Jamás pisaba
la tapa del sótano del bar. Tomaba envión y el salto debía ser largo y bien
calculado para llegar al patio. Al mínimo ruidito podía despertar a Barba Azul,
a las brujas, a los lobos y monstruos de un solo ojo que convivían en las profundidades.
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Ilustración de Barba Azul en las Fabulandia. |
Mientras mi mamá se distraía en su mesa hablando con las visitas, yo relojeaba la argolla de entrada al sótano por cualquier vibración que indicara movimiento. Aunque me tranquilizaba saber que los monstruos solo salían por las noches, estaba atento con mi oreja de estetoscopio para descifrar lo que cuchicheaban el día entero.
Mi mamá me
leía las Fabulandia con la intención de “que abras la cabeza, hables bien y
escribas mejor”. Yo prefería que me leyera porque las ilustraciones no describían
lo más sabroso del cuento. Los dibujos mostraban a una reina hablando con un
espejito, pero, en realidad, se trataba de una bruja asesina que intentaba
matar a Blancanieves de mil y una formas, hasta que al final lo logró con una
manzana envenenada.
–¡Nenucho! llegó esta de Barba Azul. ¡Dicen que es
buenísima! –exclamó mi mamá mientras se acomodaba en su mesa lista para la
lectura.
–Dale mami, dale contame.
–Dale mami, dale contame.
Después de ojear y revisar las páginas en silencio, como siempre lo
hacía previo a las nuevas lecturas, mi mamá reaccionó:
–¡Qué desastre!
–¿Por qué?
–Están locos si
creen que escriben para chicos. ¡Por favor!
Cuando escuché
“por favor”, temí lo de siempre, que quedara masticando y tragándose lo que
pensaba. Insistí que me explicara.
–¿Pero por qué?
–Siempre nos pintan como brujas o detrás de algún príncipe carilindo. Este –dijo con el dedo posado sobre Barba Azul– es un maldito asesino que acuchilló a todas sus esposas y, encima, el tardado se deleita viendo como corre la sangre de las pobrecitas.
–Mami, no
importa.
–Ni loca. Esto
no es para vos. Aquí no se aprende nada ni hay moraleja que valga.
–¡Qué desastre!
–¿Por qué?
–¿Pero por qué?
–Siempre nos pintan como brujas o detrás de algún príncipe carilindo. Este –dijo con el dedo posado sobre Barba Azul– es un maldito asesino que acuchilló a todas sus esposas y, encima, el tardado se deleita viendo como corre la sangre de las pobrecitas.
Yo insistía
por los cuentos más siniestros, aunque tenía que estar atento porque varias
veces pesqué a mi mamá azucarar y cambiar los finales. A Pulgarcito lo salvó de
las fauces del ogro y la abuelita de Caperucita terminó jugando al ajedrez con
el lobo. Además, por desgracia, le encantaba leerme las fábulas más aburridas, como las de la
hormiga con la cigarra o la liebre con la tortuga “para que
aprendas algo positivo”.
Un día mi
mamá le pidió ayuda al Zorrino y a Galera para que sacaran del sótano unas botellas
y damajuanas de vino tinto. El anuncio me paralizó. Me aferré como garrapata a su
pollera y, mientras abrían la tapa, un hormigueo eléctrico me recorrió las
pantorrillas de arriba abajo. Apreté fuerte los ojos hasta que vi estrellitas.
–Miralo al Nenucho, está como la Yiya con la cola entre las patas –me deschavó Galera.
–¡No sea ridículo! –le espetó mi mamá– levante y cállese por favor.
Sabedor de
mis miedos, el Zorrino me meneó la cabeza hacia el fondo.
–Abrí los ojos. Estás conmigo. No tengas miedo.
–¡No sea ridículo! –le espetó mi mamá– levante y cállese por favor.
–Abrí los ojos. Estás conmigo. No tengas miedo.
Vi la escalera
empinada perdiéndose en las profundidades y olí un vaho húmedo que me perforó
la nariz. Poco a poco, el lugar se fue inundando de luz y me puse a escudriñar
para encontrar la lámpara de Aladino y los tesoros de los 40 ladrones. También
busqué la puerta del escondite de Barba Azul de la que a borbotones brotaba la
sangre fresca de sus esposas degolladas. No descubrí nada; puro silencio y
humedad. Ahí mismo supe que Galera había escondido todo detrás de las paredes
corredizas del fondo.
–¿Ves?, aquí no hay nada –me trató de aliviar el
Zorrino.
–¿Quién se anima a bajar? –preguntó mi mamá.
–Es demasiado
empinada para mí –dijo Galera señalando a la escalera y tomándose la panza con
las dos manos.
La forma y el tono en que preguntó mi mamá y el recule de Galera, acentuaron mis miedos.
–¿Quién se anima a bajar? –preguntó mi mamá.
La forma y el tono en que preguntó mi mamá y el recule de Galera, acentuaron mis miedos.
El Zorrino aspiró
una bocanada como para tirarse al agua y bajó. Minutos después que se estiraron
como chicle, emergió transpirado y gateando por las escaleras.
–No me alcanzaron las manos para traerte tu premio Nenucho –me dijo con dos botellas de vino en cada mano.
–¿Qué premio? –pregunté entusiasmado.
–Un soldadito de plomo con una sola pierna –respondió–. Es que apenas
me vio, salió corriendo entre las damajuanas.
–¿Qué premio? –pregunté entusiasmado.
Esta vez el hormigueo
eléctrico fue más intenso. Me subió por las pantorrillas y no paró hasta la
nuca y, de ahí, me golpeó fuerte detrás de las orejas con un zumbido de abeja
asesina. Abracé la pollera y las piernas de mi mamá con fuerza. Levanté la
vista y vi a la distancia a Galera lanzarme sus manos y retorciéndome el cuello.
Lo miré fijo y en un instante sentí que le crecía una barba azulada.
El Piojo y
la Pancha
Mi problema
no era solo el sótano. Tampoco pasaba de noche por el patio, sabía que era el
lugar favorito de las brujas y los lobos come chicos cuando salían de las
profundidades. Se escondían detrás del limonero o se confundían entre las
sombras de la parra en noches de luna brillosa. Cuando mis padres decidían cenar
sobre la mesa de granito en el patio para comernos todo el fresco de la noche,
mis pantorrillas mantenían un cosquilleo intermitente ante cada sombra que
bailoteaba por ahí. También me ponía en guardia cuando veía que mi hermano paraba
sus radares y clavaba la vista en algún rincón oscuro del patio.
A los únicos
monstruos que no les tenía miedo era a King Kong y al águila de pico con gancho
de pirata. Los imaginaba enormes como el limonero, pero en realidad eran como
un chihuahua flaquito y una paloma mensajera bajo la lluvia. King Kong era la
Pancha, una monita de pelo dorado, antifaz negro y una cola interminable como bastón, con
mango doblado de paraguas al final. El Piojo era un loro simpático y charlatán de
uniforme verde tornasolado con copete celeste y amarillo en escalera, siempre
peinado a la gomina, y con un toque de rojo y amarillo sobre las alas. La Pancha era de mi hermano y el Piojo de mi mamá. Los
había traído el tío Tito de algún viaje que hizo por las selvas del Chaco y el
Paraguay.
Cada primero de mes antes de que siquiera arranque
el almanaque, mi mamá le solía cortar las alas al Piojo a tijeretazos limpios.
El piojo chillaba despavorido con cierta exageración para denunciar a su
abusadora a los cuatro vientos. Tratando de asegurarse que ya no podría volar,
mi mamá lo ponía sobre el suelo y lo empujaba a pataditas para ver si
despegaba. El Piojo carreteaba desplegando las alas sin suerte. Corría a todo
trapo, pero no pasaba de medio metro hasta que se trastabillaba pisando sus
propias patitas chuecas, con lo que cerraba su espectáculo con dos tumbas
carnero involuntarias. Se apiadaba de sí mismo declamando un “pobrecito el
Piojo” con la misma voz de mi mamá.
El Piojo era el centro de atención de la esquina. Plagiaba
la voz de mi mamá en todo, excepto para las carcajadas, a las que lanzaba con
el exacto tono de mi papá, incluso con una aspiración al final de cada
risotada. Cuando mi mamá no estaba en el bar, el Piojo gritaba a todo pulmón “Toootaaa,
geeente, Toootaaa, geeente” avisando que alguien traspasaba el umbral, como si
se creyera el vigía que descubrió tierra desde la carabela de Colón.
A diferencia de las mañanas, cuando usaba de
posadero la balanza sobre el mesón de granito, por las tardes, mi mamá lo
trepaba a los fresnos sobre la Iturraspe. Camuflado entre las ramas, saludaba a
medio mundo. “Hasta luego señor”, “chau señora”, “hola”, “buenas tardes” siempre
adivinando si eran hombres o mujeres y si iban o venían. Quienes no lo
advertían entre las ramas me devolvían el saludo algo desconfiados, al ver que
la voz gruesa no se compadecía con mi contextura.
La Pancha usaba el alambre del tendedero como autopista entre la
parra y el limonero. Se agarraba del alambre con la cola y quedaba en posición
de murciélago con ojitos pedigüeños por más frutas y maníes. Apenas tenía el
buche lleno, pegaba un salto y tomaba envión para abalanzarse entre las ramas
de sus bosques. Un día dio tantas volteretas que se enganchó quedando a merced
de un sol despiadado. Insolada y moribunda se salvó por un pelito, pero desde
entonces no fue la misma: “está menos vivaracha y de genio corto”, decía mi
mamá.
Las noches que el frío calaba hondo, la Pancha y el
Piojo dormían apretaditos como bailarines de tango hasta que el sol se encendía.
Se quedaban acurrucaditos e inmóviles en la parte superior del anillo de hierro
que les servía de morada y que mi mamá entraba religiosamente al salón del bar
todas las tardecitas. Solían despertarse malhumorados. La Pancha con algunos
plumones de loro entre su pelambre y el Piojo mirando hacia el lado contrario
para esquivar el mal aliento mañanero.
Una noche al cerrar el bar, justo cuando mi mamá se
despedía con el tradicional “buenas noches mis chiquitos”, parece que hicieron cortocircuito,
ya sea porque tenían calor o porque una pulga saltó de uno a otro sin previo
aviso.
De la nada, la Pancha le dio un empujón sorpresivo
al Piojo, arrojándolo a la parte inferior del pedestal. El Piojo, también de
pocas pulgas, tratando de hacer equilibrio y no caerse, se prendió de la cola,
pero aprovechó pensando que “esta es la mía”, para morder y torcer con ganas, como
queriendo desenroscar un tornillo oxidado. La Pancha pegó un alarido como
Tarzán y con los ojitos color Drácula, pegó una voltereta en el aire con tanta mala
suerte para el Piojo que quedó colgada boca abajo con su cara al mismo nivel
que el copete de su contrincante. Sin amagues previos, sacó una recta
demoledora y remató con un gancho de izquierda como la de Ringo Bonavena. El
Piojo terminó amamarrachado y abombado contra el piso, seguido por un camino de
plumas que flotaron en el aire como el celofán de los Mejorales.
Con el copete todo despeinado se largó un “ja, ja,
ja, ja, ja” contradictorio con la exacta voz de mi papá, y de inmediato repitió
un acongojado “pobrecito el Piojo” con el tono de mi mamá. “Upalala” dijo
cuando mi mamá le tiró la toalla ofreciéndole el dedo índice como sostén. Lo
posó sobre su hombro y él, victimizándose a más no poder por la paliza, siguió
coreando “pobrecito el Piojo, pobrecito el Piojo” por más de una hora. Desde
entonces, el Piojo se juró que jamás volvería a dormir acurrucado con la Pancha
por más fría que cayera la noche. “Que se vaya a dormir con las palomas, mona mala
y desagradecida”, sentenció aquella noche.
–No seas porfiado, Nenucho, –me trataba
de convencer Galera a quien le pedía que no siga diciendo que el Piojo era un
pajarraco común y corriente.
–Piensa, entiende y habla mejor que usted –lo desafié.
–A ver si es cierto. Repití puta parió, puta parió. Repetí carajo –insistió Galera acercándosele al Piojo, empecinado con que fuera un loro normal, maleducado como el de los cuentos verdes.
–Piensa, entiende y habla mejor que usted –lo desafié.
–A ver si es cierto. Repití puta parió, puta parió. Repetí carajo –insistió Galera acercándosele al Piojo, empecinado con que fuera un loro normal, maleducado como el de los cuentos verdes.
Cuando mi mamá aparecía en escena, Galera se hacía
el disimulado, pero ella, adivinando sus intenciones, lo amenazaba con el
destierro, como al que lo había condenado aquella vez de la trifulca con los
naipes.
–Cuidadito que no le ande enseñando sus
cochinadas.
Apenas mi mamá se daba vuelta, Galera volvía a la carga.
–Puta parió, puta parió. Repetí pajarraco. Repetí carajo.
Apenas mi mamá se daba vuelta, Galera volvía a la carga.
–Puta parió, puta parió. Repetí pajarraco. Repetí carajo.
Cansado de sus burlas, de los sustos y por saberlo
uno más de los ogros del sótano, un día, con la venia del Zorrino, le saqué la
silla cuando se disponía a sentarse plácidamente para disfrutar de su medio litro
con soda. Manoteó la botella y luego el aire, pero la gravedad pudo más. Rebotó
contra el piso, la espalda se le fue para atrás y sus zapatos aparecieron a la
altura de donde debía estar su cabeza. El Zorrino soltó una carcajada que subió
de tono cuando un trac denunció que las costuras del pantalón se rajaron.
Galera buscó levantarse a duras penas y mientras el Zorrino le ofrecía y le quitaba la mano de ayuda, se concentró en mí. Me siguió con la mirada desencajada, igualita que la de los lobos del sótano.
Galera buscó levantarse a duras penas y mientras el Zorrino le ofrecía y le quitaba la mano de ayuda, se concentró en mí. Me siguió con la mirada desencajada, igualita que la de los lobos del sótano.
–Si te agarro mocoso de porquería, te voy
a encerrar en el só.... –me gritó, comiéndose las últimas sílabas tras la entrada de mi mamá al
salón.
–¿Qué hace ahí Galera?
–Nada, tenía sueño, así que me eché una siesta.
Mi mamá se rio por la ocurrencia, pero enseguida
apretó las cejas.
–No me tome el pelo, no se haga el vivo. Bien sabe quién pierde si se mete con el Nenuchín ¿no?
–¿Qué hace ahí Galera?
–Nada, tenía sueño, así que me eché una siesta.
–No me tome el pelo, no se haga el vivo. Bien sabe quién pierde si se mete con el Nenuchín ¿no?
Con la amenaza de mi mamá como escudo, tomé carrera y
salté la tapa del sótano dejando a todos los ogros atrás. Aterricé en el patio
y noté que las uvas parecían manzanas y los limones brillaban como soles. El
Piojo me lanzó una carcajada complaciente y los dos nos quedamos charlando,
contentos y triunfantes.
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