jueves, 21 de enero de 2021

Los madrugadores


Estudio y dibujo de mi hermano Gerardo, sobre 
don Scarafía sentado ante el mesón de granito

El “Nueva Pompeya” era un bar para hombres, por eso mi mamá se esforzaba por imponer respeto y autoridad. El mostrador principal tenía ese objetivo. Lo hizo fabricar a medida en una carpintería del barrio. Era treinta centímetros más alto que las mesas y casi tres metros de largo, omnipresente como altar de parroquia. Estaba hecho de madera de pino pintado con barniz oscuro y, sobre el frente, destacaban unos ribetes blancos en altorrelieve que brillaban hasta con las luces apagadas. En la parte superior, la masilla de las uniones estaba reseca creándose una rendija por donde se entreveía una lata vacía de dulce de batata llena de chucherías, la que luego quedaría marcada a fuego en la historia del bar.

Guarnecida detrás de su bastión, a medida que los lugareños traspasaban el umbral de entrada, mi mamá los iba clasificando mentalmente entre los cuatro grupos principales de clientes para alistar rápido vasos y bebidas. Con mirada penetrante tipo rayos X detectaba humores, si fueran a pedir fiado o pagarían al contado y si alguien venía entonado desde otros bares. Según su radiografía, mi mamá retribuía los buenos días con sonrisa amplia en aprecio y gratitud o mostraba un gesto fingido y agrio con los dientes apretados.

Quedaba fuera de sí cuando reaparecía un deudor moroso tratando de pasar desapercibido entre la muchedumbre. ¡Pobre! A partir de ahí la víctima se sometía a su propia vía crucis. Mi mamá no lo saludaba, bajaba la vista con desprecio, aspiraba hondo, tomaba envión y cuando llegaba a la mesa, bramaba contra la víctima desinflándose de a puchito: “¡pague lo que me debe o esta tarde le enviaré la cuenta a su mujer!”.

El moroso quedaba atontado, boquiabierto y con la copa vacía. Mi mamá pegaba media vuelta e iba soltando por lo bajito una frase en tono suficientemente alto para que todos la escuchen de advertencia: “encima me toma de tonta... conozco mejor el paño que cualquiera... así que mejor que no venga más”.

Uno de los muchos retratos que
Gerardo hizo del Manya Luna.

El Manya Luna, su mandadero personal, la miraba de reojo esperando un guiño de complicidad en caso de que la escena haya sido puro teatro para intimidar. Si mi mamá no devolvía el guiño, el Manya intuía que esa tarde, factura en mano, tendría que visitar a la mujer del desdichado. La fórmula era exitosa, la mayoría de los clientes regresaba la misma tarde a pagar. Solo tres nombres quedaron tachados en la libreta roja o “borrados de la faz de la Tierra” según mi mamá.

 El bar abría a las 7:45 de la mañana en punto. Los primeros en entrar eran “los madrugadores”, mote que se ganaron por tempraneros como si hubiesen dormido en el umbral la noche anterior. Luego, en procesión religiosa, llegaban los chacareros y gauchos de la Feria Gilli, los changarines, algunos clientes ocasionales y, por último, los oficinistas de la mesa de mi papá que “cerraban la puerta” pasadas las 12:30 del mediodía.

Los madrugadores no se sentaban en las mesas como los demás. Preferían apiñarse ante el mostrador principal o ante el secundario, un mesón con tapa de granito. Eran de andar y hablar pausado, de arrugas profundas, manos algo atrofiadas por la artritis y ojos encajados entre párpados caídos y bolsas prominentes. Sus rostros cansados y con gravedad exponían achaques de cuando habían sido ferroviarios, barrenderos, torneros o peones de fundición.

Estudios de retrato que hacía Gerardo de los
personajes del bar, como don Sarmiento, el
viejo Durán y don Ricardo, en ese orden.

El primerísimo en caer era el “buena gente” don Carballo. Segundos después el simpático de la risa fácil, don Gabino, seguido por los viejos Ñáñez, Córdoba y el flaco Chávez tan malvado y desgarbado que ni su sombra lo seguía. Luego don Ricardo que llegaba con su inseparable Chita, una perrita siempre preñada a la que le apretaba las tetillas como pomo de carnaval. Después asomaba don Sarmiento, con olor a Polyana 555 hasta tres cuadras a la redonda, apodado el sapo, aunque se pareciera a una tortuga. Por último, don Scarafía, “don dulzón”, alias ganado por flirtear con mi mamá cada mañana con unos caramelos de nuez que ella guardaba para Gerardo y para mí.

La “adquisición” más nueva del grupo era el viejo Durán que por edad y flaquezas había sido “transferido” desde el “equipo de los changarines”, como bromeaba el Manya en términos futbolísticos. El más popular era don Carnero, el vendedor de esperanzas o levantador de quiniela a quien le daban la bienvenida en todos los grupos y a cualquier hora. Pero nadie superaba en fama al Manya. Era el personaje más retratado por Gerardo y el más querido de todos. Y aunque era más terco que una mula y con mil mañas, mi mamá lo adoraba y atendía como a un abuelo propio. Lo tenía entronizado en un pedestal de prócer y él, sabiéndose el héroe, explotaba sus privilegios hasta para quedarse a “cabecear” dentro del bar a la hora de la siesta.

 Los madrugadores no usaban sus primeros nombres, se les reconocía por sus apellidos y por el don preferencial en deferencia a la experiencia acumulada con el que los bautizaba mi mamá. Cuando se iban, ella los despedía con el mismo chiste de marca registrada: “mucho don, mucho don, pero a ver si algún día me traen un don Juan”.

Dependiendo de la estación y del clima, los madrugadores degustaban todo tipo de grapas, Nebuse, Cubana sello Rojo, fernets, ajenjos o el popular chirimisco, mezcla de moscato con Amargo Obrero; y los que luego partían hacia un juego de bochas en el campito preferían una Bidú Cola “para no perder de vista el bochín”. Elegían armar sus cigarrillos con tabaco Mariposa, suelto y negro, porque además de barato, raspaba con placer la garganta.

Con los demás grupos compartían temas comunes de charlas sobre fútbol, política y quiniela, y tenían un código implícito y sagrado: no podían hablar de sus familias. Tampoco podían proferir insultos, algo que censuraba a rajatabla mi mamá cuando lo advertía. Cada grupo también se distinguía por temas propios y porque se expresaban en tiempos verbales diferentes.

Los oficinistas hablaban en futuro: sobre sus planes para ir de vacaciones, los nuevos modelos de autos y las promesas cumplidas o incumplidas del presidente Arturo Illia. Los changarines se expresaban en presente: sobre los nuevos cargamentos en el Molino Tampieri, la leña que habría que entrar en las panaderías de la zona y sobre quien compraría el asado para el medio día. Los gauchos y chacareros dialogaban en pasado reciente: sobre los destrozos causados por la última tormenta y si la aftosa había diezmado el ganado. Y los madrugadores conversaban en pasado pluscuamperfecto: sobre recuerdos de infancia, noviazgos pretéritos y que antes, todo, absolutamente todo, había sido mejor.

Estudios que Gerardo hacía en forma
permanente de los personajes en el bar.
Apoyados al mostrador o con silla arrimada, los madrugadores pedían consejos sobre pociones y raciones o simplemente confesaban sus desdichas. Copa tras copa, esperaban que los consejos del Manya y mi mamá aplacaran desde dolores en las articulaciones o calmaran penas y frustraciones, especialmente los lunes por la mañana cuando todos se libraban del aburrimiento de los fines de semana o por la desazón de no haber tenido mejor pálpito para la polla.

 

¡Cómo me duele esta rodilla! Me tiene podrido –se quejó Gabino mirando a mi mamá, a la espera de una respuesta que lo alivie.

 No se olvide que la edad no miente, debería agradecerle a Santa Lucía la salud que tiene. Sería mejor roble si se quita veinte kilos de encima le respondió mi mamá, haciéndole una seña por lo bajo al Manya para que se incorpore a la conversación.

 El Manya se prendió.

 Don Gabino, agarre cáscaras de cuatro limones verdes, las corta en pedacitos chiquitos, los mezcla con dos cucharadas de aceite de girasol, lo mete todo en una bolsita de plástico y se la ata a la pierna. Y por tres días en el desayuno coma un poco de cebolla cruda machacada con un diente de ajo. ¡Y después me cuenta!

Las recetas del Manya nunca eran aromáticas, tampoco buenas para el buen aliento. Nadie sabía si se mandaba la parte, si era curandero, brujo o inventaba todo, como algunos sospechaban por la sonrisita socarrona y picaresca con la que terminaba cada explicación de sus recetas. Otros ponían en duda si se trataba de curación milagrosa o puro placebo, pero lo cierto es que cada dos por tres se ligaba unos vinos en gratitud por curar y aliviar desde gripe, reuma y migrañas, hasta estreñimiento, impotencia sexual y mal de ojo.

La receta a don Gabino fue inusual. Hasta mi mamá quedó sorprendida y desconfiada: “¿en una bolsita de plástico atada a la pierna”? a este que bicho lo picó”, pensó. Es que el Manya solía recetar solo dos tipos de remedios, uno viscoso y otro en polvito, ambos para tomar, a los que preparaba con los mismos ingredientes. Sus menjunjes llevaban hojas secas trituradas de laurel, orégano y perejil; polvo de vainilla y nuez moscada molida; ajo machacado y tostado al sol; una pizca de cacao Nesquik mezclado con unos chorritos a ojo de Coca Cola y vino tinto, y unas gotas de su infaltable líquido ámbar, “mi secreto mejor guardado”, que cargaba en una petaca que había sido de whisky. Si la pócima era en polvito, se olvidaba de la coca y el vino, pero igualmente le encajaba dos gotas de secreto.

El Manya y mi mamá se complementaban bien. Mientras él repartía pociones, ella daba consejos de cocina, recetas que “sanan el alma” como promocionaba don Gabino. Las fórmulas de ella tenían que ver con la medida, la combinación y el equilibrio entre los ingredientes, las especias y el tiempo de cocción. Ante el ruego de la clientela, para cada fiesta patria o religiosa, así fuera el 25 de Mayo o el 9 de Julio, Semana Santa o el Día de los Muertos, mi mamá regalaba unas recetas escritas a puño y letra en prolija caligrafía. Las recetas más veneradas eran el locro, las empanadas con pasas de uva y la pastafrola con dulce de membrillo para las fiestas patrias y la bagna cauda, bacalao a la cacerola, canelones de choclo y alfajorcitos de maicena para las fiestas religiosas. Lo más notable de sus recetas era una nota al pie de las indicaciones para cocinar: una ristra de números sueltos sin explicación, una especie de mensaje subliminal para que todos puedan probar suerte en la quiniela.

Un día de pocas pulgas, previo a un Jueves Santo, mi mamá paró en seco a don Carnero después que la reprochó: “doña Tota, no debería llamarle guacho al Nenucho, porque me imagino que sabe quién fue el padre, ¿verdad?”. ¡Para qué! Ofendidísima y colorada como tomate maduro, le contestó con un latigazo: “yo sé quién es el padre y sobre todo la madre que lo parió, gordo salchichón”. Mientras lo decía, se iba dando cuenta que se estaba sobrepasando con el apodo despectivo, pero no pudo frenarse y soltó hasta la última letra.

Se hizo un silencio sepulcral en el salón, no tanto por el insulto como por el hecho de haberle desenmascarado a don Carnero su gordura que, avergonzado, ocultaba bajo unas camisas anchas e impecablemente planchadas que usaba fuera del pantalón. Todos simularon reanudar sus conversaciones, pero pusieron la oreja de reojo para captar la reacción de la víctima.

Don Carnero no reaccionó, bajó la vista a sabiendas que la respuesta de mi mamá había sido un ajuste de cuentas que tarde o temprano llegaría. Se había enterado de que, en la intimidad de la mesa familiar y por los chismes que flotaban en el bar como el aroma a vino, mi mamá lo acusaba de ser el culpable de que mi papá haya dormido una noche en el calabozo.

Mi mamá quedó con una sensación encontrada de enojo, arrepentimiento y de disfrute al mismo tiempo. Recién se pudo zafar de ella el Domingo de Resurrección cuando fue a buscar perdones a la Cristo Rey. “No sé lo que me pasó. Nunca insulto a nadie y además él tiene razón, no puedo llamar guachos a mis hijos”, se confesó ante el cura. Rezar dos rosarios completos seguidos le parecieron un castigo excesivo, pero lo aceptó con entereza.

El castigo y el perdón no evitaron que mi mamá tomara represalia. Desde aquella Pascua, le quitó a don Carnero su don preferencial y lo empezó a llamar por su apellido a secas. Igualmente, le permitió seguir levantando quiniela, aunque Carnero ya no gozó del respeto de antes.

El Zorrino, ubicado de frente hacia la entrada con el catálogo “Los números soñados de la quiniela”, solía servirle de campana a Carnero, por lo que le retribuía el favor con una jugada gratuita cada día. El Zorrino le hacía una seña levantando las cejas tipo As de espadas como en el truco cada vez que entraba un desconocido sospechoso de ser policía de civil. Carnero, que también conocía a los “policías compinches”, tenía unas milésimas de segundos para decidir si se tragaba los papelitos o si seguía levantando quiniela como si nada.

Un viernes casi al mediodía cuando las apuestas estaban desorbitadas, el Zorrino le hizo una seña exagerada a Carnero como que algún policía había traspasado el umbral. Presintiéndose detrás de las rejas, Carnero se metió un puñado gigante de papelitos en la boca y sin masticar una sola vez pegó un trago de ojos cerrados que le arañó la garganta. Atragantado, con los ojos salientes y con arcadas intermitentes, se comenzó a doblar como contorsionista de circo. Galera, desternillándose a carcajada limpia, se apiadó de Carnero y trató de levantarlo por la espalda, aunque solo pudo darle unas fuertes palmadas porque sus brazos no alcanzaron para abrazarle toda la circunferencia. Unos vasos de agua más tarde, Carnero ya recompuesto, pero todavía echando humo, volteó hacia el Zorrino: “¡hijo de tu madre! Se te acabó la quiniela”.

La frase cayó como bálsamo para mitigar el susto de la asfixia y certificar que Carnero estaba bien. Pero en menos de un segundo, todos se desahogaron con unas carcajadas tan fuertes como rugido del Vesubio en erupción que retumbaron en toda la cuadra.

Próximo capítulo: Una noche en el calabozo

 

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