jueves, 31 de diciembre de 2020

Mi papá y la "esquina arrabalera y esquiva"

El bar era inmenso como el océano. Albergaba una docena de mesas cuadradas con sillas de respaldares curvos, despejadas hacia el centro para que los clientes pudieran circular cómodos o arremolinarse frente a los dos mostradores. En los límites del salón había tres ventanas de cedro rojizo. Dos de ellas servían de tragaluces, eran rectángulos parados con postigos y seis vidrios cuadriculados con vista hacia dos mundos opuestos, el vertiginoso de la Iturraspe y el sereno de la Perú. La otra era el triple de grande, un cuadrado soberbio de vidrio fijo, que capturaba todos los rayos de sol sobre la Iturraspe contrarrestando el frío que se filtraba por la puerta principal.

Ante ese ventanal estaba la mesa de mi papá, siempre reservada, luminosa y preferencial. Se poblaba pocos minutos después que la sirena de la fábrica Tampieri marcaba el fin de la media jornada. Mi papá llegaba de la oficina de don Axel Bry, un inmigrante danés convertido en un rico dueño de cremerías cuyo acento lo delataba extranjero. Don Bry se acercaba los martes por una grappa y los viernes por un Cynar con naranja para “empezar contento el fin de semana”. El Elso Godino se sentaba de espalda a la entrada en la misma silla, defendía a su Boca Juniors a rabiar, bebía dos Gancia y fumaba tres Pall Mall, medida exacta y equilibrada antes del almuerzo. Era uno de los contadores de la casa de ramos generales más grande de la ciudad que llevaba su apellido, aunque era propiedad de otra rama de la familia, de Atilio, mucho más adinerada.

Estudio de retratos de mi
Gerardo sobre el flaco
Bosio y don Bry
El Elso, don Bry y mi papá fueron los fundadores del grupo. Luego aceptaron a Raúl Daguero, distribuidor de gaseosas y cervezas, por destacarse como el mejor asador de las “comilonas de amigos” que armaban todos los jueves por la noche en el patio y por haberle regalado a mi mamá el fastuoso cartel de entrada que daba el “Bienvenidos al bar Nueva Pompeya”. También bendijeron al flaco Bosio, el personaje más divertido y estruendoso, que se había ganado un espacio por las anécdotas campestres que traía de su trabajo en la Feria Gilli Hermanos. Su jefe, el dueño de la ganadera, don Titi Gilli, entró de su mano al grupo. Siempre vestía con una manta té con leche con garabatos gauchescos que se fueron tiñendo con gotas de Cubana Sello Verde durante varios inviernos.

Los hermanos Ronconi, Elvio y Ricardo, se habían sumado al grupo desde que se enteraron que mi mamá servía los Gancia muy generosos con platitos desbordantes de lupines y mondongo con perejil y, en invierno, servía el coñac Tres Plumas con un toque de ralladura de cáscara de naranja seca. Los Ronconi eran los dueños de un aserradero y corralón a media cuadra por la Iturraspe que todavía manejaba su papá con mano firme. Don Ronconi había llegado desde un pueblito en Lombardía, desentonando un poco con el origen piamontés de la mayoría.

Más allá de algún amigo o pariente ocasional que se sentaba con la aprobación y permisos correspondientes del grupo, la mesa no estaba completa hasta la llegada de don Aquiles Macchieraldo. Pedía un Pineral con soda con su fuerte acento de inmigrante y, con un toscano grueso y eterno entre sus labios, contaba anécdotas de sus comienzos cuando llegó de Italia de la mano de su hermano mayor, don Anselmo. Vivían en casas casi contiguas por la Iturraspe, pero don Anselmo rara vez se cruzaba al bar, solamente levantaba la mano cuando abría la puerta de su casa, justo al frente del ventanal. Los Macchieraldo eran los hermanos más ricos de la ciudad y entre sus propiedades se destacaban los cines Mayo y el Gran Rex, en competencia con el Colón y El Universal, propiedad de la familia del Arturito Fornero que vivía justo en frente de los Macchieraldo y lindantes a nuestra esquina. Con los propietarios de cuatro cines a tan pocas baldosas y adoquines de distancia, mi papá fantaseaba con que “algún día van a sacar rajando a John Wayne y me van a contratar como el nuevo muchachito”.

Mi papá era de Gancia obligado en verano y caña Legui en días fríos sin sol. Una vez me insistió que probara la copita para que “nunca se te ocurra andar tomando por ahí”. La lección fue efectiva. Apenas olí la caña almibarada, la acidez me pegó en la nariz, la saliva se me disparó agria y las lágrimas dispararon una tos interminable que despertó las risotadas de la mesa. Todos nos hicimos los tontos cuando nos dimos cuenta de que mi mamá nos miraba desafiante y en puntitas de pie desde atrás del mostrador.

Las pasiones de mi papá eran el cine, el fútbol y el tango. Sus ídolos eran James Dean en “Rebelde sin causa”, que vio al menos nueve veces en la matiné dominguera del Mayo; Alfredo Di Stéfano y River Plate por quienes ofrendaba su vida; y Carlos Gardel de quien tenía todos sus discos y tarareaba día de por medio. Para la música tenía oído privilegiado que le había servido para aprender a tocar la armónica desde la cuna. Los viernes, cuando ya se olía el fin de semana como el aroma a tierra mojada que regalaban las tormentas del sur, el flaco Bosio le pedía que acompañara sus anécdotas con “un toque”. A mi papá no había que insistirle. Sacaba del estuche su gastadísima Super Chromonica M. Hohner, soplaba dos veces para encontrar el ritmo, ladeaba la cabeza y empezaba con una aspiración lenta y profunda. Mientras subía de tono para acompañar al flaco, respiraba a saltitos absorbiendo todo el aire que podía. A los pocos minutos terminaba jadeando a mil por hora y desinflándose “por culpa de estos Jockey Club”, frase a la que había convertido en el infaltable estribillo de su repertorio.

─Doooñaaaa Tooootaaaaa otra vuelta por favor ─ alargaba y alzaba la voz el Elso Godino, hasta captar la atención de mi mamá sirviendo en otras mesas ─un Gancia para mí, un Cinzano para Titi y dos Legui.

─Enseguida, pero es la última vuelta ─ decía mi mamá espueleando a todos hacia el almuerzo con el fin de cerrar el bar que moría a la hora de la siesta, como todo en la ciudad.

Tras un par de rondas, don Aquiles pagaba la primera vuelta al contado y el Elso o el flaco Bosio pedían que le anotaran la segunda, haciendo caso omiso al cartelito de “Hoy no se fía, mañana sí”. En realidad, el cartelito estaba de balde, a juzgar por la libretita roja forrada con papel araña plastificado y tan gorda como un libro de cocina, en la que mi mamá anotaba deudas y deudores. “Los que están en rojo son los que le deben al diablo”, decía risueña, sabiendo que a más de uno le hubiera gustado borrar su pasado endemoniado. Las páginas de la izquierda estaban reservadas para los clientes que habían saldado la deuda o que se hubieran marchado sin pagar por culpa de unas copas de más. La página de la derecha tenía hileras horizontales con los nombres de los deudores y seis columnas para los días de la semana, a excepción de los domingos cuando el bar permanecía cerrado. Adosada al final, una separata contenía los nombres de los morosos históricos a los que mi mamá ni siquiera les permitía pasar por la vereda, hasta que saldaran la última gota.

También a la mesa, pero en el piso, se despatarraban la Yiya y el Kaiser. Eran la pareja de boxers de don Aquiles que lo seguían como su sombra. Tenían las orejas paradas y puntiagudas que, al igual que el pompón de la cola, las había podado algún veterinario despiadado. La Yiya, color té con leche de pecho nevado y el Káiser, con piel atigrada y botitas blancas, permanecían atornillados al piso con el hocico achatado y mirando alertas cada movimiento de don Aquiles. Solo por dos cosas se movían: cuando su amo se reacomodaba en la silla o los lunes cuando las cargadas por las derrotas de Boca o River subían de tono y la mesa se desbandaba abruptamente con una ronda de menos.

Mi papá tenía buen sentido del humor, menos para las derrotas domingueras. Era espontáneo y explosivo, y a diferencia de mi mamá, primero vociferaba y horas después, más calmado, se deshacía en mil perdones. Cuidaba muy bien del cabello, pero en pocos años pasó de la Glostora al spray y a cargar la cruz de una coronilla cada día más prominente. Decía que de joven le apodaban el cordero por lo espeso de su cabellera y que había sido flaco, pintón y observador. “Ma que pintón y observador ni que ocho cuartos, compadrito y mirón”, lo deschavaba risueña mi mamá.

Cuidaba mucho de sus manos y a las uñas las mantenía impecables y limadas. En el anular izquierdo lucía el anillo de casamiento, en el derecho un anillo de oro con iniciales que luego, como a su música, heredó Gerardo y en la muñeca fanfarroneaba con un Lanco de fondo negro con números dorados. Tenía un tic que desnudaba los días que estaba ansioso. Posaba sus dedos de la mano derecha sobre la mesa, los encogía y los golpeaba en ritmo sincrónico desde el meñique hacia el índice imitado el traqueteo de un caballo al trote.

Un lunes no fue por el 2 a 0 contra River que sus dedos se dispararon a todo galope. El causante fue don Aquiles cuando lo atontó con una frase que le dio vuelta la sangre. “Livio, la verdad que esta esquina vale oro”. La frase parecía halagadora e inofensiva, a no ser que, palabra por palabra, ya se la había escuchado a don Titi tiempo atrás. Se esmeró en disimular, pero no pudo. Quedó mudo y sintió que la cara le hervía. Apretó los dientes hasta casi mordérselos, clavó los ojos en la nada y pensó atormentado que el sueño de la esquina propia se le escapaba. De golpe y porrazo, la frase le había disparado la misma angustia que aquel imborrable y maldito clasificado en La Voz de San Justo.

Mi mamá volvió a derretir azúcar, pero no funcionó. Mi papá no durmió por varios días. Pese a la insistencia de mi mamá, no se animó a preguntarle de frente a don Aquiles si él era el potencial comprador, porque temió que podría alejar la posibilidad de irse a trabajar a su oficina ya que las cremerías de don Bry venían en picada.

Mi papá pagaba puntualmente el alquiler, pero debido a esa frase decidió llevar el sobre a los Pons diez días antes de que venciera el mes.

─No se olvide que estoy ahorrando para comprar la esquina ¿no? ─lo sorprendió al viejo Pons, con la esperanza de que le dijera que la esquina no estaba en venta.

─Livio, ustedes son muy buenos inquilinos y les daré la primera opción. ¡Quédese tranquilo! Pero entienda que la esquina vale oro y siempre tuve muchas ofertas.

Mi papá quedó de nuevo desencajado. Por más que Pons intentó darle tranquilidad, había repetido con exactitud las palabras de don Aquiles y don Titi lo que acrecentó sus temores. “Carajo, estoy seguro de que publicará otro clasificado”, le dijo a mi mamá en la cena. Se miraron fijo por un rato y comenzaron a calcular los ahorros de entonces y los del futuro.

Más resignado, mi papá miró fijo, se metió en sus pensamientos y comenzó a imaginar unos versos con sus dotes de tanguero, creyendo que así podría acercar a la esquina. Arrancó y abolló malhumorado las primeras diez hojas del cuaderno porque empezaba con versos de tangos conocidos y errores a mansalva. Hasta que, entrada la noche en madrugada, creyó haber escrito un par de estrofas que le hacían sentido. Las tarareó bajito acompañándose con el sonido simulado de su armónica y el golpeteo del lápiz sobre el espiral del cuaderno.

“Esquina arrabalera y esquiva

¿Por qué sos tan difícil mi querida?

Te ruego ¡no me abandones!

Ahora que me siento a la deriva

 

¿Será que como pebeta estás celosa?

Comprende que la Tota es mi esposa

Y vos el deseo de mil noches

Dejame atraparte mi soñada mariposa”

─Viejo, te quedó fantástico, dale seguilo – le dijo mi mamá con los ojos vidriosos y algo celosa de la esquina.

Mi papá hinchó el pecho y sonrió con la comisura de los labios para abajo. Dobló la hoja en cuatro y la guardó en su billetera de cuero gastado. Le chantó un beso seco y estruendoso a mi mamá. Y sintió que la esquina todavía estaba ahí. Cerquita.  

Próxima entrega: Parte 1: La Blanquita, don Adalesio y el Relámpago

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