viernes, 19 de marzo de 2021

El Manya Luna, la estrella del Nueva Pompeya

Uno de los mejores retratos que le hizo mi hermano Gerardo al Manya Luna.

Muchas cosas diferenciaban al Nueva Pompeya por sobre los demás bares de la ciudad, aunque nada era más distintivo que el Manya Luna, su personaje más emblemático.
 
Debido a la tonelada de años a cuestas, la luz del Manya era más tenue que en épocas en que encandilaba como estrella de fútbol aficionado. Sin embargo, seguía resplandeciente con la luminosidad que le irradiaba mi mamá.
 
Eran dos estrellas fulgurantes en el vasto universo del bar. Difícil concebir a uno sin el otro. Se amaban, se rezongaban, se entendían sin hablar. Intercambiaban roles sin saber, según el momento del día. Temprano en la mañana, él fungía de padre protector y ella de hija obediente. Unas copas más tarde, ella se comportaba como madre severa y él como hijo indomable y caprichoso.
 
El Manya siempre esperaba que el favor por los mandados le fuera retribuido con una copa vino tinto. Debía ser Viejo Viñedo y abocado.
 
Una tarde mi mamá le sirvió una copa de vino Toledo. Error grave.
 
No le voy a hacer más nunca un mandado –sentenció.
 
Con astucia de psicóloga, mi mamá puso vino genérico de damajuana en una botella con etiqueta de Viejo Viñedo.
 
–Por suerte todavía me quedaba una, así que perdóneme Manyita.
 
El Manya pegó la nariz a la copa, inhaló profundo, pegó un sorbo, paladeó y alardeó convencido:
 
–Este sí. Es suave como terciopelo.
 
Mi mamá se aguantó la risa y por lo bajo disparó: “son todos iguales”.
 
Mi mamá había creado una fórmula menos agresiva y resistida para regularle las copas de vino: “hoy ya no necesito más mandados”.
 
El Manya no era fácil de vencer. Volvía a la carga y reclamaba que debía ir a comprar pan, leche, frutas o a cobrar facturas a algún moroso con tal de conseguir su copa.
 
Ella inflexible y él, perdido por perdido, no le quedaba otra que disparar su frase letal.
 
–Cuándo me muera, le vuá a tirar las patas por abajo la frazada.
–Ay por favor Manyita, no diga eso. Tómese esta última y déjeme de molestar con esas tonterías. Prométame que esta es la última.
 
Entre sorbo y sorbo, él la quedaba mirando con una sonrisa picarona y victoriosa, pero no prometía nada.
 
Se había ganado el apodo por su destreza como goleador de La Milka una tarde que el sol derretía el pasto. Todas las pelotas caían a sus pies y literalmente desaparecían. Las escondía entre sus botines para escupirlas a pocos metros del arco rival. Ese día anotó siete goles de todos los colores como el arco iris. Uno de palomita, otro de chilena, uno de rabona, otro con la mano que el referí no advirtió, uno de emboquillada, otro con un zurdazo a quemarropa al ángulo derecho y, el último, un olímpico delicioso que despeinó al defensor en el primer palo. Un italiano que hacía poco había llegado a San Francisco y que lo seguía por sus goles y para no extrañar a su Juventus lo bautizó sin querer: “questa Luna mangia le palle”. Unos hinchas trepados sobre una camioneta medio destartalada, solo entendieron mangia y ahí nació el mote que hacía justicia a su fútbol: el Manya pelotas... el Manya Luna.
 
Su fama lo precedía donde estuviere. Los nuevos parroquianos se convertían en clientes fieles del bar cuando descubrían que él era el famoso Manya. Algunos papás del vecindario se hacían unas escapaditas con sus hijos para que les firme las figuritas, aunque no podían hacer que firme las de River. Y cuando los chicos preguntaban porque siendo tan bueno no había jugado en Sportivo Belgrano, algún cliente se adelantaba diciendo que esa camiseta igualmente le hubiera “quedado chica” y que jamás defendería otros colores que no sean sus sagrados azul y oro, como los de La Milka y Boca Juniors.
 
–Manya cuál es su pálpito, deme los ganadores –era la pregunta habitual de mi papá para acertar la polla.
–No me joda con River, Livio. Ese equipo no es nada sin Amadeo.
–Vamos Manya. Quiero su pálpito para todos los partidos y no que solo me ponga de ganador a Boca.
–Para qué le voy a decir algo, si al final siempre termina poniendo a River de ganador.
–Usted de fútbol mucho bla bla, mejor dedíquese a cuidarme a la Tota.
–Mejor dedíquese a su polla y no se olvide que River hace siete años que no gana un campeonato –remataba victorioso.
 
La discusión recién se zanjaba cuando el Manya aflojaba y terminaba dándole empates a River y a Boca. Mi papá, en reciprocidad, le regalaba una jugada de polla. “A ver si de una buena vez la pega, hace muchísimo que no mete un gol”.
 
El Manya era menudísimo, cabeza erguida medio ladeada y pómulos salientes. Usaba una bombacha gaucha, siempre negra, abrochada al huesudo tobillo y unas alpargatas de suela de cáñamo gastadas en el taco. Camisa blanca tirando a crema por las décadas y un infaltable pañuelo blanco al cuello le realzaba una afeitada desprolija y una sonrisa de piano medio maltrecho. Sus manos evidenciaban algo de artrosis y un par de dedos no le respondía. La muñequera de cuero negro y hebillas plateadas le apretaba unos cinco centímetros del antebrazo por donde había entrado la hoja del facón. Y cuando esa anécdota no impresionaba del todo, se levantaba la camisa y mostraba orgulloso las diecisiete cicatrices debajo las costillas que “me gané como gallito de riña”.
 
En ocasiones especiales, como el día de su cumpleaños y cerca de las fechas patrias, dejaba su gorra de lado y se calzaba un chambergo de comparsita de copa alta y alas cortas, despertando la admiración de mi mamá.
 
–¡Cómo se vino hoy, Manyita! Qué guapo que está.
 
De inmediato entonaba el mismo estribillo, aunque tarareaba el resto de los versos porque ya no recordaba la letra. Ladeaba el sombrero y posaba como compadrito de arrabal.
 
– “El farolito de la calle en que nací, fue el centinela de mis promesas de amor…”, la la la, la la la.
Cada vez más parecido a Gardel.
–¿Y usted qué cree? Cree que el único Gardel es el Livio. ¡Por favor!
 
Con cariño de madre e hija al mismo tiempo, mi mamá decía que el Manya era una pinturita, “el mejor retrato de este bar”. De ahí creo que se colgó mi hermano para retratarlo más que a nadie, al óleo, con carbonilla o a pasteles, con gorra, sombrero o a pura melena. Siempre lo sentaba en pose, serio y obediente frente al gran ventanal del comedor que chupaba toda la luz del patio. Permanecía petrificado hasta que se le iban los bueyes y comenzaba a cabecear como en el centro del área.
 
Mi relación con él era más lúdica que la de mi hermano, así que aprovechaba cualquier oportunidad, más allá de atajarle penales en la vereda. Iba agazapado por detrás de su silla para que ninguno de los dos me viese y le gritaba quitándole una araña imaginada sobre su hombro. El Manya saltaba corcoveando como potro salvaje, me tiraba zarpazos sin éxito y unos amagues para que yo salga rajando.
 
–Quédese quieto.
–¡¿Cómo?! Con ese mocoso de porquería. ¿A quién salió?
–Póngase erguido como antes, levante la pera, no hable –le ordenaba mi hermano, mientras él seguía refunfuñando por lo bajo.
 
Los ladronzuelos
 
Aquel lunes, después de pasar el domingo entero oliendo treinta seis combinaciones de perfumes y chorizo a la grasa para descubrir a los ladronzuelos que le habían robado más orgullo que mercancías, mi mamá esperó al Manya con un papelito con el nombre de tres sospechosos.
 
–Manya tómese unos mates rapidito, que me tiene que hacer un gran mandado.
–Ordene doña Tota.
–Vaya con esta lista a la policía y entréguesela de mi parte al cabo Ángel García. Él ya sabe, le hablé por teléfono.
 
El Manya la paró en seco.
 
–Dona Tota no puedo ir.
–¡Qué le pasa! ¡Qué bicho lo picó!
–Le tengo que confesar algo.
 
Mi mamá lo miró sorprendida, con los ojos fuera de órbita como si la hubiese pisado una aplanadora.
 
–No me va a decir que sabe quién fue.
–Se habla de eso en el barrio.
–¿Quién fue? porque no me lo dijo.
–Porque no quería desilusionarla.
–Cómo puede ser que no me haya dicho. Soy la que más lo cuida, ¡por favor, Manya! ¡Para quién juega usted!
–Doña yo soy muy leal a usted, pero que quiere que haga, escuché otras cosas.
–Bueno déjese de rodeos y dígame quién fue. ¡No me diga que fue Galera!
–Galera no fue.
–Y entonces quién.
–Dos sobrinos, unos chicos de 15 años.
–¿Sobrinos de Galera?
–No. No sé porque insiste con el pobre Galera.
–Qué pobrecito y qué ocho cuartos. Galera está metido en mil líos en este bar, siempre es él o le pasa raspando.
–No sé quiénes son. Son dos hermanitos que viven al frente del Parque Cincuentenario.
–Manya, hay cientos de casas frente al parque.
–No puedo ir a la policía con sus sospechosos porque usted y yo quedaremos como dos estúpidos.
–Usted me está escondiendo algo. Sabe qué. Mejor váyase. No lo quiero volver a ver. ¡Váyase le digo!
 
El Manya llegó hasta la puerta y regresó.
–Pero doña...
–Váyase le digo. No lo quiero ver más.
 
Mi mamá quedó destruida. La confesión a medias del Manya le había destruido su lista de sospechosos y la ilusión de anticiparse y ganarle a la policía con sus dotes detectivescas. Peor aún, se sintió malvada e injusta por haber sospechado de tres inocentes y por creer en sus propias pruebas sin evidencias suficientes. Y se arrepintió de haberse enojado con el Manya que no tenía culpa alguna en todo su embrollo.
 
Salió a buscarlo, pero el Manya se le adelantó. Se habían prometido no pelearse en las tardecitas para que cada uno pudiera dormir tranquilo por las noches.
 
–Usted es injusta. Siempre la cuido y la ayudo, y ahora me echa como un perro.
–Está seguro de que son dos chicos de 15 años –insistió mi mamá sobre el asunto.
–Es lo que se habla en el Barrio Parque.
 –Encima me hacen ver como una estúpida.
–Quiere que vaya a la policía y los haga buscar.
–No ya no. Dirán que son chicos, que no pueden hacer mucho. Mejor le voy a pedir a Galera que me traiga a los dos mocosos para acá.
–No sea porfiada, de donde saca que Galera sabe algo de todo esto. No me saque verdades con mentiras. No le diga nada.
–No me diga que le tiene miedo a ese atorrante. Usted ya se me está cayendo del pedestal y pensar que lo tenía acá, –le reprochó, haciendo una seña por arriba de su cabeza– solo quiero que los traiga para darles una lección y para que no vuelvan a robar más.
–Sabe qué, me tiene cansado. Siempre quiere salirse con la suya, se cree una jueza que puede retar y cambiar a todo el mundo.
–Y para que me cuenta entonces.
–Para que no acuse por acusar y no quede como una estúpida frente a la policía.
–Ese es mi problema.
–Sabe qué. Ya me cansé, ahora soy yo el que se va. Usted no me va a echar un carajo.
–Manya venga, vuelva.
–Si me sigue tratando así le juro que cuando me muera le vuá tirar las patas por abajo la frazada.
Déjese de hacer el viejo tonto. Tómese este vinito que se lo ha ganado. Pero ojo, pronto me tiene que averiguar nombres y apellido de esos mocosos.
 
El Manya se quedó, y sabedor de su victoria, saboreó su última copa del día.
 
Sus victorias no me hacían mucha gracia. Competía secretamente contra él a brazo partido, celoso por el amor de mi mamá. Tenía que aprovechar cualquier oportunidad para ganarle. Un día que me pateó la locomotora que me había regalado el tío Tito, lo aguijoneé para que me corra: “el Manya tiene la L, pero no es de Luna, sino de loco”.
 
Me hizo un amague fuera de lo habitual, movió cadera y cintura para un lado y los ojos para el otro como para esquivar al arquero. Salí disparado como loco y no advertí que la argolla de la tapa del sótano estaba levantada. Trastabillé y volé hacia el patio viendo como quedaba atrás el marco de la puerta que, menos mal, estaba abierta. Aleteé tratando de colgarme del aire y aterricé derrapando con las rodillas sobre el cemento. Lloré con gritos exagerados hasta que mi mamá llegó al rescate.
 
–¡No le da vergüenza Manya!, ya está demasiado grande para andar corriendo al Nenucho. ¿No le parece?
 
Mientras fingía mis lloriqueos, miré al Manya por detrás de mi mamá y le saqué la lengua como latiguillos de rana. Y cuando pensé que lo había aventajado, el Manya reaccionó.
 
–Bueno, tampoco se queje tanto, doña Tota, después de todo lo que a usted le cuesta comprar la esquina, el Nenucho se le adelantó con el terreno.
 
Se echaron a reír a carcajada limpia. Yo quedé mirándolos en el medio del patio, con las rodillas raspadas y el alma magullada. El Manya de nuevo me había ganado.
 
De repente, el Manya cortó las carcajadas de cuajo, se dobló en dos, se agarró el abdomen en la parte derecha y soltó un chillido agudo como la Pancha.
 
–Qué le pasa Manya. ¡Qué le pasó, por Dios! –reaccionó mi mamá.
–Nada nada, ya se me va a pasar. No tengo nada.
–No me mienta Manya, cómo que no le pasa nada ¡por favor! Venga para acá.
 
Mi mamá nos llevó al Manya y a mí a la mesa de las visitas. Le trajo un vaso de agua y quedó mirándolo preocupada. Tenía la misma mirada amorosa, dulce y comprensiva que nos regalaba a Gerardo y a mí cuando había algo que no podía dominar.
 
El Manya Luna fue el personaje más retratado por mi hermano en el bar.

 

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