El bar era polo de atracción para los parientes del
campo. Venían a buscar provisiones, hacer trámites o salir de compras. Llegaban temprano a la mesa de mi mamá, antes de empezar el trajín o más tarde, para recargar energías antes de regresar.
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Un óleo que mi hermano Gerardo pintó en aquella época del tío Félix y mi mamá |
Los más asiduos eran el tío Rico Aimaretto y la tía Rosita,
hermana de mi papá. Llegaban del campo en Eustolia con un Falcon verde opaco
castigado por el sol. Traían un par de botellas de leche “recién exprimida” y
unas bolsas de chicharrón del “último chanchón”, como le gustaba bromear al
tío.
El tío Félix Forno llegaba religiosamente los martes
desde Zenón Pereyra en su inmaculado DKW apenas despuntaba el sol. Era el único
día que mis primas Griselda y Miriam, que vivían en casa en pensión durante los
últimos años de escuela secundaria, se levantaban temprano. “¿Están contentas
de verme o por lo que les traigo?”, era su pregunta obligada, al tiempo que les
entregaba un sobre generoso que la tía Manuela, hermana de mi mamá, les mandaba
para los gastos del mes.
Su generosidad también me salpicaba. Con sombrero ladeado
y pipa con humo achocolatado, el tío Félix apilaba diez monedas al lado de su
copita de caña Legui y me las iba desgranando a medida que adivinaba sus
acertijos.
–¿Qué pesa más? un kilo de plumas o un kilo de
fierro.
–Los dos iguales, tío.
–Muy bien, Nenucho, muy bien. Te la ganaste.
–¿Solo una?
–Esta vale tres: si me subo al techo y tiro un kilo
de plumas y un kilo de fierro ¿cuál llega más rápido al piso?
Le podía dar la respuesta acertada porque me la
sabía de memoria, pero prefería seguirle el jueguito y enfocarme en las monedas
restantes.
–Al mismo tiempo, tío.
–¡No Nenucho! ¡Ninguno!, no ves que ya estoy viejo
para subir a los techos.
A pura carcajada y mientras rellenaba su pipa
satisfecho cómo si él hubiera ganado el acertijo, me regalaba el resto de las
monedas con el consejo de siempre: “Llená la alcancía, ahorrá mucho porque no
sabés cuando lo necesitarás”.
El tío Tito y la Edelmira
La visita más esperada y espaciada era la del
tío Tito, un hombre de mundo. Viajaba sin cesar a tierras lejanas y de fantasía
por su trabajo como administrador del Ringling Bros o el Eguino Bros, el mismo
circo, pero con carpa de distinto color. El tío era alto, en algunas visitas
más gordo que en otras y tenía una coronilla de fraile que le realzaba la
pelada tan lustrosa como sus zapatos. Vestía con ropa fina y extranjera, mucho
lino y cachemir.
Su primera labor en el circo no había sido la de contratar artistas, comprar animales o fijar el precio de las entradas, sino en el medio de la pista con cachetes colorados, boca pintarrajeada como la del Guasón en las historietas de Batman y un pompón rojo prendido en la nariz. Su vocación la descubrió cuando el Ringling Bros pasó por Santa Fe, mientras de sotana cursaba el segundo año del seminario diocesano. Los nonos José y Antonia se opusieron en forma rotunda al principio; aspiraban que Héctor, su benjamín de once hijos, fuera el cura que toda familia numerosa quería tener.
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El tío Tito, un dibujo de mi hermano. |
Cedieron cuando supieron que la vocación
circense era innegociable y definitiva. Su soltería de aprendiz de cura le
favoreció para llevar una vida nómada que su nueva profesión requería: “Al fin
y al cabo el circo es un sacerdocio”, bromeaba cada vez que lo cuestionaban. Sus
cuatro hermanos aprobaron entusiasmados y sus seis hermanas, todas
sobreprotectoras del más pequeño, incluida mi mamá, se desvivían por
encontrarle novias y futuras esposas. Él disfrutaba que le armaran amoríos,
sabiendo que siempre llegaban a la misma conclusión: “mejor quedate solo y
tranquilo”.
De payaso duró lo que una picadura de abeja. Su
humor atrevido lo festejaban hasta las cebras y el gorila a pura carcajada. Los
hermanos Eguino, dueños del circo, lo premiaron como maestro de ceremonia o “maitre
de piste” como él prefería que le dijeran cuando estaba ornamentado con su frac
de lentejuelas multicolores y sombrero de copa negro azabache. Con micrófono en
mano y el público a sus pies, se sentía Gardel. Dejaba el libreto de lado y
presentaba a los artistas y números ganándose vítores y aplausos largos desde
los palcos y el gallinero. Anunciaba cada vez más convencido que los leones habían
luchado con Tarzán, los elefantes eran hijos de Dumbo y que uno de los
trapecistas Rodríguez había volado tan alto que quedó colgado de una nube.
Tampoco duró mucho en ese puesto. Su carisma y
don de gentes lo catapultaron a relacionador público. Adelantado como
Magallanes, llegaba a los pueblos y ciudades en busca del mejor lote para
levantar la carpa de tres pistas. A los intendentes les ofrecía entradas para
reforzar sus campañas políticas, a cambio de que le regalaran las calles más
céntricas para la caravana de bienvenida del circo. Para ese día lograba que
las escuelas permanecieran cerradas para que los chicos entusiasmaran a sus
padres por entradas, después que presenciaban alborotados el desfile del gigante
con zancos, los tigres de Bengala y los siete elefantes africanos de paso
cansino.
Por su gracia se imponía como centro de
atención donde estuviere, ya sea debajo de la carpa o en las reuniones
familiares. Tenía un don especial para contar historias, una especie de
reencarnación entre juglar y trovador, y una generosidad que no dejaba a nadie
sin regalos.
De sus muchos cuentos, me aprendí de memoria el
de Edelmira, la gorda boliviana, mi favorita de su repertorio. Un día se escaparon
tres leones que la policía tuvo que ir a cazar al centro del poblado, al mismo
tiempo que se realizaba la procesión religiosa en honor al patrono local. El
rumor causó tanta conmoción que el santo quedó despatarrado sobre la calle de
tierra y una polvareda más alta que las casas sirvió de camuflaje para que los
pueblerinos rajaran en todas las direcciones.
Edelmira que prefirió no correr o porque no le
dieron las piernas, quedó petrificada, sentada sudorosa en el medio del polvo,
con los ojos hacia el cielo buscando quien la salvara. Cuando mi tío llegó,
acompañado por dos policías muertos de miedo que se escondían detrás del
domador y el veterinario con la hipodérmica tranquilizadora, la gorda, todavía
llena de fe, continuaba repitiendo alabanzas con sus manos tocando el cielo, creyéndose
una cristiana en el circo romano.
–¡Mi San Juan me salvó! ¡Mi San Juan me salvó! –gritaba alabanciosa.
Mi tío, que había adquirido mucha fe desde que
rezaba día y noche en el seminario de Santa Fe, pero que también conocía a los
leones, le quitó religiosidad a la invocación divina.
–Pero señora, si los leones no hubieran estado recién comidos, usted
habría sido el banquete preferido.
La gorda se echó a llorar a carcajadas y lo
abrazó insistiendo que mi tío era su San Juan.
Por el mal rato, la premió con entradas sin
fecha para toda su familia, honrándola con el palco reservado para intendentes
y autoridades. Y le dio instrucciones precisas al jefe de pista, así que cuando
presentaba al domador y a sus “siete indomables leones de las sabanas
africanas”, la orquesta tocaba un largo redoble de tambores, las luces se
apagaban y un reflector como un sol la guiaba a Edelmira hacia el centro de la
pista: “Con usteeeeeedeeeeees Edeeeeeeeeelmiiiiiiiiiira, Edelmira de las
Mercedes Peñaflor, la reina del espectáculo más grande del mundo, el magnííííííficooooooo
Ringling Bros”.
Edelmira y sus familiares no se perdieron ninguna
de las cuatro funciones diarias del circo. Tal fue el éxito, que mi tío puso un
cartel con la foto de Edelmira en la puerta y debió extender la plaza por diez
días más. Y eso que todo el circo, contando palcos y gallinero, tenía más
asientos que pobladores en el pueblo.
–¿Y después que hizo la Edelmira?, –era mi pregunta
de cajón.
–Se convirtió en líder de las procesiones y hasta creo
que la gente le empezó a rezar pidiéndole por algún milagro –contaba orgulloso
mi tío.
Las ocho monedas de oro
La generosidad del tío era tan profunda como
una mina de oro. Repartía a dos manos mantas de vicuña peruana, pulseras de
plata boliviana y manteles de lino paraguayo a sus hermanas y cuñadas, y todo
tipo de prendas finas a sus hermanos y cuñados. Los sobrinos y mis primas lo
esperábamos con los brazos abiertos como a Papa Noel como si todas sus visitas
fueran Navidad. A mi hermano le regaló la Pancha y, en la misma visita, yo
ligué mi regalo más precioso, una locomotora que tiraba luces y humo de colores
e imitaba el fuerte sonido del traqueteo de las vías. Fue la atracción del bar
por semanas, hasta que mi mamá le desconectó las pilas ante las quejas de todos
los clientes.
Su generosidad también la expresaba con dinero
cantante y sonante que regalaba en sobres gorditos como los del tío Félix.
– Hay Tito –le reclamaba mi papá – si dejaras de regalar tanta plata y de jugar
al casino imagínate todas las propiedades e inversiones que podrías tener a
esta altura.
Desoía los consejos, también comunes entre sus
hermanos, y prefería mostrar, orgulloso, una medalla que le habían regalado en
un casino de la Patagonia por ser el mejor cliente del mes.
–No juegues más Tito. Guardá que la suerte te puede cambiar, ya la
gente prefiere el cine y la televisión que ir al circo.
–Mirá quienes hablan, vos con la quiniela y el Livio
con la polla –contestó a carcajadas– la verdad que ustedes no son ni santos ni buenos
consejeros.
En una de sus visitas, cuando mis padres se fueron
a dormir la siesta, nos llevó en silencio a mi hermano y a mí a la mesa de las visitas
en el bar.
–Me prometen que guardarán un secreto si les doy algo.
–Claro tío –le contestó Gerardo intrigado.
Tiró una bolsita de terciopelo negro sobre la
mesa que retumbó como tambor. Desparramó ocho monedas de un amarillo brilloso como
los anillos de mis papás. Pensé que eran las monedas musicales del payaso Tilín,
pero por la cara de mi hermano me di cuenta de que era algo más valioso e
importante.
–¿Son de oro? –preguntó asombrado Gerardo– ¡Son de oro! –se respondió de inmediato.
–Sssshhhhh, cállense que se van a despertar.
–¿Son de verdad? ¿Son tuyas? ¿Para qué son? –lo ametralló mi hermano a preguntas.
–Quiero que ustedes las guarden y cuando la Tota quiera
comprar la casa, esto le dará el empujoncito que le falte.
El tío nos contó que las monedas, aunque
chiquitas, valían mucho más que su peso en oro porque habían acuñado pocas y
que eran el botín anhelado por los coleccionistas. En el anverso decían
Libertad con una cara de mujer con gorro frigio y debajo ½ Argentino. En el
reverso tenían el escudo de la República Argentina y un 1884 que el tío nos explicó
que era el año de acuñación.
–¿Por qué no se las das ahora? Se van a poner locos de contentos –replicó
mi hermano.
–Tu papá está loco, pero por comprarse un Auto Unión
como el del tío Félix. Tengo miedo que las use para eso y no para la casa.
–Por qué no las guardas vos, si nos descubren van a
creer que las robamos.
–Mañana nos vamos con el circo a Chile y de ahí
subiremos a México y no sé cuándo voy a volver. Guárdenlas bien y cuidadito que le cuenten a
alguien. Si cuentan no los dejaré entrar más al
circo.
El tío también se fue a dormir la siesta. Mi
hermano, antes de que yo pudiera tocar las monedas, las metió celoso dentro de
la bolsita y la ató con doble nudo. Dudando de que yo pudiera ser una tumba, me
propuso sellar un pacto secreto. Juramos como los indios de las películas, pero
en vez de sangre, nos untamos las muñecas con saliva.
–Tenemos que encontrar el mejor lugar –me
dijo y enseguida se le prendió la lamparita– ya sé, el sótano.
–No –reaccioné–
el sótano no, ahí las va a encontrar Galera que siempre anda buscando los
tesoros de Ali Baba y de Aladino.
–No seas salame, ahí debajo no hay nada –me
reprochó– lo único que tenemos que ver es cómo abrir la tapa que es muy pesada.
–Le diré al Zorrino que la abra porque mami
quiere que le saque el vino.
–No estoy seguro, nos van a descubrir. Mejor
las guardo esta noche debajo de mi cama y mañana pensamos qué hacer –sentenció.
–Bueno.
–Jurá que no le vas a decir nada a mami
ni a papi.
–Lo juro.
–Por Dios.
–Lo juro por Dios.
Gerardo se puso la bolsita en el
bolsillo y yo quedé intranquilo. Tenía muchos secretos y me pesaban. El
anónimo, la libretita amarilla de mi mamá, los condimentos del menjunje del
Manya Luna y, ahora, este de las ocho monedas de oro. Tenía ganas de contar
todo.
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Hice esta pintura años atrás, sobre el tío Félix en la mesa de mi mamá y la locomotora que me había regalado el tío Tito. |