jueves, 24 de diciembre de 2020

Sonaron cuatro balazos


Espiar hacia la calle por el agujerito de la puerta del bar era uno de mis pasatiempos preferidos, en especial en esos pegajosos días de verano cuando me escapaba de la siesta. Me trepaba a una silla y en lugar de posar el ojo sobre la mirilla, acercaba una hoja de papel y veía las imágenes del exterior proyectadas como en una pantalla de cine, pero al revés. ¡Todo un mundo se desplegaba ante mí! Las imágenes se evaporaban si alejaba el papel, así que sosteniéndolo a no más de una palma del orificio y moviéndolo lentamente hacia los costados, veía proyectadas la esquina de la Feria de Gilli Hermanos, justo al frente, los toldos de la distribuidora de chocolate Saint Águila a la izquierda y, a la derecha, la casona de ladrillos rojos, medio derruidos y enmohecidos, donde Maggi arreglaba radios y tocadiscos a válvula.

Una interpretación del interior del bar que hice
hace años con el agujerito mágico de la puerta.
El bar de mi mamá, ubicado en Perú 99 e Iturraspe 1215, era el más imponente de las cuatro esquinas. El revoque exterior, interrumpido por ornamentos rectilíneos y clásicos, delataba la mano escultora de los artesanos italianos que recién llegados a la ciudad debieron dedicarse a la albañilería para sobrevivir.

Las paredes del interior del bar llegaban hasta el infinito. Estaban coloreadas con un verde pastoso en el zócalo y un celeste cielo en la parte superior, divididos por una línea finita color obispo que daba toda la vuelta. Sobre esas paredes flotaban algunas manchas de humedad que competían con marcas que, al igual que el agujerito de la puerta, pertenecían a noches de juergas, cuando el salón se transformaba en fiesta de alquiler.

Dos de las manchas tenían nombre y apellido. Eran el resultado de la fiesta de despedida de soltero de la Dora Bessatto, nuestra niñera, y Luisito Delgado. La Dorita, como la llamaba mi mamá, había llegado con 19 años a San Francisco desde Porteña, un pueblo vecino, alentada por su papá “para que te busques tu oportunidad de futuro”. Recaló en el bar después de que mi mamá se la “robó” a los Morello, una panadería a unas cuantas cuadras por la calle Independencia, adonde ya no pudo comprar los grisines más crocantes de la ciudad. Desde entonces, y por dos años largos cama adentro, la Dora tuvo la tarea principal de cuidarnos a Gerardo y a mí, aconsejarnos que no debíamos salir con el pelo mojado para evitar los resfríos o a cruzar la calle mirando hacia los costados.

─Dorita, ¿no me digas que no te gusta? ¡Es un buen partido! – le preguntó mi mamá sobre el Luisito con aire de mamá celestina. Mis padres estaban muy contentos con el Luisito un inquilino bueno, risueño y responsable que les había alquilado el salón contiguo al bar, sobre calle Iturraspe, donde instaló una verdulería. Era cómodo tener a solo pasos al mejor proveedor de frutas y verduras del barrio, y contar con ingresos adicionales con los que aumentaban las chances para comprar la esquina.

─¡Ay pero doña Tota! Cómo se va a creer usté que me va a gustar ese negro fiero.

─Yo no estaría tan segura. No podés pasarte todo el tiempo cuidando al Nenucho, debés tener tus propios nenuchines.

Gerardo con el codo sobre la mesa al lado
 del Hugo Quichi, detrás yo acurrucado en
mi mamá. Los novios al centro y Anita
González en el otro extremo. 
La obstinación de mi mamá tuvo sus frutos. La Dora aceptó el anillo del Luisito y mi mamá consintió ser la madrina de casamiento que se consumó en la parroquia Cristo Rey el 21 de octubre de 1961. El Luisito escogió a Raúl Luna como padrino y mi mamá bendijo la elección por tratarse del hijo del Manya Luna, su Sancho Panza personal, su fiel mandadero, custodio y confesor ocasional en el bar.

Aunque a la Dora la consideraba una hija más, mi mamá le impuso tres condiciones como madrina: que aceptara de regalo la fiesta de despedida de solteros en el bar; que la angelita de la boda para llevar los anillos tenía que ser Stella González, hija de su mejor amiga Anita que ya despuntaba como la mejor modista del vecindario; y que ella se encargaría de engalanar el salón de fiesta del Hotel Central, a una cuadra del bar, en la esquina de la San Juan e Iturraspe. Aunque había que reservar con tiempo el lugar porque solía estar ocupado todos los fines de semana del año, mi mamá confiaba que uno de los dueños del Hotel Central, que era de Plaza Clucellas y amigo del nono José, encontraría un hueco en el calendario y le haría un buen descuento.

Con fecha y lugar asegurados para la boda, el sábado anterior mis padres organizaron la despedida de solteros. Mi mamá se lució cocinando unos canelones rellenos con carne y verduras, sumergidos como submarinos en una espesa salsa blanca; pollo sobre un manto de sal gruesa adobado con miel, acompañado con batatas; y, de postre, además de la torta, un pionono desbordante de dulce de leche con nueces.

A media tarde, mientras sacaba el último pollo del horno, mi papá la agarró de atrás, le soltó un “che papusa” tanguero y la empezó a toquetear de arriba abajo. Me sentí avergonzado, bajé la vista, pero cuando me iba rajando de la cocina alcancé a ver que mi papá se refregó las manos y se le fue al humo con un rugido de león hambriento persiguiéndola alrededor de la mesa del comedor. Ella corrió como gacela alegre y se metió en el dormitorio. Desde el patio escuché un susurro complaciente que se hizo cada vez más lejano: “soltame viejo, soltame que me tengo...”

Los novios, Dora y Luis, Stella González
 con los anillos, y los padrinos, Luna y mi 
mamá con su sombrerito gran gatsby

El día de la boda, el 21 de octubre, la Dora, que ya había cumplido 22 años, lucía radiante con un vestido de raso fulgurante. El Luisito, nueve años mayor, estaba de impecable negro, con una sonrisa de oreja a oreja y cada dos por tres se le escapaba una carcajada solitaria, “de nerviosito nomás”, decía la Dora. Mi mamá, por primera vez desde su viaje de boda entre las cumbres de Mendoza, portaba un sombrerito tejido de algodón blanco y de alas redondas al estilo El gran Gatsby que le acentuaban el cuello terso y delgado. El vestido de seda verde con estampados pasteles, sin escote, y ajustado a las caderas, realzaba sus contornos y caía libre hasta debajo de las rodillas dejando a la intemperie unos músculos alongados que, creo, fueron los que habían motivado a mi papá esa tarde. Unos guantes de seda blanco, una menuda cartera de cuero negro a tono con los zapatos de taco de aguja tan altos como las torres de la catedral y unos labios rojos al estilo la Marilyn Monroe, la distinguían como a otra estrella del cine Mayo.

Sin embargo, mejor que la boda, fue la despedida de solteros el sábado anterior. Fue descomunal y dejó herencia. Varias historias quedaron grabadas para siempre en las paredes y el techo del bar. Unos huevazos que volaron a velocidad meteorítica y que Luisito esquivó con astucia, fueron los que dejaron un estampado amarillento con chorreados blanquecinos sobre el zócalo en el rincón. Aunque el sello más conmovedor de la noche fue responsabilidad de Hugo Quichi, el mejor amigo del Luisito, justo en el preciso momento en que Miguel Aceves Mejía entonaba “sonaron cuatro balazos” desde un tocadiscos que andaba a todo trapo y a saltitos, y que mi papá ponía en el bar los sábados por la noche, cuando la esquina se transformaba en salón de fiestas ocasionales.

Con una copa semivacía de vino en la mano y toda su flacura oscilando y desequilibrada como si estuviera arriba de un bote en mar embravecido, el Quichi se paró en el medio del salón. Motivado por los cuatro balazos del charro mexicano y por una guerra rudimentaria en que se valieron de huevos, panes y todo lo que podía volar, sacó un revólver que nadie advirtió y con un swing veloz estilo John Wayne pegó dos tiros hacia arriba que se incrustaron en el cielorraso muy cerca de las aspas del ventilador de techo.

No quedó nada ni nadie de pie. Todo el mundo cuerpo a tierra, torta y sidras incluidas. La tapa del tocadiscos se desplomó y la púa se incrustó en el corazón del charro que paró en seco. El disco siguió desprendiendo un chillido agudo que rompió todos los dientes y el Quichi, el único parado y petrificado como una estaca en el medio del salón, con el pelo nevado por el polvo del revoque desprendido, frotándose los dientes y soplando el caño, bramó: “quien carajo está escribiendo en el pizarrón”.

 ─¡Qué hacés! ¡estás chiflado! – le dijo mi papá acercándosele agazapado, previendo otro disparo.

─Vivan los novios. Vivan los novios ¡Carajo! – gritó desaforado blandiendo todavía en su mano un 38 largo que gracias a Dios mantuvo con la mira hacia arriba –es para que tengan dos hijos ¡Carajo!

─Dame ese revólver tarado, vas a terminar matando alguien – le gritó mi papá, manoteándole el revólver ─menos mal que se te ocurrió que solo tendrán dos hijos.

Después del julepe, la celebración siguió más tímida, pero todos estaban contentos porque tendrían algo que contar. La Dora sobrevivió al disgusto de la noche, pero al día siguiente estaba con la cara por el piso. Se enteró que, al finalizar la fiesta, el Quichi llevó al Luisito a continuar la farra de soltero a Tiro y Gimnasia, un club a las afueras, camino hacia Santa Fe, donde se bailaba muy apretado hasta largas horas de la madrugada.

El domingo, mientras baldeábamos los pisos del bar, refregábamos las paredes, mesas y sillas, mi mamá se paralizó por un destello que se filtró por un agujerito en la puerta de entrada. Se acercó, pasó la yema del dedo sobre el corte para adivinar si algún invitado lo había hecho desde adentro hacia afuera o si lo hizo desde afuera algún colado que mi papá no dejó pasar. Posó su ojo, miró, negó con la cabeza y repasando mentalmente a todos los sospechosos de la noche anterior, me preguntó: “¿Viste quien fue el tarado que agujereó la puerta?”.

Me encogí de hombros. “¡Se acabó! ¡Se acabaron las fiestas en esta esquina!”, dijo enfática y decidida.

Próximo jueves:Parte 1: Mi papá y la “esquina arrabalera y esquiva” 



 

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