jueves, 13 de mayo de 2021

Entre el sube y baja y el tobogán

Una de las fotos más lindas de la infancia en la vereda de la esquina de 
 Iturraspe y Perú, en San Francisco, Córdoba. Mi hermano Gerardo, el más alto.

El viejo Pons, propietario de la esquina, golpeó la puerta de casa sobre la calle Iturraspe. Mi papá presintió malas noticias. Lo atendió con una sonrisa fingida. Pons le devolvió una sonrisa aún más forzada y corta.
 
–Ya no los puedo esperar. Estoy vendiendo la esquina. No se me va a presentar otra oportunidad así – argumentó Pons de sopetón y nervioso, eludiendo los ojos de mi papá y sin siquiera un “buenas tardes”.
 
Mi papá miró para arriba y ganó tiempo con una inhalación de tres segundos. Hubiera querido reaccionar con una respuesta pensada.
 
–Entiendo – logró responder medio aturdido como si le hubieran pegado un tortazo en la mandíbula.
–Por ley tengo que darle un plazo de tres meses para que busquen otro lugar.
–¿Quién quiere comprarle?
–Pero me convendría que se vayan antes.
–¿Quién quiere comprale? – insistió mi papá, sobreponiendo su pregunta a una respuesta que Pons se negaba a dar –¿quién quiere comprarle?
Quiere esta esquina porque es estratégica, para expandirse. Esta Iturraspe tiene mucho movimiento.
–¿Quién?
–No le puedo decir.
–¿Pero se acuerda que me prometió que me la iba a vender?
–No puedo don Livio. La oferta es irresistible y en efectivo. Me tengo que ir – concluyó apresurado, dejando a mi papá con la palabra en la boca.
 
Mi mamá, que lo había seguido a mi papá sigilosa apenas escuchó a Pons en la puerta, quedó petrificada y sin aliento. El tono de voz de Pons la había desencajado desde el inicio, era de mal agüero. Mi papá, todavía con la puerta abierta, miró hacia los adoquines de la calle. Pensó que se podía freír un huevo sobre el empedrado y se fastidió por un vaho a sobaco y naftalina que le impregnó la nariz, como si Pons se hubiera puesto la camisa limpia sin bañarse.
 
–Pagamos siempre a tiempo. Mirá como nos paga este viejo – cuestionó mi mamá.
–No te hagas problema. No es para tanto.
–¿¡No es para tanto!? ¡Nos tendremos que mudar! ¡A la mierda con los sueños! ¡Cómo no me voy a hacer problema!
No es para tanto.
 
El refunfuñe de mi mamá fue quedando de fondo. Mi papá comenzó a decodificar los dichos de Pons. Pensó en varios negocios que podrían estar interesados en la esquina. Tal vez los carpinteros Pinta querían poner una mueblería y las vidrieras sobre la Iturraspe. Se preguntó si Godino buscaría ampliar su casa de ramos generales, pero como estaba a dos cuadras, pensó que no sería una buena jugada. “¿El Titi Gilli querrá ampliar la feria?”, tampoco tendría sentido se respondió. Siguió pensando en otros negocios a la redonda sin dar en el clavo. Muchos indicios, sin embargo, terminaban en el mismo hombre, aquel que le dijo que la esquina valía oro.
 
Mi mamá advirtió que mi papá no la escuchaba. Le molestó que ni siquiera se hubiese mosqueado con la explicación de Pons. El “no es para tanto” le había parecido un latiguillo intolerable y se juró que nunca más derretiría azúcar para levantale el ánimo.
 
Mi papá mostró el resto de la tarde una sonrisa dibujada hasta que se fueron a dormir. Mi mamá no pegó un ojo. Dio vueltas y más vueltas. Pensó que a ella le tocaría cargar con el muerto. Se molestó aún más al advertir que mi papá cayó redondo, roncó profundo y hasta balbuceó llamando a la nona Chinta, su mamá. “Sonamos – pensó mi mamá –llora de nuevo porque le bajaron el colchón y no lo dejaron venir a estudiar a San Francisco”. Se sonrió por su ocurrencia burlona, sintió bronca y que lo había dejado de querer. Le silbó y tocó la espalda para que deje de roncar.
 
Ella lo prefería vulnerable y sufrido. Se sentía más cómoda cuando tenía que mimarlo o aconsejarlo para sacarlo de algún abismo. Cuando él mostraba fortaleza o esas sonrisas de toda una tarde, se sentía insegura y frágil.
 
A las dos de la mañana, con decenas de imágenes y pensamientos cruzados que le reventaban la cabeza, mi mamá no soportó más y se levantó. Cerró la puerta de la cocina para que nadie advirtiera la luz y leyó una a una las resoluciones que había escrito a principios de año en su libretita verde.
 
Leyó la frase “comprar la esquina”. Pensó que la tendría que tachar, no porque habría alcanzado el objetivo, sino porque estaba malogrado. Recordó que antes de levantarse había soñado o pensado de entredormida con un sube y baja despedazado y deslizándose a toda velocidad por un tobogán que caía sobre arenas movedizas y que se le atascaban los pies. El sueño la impresionó. Interpretó que después de haber pasado por tantos vaivenes para comprar la esquina, la compra estaba ahora en un tobogán cuesta abajo.
 
Sintió necesidad de rezar, no para halagar a Dios como otras veces, sino para rogarle por ayuda. Fue a buscar la libretita amarilla donde escribía sus oraciones más íntimas. Entró al dormitorio, encendió la luz con la intención de castigar a mi papá por no dejarla dormir. Él dejó de roncar, la miró desorientado y le preguntó: “¿ya me tengo que levantar mi vida?”. La escena la enterneció: “dormí querido, dormí que recién son las tres”.
 
De regreso en la cocina, abrió la libretita en busca de alguna oración que la animara y recitó un Ave María. Leyó oraciones que le había escrito a Dios y notó que cuando rezaba oralmente invocaba a la Virgen, pero cuando lo hacía por escrito su destinatario era el Señor.
 
Se detuvo en una oración que había escrito el 30 de agosto de 1957, al día siguiente de la mudanza a San Francisco cuando llegaron con mi hermano y mil ilusiones desde Eustolia. “Gracias querido Dios por bendecir este nuestro nuevo hogar. Que lo que piense mi mente sea tu sabiduría, lo que hagan mis manos sea tu obra, que mis deseos sean tu voluntad. Gracias por protegernos como siempre. Te quiero mucho. Tota”.
 
Le gustó recordar aquella oración gozosa y aquel momento de fe y tranquilidad. Se dispuso a escribir una nueva plegaria. Primero leyó una estampita que le había regalado su mamá, la nona Antonia, para “enseñarte a rezar con propósito”. Tenía estampado el versículo 11:24 del apóstol Marcos: “todo lo que pidan en oración, crean que ya lo han conseguido y lo recibirán”. Esperanzada, abrió una nueva página con el título 30 de noviembre de 1963 y escribió su nueva oración: “Querido Diosito. Gracias por ayudarnos a comprar esta esquina. Se que este es nuestro hogar y nada se opondrá en nuestro camino, aunque lo que tú decidas lo aceptaré. No me abandones. Te quiero mucho. Tota”. Releyó dos veces porque algo le molestaba. Tachó “aunque lo que tú decidas aceptaré”. Pensó que la frase era fruto de su inseguridad y que debía tener y demostrar más fe como le pedía Marcos.
 
Se acostó a las 4:30 de la madrugada. Sintió paz, había dejado todo en manos de Dios. Le tocó la espalda a mi papá, sintió que de nuevo lo quería. Se apuró a dormir.
 
Mi papá la despertó con un mate. Advirtió que estaba fresco como una lechuga y lo siguió mirando por signos de recaída, alistándose para derretir azúcar en caso de necesidad. De nuevo se sintió con ganas en su papel de bombero, lista para apagar otro fuego.
 
Tras el cuarto mate, mi papá la sorprendió.
 
–Ya lo tengo.
–¿Ya tenés qué? No me digas que ahora estás de nuevo con que vas a escribir otro tango.
–¿Qué decís?
–Digo que no me podés hacer esto, estás fresco como una lechuga y estamos perdiendo la esquina.
–No es para tanto.
–No me jodas con tu no es para tanto. Pons vendió la esquina y vos como si nada. Qué carajos vamos a hacer – se enfureció mi mamá, más aún, al pensar que sus oraciones no habían sido escuchadas.
–Todavía no la vendió. Tranquila.
–Ni loca me vuelvo para Eustolia a la casa de tus viejos. Ni lo pienses, que ni se te ocurra pensarlo.
–¡Qué te pasa a vos! ¿Y la fórmula mágica adónde se te fue? ¿Cómo era?, “fe, trabajo y un poquito de suerte”. Viste que también a vos se te va el cuarto de hora.
–No me tomes el pelo. Mirá que el horno no está para bollos – le dijo resignada, pensando que la pesadilla del tobogán había sido una premonición.
–Tranquila. Tengo un as bajo la manga. De esta vamos a salir – le anunció, mientras se ponía la corbata azul eléctrico con pintitas blancas que había usado en la luna de miel en Mendoza –esta es la que nos trajo suerte, así que aquí vamos de nuevo.
 
Mi mamá no entendía nada. Rara vez mi papá se vestía con corbata para ir a trabajar. Regresó dos horas más tarde con una sonrisa gardeliana y silbando “Por una Cabeza”.
 
–¡Qué te pasa que estás tan contento! ¿Adónde fuiste? – le preguntó ansiosa.
–De don Aquiles
–¿Por?
–Todo solucionado mi querida – dijo con aires de político después de ganar una elección.
–¿De qué estás hablando?
–Le dije que había tomado la decisión de dejar a don Bry y me iba a trabajar para él, si es que todavía estaba abierta su oferta de trabajo.
–¿No le dijiste a don Bry que te quedarías con él?
–Bueno, no me aumentó el sueldo ni me pagó el aguinaldo. La culpa no es mía.
–Tampoco de él, pobre tipo.
–Le dije a don Aquiles que necesitaba dos semanas, que mañana mismo le voy a renunciar a don Bry.
–¿Qué tiene que ver eso con esta esquina? – le preguntó mi mamá tratando de enfocar una conversación que creyó se había ido por las ramas.
–Doña Tota preste atención – la llamó mi papá socarronamente como la llamaban los demás –tranquilizate, no es para tanto.
–Y dale con esa mierda del no es para tanto.
–¿Por qué te crees que estaba tan tranquilo ayer?
–Estabas fingiendo, te conozco. ¿Para no preocuparme?
–Para nada. Apenas vi a Pons en la puerta, me imaginé lo peor y me vino a la mente don Aquiles. Acordate que me dijo que esta esquina vale oro.
–El Titi Gilli también te dijo lo mismo. ¿Y...?
–Le dije a don Aquiles que desista de comprarla él. Que me dé oportunidad de comprarla, que me dé unos meses. Que me iba a trabajar con él.
–¿Cómo sabías que fue don Aquiles el que ofertó por la esquina?
–Ni idea, pero lo imaginé. Era obvio. Siempre le gustó esta esquina y el Titi no tiene la plata.
 
Mi mamá no entendió muy bien el enredo de mi papá, pero estaba extasiada con el desenlace.
 
–¿Qué te contestó?
–Que lo pensaría.
–Entonces todavía no es trato hecho.
–Pará, pará. Le dije: don Aquiles, usted ya tiene mucho, nosotros queremos esta esquina, es nuestro sueño. Le aseguro que seré su mejor empleado.
–¿Cómo reaccionó?
–Al principio me asusté. Me respondió: “te doy un consejo Livio, no digas que tu sueño es comprar la esquina. Así no vas a llegar a ninguna parte. Soñá con cien esquinas, no con una”.
–Viste, viste, siempre te digo que hay que soñar en grande. No al cuete tiene lo que tiene.
–Me dio un año de plazo, pero me quiere en su oficina el lunes, nada de quince días.
–¿Y Pons? ¿Qué le vas a decir a Pons?
–Nada. Don Aquiles le dirá que esperará por ahora, que tiene otras cosas en mente. Me contó que solo le insinuó la oferta y que Pons se embaló solo.
–¡Ay viejo hermoso! Hasta llegué a pensar que habías armado todo el lío para seguir con tu tango de la esquina.
–No, a ese tango lo terminaré cuando firmemos la escritura “pebeta hermosa, esquina mía” – le dijo, llamándola por el nombre del tango y como si todo ya estuviera cocinado.
 
Mi mamá se le abalanzó, le refregó la cadera y le encajó un beso interminable como esos que le gustaban a mi papá estilo Rita Hayworth. La siesta fue más larga que de costumbre. Mi mamá abrió el bar con retraso, cuando en la vereda ya había un montón de clientes cuchicheando y ansiosos por entrar.
 
Esa tarde detrás del mostrador, mientras acomodaba los trastos, mi mamá le sonrió a la imagen de la Virgen de la Nueva Pompeya, recordó las palabras del apóstol Marcos en la libretita amarilla y se sintió auxiliada por la Divina Providencia. Mi papá la despidió con un beso húmedo y pasó gallardo y fanfarrón entre los clientes del bar rumbo a la oficina de don Bry; sería su último día en aquella oficina.

 

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