jueves, 25 de febrero de 2021

La Virgen, el borracho y mi hermano el bautista

Apenas iniciada la jornada en el bar, mi mamá regalaba un primer “buenos díííaaasss” a sus personajes preferidos: a su mandadero el Manya Luna; al Piojo, su mascota parlanchina y a su “amiga más querida”, la Virgen del Rosario de Nueva Pompeya, quien controlaba todo lo que sucedía a sus pies.

Retrato del Manya Luna que
hizo mi hermano Gerardo. 

El Manya y el Piojo le reciprocaban un resonante “buenos días doña Tota”. En cambio, la Virgen, colgada en su trono sobre la puerta que daba al patio, le devolvía una sonrisa protectora asegurándole un día sin sobresaltos. También Ella, con la confianza de amiga íntima, le solía gastar algunas bromas. Un día que yo no aguantaba el dolor de una carie tan profunda como un aljibe, mi mamá alardeó con tener el remedio milagroso. Mientras me metía un pedacito de Geniol dentro del cráter, la miró fijo y le imploró con devoción: “Por favor virgencita querida, pasame el dolor a mí”.


¡Dicho y hecho! Al día siguiente amaneció con el cachete inflado y un pinchazo agudo que le bajaba desde la muela hasta la punta del dedo gordo del pie. Fue al salón del bar, saludó al Manya y al Piojo y cuando le estaba por tocar el turno a Ella, en vez del hola cómplice, le espetó malhumorada: “no era para tanto”. Yo vi cuando la Virgen le guiñó un ojo al Niño Jesús y a mi mamá salir rajando hacia el Emilio Cornaglia, el dentista del barrio.

Extirpado el dolor de raíz, contaba la anécdota todos los días para demostrar “todo lo que hace una madre por un hijo” y, sobre todo, para que se supiera que tenía línea directa con la Patrona del bar. “Después de lo que me hizo ya no le rezo, ahora la castigo yo”, recitaba jactanciosa, alardeando su amistad.

A los pies de la Virgen, la mesa de mi mamá también servía de pila bautismal. Mi hermano solía oficiar de Juan el Bautista chantándome nombres y sobrenombres a diestra y siniestra. Pocos días antes de que yo naciera, la discusión entre mis padres pasaba por Juan, Félix, Emilio o Mario. En caso de nena habían acordado Analía, pero la panza puntiaguda les obligaba a negociar un nombre de varón.

–Gerardo ¿qué nombre te gusta? –le preguntó mi mamá.
Ricardo Elvio –soltó espontáneo mi hermano uniendo los primeros nombres de los hermanos Ronconi y convencido que vendría varón.
Me encanta –asintió mi mamáson distinguidos.


Mi hermano Gerardo en la vereda del bar.
Mi hermano también me apodó Nenucho. El sobrenombre lo ligué mientras gateaba entre sifones, cajones de alambre y botellones de cerveza, con el que me comenzaron a llamar mi mamá y sus clientes de más confianza, los changarines y los madrugadores. Otro apodo surgió el día de la muela. El Manya, con quien competíamos por la atención de mi mamá, soltó un despiadado “¡mirá el nenito, mirá cómo se hace el nenito ese grandulón!” cuando me vio llorisqueando, queriéndome acurrucar como mortadela entre mi mamá y el respaldar de su silla. Mi hermano que cazaba todo lo que revoloteaba, cazó el Nenito al vuelo y, a partir de allí, él y mi papá, además de los gauchos y chacareros, me llamaban de ese modo.


Yo, posando en la esquina.

Luego apareció el Kaiaio, el sobrenombre que prefirieron mis amigos y hasta los clientes de la mesa de mi papá. Yo todavía balbuceaba, pese a que mi mamá insistía con leerme las Fabulandia para que “aprendas a hablar bien”. Ni modo, a mí me salía “teño tido” por tengo frío, “dutasno” por durazno y el “estoy cansado” vaticinaba una pronta vomitada o que ensuciaría los pantaloncitos. Un día solté un “mami, mami... un kaiaio” cuando descubrí el caballo rampante de Facundo Quiroga en la etiqueta del vino Facundo. Gerardo el Bautista tomó de ahí el Kaiaio, apodo que luego sus amigos podaron y universalizaron como Kaiá.

El borracho

Para que no se enfadara la Virgen, mi mamá trataba de esconder o disimular algunos excesos de copas que detectaba en el acto. Los callados hablaban hasta por los codos, los charlatanes se ensimismaban, los tristes se reían a carcajadas y los graciosos llorisqueaban a moco tendido. Apenas notaba esos cambios de conducta, mi mamá cortaba los víveres y el paso hacia el bañito del patio, excusa para que no pasaran debajo de la Virgen. Y con un rápido e imperceptible movimiento de ojos hacia la salida, le pedía al Manya “empújelo pa’ fuera”. Apenas leíamos la sentencia, con mi hermano salíamos disparados para contar cuántos zigzags harían la víctima y su bicicleta antes de llegar a la próxima esquina.

Solo un borracho estaba permitido en el bar. Lo había traído mi tío Tito una vez que viajó con el Ringling Brothers a Mendoza. Mi mamá le buscó el mejor lugar, pero tuvo la astucia de ponerlo del otro lado de la heladera para que la Virgen no lo viera. La alcancía de yeso de cuarenta centímetros de alto posaba estoica y a sus anchas sobre la estantería principal entre botellas de ajenjo Alhambra, ginebra Llave, anís Ocho Hermanos y Ferroquina. El borracho estaba abrazado a un tronco en cuya base se leía: “A Mendoza fui y así volví. Viva el vino tinto”. El Manya lo llamaba “mi compadre de copas” y estaba seguro de que si hablara podría delatar a los ladronzuelos que se dieron el banquete de salamines y a quienes plantaron los papelitos de la quiniela.


Pintura en acrílico que
 hice años después
sobre el borracho de yeso.

Al lado de la estantería que patroneaba el borracho de yeso, una vitrina con puertas corredizas de vidrio guardaba los mejores menjunjes de mi mamá. Frascos y botellones rebosantes de aceitunas, mondongo con perejil y verduras agrias de todos los colores con los que acompañaba vasos generosos de Gancia, Cynar y Cinzano. Ahí también reposaba la libreta azul cargada de recetas que muchos clientes se lamían por descifrar. No estaban satisfechos con un par mezquino de recetas para las fiestas patrias y religiosas que ella les regalaba. Querían saber todos los secretos de aquella libreta que, al abrirla, despedía los mejores aromas de la cocina. Si en la roja del fiado estaba su vida, en esta azul estaba su alma, por eso la tituló con el consejo que su mamá, la nona Antonia, le había regalado para que tenga un matrimonio feliz: “Lo salado mejora la digestión; pero lo dulzón ablanda el corazón”.


La vitrina estaba con llave. Era la segunda línea de seguridad por si fallaba la Virgen. No tenía miedo de que alguien le robara sus menudencias, aunque prefería cerciorarse de que yo no volviera por Mejorales, unas pastillitas con sabor áspero a frutilla que devoré a montones un día que me escapé de una siesta pegajosa.

“¡Pero, Madona Santa!” exclamó mi mamá con los ojos fuera de órbita como cuando la sorprendieron los policías. “¿Cuántos comiste?” me preguntó alarmada, cerrando de golpe la vitrina mientras algunas bolsitas de celofán revoloteaban por el aire. Debo haber tragado muchos porque intentó ponerme los dedos en la garganta y le pidió a mi papá correr al Sanatorio Argentino. “Son para chicos” le dijo mi papá evitando el fastidio de salir disparado. Mi mamá quedó intranquila. Me siguió observando todo el día como bacteria bajo microscopio y le pidió al Zorrino que consulte con su curandera.

La mejor pócima para este tipo de intoxicación es un vaso de leche calentito y a la cama –le respondió el Zorrino cuando regresó a la tardecita con el mensaje.

Mi mamá lo miró escéptica como cuando descubrió el agujerito en la puerta de entrada. Intuyó que el Zorrino ni siquiera le había preguntado a la curandera y que inventó el consejo para ligar un medio litro con soda.

¡Por favor! ¿Me cree pavota? –le recriminó mi mamá–, eso lo sabe hasta un nene de un año. Si sigue así lo va a alcanzar a Galera. ¡Pero por favor!

Frente a la heladera que dividía al borracho de la Virgen, estaba el mesón de granito, donde descansaba la cortadora de fiambres y la balanza roja que el Piojo usaba de aposento. Ante ese mostrador recibí una lección para siempre. Mi mamá estaba ofreciendo una Leche Prima a un cliente casual y bien vestido que no reconocí entre el repertorio de personajes. 

“Tengo sabor a chocolate, vainilla, frutilla o...”, y justo cuando adiviné que el cuarto sabor sería el de moca, me adelanté y ofrecí de lo más campante e inocente: “... de moco también”.

El brazo de mi mamá hizo un swing perfecto que fue tomando envión a mil por hora. Me estampó un cachetadón estilo King Kong dejándome grabado cuatro dedos y el anillo de compromiso sobre el cachete. El sopapo no me dolió tanto como la socarrona mirada que me dio el tipo por haberme ganado por nocaut. Quedé inmóvil, no chisté y mientras el sarpullido me quemaba hasta las orejas y el alma, sentí un chorrito calentito que me bajó por la pantorrilla. Rajé al patio con la cola entre las patas y cuando levanté la vista hacia la Virgen también la vi enojada, aunque alcancé a recordarle aquel lamento de mi mamá: “no era para tanto”.  

Mi mamá no era muy pedagoga a la hora de enseñar valores, pero sí pragmática y eficiente. Cada vez que mis berrinches -o los de mi hermano- se hacían insoportables, me tironeaba del pelo o de la oreja, lo que más rápido manoteaba para evitar mi fuga. Me manejaba con unos golpes de muñeca para el lado contrario de donde iba mi cabeza, mientras yo trataba de acercármele en puntitas de pie para que el tironeo doliera menos. Con quebraditas de muñeca, unas para acá y otras para allá, me iba dirigiendo hacia el patio hasta llegar ante la “cámara de tortura”: una canilla de bronce lustroso de la que brotaba una catarata como la del Iguazú, pero helada. Segundos después del chapuzón, mi pataleta comenzaba a amainar y terminaba con una carcajada incontrolable. “¡¿Viste cómo se te pasa el berrinche?! Ahora de penitencia al rincón y a pensar en lo que hiciste”.

El agua helada era suficiente, pero la estrategia del rincón creo que la había copiado de sus padres que debieron hacer malabares para mantener a raya a sus once hijos. Mi mamá contaba que una vez tuvo que esquivar una pera que le tiró el nono José ante una respuesta irrespetuosa. La pera pegó contra una puerta y explotó como granada repartiendo esquirlas pegajosas por todos los rincones del comedor. “Así nos criaron a nosotros” solía contar, demostrando que sus métodos eran menos bruscos que los del nono.

La pera, el plantón, el agua fría y aquel cachetadón de película que me siguió doliendo por años, eran fiel evidencia de cómo la disciplina se venía trasmitiendo desde generaciones pasadas. También había un “¡miren que voy para allá!”, grito preferido con el que mi mamá trataba de terminar las frecuentes guerras campales en la que nos enfrascábamos con mi hermano a la hora de la siesta.

Solíamos jugar a tirarnos cascotes a la distancia, ejercicio con el que mi hermano medía como iban creciendo mis fuerzas. Una mañana me lanzó uno que no puede esquivar. El chichón se infló como el Everest y entré al bar abombado y zigzagueante como las bicicletas de los borrachines.

¡Qué pasó! ¡qué pasó! hijito de Dios, ¡qué pasó! –gritó mi mamá reventando los tímpanos a medio mundo.
–Gerardo me tiró un cascote –respondí, culpando a mi hermano por el Everest y por un montón de cosas más.

Mi hermano salió rajando y mi papá detrás de él. Lo alcanzó a media cuadra rumbo al Molino Tampieri. Mi hermano no se entregaría fácil, pero mi papá lo atrajo con el mismo ardid que usó para arrebatarle el revólver 38 al Hugo Quichi en aquella despedida de solteros: “Vení para acá o llamo a la policía”.
A la siesta, ya recompuesto del mareo y contento porque mi hermano tenía la cola colorada y sarpullida, tuve que seguir defendiéndome.

No te tiré a propósito –me recriminó con rabia.
Ya sé.
¿Entonces por qué me acusaste?, ¡mariquita! ─me dijo comiéndose las palabras para que no lo escucharan desde el dormitorio contiguo.
¡Qué te importa! más mariquita sos vos.

Mi hermano brincó de su cama listo para abalanzarse sobre mí, pero, gracias a Dios, las tablas crujientes del piso me salvaron como campanita en ring de boxeo.

─¡Porca miseria! ¡Duerman! gritó mi mamá desde su dormitorio afinando la voz para que la orden taladre más convincente─. ¡Miren que voy para allá!

Me acurruqué debajo de las cobijas y mi hermano, así como todo, absolutamente todo, quedó paralizado.


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