jueves, 7 de enero de 2021

Don Adalesio, el Relámpago y la Blanquita

Don Adalesio, el Relámpago y la Blanquita

Mi mamá también tenía una mesa designada en el bar. Era más alta y larga que las demás, de patas fornidas y con barniz de vino tinto avinagrado. Estaba estratégicamente ubicada. Desde allí tenía una visión de 180 grados que le daba tranquilidad y dominio sobre los tres espacios que formaban la esquina, su imperio: el salón del bar, el patio y la casa de dos dormitorios.

Su silla estaba pegada a la pared, al lado de la puerta de salida al patio, en la que se sentía como capitán de barco en su puente de mando. Podía vigilar la entrada, pispear que los clientes no enfilaran hacia la casa cuando iban al bañito del patio, escuchar cuando la pava soplaba en la cocina u oler si la comida se pasaba sobre la hornalla. También podía cerrar la puerta cuando alguien no advertía que era invierno o abrirla de par en par en días de lluvia para inhalar el perfume del limonero que la trasportaba al vivero de su papá en la infancia o respirar aliviada el “olor a limpio” que despedía la creolina sobre los trazos que la noche anterior habían dejado cascarudos, uriburus y catangas.

Su silla estaba a tres pasos del pasillo detrás de los mostradores, con control absoluto sobre el cajón de la plata y la libreta roja de los deudores. Tenía acceso directo a la heladera que era más grande que un edificio de tres pisos, a la estantería con las bebidas más añejas y protegidas, y a la balanza y la cortadora de fiambre Bianchi, herencias que la despensa le había dejado al bar.

La mesa estaba prohibida para la clientela. Era el altar para sus rituales diarios, donde cebaba mates a los parientes del campo, agasajaba a sus amigas, ayudaba a Gerardo con las tareas de la escuela o me enseñaba movimientos y estrategias del ajedrez. Ahí también cosía, zurcía, tejía, escribía los pedidos para los proveedores, revisaba facturas, apuntaba deudas y a deudores o rezaba bajito sus plegarias a la Virgen de Pompeya.

Su rito más sublime lo celebraba poco después de abrir el bar. Achinaba los ojos y estiraba el cuello como telescopio de submarino hasta toparse con la esquina de enfrente y husmear adentro de la Feria Gilli. Ansiosa por clientes, pronosticaba la cantidad de baqueanos que se cruzarían al bar para la primera caña de la mañana.  Casi siempre acertaba, así que el Manya Luna perdía la apuesta y su ilusión por un vaso de Viejo Viñedo abocado para empezar bien la jornada.

En la Feria Gilli se comerciaba el ganado en pie de toda la zona que en épocas pasadas había sido el imán para los gringos, los italianos que se asentaban en la pampa húmeda, ávidos por tierras fecundas para el trigo y pródigas en pastoreo para las vacas. Juntos, la feria y el bar habían creado un nuevo universo con una energía electrizante que envidiaban las demás esquinas de la ciudad.

Con sus atuendos típicos y accesorios campestres, los chacareros, gauchos y peones de campo cruzaban al bar a eso de las 10 de la mañana, cuando ya estaban en retirada los autodenominados “madrugadores”, un grupo de jubilados que se apersonaba por chismes, consejos y ginebras minutos después que brotara el sol.

Don Adalesio era el gaucho más popular de todos los que frecuentaban el bar y quien portaba con más elegancia sus prendas. Vestía de camisa blanca rara vez desplanchada, bombacha plisada de negro sepulcral que caía prolija sobre unas botas cortas color café con leche, tipo acordeón, algo raspadas en las puntas y los pliegues. Portaba un sombrero de felpa azabache de alas anchas y tirado hacia atrás despejando lo que autoproclamaba “frente alta y honesta”. Cuando traspasaba el umbral del bar, al primer saltito se escuchaba un ritmo de campanillas navideñas que brotaba de las espuelas y las monedas de cinco y diez centavos del cinturón de cuero tostado que le ajustaba unos 20 centímetros de cintura prominente. Una fusta de cuero crudo con mango de alpaca colgaba con vaivén de péndulo de su mano. Estaba impecable, lo que implicaba que jamás la había usado contra el Relámpago, a quien había amansado de potrillo y que aseguraba que “es más fiel que mi esposa” entre carcajeos jactanciosos.

Tanto Adalesio como los demás paisanos utilizaban de palenque los troncos de los dos aligustres sobre la vereda por la Perú, menos transitada que la Iturraspe, donde los caballos podían estar más tranquilos y al reparo. En ese palenque fortuito de copa exuberante como carpa de circo, los matungos compartían espacio con otros de oficio comercial, el del lechero don Juan, el de Miguel, el joven panadero y la jardinera de la chatarra de don Ricardo.

Don Juan tenía un carromato cuadrado del que tiraba Blanquita, una yegua regordeta, vivaracha y blanca como la leche que siempre pedía rienda. Blanquita tenía una memoria prodigiosa que le permitía detenerse justo frente a cada umbral donde don Juan depositaba las botellas panzonas con sus tapitas de aluminio colorado. “Si no se detiene es porque la doña se fue de viaje”, decía orgulloso exaltando las virtudes de Blanquita.

Miguel tenía un carro verde de solo dos ruedas, con una carcasa de chapa en media esfera que se debatía en equilibrio, tirado por un matungo gris claro, de paso lento y pensativo, que se lo habían regalado sin que nadie supiera el nombre, de ahí que lo bautizara el Anónimo. Los viernes, cuando las ventas se disparaban previendo el fin de semana, Miguel prefería detenerse frente a la vereda de la distribuidora de chocolates Águila Saint. Sin bajar de su carro, vendía pan y facturas a las vecinas de la esquina y a mi mamá le reservaba medio kilo de grisines para que “no extrañe” a los de la panadería Morello. Luego, con la llegada de la panadería de los Vietti al barrio, Miguel y el anónimo tuvieron que buscar mejores pastoreos en otras vecindades.

Distintas a las ruedas de otras carretas y sulkys que se arremolinaban en la esquina atraídas por la feria y el bar, las ruedas del carromato de don Juan no eran de madera rematada en acero sino de caucho grueso que alguna vez fueron de una camioneta Chevrolet. Menos estruendosas, solo se advertía su llegada por el traqueteo de las herraduras de Blanquita sobre los adoquines acomodados en media luna y por el tilín-tilín de una campanita arrumbada que alguna vez lució una ternera sacrificada.

Cuando Blanquita, el Anónimo, caballos y yeguas, así como sus perros de compañía, coincidían en la esquina, relojeaban entres suspiros al Relámpago. Le envidiaban sus ojos grandes y vivaces adornados por unas pestañas en abanico; su crin lacia, peinada y sin abrojos; su traje nevado con manchitas marrón claritas más pobladas de las rodillas para abajo y, sobre todo, su postura fanfarrona con un casco trasero siempre en puntita de pie. Es que el Relámpago tenía un aire de algo más, algo misterioso que nadie podía descifrar, por eso las yeguas lo seguían locas con admiración platónica y los potrillos intentaban imitarle su templanza y arrogancia.

Los colegas de don Adalesio afirmaban que el Relámpago era el único caballo que miraba hacia arriba para contemplar las estrellas y el vuelo de los teros. Decían que relinchaba como canario, por eso lo apodaban “el Gardel de los caballos”, y que se le había pegado el espíritu poético de don Adalesio, enamorando a decenas de potras chúcaras por todo Luxardo y Quebracho Herrado, dos pueblos vecinos que buscaban salir de su letargo.

Así como el Relámpago entrado en años, don Adalesio desnudaba un paso más cansino, pero todavía mantenía intacta su picardía, a la que ponía a prueba todos los días en el bar recitándole versos a mi mamá “pa’ poder enamorarla y robársela al trajín de la ciudad”.

Un día cruzó la calle con los bolsillos llenos y las ideas frescas, se paró frente al mostrador, miró fijo a mi mamá y enfrente de todos, sin mediar palabras ni saludo alguno, escupió la estrofa culpable de su insomnio la noche anterior.

“¡Ay doña Tota!, niña de la mañana soleada

Mi dulce despertar tras la amarga mateada

Llena de bríos como las alfalfas de la aurora

Como la zamba, alborozada a cualquier hora”.

Con un “adentro” repentino terminó su estrofa percutiendo con sus dedos sobre el mostrador de madera, mientras tanto, mi mamá, embelesada y algo avergonzada, le devolvió el gesto tomándose la pollera y arqueando sus rodillas como china complacida.

─A ver, a ver, ¿por qué no le hace unos versos a mi media naranja? – le pidió de inmediato mi mamá tratando de restar importancia a la insinuación enamoradiza que algunos pudieran interpretar que hubiera sido seria.

─Es que al Livio no se le puede dedicar nada, él no es como usted doña. Usted es como la zamba, alegre, simple y despreocupada. El Livio es como el tango, triste, compadrito y complicado – le expresó don Adalesio con voz gardeliana y sonrisa de una comisura sola, mientras se pasaba la palma de la mano por el parietal derecho, mímica perfecta del ademán más particular de mi papá.

─ ¿Y los chicos que son? – le preguntó mi mamá, queriendo escuchar la misma respuesta, esa que siempre le abrillantaba los ojos.

─Son como la chacarera, revoltosos y juguetones ─ le dijo don Adalesio retomando su pose gauchesca y haciendo una mueca tierna burlándose de las lágrimas que ya estaban cuesta abajo por los cachetes de mi mamá.

─Esta es para el estribo – le retribuyó con admiración mi mamá, sirviéndole una caña larga, seca y rasposa – y esta no es para usted sino para el Relámpago – le sentenció, alcanzándole la manzana más roja y lustrosa que sacó de la frutera sobre el mostrador.

Próximo capítulo: El Zorrino, la quiniela y la polla

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