jueves, 4 de marzo de 2021

Entre monstruos, el Piojo y la Pancha

Jamás pisaba la tapa del sótano del bar. Tomaba envión y el salto debía ser largo y bien calculado para llegar al patio. Al mínimo ruidito podía despertar a Barba Azul, a las brujas, a los lobos y monstruos de un solo ojo que convivían en las profundidades.

Ilustración de Barba Azul en las Fabulandia.
Con seña de enfermera burlona llamando a silencio, Galera me advertía que sea cuidadoso en el salto. “Cuidado Nenucho que los vas a despertar”. Se hacía pasar por un cliente regular, pero nunca dudé que disimulaba. Sabía que vivía ahí debajo y se codeaba con sus amigos, los secuestradores que retenían a Rapunzel, Aladino y Ali Baba.

Mientras mi mamá se distraía en su mesa hablando con las visitas, yo relojeaba la argolla de entrada al sótano por cualquier vibración que indicara movimiento. Aunque me tranquilizaba saber que los monstruos solo salían por las noches, estaba atento con mi oreja de estetoscopio para descifrar lo que cuchicheaban el día entero.

Mi mamá me leía las Fabulandia con la intención de “que abras la cabeza, hables bien y escribas mejor”. Yo prefería que me leyera porque las ilustraciones no describían lo más sabroso del cuento. Los dibujos mostraban a una reina hablando con un espejito, pero, en realidad, se trataba de una bruja asesina que intentaba matar a Blancanieves de mil y una formas, hasta que al final lo logró con una manzana envenenada.

¡Nenucho! llegó esta de Barba Azul. ¡Dicen que es buenísima! –exclamó mi mamá mientras se acomodaba en su mesa lista para la lectura.
Dale mami, dale contame.

Después de ojear y revisar las páginas en silencio, como siempre lo hacía previo a las nuevas lecturas, mi mamá reaccionó:
¡Qué desastre!
¿Por qué?
Están locos si creen que escriben para chicos. ¡Por favor!
Cuando escuché “por favor”, temí lo de siempre, que quedara masticando y tragándose lo que pensaba. Insistí que me explicara.
¿Pero por qué?
–Siempre nos pintan como brujas o detrás de algún príncipe carilindo. Este –dijo con el dedo posado sobre Barba Azul– es un maldito asesino que acuchilló a todas sus esposas y, encima, el tardado se deleita viendo como corre la sangre de las pobrecitas.
Mami, no importa.
Ni loca. Esto no es para vos. Aquí no se aprende nada ni hay moraleja que valga.

Yo insistía por los cuentos más siniestros, aunque tenía que estar atento porque varias veces pesqué a mi mamá azucarar y cambiar los finales. A Pulgarcito lo salvó de las fauces del ogro y la abuelita de Caperucita terminó jugando al ajedrez con el lobo. Además, por desgracia, le encantaba leerme las fábulas más aburridas, como las de la hormiga con la cigarra o la liebre con la tortuga “para que aprendas algo positivo”.

Un día mi mamá le pidió ayuda al Zorrino y a Galera para que sacaran del sótano unas botellas y damajuanas de vino tinto. El anuncio me paralizó. Me aferré como garrapata a su pollera y, mientras abrían la tapa, un hormigueo eléctrico me recorrió las pantorrillas de arriba abajo. Apreté fuerte los ojos hasta que vi estrellitas.

Miralo al Nenucho, está como la Yiya con la cola entre las patas me deschavó Galera.
¡No sea ridículo! le espetó mi mamá– levante y cállese por favor.
Sabedor de mis miedos, el Zorrino me meneó la cabeza hacia el fondo.
Abrí los ojos. Estás conmigo. No tengas miedo.

Vi la escalera empinada perdiéndose en las profundidades y olí un vaho húmedo que me perforó la nariz. Poco a poco, el lugar se fue inundando de luz y me puse a escudriñar para encontrar la lámpara de Aladino y los tesoros de los 40 ladrones. También busqué la puerta del escondite de Barba Azul de la que a borbotones brotaba la sangre fresca de sus esposas degolladas. No descubrí nada; puro silencio y humedad. Ahí mismo supe que Galera había escondido todo detrás de las paredes corredizas del fondo.

¿Ves?, aquí no hay nada me trató de aliviar el Zorrino.
¿Quién se anima a bajar? –preguntó mi mamá.
–Es demasiado empinada para mí –dijo Galera señalando a la escalera y tomándose la panza con las dos manos.
La forma y el tono en que preguntó mi mamá y el recule de Galera, acentuaron mis miedos.

El Zorrino aspiró una bocanada como para tirarse al agua y bajó. Minutos después que se estiraron como chicle, emergió transpirado y gateando por las escaleras.

No me alcanzaron las manos para traerte tu premio Nenucho me dijo con dos botellas de vino en cada mano.
¿Qué premio? pregunté entusiasmado.
Un soldadito de plomo con una sola pierna –respondió–. Es que apenas me vio, salió corriendo entre las damajuanas.

Esta vez el hormigueo eléctrico fue más intenso. Me subió por las pantorrillas y no paró hasta la nuca y, de ahí, me golpeó fuerte detrás de las orejas con un zumbido de abeja asesina. Abracé la pollera y las piernas de mi mamá con fuerza. Levanté la vista y vi a la distancia a Galera lanzarme sus manos y retorciéndome el cuello. Lo miré fijo y en un instante sentí que le crecía una barba azulada.

El Piojo y la Pancha

Mi problema no era solo el sótano. Tampoco pasaba de noche por el patio, sabía que era el lugar favorito de las brujas y los lobos come chicos cuando salían de las profundidades. Se escondían detrás del limonero o se confundían entre las sombras de la parra en noches de luna brillosa. Cuando mis padres decidían cenar sobre la mesa de granito en el patio para comernos todo el fresco de la noche, mis pantorrillas mantenían un cosquilleo intermitente ante cada sombra que bailoteaba por ahí. También me ponía en guardia cuando veía que mi hermano paraba sus radares y clavaba la vista en algún rincón oscuro del patio.

A los únicos monstruos que no les tenía miedo era a King Kong y al águila de pico con gancho de pirata. Los imaginaba enormes como el limonero, pero en realidad eran como un chihuahua flaquito y una paloma mensajera bajo la lluvia. King Kong era la Pancha, una monita
de pelo dorado, antifaz negro y una cola interminable como bastón, con mango doblado de paraguas al final. El Piojo era un loro simpático y charlatán de uniforme verde tornasolado con copete celeste y amarillo en escalera, siempre peinado a la gomina, y con un toque de rojo y amarillo sobre las alas. La Pancha era de mi hermano y el Piojo de mi mamá. Los había traído el tío Tito de algún viaje que hizo por las selvas del Chaco y el Paraguay.

Cada primero de mes antes de que siquiera arranque el almanaque, mi mamá le solía cortar las alas al Piojo a tijeretazos limpios. El piojo chillaba despavorido con cierta exageración para denunciar a su abusadora a los cuatro vientos. Tratando de asegurarse que ya no podría volar, mi mamá lo ponía sobre el suelo y lo empujaba a pataditas para ver si despegaba. El Piojo carreteaba desplegando las alas sin suerte. Corría a todo trapo, pero no pasaba de medio metro hasta que se trastabillaba pisando sus propias patitas chuecas, con lo que cerraba su espectáculo con dos tumbas carnero involuntarias. Se apiadaba de sí mismo declamando un “pobrecito el Piojo” con la misma voz de mi mamá.

El Piojo era el centro de atención de la esquina. Plagiaba la voz de mi mamá en todo, excepto para las carcajadas, a las que lanzaba con el exacto tono de mi papá, incluso con una aspiración al final de cada risotada. Cuando mi mamá no estaba en el bar, el Piojo gritaba a todo pulmón “Toootaaa, geeente, Toootaaa, geeente” avisando que alguien traspasaba el umbral, como si se creyera el vigía que descubrió tierra desde la carabela de Colón.

A diferencia de las mañanas, cuando usaba de posadero la balanza sobre el mesón de granito, por las tardes, mi mamá lo trepaba a los fresnos sobre la Iturraspe. Camuflado entre las ramas, saludaba a medio mundo. “Hasta luego señor”, “chau señora”, “hola”, “buenas tardes” siempre adivinando si eran hombres o mujeres y si iban o venían. Quienes no lo advertían entre las ramas me devolvían el saludo algo desconfiados, al ver que la voz gruesa no se compadecía con mi contextura.

La Pancha usaba el alambre del tendedero como autopista entre la parra y el limonero. Se agarraba del alambre con la cola y quedaba en posición de murciélago con ojitos pedigüeños por más frutas y maníes. Apenas tenía el buche lleno, pegaba un salto y tomaba envión para abalanzarse entre las ramas de sus bosques. Un día dio tantas volteretas que se enganchó quedando a merced de un sol despiadado. Insolada y moribunda se salvó por un pelito, pero desde entonces no fue la misma: “está menos vivaracha y de genio corto”, decía mi mamá.

Las noches que el frío calaba hondo, la Pancha y el Piojo dormían apretaditos como bailarines de tango hasta que el sol se encendía. Se quedaban acurrucaditos e inmóviles en la parte superior del anillo de hierro que les servía de morada y que mi mamá entraba religiosamente al salón del bar todas las tardecitas. Solían despertarse malhumorados. La Pancha con algunos plumones de loro entre su pelambre y el Piojo mirando hacia el lado contrario para esquivar el mal aliento mañanero.

Una noche al cerrar el bar, justo cuando mi mamá se despedía con el tradicional “buenas noches mis chiquitos”, parece que hicieron cortocircuito, ya sea porque tenían calor o porque una pulga saltó de uno a otro sin previo aviso.

De la nada, la Pancha le dio un empujón sorpresivo al Piojo, arrojándolo a la parte inferior del pedestal. El Piojo, también de pocas pulgas, tratando de hacer equilibrio y no caerse, se prendió de la cola, pero aprovechó pensando que “esta es la mía”, para morder y torcer con ganas, como queriendo desenroscar un tornillo oxidado. La Pancha pegó un alarido como Tarzán y con los ojitos color Drácula, pegó una voltereta en el aire con tanta mala suerte para el Piojo que quedó colgada boca abajo con su cara al mismo nivel que el copete de su contrincante. Sin amagues previos, sacó una recta demoledora y remató con un gancho de izquierda como la de Ringo Bonavena. El Piojo terminó amamarrachado y abombado contra el piso, seguido por un camino de plumas que flotaron en el aire como el celofán de los Mejorales.

Con el copete todo despeinado se largó un “ja, ja, ja, ja, ja” contradictorio con la exacta voz de mi papá, y de inmediato repitió un acongojado “pobrecito el Piojo” con el tono de mi mamá. “Upalala” dijo cuando mi mamá le tiró la toalla ofreciéndole el dedo índice como sostén. Lo posó sobre su hombro y él, victimizándose a más no poder por la paliza, siguió coreando “pobrecito el Piojo, pobrecito el Piojo” por más de una hora. Desde entonces, el Piojo se juró que jamás volvería a dormir acurrucado con la Pancha por más fría que cayera la noche. “Que se vaya a dormir con las palomas, mona mala y desagradecida”, sentenció aquella noche.

No seas porfiado, Nenucho, –me trataba de convencer Galera a quien le pedía que no siga diciendo que el Piojo era un pajarraco común y corriente.
–Piensa, entiende y habla mejor que usted –lo desafié.
–A ver si es cierto. Repití puta parió, puta parió. Repetí carajo –insistió Galera acercándosele al Piojo, empecinado con que fuera un loro normal, maleducado como el de los cuentos verdes.

Cuando mi mamá aparecía en escena, Galera se hacía el disimulado, pero ella, adivinando sus intenciones, lo amenazaba con el destierro, como al que lo había condenado aquella vez de la trifulca con los naipes.

Cuidadito que no le ande enseñando sus cochinadas.
Apenas mi mamá se daba vuelta, Galera volvía a la carga.
Puta parió, puta parió. Repetí pajarraco. Repetí carajo.

Cansado de sus burlas, de los sustos y por saberlo uno más de los ogros del sótano, un día, con la venia del Zorrino, le saqué la silla cuando se disponía a sentarse plácidamente para disfrutar de su medio litro con soda. Manoteó la botella y luego el aire, pero la gravedad pudo más. Rebotó contra el piso, la espalda se le fue para atrás y sus zapatos aparecieron a la altura de donde debía estar su cabeza. El Zorrino soltó una carcajada que subió de tono cuando un trac denunció que las costuras del pantalón se rajaron.
Galera buscó levantarse a duras penas y mientras el Zorrino le ofrecía y le quitaba la mano de ayuda, se concentró en mí. Me siguió con la mirada desencajada, igualita que la de los lobos del sótano.

Si te agarro mocoso de porquería, te voy a encerrar en el só.... me gritó, comiéndose las últimas sílabas tras la entrada de mi mamá al salón.
¿Qué hace ahí Galera?
Nada, tenía sueño, así que me eché una siesta.
Mi mamá se rio por la ocurrencia, pero enseguida apretó las cejas.
No me tome el pelo, no se haga el vivo. Bien sabe quién pierde si se mete con el Nenuchín ¿no?

Con la amenaza de mi mamá como escudo, tomé carrera y salté la tapa del sótano dejando a todos los ogros atrás. Aterricé en el patio y noté que las uvas parecían manzanas y los limones brillaban como soles. El Piojo me lanzó una carcajada complaciente y los dos nos quedamos charlando, contentos y triunfantes.


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