jueves, 28 de enero de 2021

Una noche en el calabozo

Detrás del mostrador destacaba la imagen de unos cachorritos sonrientes con la frase “Despensa Nueva Pompeya de Livio Trotti”. Databa de 1957 de cuando mis padres inauguraron el local recién llegados del campo para labrarse un mejor futuro en la ciudad. Mi mamá conservó la imagen como reliquia y por cábala. La transformó en un almanaque eterno. Cada año le abrochaba los calendarios que regalaban en la YPF de los Cabalero y en la Casa Casco que, junto al Hotel Central y la zapatería de los viejitos Angelini, hacían esquina a una cuadra, sobre Iturraspe y San Juan.

Ese lunes el almanaque anunciaba 18 de febrero de 1963. Sobre el mesón de granito, la primera página de La Voz de San Justo informaba que Berlín repudiaba al comunismo, un general argentino viajaba a Estados Unidos y que Huracán le había ganado 5 a 2 a Sportivo Belgrano, el equipo profesional de la ciudad. Puertas adentro, la quiniela estaba por las nubes, quizás, por la inercia de principios de año y la ilusión de los apostadores de que “este año será mejor”.

El enojo de don Carnero con el Zorrino se había disipado; después de todo, admitía que era su mejor promotor. Varias veces intentó llevarlo como “embajador de la quiniela” a otros bares, pero el Zorrino siempre hizo gala de lealtad inquebrantable con “su doña Tota” y con el Nueva Pompeya. Tras aquella atragantada histórica solo hubo un cambio en la magnífica relación que mantenían. Cuando el Zorrino le hacía la señal del As de espadas, don Carnero miraba de reojo hacia la entrada para cerciorarse que no fuera otra trampa y darse tiempo para tirar a un rinconcito los rollitos que escondían los apostadores detrás del inodoro en el bañito del patio. “¡A esos ni tarado me los voy a tragar!”

Esa mañana sucedieron cosas extrañas en el bar, presagiando un mal destino.
Dibujo de mi hermano de la viejita
Flora y su nietita.


Estaba más fresco de lo habitual. Mi mamá se abrigó con una campera de lana y pensó: “qué verano más loco este”. El flamante audífono del viejo Córdoba dejó de funcionar. Mi mamá se dio cuenta cuando lo elogió con un “me alegro de que ya no esté tan sordo” a lo que él respondió: “sí estoy mucho más flaco que antes”. El gerente de Saint Águila entró a las 11 en punto rompiendo la racha de quinientos noventa y un días consecutivos de llegar a las 4:15 clavadas a tomarse una Coca Cola de un solo sorbo. La viejita Flora y su nietita, iguales como gemelas, en vez de saludar desde la entrada como siempre, entraron, se sentaron en una silla huérfana de mesa y quedaron mudas e inmóviles como estampita de santo. Don Carnero no apareció, tampoco el jorobado vendedor de ajo, por lo que nadie apostó al 57, número mufa para el resto de la semana. Y sobre la vereda de la Perú, un gato negro de mala muerte enfureció a los caballos. Dos rompieron rienda y se fugaron.

Raro que mi mamá no se percatara de todas esas señales, ya que tenía la intuición a flor de piel y era bastante supersticiosa. Contaba que una noche de luna romántica que salieron con mi papá a dar vueltas en sulky por los caseríos de Eustolia, terminaron con el corazón en la mano desde que la luz mala los persiguió todo el camino al otro lado del alambrado. Con algo de picardía y vergüenza, también contaba que tuvo que rezarle dos días seguidos a Ceferino Namuncurá para sacarse de arriba el mal de ojo que le había echado una ex novia de mi papá.

Recién se percató de las cosas extrañas cuando don Adalesio le contó que el Relámpago no había pegado un ojo en toda la noche y que durante la madrugada puso nervioso a los demás matungos del potrero. “Cuando los potros penan almas, algo malo va a pasar” vaticinó. De golpe, mi mamá sintió un cosquilleo detrás de las rodillas y se le dio vuelta la sangre como si hubiese aparecido de nuevo la luz mala. Todas las imágenes de esa mañana se agolparon frente a sus ojos.

No tuvo dudas que algo malo iba a pasar. Repasó mentalmente el lugar donde estaban sus afectos. Se acordó de su mamá, la nona Antonia, postrada en su casa de Plaza Clucellas y temió lo peor. Pensó que Gerardo estaba jugando con el Aquilito en el galpón de los Macchieraldo en medio de los camiones y que su hermano más chico, el tío Tito, estaba con el Ringling Brothers de los Eguino en algún paraje de Bolivia. Elevó por lo bajo un par de alabanzas a la Virgen. Me aferró contra su pollera y pensó que le pediría a mi papá que no viaje a la cremería de don Bry en Castelar hasta que no arreglen los caminos, devastados por la inundación.
Retrato que hizo mi hermano
de doña Tota, mi mamá, 


Ante tantos relámpagos de mal agüero, se aprestó a escuchar el trueno.

No fue un trueno sino un estornudo del Zorrino. Lo suficientemente seco y rápido para llamar su atención, al que le siguió la temible señal del As de espadas. Ella miró hacia la puerta y pudo ver dos siluetas negras a contraluz que se le acercaron. Eran dos tipos fornidos con saco negro y holgado. “Venimos de la comisaría”, le dijeron a dúo. Le mostraron unas credenciales y un papel blanco con letras chicas y firma grande. Ni leyó ni entendió, pero intuyó lo peor. Las piernas se le doblaron y disimuló aferrándose al mesón de granito.

El más alto y serio dijo con voz firme: “necesitamos revisar el establecimiento. La denunciaron que aquí se levanta quiniela”. Atontada y temblorosa como una hoja con arritmia, balbuceó, pero no le brotó ninguna palabra. Siguió con la vista al otro tipo que se puso a husmear debajo del mostrador con una linterna. Temió que metiera la mano en el cajón del sencillo o que ojeara su libreta roja. Vio que tomó el picahielos y se entretuvo hurgueteando entre corchos y tapitas en la lata vacía de dulce de batata. De pronto, levantó el picahielos con varios rollitos de papel enroscados. Parecían o eran los de don Carnero.

Sin mediar palabra, el tipo al lado de mi mamá la condenó: “Señora, nos va a tener que acompañar”. En el salón se escuchó un silencio profundo. Mi mamá, petrificada, solo pudo pronunciar unas palabras como ventrílocua que empujó con un movimiento de ojos. Los agentes no la entendieron, pero el Manya y yo supimos leer sus ojos. Él debía cruzar de Maggi para llamar por teléfono a mi papá y yo correr hacia su oficina en caso de que nadie atendiera la llamada. Salí disparado, volé tres cuadras y crucé las bocacalles sin mirar para los costados como me había enseñado la Dorita.

De regreso, mi papá me sacó una cuadra de ventaja. Menos nervioso que mi mamá, trató de disipar la tensión:

Esto debe ser una equivocación, aquí nunca se jugó a la quiniela –mintió a los agentes en defensa de mi mamá.

─¿Así que nunca se juega acá, verdad? ─le inquirió sarcástico el policía, mientras le mostró los papelitos todavía enganchados como pulpo al picahielos.

─¡Nunca! ─exclamó mi mamá que saltó a la conversación con palabra recobrada gracias a la presencia de mi papá ─acá se juega a la polla, ¡nada más! esos papelitos no son míos.

─¿Seguro? –dudó el otro policía ─y entonces ¿a qué viene Carnero todos los días? ¿o es que es su señora la que levanta? ─añadió, mirando a mi papá como si mi mamá no existiera.

─Vamos, vamos, no será que ustedes plantaron esos papeles ahí ─los desafió mi papá ─¿qué casualidad que vinieron justo el día que a Carnero se lo tragó la tierra?

Los tipos no se inmutaron ante la acusación indirecta de mi papá. Dieron por terminado el pleito. Lo tomaron uno de cada brazo y enfilaron hacia la puerta.

─Entonces usted nos tiene que acompañar.
Retrato de mi papá que Gerardo le 
hizo en aquellos días. 

Pasos antes de llegar al umbral, escuché que mi papá maldijo resignado: ¡“corruptos de mi... !”. Los tipos le apretaron aún más los brazos, lo subieron a un auto azul oscuro y, al entrar, le bajaron la cabeza como en las películas.

Los clientes y varios vecinos que se apiñaron en el bar, apostadores en su mayoría, intentaron muchas hipótesis para calmar a mi mamá. La que más la convenció fue la de Galera: “no tengo dudas de que le plantaron los papelitos para que le prohíban la entrada a Carnero”. El Buey sugirió que tal vez Carnero no les quiso pagar más la mensualidad y “como todo policía tiene un precio” seguramente tomaron venganza. El Zorrino le dio el beneficio de la duda a Carnero, diciendo que por algún designio del destino tal vez se le habían resbalado los papelitos entre las hendijas del mostrador. El Manya, en cambio, reaccionó como se esperaba. Como defensor de mi mamá y paladín de la justicia, sentenció: “¡lo vuá matar cuando lo agarre”.

Mi mamá, ya sentada, con una íntima sensación de culpa, comenzó de a poquito a salir del trance. Todos la rodearon por una reacción, buena o mala, pero reacción al fin. Media hora después de pelear con sus pensamientos, y sin aferrarse a ninguna hipótesis, dijo algo que nadie vio venir: “No le echemos la culpa ni a la policía ni a Carnero, la culpa es toda mía”.

El Zorrino, el Galera y el Buey se miraron con alto nivel de resignación, sabían que lo peor estaba por llegar. Tenían fresco en la memoria aquel día de la gresca de Galera con otro jugador por una mala partida de truco, tras la cual mi mamá prohibió los juegos de naipes. Intuyeron que la quiniela tenía los días contados.

Para mí toda la secuencia fue una película. No me di cuenta de que algo malo había sucedido, hasta que al día siguiente por la mañana mi mamá me mandó a comprar unos cordones a la zapatería de Mario Angelini. Cuando estaba a punto de cruzar la calle de la YPF, me paró en seco la vieja Puzzi. Me preguntó con respuesta incluida: “¿Es cierto lo que dice el diario que tu papá está preso? ¡No lo puedo creer!”. No me salió palabra alguna. Me olvidé de los cordones, pegué la vuelta y salí disparado mirando fijo hacia el piso para que nadie más me preguntara nada. 

Atravesé el salón como un rayo, volé por el patio y me refugié en la cocina muerto de vergüenza. Mi mamá me fue a buscar y no me animé a contarle lo de la vieja Puzzi ni a preguntarle si era cierto lo del diario. Me llevó al bar y me ordenó sentarme entre el respaldar de la silla y su espalda: "!No tengas miedo Nenucho!".

Así como el sentimiento de culpa de mi mamá había sorprendido a medio mundo, también sorprendió la reacción de mi papá. 

Después de ser liberado antes del mediodía y de llegar en auto con el Johnny Bry, hijo de don Bry, enfiló lo más campante hacia su silla ante el ventanal. Su audiencia era tan grande como la del cine Mayo. “Imaginate, no podía permitir que se la llevaran a la Tota”. Con esa frase heroica abrió todas sus presentaciones por varios días como película repetida.

La noche en el calabozo le sirvió para saber que muchos se preocuparon por él y se sintió querido. Con orgullo relataba que despreció el catre de la celda y durmió sobre un colchón que le llevó el Johnny, que cenó de una vianda que le acercó el flaco Bosio, que a la tardecita lo visitó don Bry y que jugó a las cartas hasta la madrugada con unos malandras de la celda vecina que alguna vez supieron frecuentar el bar.

Pese al percance, nadie creyó que la quiniela fuera un delito. Consideraban exagerado que un apostador o un levantador pudiera terminar en la cárcel al lado de un asesino, un estafador o un ratero. A medida que mi papá seguía con sus relatos épicos, le fueron asaltando dudas y convicciones. Por un lado, estaba seguro de que los papelitos habían sido plantados y, por el otro, dudaba sobre si Carnero sabía o no de la redada. Sin embargo, más allá de sus cavilaciones, mientras más relataba los hechos y sus titubeos, le fue ganando una certeza. En el calabozo, el comisario le enseñó que la quiniela ilegal no era un juego, sino motor de otros crímenes y que los levantadores eran unos simples peones que trabajaban para jefes peligrosos.

Pensó que no quería verse reflejado en el “vivimos revolcaos en un merengue y en el mismo lodo todos manoseaos”, como rezaba el verso de su tango preferido. Así que al mediodía del cuarto día después de la noche que pasó en el calabozo, recordando las enseñanzas del comisario, y en acuerdo con mi mamá, anunció su conclusión: “la quiniela clandestina queda oficialmente prohibida en el Nueva Pompeya”.

La medida generó protestas airadas y hasta algunos clientes boicotearon a mi mamá en señal de descontento. El que por fin apareció fue don Carnero al lunes siguiente. Llegó con la cola entre las patas, aunque algo aliviado porque alguien le sopló que mi mamá ya no lo culpaba y que había dado vuelta la página. Lo atendió como si nunca hubiera pasado nada. Lo trató de don, le sirvió su ajenjo y le preguntó por su familia y el fin de semana. Don Carnero, sabio en leer gentes, supo igualmente que su suerte estaba echada: podía entrar al bar como cliente normal, pero jamás a levantar quiniela.

Para evitar que otros levantadores tomaran su posta, mi mamá sancionó su propia ley seca por la que proclamó que no serviría una gota a quien levantara o siquiera se dignara a jugar un solo numerito. Le pidió al Zorrino deshacerse de su catálogo “Los números soñados de la quiniela” y se prometió a sí misma no hablar más sobre el tema ni promocionar números de la suerte debajo de sus recetas de cocina. Así que la quiniela clandestina se volvió más clandestina que nunca.

Bueno, en realidad, fue mucha cháchara puertas adentro, porque mi mamá seguía soñando con parientes muertos que hablaban, cumpliendo años y todavía soñaba con hacerle una oferta irresistible a los Pons por la esquina. Así que continuó apostando al 48 y al 828 toda vez que podía. La diferencia es que mandaba al Manya en secreto a otros bares para seguir jugando con sus números favoritos. “Manya, ¡cuidado que no se entere el Livio!”

Muchos años después cuando la quiniela se legalizó, el “Nueva Pompeya” se transformó en agencia oficial. Si bien las apuestas y las ganancias se triplicaron, jugar a la quiniela perdió su mística, perdió toda su gracia y encanto.

Próximo capítulo: Ladrones y ladronzuelos.

 
 

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