lunes, 16 de agosto de 2021

Nació la esquina entre dos fiestas de Comunión

La Primera Comunión de mi hermano en 1961. Él frente a su torta, yo casi detrás poniendo un brazo sobre su hombro y otro sobre mi amigo René González, mi mamá ami derecha con las otras tres chaperonas y varios de los chicos del barrio que llegaron a tiempo para la foto.

La idea de mis padres de comprar la esquina de Iturraspe y Perú nació en la fiesta de Primera Comunión de mi hermano en 1961 y tomó fuerza a partir de la mía en 1965.
 
Antes no se les había cruzado por la cabeza comprar nada. Habían llegado a San Francisco desde el campo con “una mano atrás y otra adelante”, como luego repetiría orgullosa mi mamá. En los primeros cuatro años debieron adaptarse a la vida de la ciudad, agrandar la familia, convertir la despensa en bar y ahorrar para la mejor escuela privada.
 
La Comunión de Gerardo la celebramos el 24 de setiembre de 1961. Participaron cuarenta y nueve amigos del barrio. Algunos no llegaron a tiempo para la fotografía, por lo que quedaron como ausentes de la historia.
 
Mi mamá tendría mucho trabajo para atender al “tropel bullanguero”, como llamaba a los chicos del barrio, así que pidió ayuda a sus amigas, la Anita González y la Negra Ronconi, y a Gisella, hija de su hermana Clorinda, que llegó dispuesta “para apoyar en lo que haga falta”. Entre las cuatro se turnaron para preparar triples de jamón y queso y repulgar empanadas con la carbonada que sacaron de una receta de la libretita azul de mi mamá. También adornaron la mesa con rosas y calas, sirvieron porciones de la torta inmaculada de tres pisos y cuidaron que nadie se lastime. Días antes habían repartido los sobres con la invitación a puño y letra de mi mamá: Jesús no olvides mi Primera Comunión que será luz, esperanza y amor”.
 
Cuando todos los chicos salimos a los empujones a jugar bajo la advertencia de “no corran que van a traspirar toda la ropa”, las cuatro chaperonas tomaron un respiro para cuchichear. Sin quererlo, dieron a luz la idea de comprar la esquina.
 
–¡Qué te pasa Tota!, te noto desganada le advirtió la Negra Ronconi a mi mamá.
–Tanto trabajo te pasó factura, siempre pasa eso. Estos mocosos dan un trabajo bárbaro – se adelantó a responder la Anita González.
–No es nada – dijo mi mamá.
–¿Te peleaste con el tío? – preguntó mi prima Gisella.
–Para nada ¿de dónde sacaste eso?
–Algo te pasa, no nos vas a dejar así – retrucó la Anita González.
–Para eso estamos las amigas Tota. ¿Qué te pasa? – preguntó la Negra Ronconi.
–Me pongo triste de bronca – lanzó mi mamá con los ojos vidriosos –los chicos crecen y no estoy segura si hicimos bien en traerlos aquí. No veo futuro. Tal vez era mejor quedarnos en Eustolia.
–Ay Tota de nuevo con eso, por favor. Sin ustedes este barrio sería otro – dijo la Negra Ronconi con la intención de contenerle las lágrimas.
–Es como que nos falta algo. Siento un vacío – se sinceró mi mamá.
–¡Por qué no compran la esquina! – dijo la Anita González de sopetón.
 
A mi mamá se le iluminaron los ojos como si le hubiesen dado la fórmula para ganar el gordo de Navidad, sin embargo, minimizó la idea porque le pareció tan alta como subir el Aconcagua.
 
–Imposible, recién ahora estamos respirando un poco.
–Pidan un préstamo – agregó la Negra Ronconi –lo bueno, Tota, es tener algo en mente por lo que luchar.
–Sos tan buena para la cocina que de repente te ponés a cocinar para fuera y te ganás unos pesitos extra.
–¿Más trabajo? Ni loca Gisella. Ya no doy a basta.
–Cheee, que el Livio ponga un poco más el lomo. Dejame contarle a Ángel, de repente inventan algo y ponen juntos un negocito, una sodería o algo así – remató la Anita González.
 
La charla se cortó abrupta cuando todos los chicos entramos transpirados y con los perfumes mezclados. Correr a la mancha y al patrón de la vereda demandaba más naranja Crush y Bidú Cola.
 
A las tres de la madrugada mi mamá se despertó de golpe como si la hubiese sacudido el reloj despertador. Tenía en la cabeza el eco de la charla con sus amigas y, entre ceja y ceja, la idea de comprar la esquina. Desvelada y contenta pensó en despertar a mi papá. Prefirió esperar hasta los mates en el desayuno. “Se pondrá loco de contento cuando le cuente”, pensó. A oscuras escribió en la libretita verde de sus resoluciones: “comprar la esquina, ¡Gracias querida señora de la Nueva Pompeya!”.
 
Le cebó los mates con sonrisa de oreja a oreja y mi papá, experto en leerla, disparó: “¡qué bichito te picó tan temprano!”. Mi mamá floreó la charla del día anterior, dio rodeos para crear suspenso y clavó la frase en el aire para recibir una ovación de pie: “compremos la esquina”. Mi papá la miró desconcertado y respondió con un latigazo de domador de circo con chasquido final: “dejate de pavadas, ¡ni en pedo!”.
 
La respuesta hubiera tenido que dejarla de cama, pero pensó que ella había reaccionado de la misma forma cuando su amiga lo sugirió. Siguió cebando mates como si nada, contenta de que ya había plantado la semillita porque mi papá también solía despertarse de noche con cosas a las que durante el día no les prestaba atención. Además, estaba tranquila, había escrito el objetivo en la libretita verde y sería solo cuestión de esperar. “Tarde o temprano los objetivos escritos se materializan solos”, había aprendido de su papá.
 
Dicho y hecho. Poco tiempo después, mi papá empujó la compra de la esquina como idea propia en cada charla con sus amigos y en las reuniones familiares.
 
Mis nonos, los papás de
mi mamá, José y Antonia.
El 10 de setiembre de 1963 llegó la gran celebración de las Bodas de Oro de los papás de mi mamá, los nonos José y Antonia en Plaza Clucellas. Llegaron los once hijos e hijas y los primos éramos una chorrera de más de ochocientos. La torta de cinco pisos, más alta y gorda que la humilde de 1913, fue centro de conversación. Estaba adornada por un número 50 de azúcar en la cúspide y en la circunferencia de la base se leía la plegaria “Jesús bendecid a nuestros hijos, nietos y seres queridos”.
 
Mis padres usaron la muletilla de “la torta grande como una casa” para contar su deseo de comprar casa propia en cada charla. De todos recibieron la misma reacción: “¡¿entonces ya no vuelven a Eustolia?!”. Creo que aquella expresión fue la que inspiró a la Real Academia para autorizar el uso de signos de afirmación e interrogación en la misma oración.
 
Por varios años ese tipo de charlas les sirvió para afirmar su objetivo en forma inconsciente. Hasta que la semilla empezó a germinar con fuerza en mi Primera Comunión el 9 de octubre de 1965. En esos días, sin previo aviso, el viejo Pons había disparado un anuncio clasificado letal en el diario, ofertando la esquina al mejor postor. Al principio, mi mamá sintió el clasificado como un cuchillo sin filo y oxidado perforándole el corazón, pero, días después, se convirtió en su mejor motivación para alcanzar el objetivo. Recortó el rezo de mi estampita “Jesús conserva mi alma blanca como la hostia que hoy recibo”, y lo juntó con las oraciones de Gerardo y mis nonos. Pensó que la triple oración llegaría más alto y que la esquina no se le escaparía. Pegó la plegaria en dos páginas en mariposa en la libretita amarilla de sus intimidades y, al pie, escribió con fe y esperanza: “Dios querido, ayúdanos a comprar la esquina”.
 
A la mañana siguiente me engominó, me echó perfume de pies a cabeza y me ordenó que la siguiera: “vamos, hay que sacarte la foto de Comunión”.
 
Llegamos a la casa de óptica y fotografía de Bucco y Curiotto en el centro y tuvimos que hacer cola por media cuadra. El negocio estaba atestado de padres y chicos, se celebraban comuniones en muchas escuelas.
 
–Por fin alguien bien peinado – exclamó la señora Dorita Curiotto que revisaba la fila con peine en mano para que todos los chicos llegaran prolijos al estudio de su marido –¿cuántos hijos tiene?
–Dos, uno mayorcito y este, el Nenucho. ¿Se acuerda que su esposo le sacó un retrato cuando cumplió un año?
–Saca a tantos chicos... ¿Va por la nena?
–No creo, todo cuesta tanto. ¿Y usted cuantos tiene?
–Una nena por ahora – respondió y llamó a su hija que apareció con una vincha blanca y el pelo lacio hasta la cintura abrazada a una muñeca tan grande como ella –Pilín vení a saludar a la señora.
–¡Qué lindo nombre!, y es tan linda y coqueta con ese pomponcito – dijo mi mamá tocándole la naricita –nunca escuché ese nombre.
–Es sobrenombre. Se llama Graciela y como era la más gurrumina de la familia su nona María le puso Pilín y así quedó.
–Igual que a él – dijo mi mamá –al cuete le pusimos Ricardo. Yo lo llamo Nenucho, su hermano y mi esposo le dicen Nenito y los chicos en la escuela le dicen Kaiá.
 
Después de posar de mil maneras para don José Curiotto, le pedí a mi mamá que me compre una lupa que en la vidriera cacareaba: “La leyenda de Sherlock Holmes comenzó con esta lupa”. Mi mamá movió la cabeza en desaprobación y luego dudó: “¿seguro que querés esto de regalo de Comunión?”.
 
Al regresar del centro nos detuvimos de Burmeister Lamberghini. Los discos eran otra de sus debilidades como las recetas de cocina. Quería comprar “Amor” de Edye Gorme y el Trío los Panchos que la enloquecía cada tarde por Radio Nacional. La vendedora puso el disco y un minuto después mi mamá, todavía meneándose y con los ojos cerrados, me dijo: “qué sorpresita que le vamos a dar a tu padre”. Yo era el sorprendido, estábamos en octubre y mi mamá compraba como Niño Dios en Navidad.
 
Cuando mi papá llegó de la oficina, mi mamá hizo mímica mientras la Gorme cantaba a todo volumen Piel Canela. Con un tenedor lo hincó en el pecho a saltitos mientras modulaba los labios con la letra de fondo: “me importas tú y tú y tú y sooooooolamente tú.... y naaaaaaaadie más que tú”. A mi papá le gustó el jueguito y quiso apretarla a su lado. Ella pegó un corcoveo hacia atrás y con pasitos rápidos y rítmicos le prometió “… cuaaaaando vuuuueeeelva a tu ladooooo…”.
 
Mi mamá movió la púa al surco de Media Vuelta y ejerció todas sus dotes teatrales al estilo Niní Marshall. Mientras la Gorme gritaba por los parlantes “te vas porque yo quiero que te vayas”, se tiró un mechón sobre la frente, se subió la pollera a medio muslo por arriba de la rodilla y mostrando escote con aire de Brigitte Bardot gesticuló para que mi papá se pusiera de pie. Apenas lo hizo, lo empujó de nuevo contra el asiento y le cantó “a la hora que yo quiera te detengo” con una señal de pare como agente de tránsito. A esa altura mi papá se estaba babeando como un perro ante un trozo de bofe e intentó meter mano debajo de la pollera. “Ay ay ay, qué fácil que son los hombres, un poco de corcoveos y ya piensan mal”, dijo entre carcajadas mi mamá. “Ponete a comer, se acabó la fiesta”.
 
Después de almorzar se recostaron acaramelados en los silloncitos con una copa de vino blanco. Repasaron unos temas viejos de Luis Aguilé y agotaron al pobre Frank Sinatra que les cantó como veinte veces Only the Lonely. Mientras tanto, mi hermano miraba todo por un agujerito en el puño como le había enseñado Borgarello para captar luces y sombras y yo, lupa en mano, me puse a investigar como Sherlock Holmes el misterio que me tenía a maltraer desde hacía años: una manchita oscura sobre el vestido de novia de mi mamá y una clarita sobre el traje oscuro de mi papá.
 
–Mami, mami. Vení, mirá lo que tenés aquí.
–Por Dios, salí de ahí porca vaca. Andate al patio con esa lupa.
 
No entendí porque se había molestado que investigara la foto de su casamiento. Esa siesta paré la oreja detrás de la puerta del dormitorio y descubrí con el oído lo que no había podido captar a simple vista por tantos años.
 
–El Nenucho descubrió los cascarudos en la foto de casamiento. Acordate que son los bichos que traen mala suerte. Le trajeron un montón de pestes y maldiciones a los egipcios.
–Pero vieja seguís obsesionada por esa boludez. Siempre con tus supersticiones. Son unos bichitos nada más, dejá de joder.
–¡Qué te hacés ahora!, ¿yo soy la supersticiosa?, vos sos el que crees en los ovnis y frunciste el traste como nadie cuando se nos apareció la luz mala en Eustolia.
 
Al día siguiente comprobé que mi mamá tenía razón. Los cascarudos traían mala suerte.
 
Mi papá le pidió repasar los ahorros del pasado y calcular los de futuro. Quería saber cuándo podrían ir del viejo Pons a hacerle la “oferta irresistible”, es decir, pagar un sobreprecio para ganarle a otros contendientes. Cuando tocó el turno de revisar las cuentas por cobrar en la libretita roja del fiado, mi papá notó que mi mamá saltaba algunas páginas más a propósito que por descuidada.
 
Se la arrebató de un zarpazo.
 
–Devolvémela – gritó sorprendida.
–¡No me jodas! ¡¿Todo esto te deben?! – dijo mi papá después de un paneo rápido por más de cien páginas –¡aquí todos chupan gratis!
–¡No es para tanto!
–Cómo que no es para tanto. Por favor Tota, manejás este negocio como si fuera la Casa del Niño o el Cotolengo don Orione. Dejale la caridad a los demás.
–Claro, ahora yo tengo la culpa. Me dejaste sola en este loquero.
–No me cambies de tema. Me fui a trabajar afuera porque queríamos tener otro ingreso. Pero ahora me doy cuenta que soy el único que trae un mango a esta casa.
–No te mandes la parte. ¿Quién creés que compra la comida, la ropa, que mantiene la casa y paga los Maristas? Todo salen de estas – dijo mi mamá agitándole sus manos a la altura de la cara.
–Ese no es el punto. Si hubieras fiado menos o cobrado la mitad de lo que te deben ya tendríamos la esquina hace rato.
–Ya les voy a cobrar.
–¡¿A estos tres?!, ¡haceme el favor! – dijo mi papá señalando los nombres de tres clientes que ya habían muerto, –si me fijo bien seguro que tenés más fiado en el cementerio que en la calle. ¡Sos un desastre!, ¡estamos fundidos!
–Fundidos las pelotas, dejá de exagerar – retrucó mi mamá.
 
Mi papá estampó la libreta roja sobre la mesa, pegó un portazo y enfiló hacia el cine Mayo. La cartelera anunciaba “El Dorado” de John Wayne con promesa de muchos tiros y líos a rabiar. No sintió un solo tiro ni leyó los subtítulos, pero se tranquilizó. Ir al cine lo distraía y lo sedaba tanto como el olor a azúcar quemado.
 
Volvió sereno antes de que terminara la película. Mi mamá lo esperó con unas conciliadoras milanesas a caballo con papas al horno. Y con una sonrisa de oreja a oreja y una pizca de ironía, le soltó una oración antes de que pruebe un bocado: “¿Fundidos?, sentate y agarrate. Te tengo una sorpresa”.

Mis primos en las Bodas de Oro de mis nonos. Estoy a la derecha, el más gurrumino, al lado de mi
hermano. En el centro, los más pequeños son mis primos Raúl y Marta Trossero.

Mi Primera Comunión en 1965 en la escual de los Hermanos Maristas. Yo en primer plano a la izq.
con mis amigos Eduardo Felizia y Genesio.



 





No hay comentarios:

Publicar un comentario

EPÍLOGO: la última carta

Párrafos de la última carta que me envió mi mamá en octubre de 1994. Aferrada a su fe, me pedía que visitara a especialistas en Miami para q...