Arriba, el Cacholote pardo, debajo, el Rey del Bosque, el Sietecolores, el Mirlo, y más abajo, el Cardenal, los Periquitos y el Benteveo, algunos de los habitantes de la pajarera. |
Tenía pinta de superhéroe. Era alto y robusto con músculos
de Súperman, vestía castaño oscuro como fraile franciscano y usaba un penacho
de granadero a caballo que ostentaba con orgullo. Era un Cacholote pardo. Arrogante
y malevo, con un pico fuerte que usaba de sable y unos ojos contorneados de amarillo
a los que nadie se atrevía a devolverles la mirada.
Mi hermano lo había entrampado en un paraje campestre entre
Río Primero y Balnearia. Cuando lo soltó en la pajarera se quiso imponer como líder a prepo con un canto de tres golpes, dos chirridos y una aspiración en el
medio que sonaba a “tengo-loque-quiero”. Era soltero, el único de la pajarera,
porque a todos los demás, mi hermano y mi papá, los habían ingresado en pareja
como en el arca de Noé.
El Rey del Bosque fue el único en la pajarera que no se
impresionó con la grandilocuencia del Cacholote pardo. Hacía tiempo que era rey
y a su reino lo gobernaba con un canto cadencioso de compás de tango que mi
papá trataba de imitar a golpecitos con su armónica. Desplegaba su trino a las siete
de cada mañana y lo repetía religiosamente en intervalos de dos horas en punto
como campanadas de iglesia. Vestía de pecho limón maduro y con alas negras, los
mismos colores que la camiseta del equipo de fútbol de mi papá en Eustolia. Un pico
cónico azabache realzaba su mirada negra hipnotizante.
La pasión de mi hermano y mi papá por las aves y los
animales había convertido al patio en un alborotado jardín zoológico. A las
aves de la pajarera se le sumaban la mona Pancha, el Piojo, la mascota de mí
mamá, y mi favorito, el Pinky, un perrito mezcla de chihuahua con algo más. El
Piojo se había aprendido todo el repertorio y se hacía el gracioso cantando e
imitando trinos arriba del limonero para hacernos creer que olvidamos abierta
la pajarera. El jolgorio lo completaban una tortuga que hacía estragos en los
canteros, conejitos de la India que se reproducían por docenas, palomas mensajeras
que anidaban en el techo y veintidós jaulitas con cuarenta y cuatro canarios flauta,
entre carmines y salmones, que empezaban su sinfonía apenas el Rey del Bosque marcaba
el tempo con su batuta.
La pajarera fue construida gracias a la perseverancia de
mi hermano. Por mucho tiempo le venía pidiendo a mi papá que le construyera una
jaula. La promesa de mi papá se fue dilatando y con la oferta incumplida fueron
aumentando las dimensiones que pretendía mi hermano. Empezó pidiendo una jaula,
pasó a desear una pajarera y acabó soñando con un aviario.
Terminó de convencer a mi papá con una fórmula creativa y
matemática. Todo el tejido del perímetro que se necesitaría para armar una jaula
cuadrada en el medio del patio se podría poner en forma lineal para construir una
pajarera que llegaría hasta la Luna.
–Papi, en vez de hacerla cuadrada y chica, pongamos todo
el tejido a lo largo de un solo lado.
–¿Cómo de un solo lado? No me digas que querés techar el patio con tejido.
–No – se rio mi hermano, aunque no le disgustó la idea –usemos la pared del vecino y le ponemos el tejido de este lado – se aventuró, mientras pegaba unos pasos de un metro para medir el espacio entre los límites del garaje y de la cocina.
–¡Estás loco Gerardo!, ahí ya tenés más de seis metros de largo. ¡¿Hasta dónde querés llegar?!
–Dale papi. Los pájaros volarán libres y contentos.
–Conformate con esto – le dijo mi papá mostrándole el rincón –la hacemos aquí, suficiente para los jilgueritos y brasitas que entrampaste en Eustolia.
Mi hermano aceptó la propuesta por aquel dicho de “mejor
pájaro en mano que cien volando”, pero quedó insatisfecho. Días después de
construida en el rincón volvió a la carga un domingo que River ganó tres a cero
y a mi papá se le podía pedir cualquier cosa.
–Papi comprame un Rey del Bosque y un par de Reinamoras.
–Gerardo ese tipo de pájaros se mueren en jaulas tan chiquitas, necesitan más espacio – y mientras lo decía se dio cuenta que se estaba metiendo en terreno fangoso y ya no pudo retroceder. Se rio a carcajadas sabiéndose perdedor por goleada.
Varias semanas y albañiles después, mi hermano pasó de
una simple jaula en el rincón, a tener una pajarera en todo el lateral oeste
del patio. Medía siete metros de largo, por dos y medio de alto y más de uno de
profundidad. Colocó dos arbolitos secos que había traído de Eustolia, unas
cajas de madera sobre las paredes para que los pajaritos tuvieran donde anidar y
dos bebederos sobre el piso que los pájaros también usaban de bañera. La
pajarera había quedado tan acogedora que hasta los gorriones bajaban de los cables
de la luz pidiendo por favor que los dejaran entrar.
A las pocas semanas y tras varios triunfos de River al
hilo, mi hermano logró pasar de unos pajaritos de Eustolia, a tener una parvada
con pájaros de todos los colores, trinos y nacionalidades.
Los primeros fueron la pareja de Rey del Bosque, con el macho
que enseguida se promulgó rey y dominó el territorio. Sus súbditos se contaban
por decenas. Dos Sietecolores de mayor intensidad que el arcoíris y que, para
la envidia de todos, bajaban al bebedero para mojar sus alas y encandilar con
sus plumas tornasoladas. Dos Mirlos, el macho más erguido y ella más coqueta, negros
como cuervos, con pico de zanahoria afilado como florete, se colgaban estilo
Batman del techo lanzándose en picada como cazas de combate contra los insectos
del piso. La parejita de Cardenales fanfarroneaba con su copete de un rojo
sangre que les chorreaba el pecho. Eran dos sirupíticos que no se mezclaban con
nadie.
Tres Periquitos, dos celeste y una blanca con la garganta
como el sol, revoloteaban en bandada flameando como bandera argentina.
Chismoseaban sobre todos y contra todos. Dos Benteveos que también tenían los
colores de Eustolia y dos rayas blancas sobre la cabecita negra como cebra, le
bajaban la autoestima a cualquiera con su canto de “bichofeo-bichofeo”. Unas Tacuaritas
curiosas y rápidas como Flash, de pico fino y largo, eran la pesadilla del
Cachalote y los Mirlos a los que les birlaban larvas y arañitas.
Luego de otro triunfo magistral de River, mi hermano
logró encajar la frutilla sobre la torta. Mi papá le compró una pareja de
Reinamoras. Eran jóvenes y marrones. Mi hermano las seguía de cerca a la espera
de que el presunto macho se tornara entre azul cobalto y océano profundo. Desistió
tiempo después. “Nos dieron gato por liebre”, le reclamó a mi papá. “Nos
jodieron, te vendieron dos hembras”.
La pajarera quedó completa con una pareja de Diamante
Mandarín de un gris que pedía permiso salpicado con copitos de nieve y unos cachetes
saltones anaranjados como Geisha japonesa. Sobrevivieron menos de una semana. Mi
papá había ensayado varias fórmulas para que no sufriéramos, desde que se
habían cortado las venas al no soportar el cautiverio o se deprimieron porque
eran los más gurruminos de la jaula. Mi hermano, sin embargo, tenía una
corazonada. Sospechaba que alguien los habría asesinado al no soportar tanta
belleza junta. Así que por varios días se pasó largas horas observando la
pajarera para descubrir al presunto pajarricida.
Un día mientras estaba pintando un retrato en el comedor,
se sorprendió que el Rey del Bosque no tocara la diana de las siete de la
mañana.
Molesto por el silencio inusual y sepulcral que entraba
desde el patio fue hacia la pajarera y vio que los pájaros estaban apretujados y
murmullando en un rincón como en noche de velorio. Entró a la jaula a buscar
una explicación y de inmediato, en una confusión de plumas y chirridos, los
pájaros volaron en bandada hacia el rincón opuesto y lo miraron con ganas de
que se diera cuenta por él solo. “¿Qué les pasa?”, los desafió mi hermano.
Nadie le contestó.
Miró al piso adónde todos señalaban y vio tirado e inerte
al Rey del Bosque sobre el filo del bebedero de cemento, con la cabeza
sumergida. Las manos le comenzaron a temblar como hojas y no pudo alzarlo.
Aspiró hondo, tomó coraje y cuando lo sostuvo en sus manos se manchó de sangre.
Le sopló las plumitas de la cabeza y vio una perforación detrás de la nuca con
salida en uno de los ojitos.
“Mataron al Rey, asesinaron al Rey”, gritó a todo pulmón
y mi papá apareció al rescate.
–¿Qué te pasa hijito de Dios? ¡Qué te pasa por Dios!
–Me mataron al rey.
–Por favor. ¿Quién te va a matar un pájaro?
–¡Mirá!, – le dijo mostrándole la perforación –por aquí le metieron algo por la cabeza.
–Gerardo como vas a decir eso, los pajaritos vuelan y se enganchó con una rama o se cayó y se golpeó con la cabecita – ensayó mi papá de consuelo.
–Te digo que no. Alguien lo mató. Lo mataron por la espalda, ni siquiera se pudo defender – esgrimió mi hermano impotente y a punto de largarse a llorar.
–No llores. Mañana compro otro y listo el pollo.
–Pero también lo van a matar. Acordate lo que les pasó a los Diamante Mandarín.
Mi hermano se serenó horas después, pero estaba
convencido que alguien había asesinado al Rey. Por cinco días seguidos se sentó
como estatua frente a la pajarera esperando cualquier acción extraña. Había medido
el largo del orificio con un palito y pensó que para perforar toda la cabeza “deben
ser los de pico largo”. Descartó a varios, entre ellos a los Periquitos,
Reinamoras, Sietecolores, Benteveos, a la hembra Rey del Bosque, porque tenían pico
corto y cónico con los que no podrían taladrar. A las Tacuaritas de pico largo
y fino las descartó por su pequeña contextura y se concentró en el Mirlo macho
y en el pedante Cacholote.
A escondidas concentró en ellos su mirada por varios
días, pero sin suerte. Hasta que de la nada vio al Cacholote acercársele a una Reinamora
como si el plumaje marrón que compartían le permitiera cortejarla. La Reinamora
se hizo la presumida y le mostró la cola, craso error. El Cacholote le encajó
dos picotazos tan rápido como aguja de máquina de coser. Los sablazos le
entraron por la parte superior de la nuca y le salieron por el cachete derecho.
La pobre Reinamora se desplomó fulminada en el acto.
Mi hermano fue el único en la escena del crimen. Entró
furioso a la pajarera, palo de escoba en mano, y se armó un quilombo
ensordecedor. Cuando logró arrinconar al Cacholote y este lo enfrentó a
sablazos limpios, le asestó un palazo en la cresta que lo desparramó casi
noqueado por el piso. “Sabía que eras vos hijo de puta, ahora vas a ver lo que
te espera”. Los demás pájaros explotaron en un jolgorio de trinos pidiendo
justicia. Estaban cansados de la arrogancia del Cacholote y extasiados de que ningún
arbitrario ocuparía el trono de su rey asesinado.
Mi hermano puso al Cacholote patas arriba debajo del
chorro de agua helada. Lo despabiló y cuando se despertó con los ojos grandes como
pescado sorprendido, le pegó un patadón olímpico que al Cacholote no le hizo
falta mover las alas para llegar a los 100 metros planos. “Me mató al rey y a
la reina, ¡nunca más un Cacholote, carajo!”, sentenció mi hermano.
Desde entonces, con justicia administrada contra el pajarricida,
y con un nuevo macho Rey del Bosque que compró mi papá de consuelo, la pajarera
y el patio recobraron la vida alegre y bullanguera. La tranquilidad permitió
que mi papá volviera a concentrarse en sus canarios, otro de sus
emprendimientos, como la polla y la fábrica de soda, con el que también creía
que podría hacer una diferencia.
El Cacholote no
se fue del todo de la historia familiar. Quedaron un par de recuerdos
imborrables. El patadón justiciero de mi hermano y un trabalenguas que había
creado mi mamá para no repetir el de los tigres tristes comiendo en platos de
trigo y del Pablito que clavó un clavito. Cada vez que nos ofrecía una taza de
chocolate Águila Saint, debíamos ganarla a fuerza de que coreáramos el nuevo
trabalenguas: “Cacholote achocolatado, ¿qué chocolate achocolatado toma el
Cacholote?”.
–¿Cómo de un solo lado? No me digas que querés techar el patio con tejido.
–No – se rio mi hermano, aunque no le disgustó la idea –usemos la pared del vecino y le ponemos el tejido de este lado – se aventuró, mientras pegaba unos pasos de un metro para medir el espacio entre los límites del garaje y de la cocina.
–¡Estás loco Gerardo!, ahí ya tenés más de seis metros de largo. ¡¿Hasta dónde querés llegar?!
–Dale papi. Los pájaros volarán libres y contentos.
–Conformate con esto – le dijo mi papá mostrándole el rincón –la hacemos aquí, suficiente para los jilgueritos y brasitas que entrampaste en Eustolia.
–Gerardo ese tipo de pájaros se mueren en jaulas tan chiquitas, necesitan más espacio – y mientras lo decía se dio cuenta que se estaba metiendo en terreno fangoso y ya no pudo retroceder. Se rio a carcajadas sabiéndose perdedor por goleada.
–Me mataron al rey.
–Por favor. ¿Quién te va a matar un pájaro?
–¡Mirá!, – le dijo mostrándole la perforación –por aquí le metieron algo por la cabeza.
–Gerardo como vas a decir eso, los pajaritos vuelan y se enganchó con una rama o se cayó y se golpeó con la cabecita – ensayó mi papá de consuelo.
–Te digo que no. Alguien lo mató. Lo mataron por la espalda, ni siquiera se pudo defender – esgrimió mi hermano impotente y a punto de largarse a llorar.
–No llores. Mañana compro otro y listo el pollo.
–Pero también lo van a matar. Acordate lo que les pasó a los Diamante Mandarín.
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