá, a ver quién es el mariquita ahora. Dale llorá, dale cantá de nuevo, dale.
–Mamiiiiiiii, ma... –atinaba a gritar, pero al segundo grito me lo ahogaba con una mano y con la otra me reventaba a cosquillas en las axilas.
 
Mi mezcla de risotadas y lloriqueos no despertaba compasión; y sabía que lo peor estaba por llegar. Se venía una tortura china de verdad.
 
Teniéndome a su merced boca arriba, se sentaba sobre mi panza y me inmovilizaba los bíceps con sus huesudas rodillas. Silbando bajito y carraspeando fabricaba gallos de saliva espumosa que se entreveían por la comisura de sus labios para luego dejarlos colgando como un subibaja de chicle. Con los dedos imitaba los movimientos de una arañita mientras los acercaba de a poco debajo de mi brazo, logrando que mi boca se abriera como una ventana.
 
Un “¡nooooooooooo mamiiii!” que me salía del fondo del estómago y repetía entre carcajadas nerviosas viendo cómo el gallo elastizado se me acercaba, era mi último recurso para pedir compasión. ¡Ni modo! Con certeza quirúrgica el gallo pegaba en mi campanilla.
 
–Asqueroso de mierda, soltame, soltame –gritaba rabioso todavía con el gusto ácido de la saliva extranjera en mi boca, tratando sin éxito de zafarme con unos corcoveos de potrillo.
–Jurá por Dios que no me vas a hacer más burla. No le vas a decir nada a mami ni a papi.
–Te lo juro, te lo juro, Gerardo. Soltame, soltame… asqueroso, me duele. No me voy a escapar.
–Te dije que lo jures por Dios. ¡Juralo por Dios! –me reclamaba tratando de asegurar mayores garantías.
–Te lo juro por Dios.
 
Apenas sentía que amainaba la presión, saltaba de golpe y me ponía a unos pasos de distancia, mientras pensaba en el camino más fácil por donde emprendería la nueva fuga. Y cuando veía que mi hermano se distraía un poquito, le retrucaba el estribillo torturante con mi cara aún más exagerada de morisquetas.
 
–“No me mires corazón, shi-quin-dííííínnn, shi-quin-dííííín, No me mires corazón…”
–Te voy a reventar la jeta de un piñón –bramaba de nuevo, ya sin poder alcanzarme.
–Mami, mamiiiii, Gerardo me quiere matar –gritaba cada vez más fuerte enfilando hacia el salón del bar, tratado de que mi mamá saliera al rescate. 
 
Mi mamá aparecía en escena con un grito agudo que opacaba los nuestros y hasta la Pancha, el Pinky y el Piojo quedaban espantados.
 
–Basta de gritar carajo. Son hermanos, Dios mío. Si no dejan de pelear ¡ya van a ver cuando llegue su padre! –amenazaba levantando la voz en las últimas sílabas.
 
Nada de lo que decía daba miedo, excepto la última frase, “ya van a ver cuando llegue su padre”. Era una oración llena de magia. Hacía que mi hermano desapareciera por completo un par de horas y yo me desdibujara entre los clientes del bar hasta que pasara la tormenta.
 
A la hora del almuerzo y temerosos de que mi mamá pudiera activar la frase en cualquier momento, mi hermano y yo ni siquiera pestañábamos.
Una pintura / croquis que hice hace una década atrás, de la esquina con las tres partes:
 el salón del bar, el patio y la casa, con algunas anotaciones que me sirven de guía
y ubicación para narrar todas las historias de "El bar de mi mamá".


viernes, 19 de marzo de 2021

El Manya Luna, la estrella del Nueva Pompeya

Uno de los mejores retratos que le hizo mi hermano Gerardo al Manya Luna.

Muchas cosas diferenciaban al Nueva Pompeya por sobre los demás bares de la ciudad, aunque nada era más distintivo que el Manya Luna, su personaje más emblemático.
 
Debido a la tonelada de años a cuestas, la luz del Manya era más tenue que en épocas en que encandilaba como estrella de fútbol aficionado. Sin embargo, seguía resplandeciente con la luminosidad que le irradiaba mi mamá.
 
Eran dos estrellas fulgurantes en el vasto universo del bar. Difícil concebir a uno sin el otro. Se amaban, se rezongaban, se entendían sin hablar. Intercambiaban roles sin saber, según el momento del día. Temprano en la mañana, él fungía de padre protector y ella de hija obediente. Unas copas más tarde, ella se comportaba como madre severa y él como hijo indomable y caprichoso.
 
El Manya siempre esperaba que el favor por los mandados le fuera retribuido con una copa vino tinto. Debía ser Viejo Viñedo y abocado.
 
Una tarde mi mamá le sirvió una copa de vino Toledo. Error grave.
 
No le voy a hacer más nunca un mandado –sentenció.
 
Con astucia de psicóloga, mi mamá puso vino genérico de damajuana en una botella con etiqueta de Viejo Viñedo.
 
–Por suerte todavía me quedaba una, así que perdóneme Manyita.
 
El Manya pegó la nariz a la copa, inhaló profundo, pegó un sorbo, paladeó y alardeó convencido:
 
–Este sí. Es suave como terciopelo.
 
Mi mamá se aguantó la risa y por lo bajo disparó: “son todos iguales”.
 
Mi mamá había creado una fórmula menos agresiva y resistida para regularle las copas de vino: “hoy ya no necesito más mandados”.
 
El Manya no era fácil de vencer. Volvía a la carga y reclamaba que debía ir a comprar pan, leche, frutas o a cobrar facturas a algún moroso con tal de conseguir su copa.
 
Ella inflexible y él, perdido por perdido, no le quedaba otra que disparar su frase letal.
 
–Cuándo me muera, le vuá a tirar las patas por abajo la frazada.
–Ay por favor Manyita, no diga eso. Tómese esta última y déjeme de molestar con esas tonterías. Prométame que esta es la última.
 
Entre sorbo y sorbo, él la quedaba mirando con una sonrisa picarona y victoriosa, pero no prometía nada.
 
Se había ganado el apodo por su destreza como goleador de La Milka una tarde que el sol derretía el pasto. Todas las pelotas caían a sus pies y literalmente desaparecían. Las escondía entre sus botines para escupirlas a pocos metros del arco rival. Ese día anotó siete goles de todos los colores como el arco iris. Uno de palomita, otro de chilena, uno de rabona, otro con la mano que el referí no advirtió, uno de emboquillada, otro con un zurdazo a quemarropa al ángulo derecho y, el último, un olímpico delicioso que despeinó al defensor en el primer palo. Un italiano que hacía poco había llegado a San Francisco y que lo seguía por sus goles y para no extrañar a su Juventus lo bautizó sin querer: “questa Luna mangia le palle”. Unos hinchas trepados sobre una camioneta medio destartalada, solo entendieron mangia y ahí nació el mote que hacía justicia a su fútbol: el Manya pelotas... el Manya Luna.
 
Su fama lo precedía donde estuviere. Los nuevos parroquianos se convertían en clientes fieles del bar cuando descubrían que él era el famoso Manya. Algunos papás del vecindario se hacían unas escapaditas con sus hijos para que les firme las figuritas, aunque no podían hacer que firme las de River. Y cuando los chicos preguntaban porque siendo tan bueno no había jugado en Sportivo Belgrano, algún cliente se adelantaba diciendo que esa camiseta igualmente le hubiera “quedado chica” y que jamás defendería otros colores que no sean sus sagrados azul y oro, como los de La Milka y Boca Juniors.
 
–Manya cuál es su pálpito, deme los ganadores –era la pregunta habitual de mi papá para acertar la polla.
–No me joda con River, Livio. Ese equipo no es nada sin Amadeo.
–Vamos Manya. Quiero su pálpito para todos los partidos y no que solo me ponga de ganador a Boca.
–Para qué le voy a decir algo, si al final siempre termina poniendo a River de ganador.
–Usted de fútbol mucho bla bla, mejor dedíquese a cuidarme a la Tota.
–Mejor dedíquese a su polla y no se olvide que River hace siete años que no gana un campeonato –remataba victorioso.
 
La discusión recién se zanjaba cuando el Manya aflojaba y terminaba dándole empates a River y a Boca. Mi papá, en reciprocidad, le regalaba una jugada de polla. “A ver si de una buena vez la pega, hace muchísimo que no mete un gol”.
 
El Manya era menudísimo, cabeza erguida medio ladeada y pómulos salientes. Usaba una bombacha gaucha, siempre negra, abrochada al huesudo tobillo y unas alpargatas de suela de cáñamo gastadas en el taco. Camisa blanca tirando a crema por las décadas y un infaltable pañuelo blanco al cuello le realzaba una afeitada desprolija y una sonrisa de piano medio maltrecho. Sus manos evidenciaban algo de artrosis y un par de dedos no le respondía. La muñequera de cuero negro y hebillas plateadas le apretaba unos cinco centímetros del antebrazo por donde había entrado la hoja del facón. Y cuando esa anécdota no impresionaba del todo, se levantaba la camisa y mostraba orgulloso las diecisiete cicatrices debajo las costillas que “me gané como gallito de riña”.
 
En ocasiones especiales, como el día de su cumpleaños y cerca de las fechas patrias, dejaba su gorra de lado y se calzaba un chambergo de comparsita de copa alta y alas cortas, despertando la admiración de mi mamá.
 
–¡Cómo se vino hoy, Manyita! Qué guapo que está.
 
De inmediato entonaba el mismo estribillo, aunque tarareaba el resto de los versos porque ya no recordaba la letra. Ladeaba el sombrero y posaba como compadrito de arrabal.
 
– “El farolito de la calle en que nací, fue el centinela de mis promesas de amor…”, la la la, la la la.
Cada vez más parecido a Gardel.
–¿Y usted qué cree? Cree que el único Gardel es el Livio. ¡Por favor!
 
Con cariño de madre e hija al mismo tiempo, mi mamá decía que el Manya era una pinturita, “el mejor retrato de este bar”. De ahí creo que se colgó mi hermano para retratarlo más que a nadie, al óleo, con carbonilla o a pasteles, con gorra, sombrero o a pura melena. Siempre lo sentaba en pose, serio y obediente frente al gran ventanal del comedor que chupaba toda la luz del patio. Permanecía petrificado hasta que se le iban los bueyes y comenzaba a cabecear como en el centro del área.
 
Mi relación con él era más lúdica que la de mi hermano, así que aprovechaba cualquier oportunidad, más allá de atajarle penales en la vereda. Iba agazapado por detrás de su silla para que ninguno de los dos me viese y le gritaba quitándole una araña imaginada sobre su hombro. El Manya saltaba corcoveando como potro salvaje, me tiraba zarpazos sin éxito y unos amagues para que yo salga rajando.
 
–Quédese quieto.
–¡¿Cómo?! Con ese mocoso de porquería. ¿A quién salió?
–Póngase erguido como antes, levante la pera, no hable –le ordenaba mi hermano, mientras él seguía refunfuñando por lo bajo.
 
Los ladronzuelos
 
Aquel lunes, después de pasar el domingo entero oliendo treinta seis combinaciones de perfumes y chorizo a la grasa para descubrir a los ladronzuelos que le habían robado más orgullo que mercancías, mi mamá esperó al Manya con un papelito con el nombre de tres sospechosos.
 
–Manya tómese unos mates rapidito, que me tiene que hacer un gran mandado.
–Ordene doña Tota.
–Vaya con esta lista a la policía y entréguesela de mi parte al cabo Ángel García. Él ya sabe, le hablé por teléfono.
 
El Manya la paró en seco.
 
–Dona Tota no puedo ir.
–¡Qué le pasa! ¡Qué bicho lo picó!
–Le tengo que confesar algo.
 
Mi mamá lo miró sorprendida, con los ojos fuera de órbita como si la hubiese pisado una aplanadora.
 
–No me va a decir que sabe quién fue.
–Se habla de eso en el barrio.
–¿Quién fue? porque no me lo dijo.
–Porque no quería desilusionarla.
–Cómo puede ser que no me haya dicho. Soy la que más lo cuida, ¡por favor, Manya! ¡Para quién juega usted!
–Doña yo soy muy leal a usted, pero que quiere que haga, escuché otras cosas.
–Bueno déjese de rodeos y dígame quién fue. ¡No me diga que fue Galera!
–Galera no fue.
–Y entonces quién.
–Dos sobrinos, unos chicos de 15 años.
–¿Sobrinos de Galera?
–No. No sé porque insiste con el pobre Galera.
–Qué pobrecito y qué ocho cuartos. Galera está metido en mil líos en este bar, siempre es él o le pasa raspando.
–No sé quiénes son. Son dos hermanitos que viven al frente del Parque Cincuentenario.
–Manya, hay cientos de casas frente al parque.
–No puedo ir a la policía con sus sospechosos porque usted y yo quedaremos como dos estúpidos.
–Usted me está escondiendo algo. Sabe qué. Mejor váyase. No lo quiero volver a ver. ¡Váyase le digo!
 
El Manya llegó hasta la puerta y regresó.
–Pero doña...
–Váyase le digo. No lo quiero ver más.
 
Mi mamá quedó destruida. La confesión a medias del Manya le había destruido su lista de sospechosos y la ilusión de anticiparse y ganarle a la policía con sus dotes detectivescas. Peor aún, se sintió malvada e injusta por haber sospechado de tres inocentes y por creer en sus propias pruebas sin evidencias suficientes. Y se arrepintió de haberse enojado con el Manya que no tenía culpa alguna en todo su embrollo.
 
Salió a buscarlo, pero el Manya se le adelantó. Se habían prometido no pelearse en las tardecitas para que cada uno pudiera dormir tranquilo por las noches.
 
–Usted es injusta. Siempre la cuido y la ayudo, y ahora me echa como un perro.
–Está seguro de que son dos chicos de 15 años –insistió mi mamá sobre el asunto.
–Es lo que se habla en el Barrio Parque.
 –Encima me hacen ver como una estúpida.
–Quiere que vaya a la policía y los haga buscar.
–No ya no. Dirán que son chicos, que no pueden hacer mucho. Mejor le voy a pedir a Galera que me traiga a los dos mocosos para acá.
–No sea porfiada, de donde saca que Galera sabe algo de todo esto. No me saque verdades con mentiras. No le diga nada.
–No me diga que le tiene miedo a ese atorrante. Usted ya se me está cayendo del pedestal y pensar que lo tenía acá, –le reprochó, haciendo una seña por arriba de su cabeza– solo quiero que los traiga para darles una lección y para que no vuelvan a robar más.
–Sabe qué, me tiene cansado. Siempre quiere salirse con la suya, se cree una jueza que puede retar y cambiar a todo el mundo.
–Y para que me cuenta entonces.
–Para que no acuse por acusar y no quede como una estúpida frente a la policía.
–Ese es mi problema.
–Sabe qué. Ya me cansé, ahora soy yo el que se va. Usted no me va a echar un carajo.
–Manya venga, vuelva.
–Si me sigue tratando así le juro que cuando me muera le vuá tirar las patas por abajo la frazada.
Déjese de hacer el viejo tonto. Tómese este vinito que se lo ha ganado. Pero ojo, pronto me tiene que averiguar nombres y apellido de esos mocosos.
 
El Manya se quedó, y sabedor de su victoria, saboreó su última copa del día.
 
Sus victorias no me hacían mucha gracia. Competía secretamente contra él a brazo partido, celoso por el amor de mi mamá. Tenía que aprovechar cualquier oportunidad para ganarle. Un día que me pateó la locomotora que me había regalado el tío Tito, lo aguijoneé para que me corra: “el Manya tiene la L, pero no es de Luna, sino de loco”.
 
Me hizo un amague fuera de lo habitual, movió cadera y cintura para un lado y los ojos para el otro como para esquivar al arquero. Salí disparado como loco y no advertí que la argolla de la tapa del sótano estaba levantada. Trastabillé y volé hacia el patio viendo como quedaba atrás el marco de la puerta que, menos mal, estaba abierta. Aleteé tratando de colgarme del aire y aterricé derrapando con las rodillas sobre el cemento. Lloré con gritos exagerados hasta que mi mamá llegó al rescate.
 
–¡No le da vergüenza Manya!, ya está demasiado grande para andar corriendo al Nenucho. ¿No le parece?
 
Mientras fingía mis lloriqueos, miré al Manya por detrás de mi mamá y le saqué la lengua como latiguillos de rana. Y cuando pensé que lo había aventajado, el Manya reaccionó.
 
–Bueno, tampoco se queje tanto, doña Tota, después de todo lo que a usted le cuesta comprar la esquina, el Nenucho se le adelantó con el terreno.
 
Se echaron a reír a carcajada limpia. Yo quedé mirándolos en el medio del patio, con las rodillas raspadas y el alma magullada. El Manya de nuevo me había ganado.
 
De repente, el Manya cortó las carcajadas de cuajo, se dobló en dos, se agarró el abdomen en la parte derecha y soltó un chillido agudo como la Pancha.
 
–Qué le pasa Manya. ¡Qué le pasó, por Dios! –reaccionó mi mamá.
–Nada nada, ya se me va a pasar. No tengo nada.
–No me mienta Manya, cómo que no le pasa nada ¡por favor! Venga para acá.
 
Mi mamá nos llevó al Manya y a mí a la mesa de las visitas. Le trajo un vaso de agua y quedó mirándolo preocupada. Tenía la misma mirada amorosa, dulce y comprensiva que nos regalaba a Gerardo y a mí cuando había algo que no podía dominar.
 
El Manya Luna fue el personaje más retratado por mi hermano en el bar.

 

jueves, 11 de marzo de 2021

Las ocho monedas de oro

El bar era polo de atracción para los parientes del campo. Venían a buscar provisiones, hacer trámites o salir de compras. Llegaban temprano a la mesa de mi mamá, antes de empezar el trajín o más tarde, para recargar energías antes de regresar.

Un óleo que mi hermano Gerardo pintó en
aquella época del tío Félix y mi mamá

Los más asiduos eran el tío Rico Aimaretto y la tía Rosita, hermana de mi papá. Llegaban del campo en Eustolia con un Falcon verde opaco castigado por el sol. Traían un par de botellas de leche “recién exprimida” y unas bolsas de chicharrón del “último chanchón”, como le gustaba bromear al tío.

El tío Félix Forno llegaba religiosamente los martes desde Zenón Pereyra en su inmaculado DKW apenas despuntaba el sol. Era el único día que mis primas Griselda y Miriam, que vivían en casa en pensión durante los últimos años de escuela secundaria, se levantaban temprano. “¿Están contentas de verme o por lo que les traigo?”, era su pregunta obligada, al tiempo que les entregaba un sobre generoso que la tía Manuela, hermana de mi mamá, les mandaba para los gastos del mes.

Su generosidad también me salpicaba. Con sombrero ladeado y pipa con humo achocolatado, el tío Félix apilaba diez monedas al lado de su copita de caña Legui y me las iba desgranando a medida que adivinaba sus acertijos.

–¿Qué pesa más? un kilo de plumas o un kilo de fierro.

Los dos iguales, tío.

–Muy bien, Nenucho, muy bien. Te la ganaste.

–¿Solo una?

–Esta vale tres: si me subo al techo y tiro un kilo de plumas y un kilo de fierro ¿cuál llega más rápido al piso?

Le podía dar la respuesta acertada porque me la sabía de memoria, pero prefería seguirle el jueguito y enfocarme en las monedas restantes.

–Al mismo tiempo, tío.

–¡No Nenucho! ¡Ninguno!, no ves que ya estoy viejo para subir a los techos.

A pura carcajada y mientras rellenaba su pipa satisfecho cómo si él hubiera ganado el acertijo, me regalaba el resto de las monedas con el consejo de siempre: “Llená la alcancía, ahorrá mucho porque no sabés cuando lo necesitarás”.

El tío Tito y la Edelmira

La visita más esperada y espaciada era la del tío Tito, un hombre de mundo. Viajaba sin cesar a tierras lejanas y de fantasía por su trabajo como administrador del Ringling Bros o el Eguino Bros, el mismo circo, pero con carpa de distinto color. El tío era alto, en algunas visitas más gordo que en otras y tenía una coronilla de fraile que le realzaba la pelada tan lustrosa como sus zapatos. Vestía con ropa fina y extranjera, mucho lino y cachemir.

Su primera labor en el circo no había sido la de contratar artistas, comprar animales o fijar el precio de las entradas, sino en el medio de la pista con cachetes colorados, boca pintarrajeada como la del Guasón en las historietas de Batman y un pompón rojo prendido en la nariz. Su vocación la descubrió cuando el Ringling Bros pasó por Santa Fe, mientras de sotana cursaba el segundo año del seminario diocesano. Los nonos José y Antonia se opusieron en forma rotunda al principio; aspiraban que Héctor, su benjamín de once hijos, fuera el cura que toda familia numerosa quería tener.

El tío Tito, un dibujo de mi hermano.

Cedieron cuando supieron que la vocación circense era innegociable y definitiva. Su soltería de aprendiz de cura le favoreció para llevar una vida nómada que su nueva profesión requería: “Al fin y al cabo el circo es un sacerdocio”, bromeaba cada vez que lo cuestionaban. Sus cuatro hermanos aprobaron entusiasmados y sus seis hermanas, todas sobreprotectoras del más pequeño, incluida mi mamá, se desvivían por encontrarle novias y futuras esposas. Él disfrutaba que le armaran amoríos, sabiendo que siempre llegaban a la misma conclusión: “mejor quedate solo y tranquilo”.

De payaso duró lo que una picadura de abeja. Su humor atrevido lo festejaban hasta las cebras y el gorila a pura carcajada. Los hermanos Eguino, dueños del circo, lo premiaron como maestro de ceremonia o “maitre de piste” como él prefería que le dijeran cuando estaba ornamentado con su frac de lentejuelas multicolores y sombrero de copa negro azabache. Con micrófono en mano y el público a sus pies, se sentía Gardel. Dejaba el libreto de lado y presentaba a los artistas y números ganándose vítores y aplausos largos desde los palcos y el gallinero. Anunciaba cada vez más convencido que los leones habían luchado con Tarzán, los elefantes eran hijos de Dumbo y que uno de los trapecistas Rodríguez había volado tan alto que quedó colgado de una nube.

Tampoco duró mucho en ese puesto. Su carisma y don de gentes lo catapultaron a relacionador público. Adelantado como Magallanes, llegaba a los pueblos y ciudades en busca del mejor lote para levantar la carpa de tres pistas. A los intendentes les ofrecía entradas para reforzar sus campañas políticas, a cambio de que le regalaran las calles más céntricas para la caravana de bienvenida del circo. Para ese día lograba que las escuelas permanecieran cerradas para que los chicos entusiasmaran a sus padres por entradas, después que presenciaban alborotados el desfile del gigante con zancos, los tigres de Bengala y los siete elefantes africanos de paso cansino.

Por su gracia se imponía como centro de atención donde estuviere, ya sea debajo de la carpa o en las reuniones familiares. Tenía un don especial para contar historias, una especie de reencarnación entre juglar y trovador, y una generosidad que no dejaba a nadie sin regalos.

De sus muchos cuentos, me aprendí de memoria el de Edelmira, la gorda boliviana, mi favorita de su repertorio. Un día se escaparon tres leones que la policía tuvo que ir a cazar al centro del poblado, al mismo tiempo que se realizaba la procesión religiosa en honor al patrono local. El rumor causó tanta conmoción que el santo quedó despatarrado sobre la calle de tierra y una polvareda más alta que las casas sirvió de camuflaje para que los pueblerinos rajaran en todas las direcciones.

Edelmira que prefirió no correr o porque no le dieron las piernas, quedó petrificada, sentada sudorosa en el medio del polvo, con los ojos hacia el cielo buscando quien la salvara. Cuando mi tío llegó, acompañado por dos policías muertos de miedo que se escondían detrás del domador y el veterinario con la hipodérmica tranquilizadora, la gorda, todavía llena de fe, continuaba repitiendo alabanzas con sus manos tocando el cielo, creyéndose una cristiana en el circo romano.

¡Mi San Juan me salvó! ¡Mi San Juan me salvó!  –gritaba alabanciosa.

Mi tío, que había adquirido mucha fe desde que rezaba día y noche en el seminario de Santa Fe, pero que también conocía a los leones, le quitó religiosidad a la invocación divina.

Pero señora, si los leones no hubieran estado recién comidos, usted habría sido el banquete preferido.

La gorda se echó a llorar a carcajadas y lo abrazó insistiendo que mi tío era su San Juan.

Por el mal rato, la premió con entradas sin fecha para toda su familia, honrándola con el palco reservado para intendentes y autoridades. Y le dio instrucciones precisas al jefe de pista, así que cuando presentaba al domador y a sus “siete indomables leones de las sabanas africanas”, la orquesta tocaba un largo redoble de tambores, las luces se apagaban y un reflector como un sol la guiaba a Edelmira hacia el centro de la pista: “Con usteeeeeedeeeeees Edeeeeeeeeelmiiiiiiiiiira, Edelmira de las Mercedes Peñaflor, la reina del espectáculo más grande del mundo, el magnííííííficooooooo Ringling Bros”.

Edelmira y sus familiares no se perdieron ninguna de las cuatro funciones diarias del circo. Tal fue el éxito, que mi tío puso un cartel con la foto de Edelmira en la puerta y debió extender la plaza por diez días más. Y eso que todo el circo, contando palcos y gallinero, tenía más asientos que pobladores en el pueblo.

¿Y después que hizo la Edelmira?, –era mi pregunta de cajón.

Se convirtió en líder de las procesiones y hasta creo que la gente le empezó a rezar pidiéndole por algún milagro –contaba orgulloso mi tío.

Las ocho monedas de oro

La generosidad del tío era tan profunda como una mina de oro. Repartía a dos manos mantas de vicuña peruana, pulseras de plata boliviana y manteles de lino paraguayo a sus hermanas y cuñadas, y todo tipo de prendas finas a sus hermanos y cuñados. Los sobrinos y mis primas lo esperábamos con los brazos abiertos como a Papa Noel como si todas sus visitas fueran Navidad. A mi hermano le regaló la Pancha y, en la misma visita, yo ligué mi regalo más precioso, una locomotora que tiraba luces y humo de colores e imitaba el fuerte sonido del traqueteo de las vías. Fue la atracción del bar por semanas, hasta que mi mamá le desconectó las pilas ante las quejas de todos los clientes.

Su generosidad también la expresaba con dinero cantante y sonante que regalaba en sobres gorditos como los del tío Félix.

  Hay Tito le reclamaba mi papá si dejaras de regalar tanta plata y de jugar al casino imagínate todas las propiedades e inversiones que podrías tener a esta altura.

Desoía los consejos, también comunes entre sus hermanos, y prefería mostrar, orgulloso, una medalla que le habían regalado en un casino de la Patagonia por ser el mejor cliente del mes.

No juegues más Tito. Guardá que la suerte te puede cambiar, ya la gente prefiere el cine y la televisión que ir al circo.

–Mirá quienes hablan, vos con la quiniela y el Livio con la polla –contestó a carcajadas– la verdad que ustedes no son ni santos ni buenos consejeros.

En una de sus visitas, cuando mis padres se fueron a dormir la siesta, nos llevó en silencio a mi hermano y a mí a la mesa de las visitas en el bar.

Me prometen que guardarán un secreto si les doy algo.

Claro tío –le contestó Gerardo intrigado.

Tiró una bolsita de terciopelo negro sobre la mesa que retumbó como tambor. Desparramó ocho monedas de un amarillo brilloso como los anillos de mis papás. Pensé que eran las monedas musicales del payaso Tilín, pero por la cara de mi hermano me di cuenta de que era algo más valioso e importante.  

¿Son de oro? preguntó asombrado Gerardo– ¡Son de oro! –se respondió de inmediato.

Sssshhhhh, cállense que se van a despertar.

¿Son de verdad? ¿Son tuyas? ¿Para qué son? –lo ametralló mi hermano a preguntas.

Quiero que ustedes las guarden y cuando la Tota quiera comprar la casa, esto le dará el empujoncito que le falte.

El tío nos contó que las monedas, aunque chiquitas, valían mucho más que su peso en oro porque habían acuñado pocas y que eran el botín anhelado por los coleccionistas. En el anverso decían Libertad con una cara de mujer con gorro frigio y debajo ½ Argentino. En el reverso tenían el escudo de la República Argentina y un 1884 que el tío nos explicó que era el año de acuñación.

¿Por qué no se las das ahora? Se van a poner locos de contentos –replicó mi hermano.

–Tu papá está loco, pero por comprarse un Auto Unión como el del tío Félix. Tengo miedo que las use para eso y no para la casa.

–Por qué no las guardas vos, si nos descubren van a creer que las robamos.

–Mañana nos vamos con el circo a Chile y de ahí subiremos a México y no sé cuándo voy a volver. Guárdenlas bien y cuidadito que le cuenten a alguien. Si cuentan no los dejaré entrar más al circo.

El tío también se fue a dormir la siesta. Mi hermano, antes de que yo pudiera tocar las monedas, las metió celoso dentro de la bolsita y la ató con doble nudo. Dudando de que yo pudiera ser una tumba, me propuso sellar un pacto secreto. Juramos como los indios de las películas, pero en vez de sangre, nos untamos las muñecas con saliva.

–Tenemos que encontrar el mejor lugar –me dijo y enseguida se le prendió la lamparita– ya sé, el sótano.

No –reaccioné– el sótano no, ahí las va a encontrar Galera que siempre anda buscando los tesoros de Ali Baba y de Aladino.

–No seas salame, ahí debajo no hay nada –me reprochó– lo único que tenemos que ver es cómo abrir la tapa que es muy pesada.

–Le diré al Zorrino que la abra porque mami quiere que le saque el vino.

–No estoy seguro, nos van a descubrir. Mejor las guardo esta noche debajo de mi cama y mañana pensamos qué hacer –sentenció.

 –Bueno.

–Jurá que no le vas a decir nada a mami ni a papi.

–Lo juro.

–Por Dios.

–Lo juro por Dios.

Gerardo se puso la bolsita en el bolsillo y yo quedé intranquilo. Tenía muchos secretos y me pesaban. El anónimo, la libretita amarilla de mi mamá, los condimentos del menjunje del Manya Luna y, ahora, este de las ocho monedas de oro. Tenía ganas de contar todo.


Hice esta pintura años atrás, sobre el tío Félix en la mesa de
mi mamá y la locomotora que me había regalado el tío Tito.

jueves, 4 de marzo de 2021

Entre monstruos, el Piojo y la Pancha

Jamás pisaba la tapa del sótano del bar. Tomaba envión y el salto debía ser largo y bien calculado para llegar al patio. Al mínimo ruidito podía despertar a Barba Azul, a las brujas, a los lobos y monstruos de un solo ojo que convivían en las profundidades.

Ilustración de Barba Azul en las Fabulandia.
Con seña de enfermera burlona llamando a silencio, Galera me advertía que sea cuidadoso en el salto. “Cuidado Nenucho que los vas a despertar”. Se hacía pasar por un cliente regular, pero nunca dudé que disimulaba. Sabía que vivía ahí debajo y se codeaba con sus amigos, los secuestradores que retenían a Rapunzel, Aladino y Ali Baba.

Mientras mi mamá se distraía en su mesa hablando con las visitas, yo relojeaba la argolla de entrada al sótano por cualquier vibración que indicara movimiento. Aunque me tranquilizaba saber que los monstruos solo salían por las noches, estaba atento con mi oreja de estetoscopio para descifrar lo que cuchicheaban el día entero.

Mi mamá me leía las Fabulandia con la intención de “que abras la cabeza, hables bien y escribas mejor”. Yo prefería que me leyera porque las ilustraciones no describían lo más sabroso del cuento. Los dibujos mostraban a una reina hablando con un espejito, pero, en realidad, se trataba de una bruja asesina que intentaba matar a Blancanieves de mil y una formas, hasta que al final lo logró con una manzana envenenada.

¡Nenucho! llegó esta de Barba Azul. ¡Dicen que es buenísima! –exclamó mi mamá mientras se acomodaba en su mesa lista para la lectura.
Dale mami, dale contame.

Después de ojear y revisar las páginas en silencio, como siempre lo hacía previo a las nuevas lecturas, mi mamá reaccionó:
¡Qué desastre!
¿Por qué?
Están locos si creen que escriben para chicos. ¡Por favor!
Cuando escuché “por favor”, temí lo de siempre, que quedara masticando y tragándose lo que pensaba. Insistí que me explicara.
¿Pero por qué?
–Siempre nos pintan como brujas o detrás de algún príncipe carilindo. Este –dijo con el dedo posado sobre Barba Azul– es un maldito asesino que acuchilló a todas sus esposas y, encima, el tardado se deleita viendo como corre la sangre de las pobrecitas.
Mami, no importa.
Ni loca. Esto no es para vos. Aquí no se aprende nada ni hay moraleja que valga.

Yo insistía por los cuentos más siniestros, aunque tenía que estar atento porque varias veces pesqué a mi mamá azucarar y cambiar los finales. A Pulgarcito lo salvó de las fauces del ogro y la abuelita de Caperucita terminó jugando al ajedrez con el lobo. Además, por desgracia, le encantaba leerme las fábulas más aburridas, como las de la hormiga con la cigarra o la liebre con la tortuga “para que aprendas algo positivo”.

Un día mi mamá le pidió ayuda al Zorrino y a Galera para que sacaran del sótano unas botellas y damajuanas de vino tinto. El anuncio me paralizó. Me aferré como garrapata a su pollera y, mientras abrían la tapa, un hormigueo eléctrico me recorrió las pantorrillas de arriba abajo. Apreté fuerte los ojos hasta que vi estrellitas.

Miralo al Nenucho, está como la Yiya con la cola entre las patas me deschavó Galera.
¡No sea ridículo! le espetó mi mamá– levante y cállese por favor.
Sabedor de mis miedos, el Zorrino me meneó la cabeza hacia el fondo.
Abrí los ojos. Estás conmigo. No tengas miedo.

Vi la escalera empinada perdiéndose en las profundidades y olí un vaho húmedo que me perforó la nariz. Poco a poco, el lugar se fue inundando de luz y me puse a escudriñar para encontrar la lámpara de Aladino y los tesoros de los 40 ladrones. También busqué la puerta del escondite de Barba Azul de la que a borbotones brotaba la sangre fresca de sus esposas degolladas. No descubrí nada; puro silencio y humedad. Ahí mismo supe que Galera había escondido todo detrás de las paredes corredizas del fondo.

¿Ves?, aquí no hay nada me trató de aliviar el Zorrino.
¿Quién se anima a bajar? –preguntó mi mamá.
–Es demasiado empinada para mí –dijo Galera señalando a la escalera y tomándose la panza con las dos manos.
La forma y el tono en que preguntó mi mamá y el recule de Galera, acentuaron mis miedos.

El Zorrino aspiró una bocanada como para tirarse al agua y bajó. Minutos después que se estiraron como chicle, emergió transpirado y gateando por las escaleras.

No me alcanzaron las manos para traerte tu premio Nenucho me dijo con dos botellas de vino en cada mano.
¿Qué premio? pregunté entusiasmado.
Un soldadito de plomo con una sola pierna –respondió–. Es que apenas me vio, salió corriendo entre las damajuanas.

Esta vez el hormigueo eléctrico fue más intenso. Me subió por las pantorrillas y no paró hasta la nuca y, de ahí, me golpeó fuerte detrás de las orejas con un zumbido de abeja asesina. Abracé la pollera y las piernas de mi mamá con fuerza. Levanté la vista y vi a la distancia a Galera lanzarme sus manos y retorciéndome el cuello. Lo miré fijo y en un instante sentí que le crecía una barba azulada.

El Piojo y la Pancha

Mi problema no era solo el sótano. Tampoco pasaba de noche por el patio, sabía que era el lugar favorito de las brujas y los lobos come chicos cuando salían de las profundidades. Se escondían detrás del limonero o se confundían entre las sombras de la parra en noches de luna brillosa. Cuando mis padres decidían cenar sobre la mesa de granito en el patio para comernos todo el fresco de la noche, mis pantorrillas mantenían un cosquilleo intermitente ante cada sombra que bailoteaba por ahí. También me ponía en guardia cuando veía que mi hermano paraba sus radares y clavaba la vista en algún rincón oscuro del patio.

A los únicos monstruos que no les tenía miedo era a King Kong y al águila de pico con gancho de pirata. Los imaginaba enormes como el limonero, pero en realidad eran como un chihuahua flaquito y una paloma mensajera bajo la lluvia. King Kong era la Pancha, una monita
de pelo dorado, antifaz negro y una cola interminable como bastón, con mango doblado de paraguas al final. El Piojo era un loro simpático y charlatán de uniforme verde tornasolado con copete celeste y amarillo en escalera, siempre peinado a la gomina, y con un toque de rojo y amarillo sobre las alas. La Pancha era de mi hermano y el Piojo de mi mamá. Los había traído el tío Tito de algún viaje que hizo por las selvas del Chaco y el Paraguay.

Cada primero de mes antes de que siquiera arranque el almanaque, mi mamá le solía cortar las alas al Piojo a tijeretazos limpios. El piojo chillaba despavorido con cierta exageración para denunciar a su abusadora a los cuatro vientos. Tratando de asegurarse que ya no podría volar, mi mamá lo ponía sobre el suelo y lo empujaba a pataditas para ver si despegaba. El Piojo carreteaba desplegando las alas sin suerte. Corría a todo trapo, pero no pasaba de medio metro hasta que se trastabillaba pisando sus propias patitas chuecas, con lo que cerraba su espectáculo con dos tumbas carnero involuntarias. Se apiadaba de sí mismo declamando un “pobrecito el Piojo” con la misma voz de mi mamá.

El Piojo era el centro de atención de la esquina. Plagiaba la voz de mi mamá en todo, excepto para las carcajadas, a las que lanzaba con el exacto tono de mi papá, incluso con una aspiración al final de cada risotada. Cuando mi mamá no estaba en el bar, el Piojo gritaba a todo pulmón “Toootaaa, geeente, Toootaaa, geeente” avisando que alguien traspasaba el umbral, como si se creyera el vigía que descubrió tierra desde la carabela de Colón.

A diferencia de las mañanas, cuando usaba de posadero la balanza sobre el mesón de granito, por las tardes, mi mamá lo trepaba a los fresnos sobre la Iturraspe. Camuflado entre las ramas, saludaba a medio mundo. “Hasta luego señor”, “chau señora”, “hola”, “buenas tardes” siempre adivinando si eran hombres o mujeres y si iban o venían. Quienes no lo advertían entre las ramas me devolvían el saludo algo desconfiados, al ver que la voz gruesa no se compadecía con mi contextura.

La Pancha usaba el alambre del tendedero como autopista entre la parra y el limonero. Se agarraba del alambre con la cola y quedaba en posición de murciélago con ojitos pedigüeños por más frutas y maníes. Apenas tenía el buche lleno, pegaba un salto y tomaba envión para abalanzarse entre las ramas de sus bosques. Un día dio tantas volteretas que se enganchó quedando a merced de un sol despiadado. Insolada y moribunda se salvó por un pelito, pero desde entonces no fue la misma: “está menos vivaracha y de genio corto”, decía mi mamá.

Las noches que el frío calaba hondo, la Pancha y el Piojo dormían apretaditos como bailarines de tango hasta que el sol se encendía. Se quedaban acurrucaditos e inmóviles en la parte superior del anillo de hierro que les servía de morada y que mi mamá entraba religiosamente al salón del bar todas las tardecitas. Solían despertarse malhumorados. La Pancha con algunos plumones de loro entre su pelambre y el Piojo mirando hacia el lado contrario para esquivar el mal aliento mañanero.

Una noche al cerrar el bar, justo cuando mi mamá se despedía con el tradicional “buenas noches mis chiquitos”, parece que hicieron cortocircuito, ya sea porque tenían calor o porque una pulga saltó de uno a otro sin previo aviso.

De la nada, la Pancha le dio un empujón sorpresivo al Piojo, arrojándolo a la parte inferior del pedestal. El Piojo, también de pocas pulgas, tratando de hacer equilibrio y no caerse, se prendió de la cola, pero aprovechó pensando que “esta es la mía”, para morder y torcer con ganas, como queriendo desenroscar un tornillo oxidado. La Pancha pegó un alarido como Tarzán y con los ojitos color Drácula, pegó una voltereta en el aire con tanta mala suerte para el Piojo que quedó colgada boca abajo con su cara al mismo nivel que el copete de su contrincante. Sin amagues previos, sacó una recta demoledora y remató con un gancho de izquierda como la de Ringo Bonavena. El Piojo terminó amamarrachado y abombado contra el piso, seguido por un camino de plumas que flotaron en el aire como el celofán de los Mejorales.

Con el copete todo despeinado se largó un “ja, ja, ja, ja, ja” contradictorio con la exacta voz de mi papá, y de inmediato repitió un acongojado “pobrecito el Piojo” con el tono de mi mamá. “Upalala” dijo cuando mi mamá le tiró la toalla ofreciéndole el dedo índice como sostén. Lo posó sobre su hombro y él, victimizándose a más no poder por la paliza, siguió coreando “pobrecito el Piojo, pobrecito el Piojo” por más de una hora. Desde entonces, el Piojo se juró que jamás volvería a dormir acurrucado con la Pancha por más fría que cayera la noche. “Que se vaya a dormir con las palomas, mona mala y desagradecida”, sentenció aquella noche.

No seas porfiado, Nenucho, –me trataba de convencer Galera a quien le pedía que no siga diciendo que el Piojo era un pajarraco común y corriente.
–Piensa, entiende y habla mejor que usted –lo desafié.
–A ver si es cierto. Repití puta parió, puta parió. Repetí carajo –insistió Galera acercándosele al Piojo, empecinado con que fuera un loro normal, maleducado como el de los cuentos verdes.

Cuando mi mamá aparecía en escena, Galera se hacía el disimulado, pero ella, adivinando sus intenciones, lo amenazaba con el destierro, como al que lo había condenado aquella vez de la trifulca con los naipes.

Cuidadito que no le ande enseñando sus cochinadas.
Apenas mi mamá se daba vuelta, Galera volvía a la carga.
Puta parió, puta parió. Repetí pajarraco. Repetí carajo.

Cansado de sus burlas, de los sustos y por saberlo uno más de los ogros del sótano, un día, con la venia del Zorrino, le saqué la silla cuando se disponía a sentarse plácidamente para disfrutar de su medio litro con soda. Manoteó la botella y luego el aire, pero la gravedad pudo más. Rebotó contra el piso, la espalda se le fue para atrás y sus zapatos aparecieron a la altura de donde debía estar su cabeza. El Zorrino soltó una carcajada que subió de tono cuando un trac denunció que las costuras del pantalón se rajaron.
Galera buscó levantarse a duras penas y mientras el Zorrino le ofrecía y le quitaba la mano de ayuda, se concentró en mí. Me siguió con la mirada desencajada, igualita que la de los lobos del sótano.

Si te agarro mocoso de porquería, te voy a encerrar en el só.... me gritó, comiéndose las últimas sílabas tras la entrada de mi mamá al salón.
¿Qué hace ahí Galera?
Nada, tenía sueño, así que me eché una siesta.
Mi mamá se rio por la ocurrencia, pero enseguida apretó las cejas.
No me tome el pelo, no se haga el vivo. Bien sabe quién pierde si se mete con el Nenuchín ¿no?

Con la amenaza de mi mamá como escudo, tomé carrera y salté la tapa del sótano dejando a todos los ogros atrás. Aterricé en el patio y noté que las uvas parecían manzanas y los limones brillaban como soles. El Piojo me lanzó una carcajada complaciente y los dos nos quedamos charlando, contentos y triunfantes.


EPÍLOGO: la última carta

Párrafos de la última carta que me envió mi mamá en octubre de 1994. Aferrada a su fe, me pedía que visitara a especialistas en Miami para q...