jueves, 10 de diciembre de 2020

"Bienvenidos al Bar Nueva Pompeya"

Elevado y perpendicular a la ochava en la que se entrelazaban la Iturraspe y la Perú, un enorme cartel de naranja Crush, desteñido por el sol y chorreado por varias lluvias, recibía a los visitantes: “Bienvenidos al Bar Nueva Pompeya”.

Tras el umbral de mármol veteado y partido, una puerta de dos alas de madera grisácea, algo gastada y desencajada permitía acceder a un mundo mágico en el que convivían y competían personajes, objetos y colores: el bar de doña Tota, el bar de mi mamá.

El bar era el espacio más dominante del lote de esquina. Incluía la casa de familia y un patio soleado e irregular, donde crecía un limonero flaco, medio cansado y enclenque, y una parra frondosa de uvas blancas.

La puerta permanecía abierta a cualquier hora, y la pesada llave negra de hierro algo herrumbrada, que seguro había pertenecido a algún cofre de barco pirata, era sólo un adorno en la cerradura. En la parte superior del ala derecha, la que siempre estaba cerrada, un pequeño orificio oblicuo servía de mirilla hacia el exterior, obra y gracia de algún pícaro comensal que lo talló con un cortaplumas, una de aquellas noches de festejos casamenteros. Al lado, pegado a la pared, un cartelito rojo con forma de tapita de gaseosa y letras blancas que invitaba a “Tome Coca Cola”, me servía como referencia para guardar mi estabilidad mientras daba vueltas y vueltas como un trompo.

¡Nenucho! ¡Te vas a marear! ¡Te vas a caer…! –me sentenciaba mi mamá hasta el cansancio cada domingo por la tarde cuando repetíamos el ritual de baldear los pisos del bar.

Poco a poco se iban desintegrando debajo de mis pies los tonos de musgo y ribetes arabescos de los mosaicos calcáreos, sobre los que yo giraba en calesita, descalzo y con los brazos extendidos buscando equilibrio.

─Un poquito más, un poquito más ─le rogaba, mientras con envión creciente giraba y giraba, hasta que las formas de las sillas, mesas y botellas de alrededor se fundían con el cartelito rojizo de Coca Cola y con un pequeño almanaque mostrando un 1962 en verde loro, en una estela de cometa colorada que rápido también se desvanecía.

Cuando yo comenzaba a destartalarme contra el piso mojado, ella iba lanzando gritos a saltitos. Empapado y tan grogui como un boxeador, todo, absolutamente todo, pasaba en sentido contrario.

─¡Nenucho! ¡Te dije que no sigas! ¡Cómo te lo tengo que decir!

─Estoy bien, no me hice nada –disimulaba, alejando mi cabeza de las puntiagudas y filosas mesas de madera castaña que escondían sus vetas debajo de múltiples capas de barniz.

─¡Qué guacho de mierda! ¡Algún día te vas a rajar la cabeza contra esas puntas!

Entre risas compinches y con una mano protegiéndome del borde más cercano, me levantaba con un suave tirón de brazo y me sostenía erguido por unos segundos hasta que dejaba de tambalearme y recobraba la compostura. Su gesto más adusto era indicativo de que “de ésta no me salvo”, y que como escarmiento me mandaría al patio a buscar los latones cargados de agua.

Suplicaba por perdones, pero ni modo. Con un convincente tirón de pelo de la sien y un empujoncito en la espalda, mi mamá me “invitaba” a salir al patio.

─Vamos, vamos Nenucho. Apurate que se hace tarde…  mirá que te vas a ligar un chirlo.

Yo tenía el pelo lacio y castaño con forma de flequillo desparejo, escalonado de derecha a izquierda. Un remolino, bravío como un tornado, me dominaba la nuca y desde ahí hacia abajo tenía la cabeza bien rapada como soldado raso, invitando a pasar la mano para sentir un cosquilleo de cepillo. El corte era obra y gracia de Baudaña, el peluquero a la vuelta de casa por la San Juan, que no demoraba más de dos segundos en cortarme al ras, para que “los piojos no tengan donde anidar”.

Lucía unas piernas regordetas con las rodillas mirando hacia adentro que con el tiempo se fueron enderezando gracias al trabajo meticuloso de Dora Besatto, mi nana, que por casi dos años me enrolló en una kilométrica faja de lino que me dejaba tan tieso como una momia.

Por mi apariencia de brazos largos y finos, despuntaba que sería tan larguirucho y desgarbado como el tío Lucho, el hermano de mi papá, que vivía en la casa familiar en Colonia Eustolia. “Ya va a ver cuando pegue el estirón”, pronosticaban algunos clientes en el bar, vaticinando que sería el más alto de la familia, sobrepasando incluso a Gerardo, mi único hermano, que me llevaba una cabeza y unos cuatro años de ventaja.

Próxima entrega: Parte 1: “La Tota y la oferta”

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