jueves, 10 de junio de 2021

El coctel Superman y la fórmula mágica

Paisaje del bar de Colonia Eustolia de noche pintado por mi hermano Gerardo en aquellas 
vacaciones en el caserío y que a mi papá le traían memorias de su infancia

Yo venía pegando unos tironcitos cada vez más copiosos. Las piernas se me estaban enflaqueciendo y alargando como palos de escoba.
 
–Mami me duelen las rodillas.
–¡Qué lástima Nenuchín!, reaccionó mi mamá con una sonrisa –¡estás creciendo!
 
Como había empezado la escuela mi mamá me anunció que ya no me leería más las Fabulandia: “es tiempo de cambio, debés valerte por vos mismo”. No le hice caso. Todavía no podía leer de corrido así que seguí “leyendo” las ilustraciones. Lo que sí cambié fueron los juegos. Reemplacé las luchas cuerpo a cuerpo contra Apaches y Pieles Rojas por guerras contra soldados japoneses; dejé de cazar ballenas por carreras de autitos y abandoné la caza de tigres y leones para jugar a la corra y a las cabecitas con una pelota número cinco que me compraron en la Casa del Deportista.
 
Mi hermano también crecía. Mi mamá le preparaba dos licuados de banana con leche cada mañana para contrarrestar la flacura. Como “ya sos mayorcito” lo dejaban ir solo de vacaciones a visitar a los nonos a Colonia Eustolia. La nona Chinta le hacía unos pucheros de gallina y unos pastelitos oreja de burro azucarados que le disparaban recuerdos de cuando todavía él y mis padres no se habían mudado a San Francisco.
 
Con gomera en mano y trampas distribuidas por varios árboles mi hermano buscaba compañeros para su Rey del Bosque y la Reinamora en la pajarera del patio. También llevaba una cajita con tubitos de óleo y pinceles y un mandato especial de su maestro Miguel Pablo Borgarello: “¡aproveche Gerardo!, pinte todo lo que pueda. Estudie el paisaje. Tráigame retratos de sus personajes más queridos”.
 
La nona Chinta, retratada por mi hermano en los 70.

En aquellas primaveras mi hermano hizo tantas pinturas que hubiera podido empapelar todas las paredes del caserío de Eustolia. Retrató a la nona Chinta de mil maneras y al nono Félix lo eternizó con sus ojitos tipo uvitas. Mi papá había quedado embelesado con un paisaje nocturno y otro con un sulky que le aguaban los ojos y le traían imágenes de su infancia. Recordaba buscando refugio para esconderse de la la luz mala que lo acechaba en noches sin luna y contaba que de boyero se le había caído encima su caballo apretándole una pierna como a San Martín en la batalla de San Lorenzo: “solo a los próceres nos pasan esas cosas”, remataba jactancioso.
 
Mientras crecíamos los clientes del bar y los parientes estaban ávidos por acertar parecidos. Algunos veían que mi hermano tenía los rasgos y gestos de los Trotti y a mí me endilgaban los de los Trossero. Otros, a la inversa. Lo cierto es que el tiempo pasaba y se hacía cada vez más difícil identificar que parte nos había tocado de cada familia.
 
También trataban de adivinar el futuro, en especial el de mi hermano que ya estaba pronto para la escuela secundaria. A mi mamá le hubiera encantado que sea pianista como su maestra Canale de Moriondo o pintor y escultor como su primo y maestro Borgarello. Mi papá prefería “algo más práctico”, que fuera ingeniero por sus dotes en matemática que lo destacaban como el mejor de la clase o, tal vez, veterinario por su vocación para cuidar de las aves y los animales. Yo era muy chico para que piensen en mi futuro. Mi mamá no estaba segura si el hecho de que fuera preguntón y llorara a moco tendido eran buenas o malas señales a futuro. Lo que la preocupaba eran mis malas notas en caligrafía y dictado con el hermano Elvio en primer grado de los Maristas.
 
Una siesta la escuché plantear sus preocupaciones a mi papá.
 
–Livio, tenemos que darle un empujoncito al Nenucho, de lo contrario se nos va a quedar atrás.
–¿De qué hablás?
–Tendríamos que haberlo mandado a jardín de infantes. No fue bueno que esté todo el día conmigo en el bar.
–Seguro que aprendió con los clientes. Acordate, también se aprende en la universidad de la calle.
–Por favor, Livio. Eso es para los grandes. El Nenucho todavía es un mocosito. Tenemos que empujarlo.
 
El empujón lo empecé a sentir esa misma tarde. Apenas se levantó puso resuelta sobre la mesa el tablero y la caja de madera con las piezas de ajedrez. “Vení Nenucho, tenés que mejorar”. Estaba empecinada a enseñarme, convencida de que el ajedrez me ayudaría a tener mejores notas en la escuela. Había leído un artículo en el diario sobre los beneficios del ajedrez para los niños: “Su hijo aprenderá estrategia, a pensar antes de actuar, a ser más imaginativo y creativo. Le mejorará la concentración, le ayudará en las tareas escolares y aumentará su autoestima”.
 
También había tomado al pie de la letra otro artículo sobre “mente sana en cuerpo sano”. Así que a partir de entonces a mis instrucciones de ajedrez las adobaba con un nuevo brebaje al que denominó “coctel Superman”, un vaso de leche con tres cucharaditas de Nesquik, una de Jalea Real y dos cucharadas soperas de Riboflavin B2 que compraba por toneladas en la farmacia Pasteur. No sé si era el coctel o pura sugestión, pero después del cuarto sorbo me sentía como Superman con unas ganas bárbaras de matar peones, alfiles, derribar torres, perseguir a la reina y de poner en jaque al rey.
 
Luego de varias lecciones, mi mamá compró unos libros porque se le habían quemado los papeles. El primero fue el de la “máquina del ajedrez”, como llamaban al cubano José Capablanca. Mi papá creía que lo habían apodado de esa manera porque lo comparaban con “aquella gloriosa y goleadora máquina de River con Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau”.
 
Gracias al maestro cubano, mi mamá les fue agregando a mis movimientos algunas aperturas y variantes, así como enseñanzas de cosecha propia y las que aprendió de chica con su papá el nono José. Decía que el tablero de ajedrez “es la vida misma, se gane o se pierda no hay que patalear sino tomar mejores decisiones”.
 
Nenucho. En el ajedrez como en la vida tendrás muchas amenazas y desafíos, pero las posibilidades de triunfar son infinitas. ¿Entendés?
Sí.
Cada cosa que hacés tiene consecuencias.
Bueno.
–Tenés que pensar cuatro pasos adelante y cambiar los planes sobre la marcha cuando te sientas desafiado.
–Jaque mate.
Miralo vos al Nenuchín. Yo hablando de la vida y vos tratando de matarme. Aprendés rápido carajo.
Jaque mate te dije.
Pará salamín que te como el caballo con el alfil. ¡Pensá antes de mover! No te apures. Grabate bien esto. El ajedrez es como la vida misma. Pensá en las consecuencias antes de mover.
 
Después de meses de lecciones y con la premisa de “si atacás y dominás el centro del campo de batalla ya tenés media batalla ganada”, mi mamá me empezó a buscar sparrings para probar mis nuevas habilidades y las suyas.

Mi papá, Borgarello y el Zorrino fueron los primeros contendientes para medir fuerza antes de que me llevaran los sábados a probar suerte a los torneos infantiles en Unión Social para “saber si tenés madera de Petrosián”.
 
Cada sparring tenía su estilo. Mi papá era el más piadoso. Me dejaba tocar las piezas antes de mover y ganar en los finales más difíciles por lo que mi mamá le reclamaba ofuscada: “¡exigilo, así nunca va a aprender!”. Borgarello era más estricto y poco misericordioso. Con él aprendí a perder, a mover más rápido y a luchar hasta el final: “Nenucho si todavía tiene el rey de pie tiene posibilidades, piense”, me decía cada vez que me sentía frustrado y con ganas de negociar tablas. Con el Zorrino era más entretenido. Jugábamos mientras él asaba para los demás changarines, así que a las partidas las zanjábamos con una apuesta por un choripán crujiente y chorreante.
 
Jaque mate. Deme otro choripán.
Mocoso de porquería. Parecés un ruso, carajo.
Las apuestas se pagan.
Yo sé. Pero ayer te gané y no le dijiste a tu mamá que me debías un medio litro con soda.
 
Un día apareció mi hermano de sopetón mientras jugábamos a toda velocidad incentivados por unas apuestas entre Galera y el Buey a escondidas de mi papá. Pensé que lo había atraído el olor de los chorizos sobre la parrilla, pero tenía otra cosa en mente.
 
Si le gano – lo desafió al Zorrino – en vez de un choripán, me tendrá que dar este juego de ajedrez.
¡Qué vas a ganarme vos! Sos bueno para la pintura, pero no tenés madera para esto.
¿Me juega o no?
 
La partida terminó en cuatro movimientos más veloces que el humo de la parrilla. Peón, caballo, alfil, jaque mate y listo el pollo. Yo no entendí porque Gerardo prefirió quedarse con las piezas del ajedrez en vez de comerse el choripán. “Está loco”, pensé.
 
Vení Nenucho – me pidió que lo siguiera a la piecita de los cachivaches.
Mirá. Son huecas.
–¿Son huecas y qué? No te entiendo.
Las piezas Nenucho. ¡Ya lo tengo!
–No entiendo – le insistí aún más desorientado.
Tenemos que esconder las monedas que nos regaló el tío Tito.
Las tenés debajo de la cama.
Sí, pero mami dijo que quería airear la lana de los colchones, así que en cualquier momento me descubre.
 
Seguía sin entender, pero traté de disimular para que me creyera inteligente como él.
 
Nenucho, las esconderemos en los peones. Si alguien encuentra el escondite no prestarán atención a unas piezas de ajedrez.
¿Pero para qué vamos a esconder los peones?
Salame. Lo que esconderemos son las monedas.
¿Adónde?
Ni idea todavía. Tengo que pensar. Ya tengo pensado cómo crear la fórmula mágica.
 
Al día siguiente, en el día de su cumpleaños, el once de junio de mil novecientos sesenta y seis, mi hermano desplegó la fórmula mágica sobre un cajón de la piecita de los cachivaches. Una hoja de papel con muchos números sueltos, fechas y otros garabatos semi tapados por manchas de pintura y bocetos de paisajes a medio terminar. Me hizo acordar a otro papel que había garabateado mi papá cuando instaló una financiera con el tío Tito, el que sería su cuarto emprendimiento después de crear la polla, la fábrica de soda y el criadero de canarios.
 
La fórmula mágica era bastante intrincada para entenderla, a pesar de que ese día me había zampado dos “coctel Superman”. Las fechas correspondían a nuestros cumpleaños y la de mis padres. También estaban las edades de los cuatro. Más abajo estaba la fecha de casamiento, la que habían llegado a San Francisco y el año que llegó del Piamonte nuestro bisabuelo Carlo Giovanni Trotti. Y en un recuadro estaba el número de la escuela de Eustolia, el año de acuñación de las monedas y la dirección exacta de las dos calles que hacían esquina.
 
Más allá de los elementos, mi hermano había escrito el método de resolución de la fórmula: “descomponer todas las fechas y usar los números naturales. Los pares se sumarán en la columna de la izquierda, los impares en el de la derecha. El resultado de cada columna es la medida (pasos de sesenta y cinco centímetros) que se tomará desde el punto de partida a la del escondite. Cuatro peones cargados con su tesoro irán a la derecha con el resultado de la columna izquierda y los otros cuatro hacia el lado opuesto”.
 
Me resultó difícil procesar tantos números y operaciones. Pensé que mi mamá tenía razón. Necesitaba muchos empujoncitos.
 
Esa tarde mi hermano le devolvió el juego de ajedrez al Zorrino. Pensó que valía la pena arriesgarse. El Zorrino no advertiría el nuevo peso de los peones cargados con el tesoro.
 
Aquí tiene, – le dijo –quédeselo, mejor se lo cambio por un choripán.
Gracias Gerardo. A ver Nenucho, juguemos. Esta vez no te voy a dar chufa. Me voy a comer los dos choripanes. Abrí vos.
–Jugale Nenucho. No te hagas problema, es el lugar más seguro del mundo – dijo mi hermano guiñándome un ojo.
Nada está seguro para el Nenucho. Hoy lo voy a destripar y hacer chorizos con las tripas – contestó el Zorrino totalmente despistado.
 
Esa tarde jugué muy lento y arrastrando los peones por el tablero. Temblaba de solo pensar que se les desprendiera la base y que el Zorrino descubra el tesoro. Había mucho en juego, “la vida misma” como decía mi mamá.
Pinturas de mi hermano Gerardo de los paisajes en el campo de Eustolia.


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