jueves, 4 de febrero de 2021

Ladrones y ladronzuelos

Bocetos que mi hermano Gerardo
hacía sobre distintos personajes en el bar
La esquina era un avispero hacia la calle Perú, distinto al resto de los días cuando todo lo vertiginoso sucedía por la Iturraspe. Hasta los caballos atados a los troncos de los aligustres estaban asombrados. No habían visto tanta gente apretujada desde el último desfile del 25 de Mayo.

El quilombo lo armó un auto de policía con la sirena a todo trapo que frenó con chillido prolongado y estacionó medio de costado frente al bar. Los vecinos pensaron lo peor. No hacía ni dos semanas que un auto parecido, desde ese mismo lugar, se había llevado a mi papá a la comisaría.

La sirena ya no ululaba, pero las luces seguían prendidas y rebotaban en las paredes de toda la cuadra atrayendo a las familias del vecindario. Más de cuarenta se amucharon frente al bar: los García, los Cabré, los Pinta, los Negro, los Ditomaso, los Ronconi, los Zavala, los Arrieta, los Massa y los Cena. Y como la noticia se regó a la velocidad de la luz, empezaron a llover familias de cuadras y manzanas a la redonda.

¡Otra vez la policía! exclamó al aire la profesora de piano doña Canale de Moriondo mientras con paso apurado iba empujando hombros para tener asiento de primera fila no puede ser que la Tota haya seguido con la quiniela, mirá que se lo habían advertido ¿eh?

Bueno de repente lo vinieron a buscar al levantador y no fue culpa de doña Tota ─le respondió con duda sarcástica la señora Hans, quien varias veces había visto como le entregaba a Carnero sus papelitos de la suerte desde la ventana aunque a mí me preocupa el Nenucho, la Tota quedó muy preocupada con él cuando pasó lo de don Livio.

La Hans me tenía un cariño especial. Había sido mi nodriza. Mi mamá decía que el estrés por manejar el bar la había “secado” y que solo me pudo amamantar un par de semanas. Me enteré años después cuando le pregunté si sabía porque la Hans me miraba fijo, siempre, con una sonrisa sedosa y envolvente.

La Negra Ronconi, esposa del Elvio, regresaba apurada a su casa con el pan calentito de la mañana. Cuando vio la muchedumbre, en lugar de sumarse como espectadora, prefirió entrar al bar en busca de respuesta. Se sentía con derecho. Su esposo era un asiduo compinche en la mesa de mi papá y ella, junto con la Anita González, hacía semanas que venían ayudando a mi mamá para organizar la fiesta de Comunión de Gerardo. Se habían hecho amigas. Un día entró al bar a buscar al Elvio cuando el Gancia del mediodía se hizo más largo que de costumbre. Ella, Orfelia, y mi mamá, Ondina, se mataron de risa. Coincidieron que con “sus nombres artísticos” habían enmendado el mal gusto de sus padres.

─Tota, que está pasando acá ¿puedo ayudar? ─le preguntó la Negra al ver al agente, libretita en mano, cuestionándola.

─Ay sí por favor respondiópero no llames al Livio. Esta vez lo resuelvo sola.

La Negra pensó que mi mamá había caído de nuevo en la tentación de la quiniela. Le reconocía miles de virtudes, que cocinara como los dioses, que rezara a todas las vírgenes, pero era un secreto a voces que se le iba la mano con las apuestas, igual que a su hermano menor con el casino.

─Bueno Tota, pero no me digas que...

Nada de eso -la interrumpió nada de quiniela Negra. Esta vez me robaron, me afanaron.

Ay que alivio Tota, dejame ir a avisarle a los de afuera antes de que se sigan haciendo la novela.

─Sí, sí contales que estoy bien. Y que nadie se preocupe, ya no juego. Con el Tito hicimos la promesa hasta que mi mamá recupere las piernas.

Me alegro Ondina –le dijo la Negra y se echaron a reír, mientras el policía las miró sin entender.

La Negra salió aliviada y anunció desde el umbral la buena nueva como Evita desde el balcón, ante una cuadra rebalsada. Para algunos fue un bálsamo que mi papá no fuera el tema, pero a muchos la noticia les cayó como balde de agua fría. Hubieran preferido un desenlace más truculento, como que lo condenaran a cinco años de cárcel, que la policía estuviera investigando un asesinato o que el techo del bar se hubiera desplomado. Era comprensible la decepción. Era un miércoles insulso. Todavía faltaban cuatro días para la matiné en El Universal y para que los chaquetas azules le den su merecido a los indios o que el Weismuller salve a Jane y Chita de aguas infestadas de cocodrilos.

Bocetos de Gerardo.
Todo empezó muy temprano esa mañana cuando mi mamá fue a abrir el bar. La sorprendió un olor distinto, dulce y algo rancio, como de flores con chorizo. Olfateó al aire como el Pituco, el ratonero juguetón que obedecía solo a Gerardo. Aspiró hondo varias veces rebasando los pulmones. Cerró los ojos para identificar mejor la fragancia. Echó un vistazo rápido por todos lados en busca de botellas rotas de vinos o licores. Hasta que vio desacomodada y sucia la tabla para cortar salamines sobre el mesón de granito. Repasó mentalmente la noche anterior y recordó que había limpiado. “No estoy loca”, pensó.

La tabla estaba untada de grasa, llena de piel de salamines, migas de pan y, por debajo, asomaba un papel dobladito en cuatro esperando ser leído. Olió la grasa de los salames, pero se confundió con los aromas a lavanda, jazmines, madera e incienso. Algo no cerraba. Se acercó y antes de tocar la tabla con la nariz, advirtió lo peor. Miró debajo del mostrador y no tuvo dudas. Corrió de Maggi para llamar a la policía y se ofuscó aún más pensando que hacía tres años que sin éxito reclamaba una línea de teléfono.

El agente llegó unos interminables cuarenta y tres minutos después. Apagó el ulular, pero dejó las luces de la sirena encendidas, tal vez para fanfarronear.

─¿No vio nada señora? –preguntó el agente, libretita en mano.

─¿Cómo voy a ver?, si los veía los sacaba a palazos.

─¿No será que anoche se olvidó de limpiar y usted cree que la robaron? ─la cuestionó, apuntando con el bolígrafo hacia las puertas y las ventanas ─aquí no hay nada roto.

Pero por favor ¿me cree tarada? ─contestó malhumorada─ si nadie entró, quien me robó la plata y el whisky y ¿cómo es que me dejaron este mensaje?

El agente le pidió el papelito y se le escapó una carcajada. Mi mamá también se tentó. Con exquisita caligrafía, decía: “Doña Tota, por favor la próxima vez tenga algo más rico en la heladera, a esta hora hace hambre”. En el lugar de la firma, se leía: “Muchas gracias por los fajos y las botellas”.

Ante la insistencia del policía de que podría haber sido algún conocido, mi mamá trató de recordar algunas fisonomías y gestos de días recientes. Cerró los ojos, olió profundo y trató de identificar a los clientes que usaban perfume y a los que pedían el vino con el extra de fetas de salame a la grasa. Le surgieron ocho clientes, pero no estaba segura qué fragancias usaban. Quiso anotarlos en la libretita roja del fiado, pero no la encontró.

Repasó la pérdida con el agente: “todo el sencillo incluidas las monedas y dos fajos, uno con billetes de cinco mil y el otro de diez mil” o el equivalente a “siete meses de alquiler”. Agregó: “y dos cajas de whisky caro, de las cuatro que seguí añejando debajo del mostrador”. Y se le prendió la lamparita: “no pudo ser una sola persona, son muy pesadas”.

–No será que también me robaron la libretita roja –se preguntó.

–Pero señora para qué alguien va a querer... –antes de terminar la frase, el agente la entendió con la mirada– tiene razón... para eliminar las deudas.

–Si no la encuentro me acordaré de cada uno y estoy segura que encontraré a los sinvergüenzas. ¡Ya va a ver!

No había dudas que mi mamá daría con los malandrines antes que la policía. Tenía una nariz entrenada para catar aromas de tanto oler vinos, una vista fotográfica para grabar gestos y una memoria privilegiada que le permitía saber hasta el día, hora y minuto en el que habían nacido sus seis hermanas y cinco hermanos. Se acordaba de todos los deudores y los montos de las deudas. Empezó a escribir una nueva libretita roja y hasta hizo los mismos garabatos que en la anterior. Dos horas después supo, orgullosa, que tenía el calco de la desaparecida.

En la primera página había anotado el nombre de sus ocho sospechosos, empezando por el más perfumado. En esas noches que no había podido pegar un ojo repasando olores, gestos y miradas dudosas, también le asaltaron las dudas sobre los dos policías que se llevaron a mi papá al calabozo y que hurguetearon sus secretos debajo del mostrador. Los agregó a la lista. Y pensando que podrían regresar, les dedicó una rima en primera página: “Estos no son números de la quiniela señor polizón, así que piérdase estas páginas por el centro del pantalón”.

Más allá de la denuncia al agente y de los descubrimientos repentinos, mi mamá no se podía sacar de la cabeza a mi papá a quien tenía como telón de fondo. ¿Cómo y qué le contaría? Le habían robado mucha plata. Pensó en mentirle, pero lo descartó porque ya debería saber todo desde que la noticia se regó como pólvora. Se lo imaginó enfurecido porque más de una vez le dijo que no fuera porfiada, que no dejara la plata debajo del mostrador y, peor aún,  porque la compra de la esquina seguiría esquiva.

Palpitaba a mil por horas y un tambor le percutía en las sienes. Se hicieron las 12:30 y el momento de enfrentar al monstruo. Mi papá entró al bar no como lo imaginaba, sino con semblante sereno. Sorprendida, igualmente le exageró unas muecas de víctima y en menos de un minuto le ametralló cada detalle de las cuatro horas de la mañana, incluidos todos los apellidos de las familias que se amucharon frente al bar.

Mi papá era explosivo, aunque también sorprendía con reacciones inesperadas. Insultaba a medio mundo durante los partidos en los que River perdía, pero terminado el juego y derrota en mano, se mostraba resignado con el destino: “así tenía que ser”. Ese mecanismo de defensa también afloró tras la metralleta de mi mamá. “No te hagas problemas, hay que agradecer que no estabas ahí porque tal vez no estarías para contarla”. Y agregó de lo más campante: “llamá al cerrajero y olvidate; la plata va y viene; lo que sí, a esos ladronzuelos de cuarta ojalá que les agarre una cagueta interminable”.

Mi mamá soltó una carcajada con ganas. Se descomprimió. Le estampó un beso ruidoso en frente de todo el mundo, le cuchicheó algo en el oído y le dijo coqueta: “ya te llevo el Gancia”.  

Conociendo a mi mamá, era obvio que el episodio del robo estaba lejos de terminar. Por tres días seguidos les contó todos los detalles a los clientes, pero su intención era captar gestos y sospechas. Disimuladamente les preguntó por marcas de perfumes favoritos y cuál les habían regalado para los cumpleaños. Varios clientes terminaron engrosando la lista de los diez sospechosos, incluidos los dos policías.

El sábado por la tarde, con nombres de perfumes memorizados, fue a la Farmacia Pasteur. Compró varios frasquitos de marca y también algunas esencias sueltas con fragancias florales, cítricas y amaderadas.

El domingo por la mañana antes de que cacarearan los gallos del vecindario, entró al bar, despanzurró un chorizo, untó de grasa la tabla, roció varios papelitos con diferentes fragancias y los blandió en el aire en turnos de cinco minutos. En tres horas olfateó treinta y seis combinaciones distintas.

Mi papá la encontró y se tentó. Parecía una bioquímica de laboratorio.

─Pero vieja que hacés, ¿estás loca? ¿qué estás haciendo?

─Dejame, dejame. Me falta un poco, ya lo tengo casi listo ─respondió, señalándole la primera página de la libretita donde ya había tachado y descartado a tres de los sospechosos.

─Dejate de joder, nos vamos a meter en líos; dejá que la policía haga su trabajo.

─¿La policía? Vos todavía confiás en la policía después de lo que te pasó, hasta yo sospecho que ellos fueron los que me robaron la libretita roja y andá a saber si no estuvieron el miércoles de madrugada comiéndome los salamines.

─¿Usaban perfume?

─Si, los dos... andá que ya voy a hacerte la comida.

Ese domingo por la tarde mi mamá no habló más del tema. Seguía maquinando. Aceptó ir a la matiné y también al familiar, aunque fueran las mismas películas. Creyó que así pasarían más rápido las horas.

El lunes por la madrugada entró casi corriendo al bar. Esperó al Manya con mates calentitos y medialunas. Apenas apareció, lo sorprendió con un pedido urgente.

─Manya tómese unos mates rapidito, que me tiene que hacer un gran mandado.

─Ordene doña Tota.

Próximo capítulo: ¿Por qué eligieron San Francisco?

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