A partir de
hoy, el día de la Virgen y en homenaje a mi mamá que veneraba a la Virgen de Pompeya, empiezo a compartir los recuerdos de mi infancia. Mi universo se originó y construyó
en el “Nueva Pompeya”, el bar de doña Tota, mi mamá, enclavado en la esquina de
Iturraspe y Perú, en la ciudad de San Francisco, Córdoba, Argentina. Es una
historia real con muchas manchitas de ficción, licencia del relato para
universalizar personajes, anécdotas y deseos.
Introducción
En un santiamén, algunas sensaciones de hoy, como el olor del azúcar derritiéndose o la porosidad de una piedra pómez me transportan a mi infancia: una época mágica y feliz.
Mis primeros años transcurren a partir de 1958 en la intersección de las calles Iturraspe y Perú, en mi natal San Francisco, una ciudad del interior argentino que por aquella época tenía unas cincuenta mil almas.
Esa bocacalle - mi esquina, mi mundo – estaba dominada por el bar “Nueva Pompeya”, el bar de doña Tota, mi mamá. Era el epicentro de mis dominios que no se extendían más allá de dos o tres cuadras a la redonda.
En mis pensamientos los colores desbordan los contornos. Se chorrean en tonos de otoños y primaveras. Blancos amarillentos y pasteles apagados se fusionan con verdes traslúcidos y negros gastados.
Las formas son desproporcionadas e irregulares. No guardan perspectiva. Una silla puede tener mayor volumen que una casa o irradiar más sentimientos que un amigo.
Como en la magia de un sueño, los rostros de las personas son, pero no son, están y no están. No tienen años. Son formas borrosas, aunque reconozco a cada individuo por sus sobrenombres y por sus apellidos; por sus gestos y por sus atuendos. Mi prima es ella, pero porque distingo el brillo de su collar de perlas y sus bocanadas de humo desvaneciéndose en el patio gélido y soleado.
Hasta los que no tienen alma se tornan personajes. Como el Piojo, el Pinki y la Pancha; el Kaiser, la Yiya y el Lobo. También el pekinés bayo del viejo Fornero y su dóberman aterciopelado, con cabeza de vaivenes, posado sobre la luneta delantera del Peugeot 403.
Es un mundo atemporal y sin espacios. Infantil y despreocupado. Plácido y cálido. El tiempo borró cualquier cicatriz, si es que la hubo.
Antes de que los recuerdos se desvanezcan del todo, quiero retratar, con palabras e imágenes, aquellos sentimientos que me invadieron entre los cuatro y siete años, y que todavía titilan en mi memoria.
En el próximo post: Primera Parte: "El bar".
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