jueves, 6 de mayo de 2021

Los (casi) tres asesinatos

A pesar de la advertencia de mi papá, mi mamá le permitió a Galera dormir en el patio. Quería saber de primera mano si Galera iría a descargar camiones al molino o si enfilaría hacia el sanatorio para vengar la muerte de su hermana.
 
Ansiosa, no durmió en toda la noche. Se levantó a las seis de la mañana. Se cebó unos mates y relojeó la piecita de los cachivaches hasta que Galera se levantó y salió a la calle. No fue en dirección al molino, sino hacia el sanatorio. Temió lo peor. Lo siguió a diez pasos de distancia, ataviada con pañuelo y antejos oscuros al estilo Shirley MacLain. Recordó la sentencia de mi papá. Si Galera mataba al doctor, sería cómplice por permitirle dormir en el patio y tomar vino hasta la madrugada. El corazón se le disparó a todo galope y sintió que la adrenalina le brotaba por los poros. Toda la escena le parecía una película de suspenso. Tenía miedo, pero estaba fascinada por ser parte del reparto.
 
Sucedió lo que temía que sucedería. Galera entró al sanatorio. Ella apuró el paso, se mezcló entra la gente y se sentó en la sala de espera, escondiéndose detrás de una Radiolandia. Pispeó y no escuchó lo que decía Galera, pero por el movimiento de labios advirtió que le pidió a la recepcionista que llame al médico. El médico apareció y se dieron la mano con cara de pocos amigos. Mi mamá quiso parar la película y denunciar todo lo que estaba pasando antes de que Galera cometiera el crimen, pero la adrenalina y el miedo al ridículo la paralizaron.
 
El médico tomó a Galera del brazo y se metieron en el consultorio. Mi mamá cerró los ojos y esperó por el ruido seco de los disparos. Pensó que serían dos, uno para matarlo y el otro para rematarlo. Imaginó a Galera salir corriendo bañado en sangre. Tras seis minutos de silencio, Galera salió como una tromba. No hubo disparos. Mi mamá pensó que habría usado un cuchillo. Temerosa, con pasos cortos y pocas ganas de avanzar, se acercó al consultorio. Sospechó que el médico estaría tendido boca arriba sobre su silla con el cuchillo clavado y un geiser de sangre emanando de su pecho.
 
El corazón le palpitaba a mil por hora. Se visualizó en el calabozo, con reflectores derritiéndole el maquillaje y dándole explicaciones al detective sobre por qué no había hecho nada para frenar el asesinato. Llegó frente al consultorio y por la rendija entre la puerta y el marco vio al médico vivito y coleando. El corazón se le desaceleró de golpe como cuando de chica el caballo frenó en seco y voló por arriba de las crines quedando colgada de las riendas.
 
–Buen día doña Totala saludó el doctor.
–¿Cómo sabe mi nombre? – respondió mi mamá sorprendida.
–¿No me diga que no se acuerda? Yo le arreglé el brazo que se quebró Gerardo cuando se cayó del árbol. Creo que así se llama el mayor, ¿no?
–Ay disculpe, que tonta. Claro. Sí, sí, Gerardo.
–Y otra vez le cosí la pierna al más chico con trece puntos. Acuérdese que vino con todos sus amiguitos que lo traían del cine Mayo, con la pierna abierta como una flor.
–Sí, sí, el Nenucho.
–¡Qué le pasa! la noto alterada. ¿No me diga que trae de nuevo a uno de los chicos?
–No doctor, es que uno de mis clientes no se sentía bien y le dije que venga a verlo. ¿Vino? – le preguntó disimulando toda la película en su cabeza.
–Sí, un tal Galera. Pobre hombre. Sabe que está con una crisis de nervios ¿verdad? Su hermana murió en la sala de operaciones.
–¿No lo amenazó a usted? Supe que estaba furioso y anduvo diciendo por ahí que quería matar al médico.
–¡Que puedo hacer yo doña Tota! Si quiere matar al médico va a tener que viajar hasta Córdoba.
 
Mi mamá lo miró desconcertada. ¿Acaso con mi papá se habían pasado toda una película al divino botón?
 
–Pobre hombre – atinó a decir mi mamá.
–No se haga problema. Se va a relajar bastante, le di unas pastillitas como para dormir a un elefante.
 
De regreso hacia el bar, mi mamá se sintió tonta y se juró que jamás iba a juzgar a alguien sin tener todas las evidencias. “Más estúpida no puedo ser, pobre Galera”, pensó. Al llegar vio a Galera bostezando a la espera de que abriera las puertas.
 
–¿Cómo está Galera? Qué sorpresa verlo tan temprano. ¿Ya hizo la changa?
–No. Fui al médico porque no me siento bien.
–Yo sé. Lamento mucho lo que le pasó. Váyase y descanse. No tome nada, porque no le harán efecto los remedios.
–¿Qué remedios? – le preguntó Galera sorprendido.
 
En ese instante llegó el Zorrino y mi mamá sintió que la había salvado de explicar alguna excusa con la que se podrían embarrar aún más.
 
Galera y el Zorrino pidieron lo de costumbre, medio litro con soda, aunque agregaron una naranja Crush. Mi mamá no entendió para quién. Galera sirvió el vaso de Crush y lo miraron fijo hasta que se disiparon las burbujitas. “Es en honor a mi hermana, ella era lo único que tomaba, así que está sentada con nosotros”.
 
Mi mamá se sintió desalmada. Pensó que Galera también tenía sentimientos, no era tan mala persona como creía.
 
El superclásico



Llegó el domingo del superclásico con vaticinios opuestos según mi papá o Godino. Sentirse bien o mal ese día y el resto de la semana dependía del resultado. Mi mamá rezaba para que fuera un empate y así todos los ánimos quedarían neutralizados “para que el negocio no sufra”.
 
Mi papá se levantó antes que el sol. Tomó tres cafés y diez mates lavados sin respirar. Sintonizó varias emisoras de Córdoba y Buenos Aires. Lustró la pelota de fútbol de mi hermano con una cáscara de banana. Leyó el diario, anotó los precios de la publicidad sobre las motos Gilera que vendía Cotani, el Kaiser Bergantín y el Carabella de Volpe y Vaudagna, las bicicletas de Casa Tornati, los cartuchos del 12 de Casa Curtino, los pianos de Burmeister Lamberghini y las cámaras de fotografía de Bucco y Curiotto. Comparó precios con los avisos clasificados de artículos usados y buscó los números de la lotería de Casa Alemani. Esperó que mi mamá se levantara y le cebó mates. Horas después de gastar tiempo, llegó la hora de sintonizar Radio Splendid.
 
Empezó el partido y el pecho le vibraba como una paloma mensajera.
Los primeros minutos fueron de estudio y bostezos, hasta que, a los 14 minutos, Echegaray le pasó mal la pelota a Carrizo, Valentím se la robó en el área y Carrizo no tuvo más alternativa que hacerle penal. Valentím pateó y Fioravanti aturdió anunciando el gooooooolllllllll de Boca interminable y doloroso. “Este tiene la camiseta puesta ¡a mí no me jode!”, refunfuñó mi papá.
 
No esperó que terminara el primer tiempo y se fue a la calle. Mi hermano y yo quedamos escuchando y mi mamá seguía con la limpieza de los domingos. Mi papá volvió. Se fue de nuevo. Regresó. Tenía a Godino en la mira, su verdugo. “Me va a joder y a burlarse toda la semana”, pensó. Se fue a dar otra vuelta a la manzana.
 
A cinco minutos del final, el árbitro Nay Foinio sancionó penal para River y mi hermano salió disparado a la vereda para llamar a mi papá. Volvieron los dos agitados. Mi papá subió el volumen a todo trapo. Fioravanti estaba disfónico. Si River empataba salía campeón. Mi papá empezó a saltar como si fuera uno más de la barra brava y pidió que el penal lo pateara Delem. El brasileño acababa de salir campeón del mundo con Brasil en Chile ganándole tres a uno a Checoslovaquia y era garantía para que River se quede con el campeonato.
 
Roma se agazapaba y corría de costado entre palo y palo para poner nervioso a Delem. Fioravanti anunció que el brasileño tomó la pelota y la puso en el punto de penal. Mi papá sintió que tocaba el cielo. Delem tomó carrera, pateó a la derecha y Roma se estiró como una pantera y le dio nueva vida a Boca.
 
Fue el último grito de la tarde. Mi papá se la agarró contra la radio. La rebotó contra el piso como si fuera pelota de básquet y la fue pateando por todo el patio despidiendo válvulas por todos los rincones. Entró a su dormitorio y tiró un portazo. Cenamos sin él esa noche.
 
El lunes, como era de esperar, mi papá no apareció por la mesa de sus amigos. El jueves, con las heridas algo más cicatrizadas, permitió que se hiciera la “noche de amigos”. Godino, como también era de esperar, hizo alusión constante a la segunda posición de River en el campeonato. “Dénme un segundo y les cuento”, decía a cada rato y le pedía a mi mamá que le trajera una cerveza Río Segundo. Mi papá se las aguantó hasta que no pudo más: “ya no jodas maricón. Nos robaron el partido. Ese Roma parecía Américo Vespucio como se adelantó”.
 
Godino se le carcajeó en la cara y le hizo mueca de llorisqueo. Mi papá pegó un salto y alcanzó a agarrar un tenedor que blandió en el aire. Otra vez González salvó a Godino. Aferró a mi papá por la cintura, mientras mi papá extendía el torso y el tenedor como elástico hacia su presa: “La próxima vez que me jodas te mato y te juro que esta vez va en serio”, le gritó mi papá. “No pisás más por acá pedazo de cornudo”, sentenció.
 
El aire rico y espeso para servirlo en el plato
 

Mientras esperaba que las brasas lentas hicieran su trabajo, el Zorrino, el asador oficial del grupo de los changarines, tenía un pedido especial de mi mamá. Cada viernes le pedía
que pusiera dos matambres arrollados sobre las brasas. Debían estar casi extinguidas, para una cocción “pareja, prolongada y equilibrada”. Uno de los matambres lo guardaba para las visitas del fin de semana y el otro lo ofrendaba en retribución por la molestia.
 
Tras el primer bocado, el Zorrino y los demás trataban de descifrar la receta. Revoloteaban sus ojos y olfateaban las hierbas de las macetas para adivinar el menjunje que mi mamá no revelaba. El saborcito indescifrable despertaba charlas amigables y carcajadas por más que los chistes fueran malos.
 
–¿Doña Tota? preguntaba el Zorrino a sabiendas de no recibir respuesta.
–Ni lo intente. ¿Acaso usted revelaría los números de la quiniela?
 
Un viernes la vecina Hans, mi ex nodriza y maestra particular, entró subrepticia por la puertita falsa.
 
–Doña Tota, discúlpeme que le diga, pero esto no puede seguir así – le soltó para sorpresa de todos en el patio.
 
Antes de que mi mamá atinara a defender los asados de los changarines que se extendías hasta la hora de la siesta, intuyendo que ese era el reclamo, la Hans le ganó de mano.
 
–No hago otra cosa que pelear con mi marido por culpa suya.
–Perdóneme – le alzó la voz mi mamá en contraataque –y yo que pito toco en este entierro.
–Mi marido se me queja continuamente que no sé hacer nada. Imagínese. Se siente bombardeado con los olores que vienen de su casa uno más rico que el otro.
 
Mi mamá se distendió de golpe como cuando vio vivo al médico de Galera. Se echó a reír orgullosa y, por dentro, bendijo que la Hans le haya piropeado su cocina enfrente de todo el mundo.
 
–Ay querida, qué susto me hizo pegar, cómo no empezó por ahí – le dijo, mientras le pidió al Zorrino que le corte la mitad del matambre del fin de semana.
–Doña Tota, le estoy hablando en serio. Mi marido dice que no sé cocinar. Todo lo que hago es desabrido. ¡No sé qué hacer! 
–No se haga problema. De ahora en más me aseguraré de cerrar un poco más la ventana de la cocina – respondió agraciada.
–Se lo juro. El otro día lo encontré en el medio del patio con la nariz apuntando para su patio y respirando hondo.
–No exagere. No es para tanto.
–¡No exagero! Estaba tan rico y espeso el aire que hasta a mí me dio ganas de cortar un poco de cielo y ponérselo en el plato.
–Ay gracias doña.
–Debería poner un restaurante o una rotisería. Se le llenaría todos los días.
 
La idea no le disgustó y se sorprendió que no se le haya ocurrido antes. Pensó que podría ser un buen atajo para comprar la esquina.
 
Desde aquella aparición milagrosa de la Hans, mi mamá la autorizó a pasar todos los días por casa. Le enseñaba algunas recetas que le permitía copiar de su libretita azul y le hacía anotar unos pocos “secretos mágicos” para que engatusara a su marido, un profesor de matemáticas, serio e intelectual, que necesitaba más alegrías en su vida.
 
Enteradas del chisme, muchas vecinas comenzaron a visitar seguido a mi mamá. Gozaba dando recetas y tuvo que pulir y reorganizar varias de sus libretitas azul en una sola. Se guardaba para ella algunos secretos y, vanidosa, se excusaba diciendo que, como a “todo lo dulce, a mis secretos los llevo grabados en el corazón”.
 
El crimen del aloé vera
 
Galera había aparecido después de varias semanas tras la muerte de su hermana. Nadie sabía muy bien por qué había desaparecido, si era por un duelo prolongado o porque intuía que mi mamá lo sospechaba responsable de haberle cortado varios gajos de las hierbas para la cocina.
 
–¡Quién mierda me rompió el aloé! – gritó desaforado el Manya Luna que también notó que a su planta para curar el reuma le habían cortado cuatro hojas de cuajo.
–Yo fui, viejo de mierda. ¡Quién te crees que sos! – le contestó Galera dándose por aludido, ante la mirada atónita de todos, extrañados por una reacción exagerada –y encima te la oriné.
 
Nadie entendió nada. Varias veces Galera se había deshecho en elogios porque el Manya le había recetado unas pociones que, por arte de magia, le habían aliviado el dolor de espalda por levantar bolsas de harina de más de treinta kilogramos.
 
El Manya, aparentando unas fuerzas que ya le eran esquivas, le arrebató el cuchillo al Zorrino y lo blandió en el aire como facón y destrezas pasadas. Cuando se agarró de la mesita para levantarse, puso su mano dentro de la fuente del asado crudo y salpicó con sangre a medio mundo, haciendo desastres en su propia camisa blanca a la que manchó de rojo como camiseta de River.
 
–Largá eso, viejo de mierda. Si te pongo una mano arriba te saco las tripas. Esa mierda de aloé no sirve para nada.
–Vení fanfarrón, te vua matar – le replicó el Manya ofendidísimo de que le hayan cuestionado en público su fama de “dotor”.
 
El bramido del Zorrino no se hizo esperar.
 
–¡Dejen de joder, carajo! Son bastante grandotes los dos. Galera haceme el favor de irte antes que llegue doña Tota y nos eche a todos. Estás armando un quilombo al pedo.
–Y vos ¿quién te crees que sos? – le levantó la voz Galera por primera vez.
 
El Zorrino miró al Manya, le hizo seña que se tranquilice y le pidió que le devuelva el cuchillo. A Galera ni lo miró, entendía que tenía licencia para estar irritado hasta que terminase de cumplir el duelo por su hermana.
 
Mi mamá, que siempre tenía las orejas paradas como radar de aeropuerto, salió lista para sosegar los ánimos. Apenas pisó el patio se encontró con una escena devastadora como la película que se había imaginado en el sanatorio entre Galera y el médico. El Manya blandía en su mano un cuchillo, el Zorrino intentaba quitárselo y Galera, también bañado en sangre, vociferaba insultos para todos los gustos.
 
–¡Noooooooooooooooo! – gritó mi mamá aterrada por otro crimen que no había podido evitar y de nuevo se pensó en el calabozo. La escena duró un par de segundos, lo suficiente para que las carcajadas inundaran el patio y mi mamá se diera cuenta y se rindiera tentada de la risa ante otro asesinato fallido.

2 comentarios:

  1. Excelentes historias del "Bar de Trotti"!, escritas por un testigo de primera fila!. Me encantan las historias del San Francisco del ayer.. ("Cuna de Mafias", según la tildó un colega tuyo!). Abrazo grande!

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