lunes, 23 de agosto de 2021

Ahorros en latas de leche Nido y créditos hormiga

 
Retrato que me hizo mi hermano Gerardo; papel que mi papá encontró a mano
para planificar la financiera con el tío Tito  

¡¿De qué estás hablando Tota?!
¡¿No me entendiste, Livio?!, agarrate fuerte, te tengo la sorpresa de tu vida.
 
Él la miró desconcertado. Ella fue a la cocina. Sacó tres latas de leche en polvo Nido escondidas en un rincón de la alacena inferior. Las tiró sobre la mesa del comedor. Rebotaron en cámara lenta con ruido liviano.
 
–Tomá. Acá tenés.
–¿Para qué tanta leche? – preguntó confundido mi papá.
–Abrilas. No es leche.
 
Mi papá hizo palanca con el cuchillo en la ranura de una de las tapas. Reculó como si hubiera visto una cobra bailando fuera de la canasta. Miró sin creer lo que veía. Las tres latas estaban atiborradas de billetes abollados.
 
–¡¿Sorprendido?! – preguntó mi mamá con suficiencia –¿todavía crees que estamos fundidos?
¿De dónde miércoles sacaste esto? ¡¿Ganaste la quiniela?! – ametralló mi papá.
–Desde la Comunión de Gerardo que vengo guardando todos los días billetito tras billetito. ¡Son tuyos!
–¿Por qué no me dijiste antes?
–Porque es un ahorro. Si te decía, seguro que lo hubiéramos gastado en cualquier cosa.
_Hubiésemos podido ir de vacaciones. Hace tres años que ni siquiera vamos a Mar Chiquita.
–Justamente por eso. No quise ser despilfarradora como la cigarra. Me prometí que sería como una hormiguita.
–¿Y eso?
–Lo aprendí de tanto que les leí a los chicos la fábula de Jean de la Fontaine. Tenía ganas de que llegara este día para ver los frutos de hormiga.
 
Mi papá quedó encandilado mirando dentro de las latas. “Cuánto hay... ¿ya contaste?”, preguntó. Sin esperar respuesta volcó los billetes sobre la mesa. “Contemos”, ordenó.
 
Veintisiete minutos después, mis papás, mi hermano y yo logramos alisar y apilar los setecientos veintinueve billetes en tres fajos de distinta denominación. Mi papá sumó la plata y la agregó mentalmente a los ahorros en Banco Nación. “Todavía nos falta un poco para llegar a la esquina. No importa, me darán un préstamo de taquito”.
 
Semanas después, mi papá estaba en la oficina y recibió una llamada del Banco Nación. Reconoció la voz. Creyó que le anunciarían que el préstamo estaba autorizado. Cambió el semblante cuando escuchó la misma mala noticia que le dieron el día anterior desde el Banco Provincia de Córdoba. Los bancos habían suspendido las líneas de crédito hasta nuevo aviso debido a los vaivenes erráticos de la política.
 
No podía creer que sucediera lo de siempre, que le faltara tan poco y que la esquina se alejara tanto. Pensó que la mala noticia mataría a mi mamá. Debía encontrar otra fórmula para comprar la esquina.
 
–Livio que te pasa. Te noto preocupado.
–Nada, cosas del trabajo.
–Dale, contame.
–No seas cargosa. Nada.
–Te conozco. Contame.
 
Cuando mi mamá dio media vuelta dispuesta a derretir un poco de azúcar, mi papá la sorprendió.
 
–Voy a abrir un banco.
Sí yo abriré un bar en la Luna – respondió ella filosa y sarcástica.
_Te lo digo en serio.
–¿De qué estás hablando? Eso no se hace así porque sí.
–Bueno no será un banco con cuatro paredes, sino el concepto.
–¡¿Qué concepto?!
–Voy a prestar a los necesitados.
–Disfrazalo como quieras, vas a ir en cana. No quiero un usurero al lado mío. ¡Con todo lo que criticaste a los usureros, válgame, Dios!, ya te tragaste una noche en el calabozo.
–Aclaremos. La quiniela no fue culpa mía, no sé si nos entendemos – dijo mi papá con ironía, –lo hago para ayudar a otros.
–Sí claro. Yo también ayudo a los borrachos vendiéndoles vino.
–Los bancos no dan bola Tota, solo te dan plata si tenés plata. Y para que mierda querés plata si tenés plata. Son unos sinvergüenzas.
–No juegues a ser Robin Hood. Esperá que todo mejore y van a empezar a dar créditos de nuevo. Falta poquito.
–No tenemos tiempo Tota. Le voy a hablar a tu hermano.
–¿A Octavio?
–No, al Tito. Siempre anda buscando en qué invertir. De paso le hacemos un favor para que no pierda tanto en el casino.
 
Mi papá jugó esa ficha a sabiendas que el tío Tito era la debilidad de mi mamá. Ella también cedió para no desmotivarlo. Hacía rato que mi papá daba vueltas en busca de un emprendimiento que fuera más exitoso que la polla de fútbol, la fábrica de soda y el criadero de canarios.
 
–¿Se lo adelantaste? – le preguntó mi mamá al recordarle que el tío Tito llegaría a San Francisco a buscar un lote para instalar el Ringling Brothers.
–Todavía debo ver unas cositas. Quiero contarle todo con precisión de relojero, así agarra de una.
 
Mi papá sabía que mi tío no comía gato por liebre. Su idea era demostrarle que la financiera era un negocio que respondía a la necesidad de la gente y que tendría un ángulo humano. Proyectó una encuesta. Escribió a mano varias preguntas que copió con papel carbónico y las repartió entre los clientes del bar y en su oficina.
 
1) ¿Algún banco rechazó darle un préstamo?
2) ¿Está dispuesto a pagar un interés más alto con tal de conseguir dinero de inmediato y sin trámites?
3) ¿Se compromete a pagar a término y firmar pagarés?
Y en la cuarta sección de la encuesta, preguntó: A qué actividad destinará el dinero:
a)    Reparaciones en la casa.
b)   Pago de deudas.
c)     Compra de muebles o electrodomésticos.
d)   Adquisición de un vehículo.
 
El resultado fue mejor del esperado. Recibió treinta y siete respuestas de cuarenta. El cien por ciento contestó positivo a las tres primeras preguntas. En la cuarta, los encuestados agregaron a puño y letra datos curiosos: “para irme de vacaciones”, “pagar una escuela privada” y “comprarme la Gilera de mis sueños”.
 
–Tito, estos resultados hablan por sí solos. Hay mucha gente desesperada por un poco de plata. Los bancos no dan bola. Tenemos una gran oportunidad.
–Parece que sí. Pero, ojo, también hay que pensar en los riesgos.
–No te hagas problemas Tito, la gente pagará. Prestaremos solo a conocidos y de confianza. Serán créditos de poca monta, créditos hormiga.
–Siempre fuiste muy optimista, Livio. No será fácil.
–Tranquilo. Todo va a ir bien.
 
Los dos comenzaron a hacer cálculos, soñar con un futuro próspero y hasta lanzaron nombres para el emprendimiento. “Banco de la Virgen de Nueva Pompeya”, sugirió mi tío en honor a la capilla en Plaza Clucellas a la que iba de chico con mi mamá. Mi mamá, que cebaba mates a la distancia, asintió con emoción.
 
“Dejame demostrarte con estos números”, dijo mi papá. Estaba tan acelerado que escribió sobre el primer papel que encontró a mano, un retrato que me había dibujado mi hermano y en el que quedé crucificado para la posteridad como el autor intelectual del negocio. Mi papá escribió un 2.000.000 en el lado superior izquierdo de mi perfil.
 
–Se te fue el avión, Livio. Bajalo a uno. Acordate que no tocaremos lo que vamos a generar. A fin de año veremos si ponemos más capital.
 
Mi papá tachó el 2.000.000 y escribió 1.000.000, cantidad que subrayó dos veces para sellar el acuerdo.
 
–Livio, yo pongo el sesenta por ciento del capital inicial y vos el resto.
–Dejá de joder, Tito. El trato siempre fue que vamos mita y mita.
–Tendrás que administrar todo vos solo. Es justo que yo ponga más.
 
Mi papá prosiguió con la lapicera más rápida que una bala. Prestarían un monto hormiga de ciento veinticinco mil por mes al doce punto cinco de interés. Especuló que la ganancia mensual sería de quince mil seiscientos pesos y se le abrillantaron los ojos. El capital acumulado más los intereses le ayudarían a generar diecisiete mil seiscientos por mes en el segundo año y diecinueve mil ochocientos por mes el tercer año. Dejó de calcular después del séptimo año, no porque pensara que cerraría la financiera, sino porque “se me acabó el espacio en el papel”, dijo y se echó a reír. Se rio un poco por la ocurrencia y otro celebrando de antemano lo rico que sería.
 
–Eso es en el mejor escenario, Livio. Acordate que tenemos que estar preparados para los riesgos.
–Descuidate, tengo todo bajo control, hasta un abogado listo para ejecutar al que no pague y que no se corte la cadena. El negocio es redondo, Tito.
–Acordate que los bancos prestan la plata de la gente. Nosotros prestaremos la nuestra. Además, sabemos que esto no es muy santo que digamos y hay que prestar mucha atención.
–Ya sé Tito, me lo dijiste un montón de veces. Y yo te repito lo mismo: tranquilo todo va a salir bien.
 
Mi papá había alistado el primer millón para repartirlo en créditos hormiga. Irradiaba más optimismo que una sala de terapia intensiva vacía.
 
Al mediodía del primer día hábil del “Banco de la Virgen de Nueva Pompeya”, un señor en la otra orilla del bar le chistó para que se le acerque. Le susurró e imploró que le preste dinero para atender la salud de su esposa. “Es cosa de vida o muerte don Livio”, le dijo con cejas de urgencia y esperando compasión.
 
Mi papá desconfió. No lo reconocía y darle dinero era contrario a la política que le había prometido a mi tío: “prestaremos solo a gente conocida y de confianza”. Pero el entusiasmo por tener el primer cliente pudo más que él. Le dijo que regresara por la tardecita. Debía preparar los pagarés para la firma.
 
–¿Tenés problemas? – le preguntaron al unísono sus amigos el flaco Bosio y el Elso Godino con curiosidad cuando volvió a su mesa.
–Para nada. ¿Por qué?
–Reconocí al tipo. Su foto salió en el diario cuando se descubrió un fraude millonario en el hospital – dijo el flaco Bosio.
–¿Creen que soy tonto? ¡Nadie me va a joder! Todo el mundo me firmará pagarés, sino se los paso al abogado y listo el pollo – justificó mi papá.
–¡No salame! – le dijo el Elso Godino –no entendiste. No te va a joder con la guita, te va a joder porque te va a mandar en cana. ¡Ese tipo es uno de los jefes de la policía!
 
Mi papá quedó blanco como un papel, mareado y con la vista perdida. Imágenes de su noche en el calabozo y de mi mamá advirtiéndole que terminaría como usurero en la cárcel le rebotaron dentro del cráneo.
 
En aquella siesta no pegó un ojo. Trató de recordar a cada encuestado, pero no sospechó de nadie como delator. “Estoy frito”, pensó. No quiso decirle nada a mi mamá y menos a mi tío. Primero quería resolver el intríngulis.
 
El tipo regresó a las siete de la tarde en punto. Mi papá sacó una excusa de la galera que ni él mismo había imaginado hasta ese momento. Los nervios le jugaron una mala pasada. Las frases le salieron rápidas, pero desconectadas como tiros de una ametralladora atascada.
 
–Lamento su esposa. Mi patrón es muy generoso. Siempre ayuda a todo el mundo. Esta vez no puede. Me dijo que le diga. Vuelva el mes que viene. Que vaya directamente. A verlo a él. Esta es su dirección.
–Tranquilo don Livio. Tranquilo, no necesito esa dirección – le dijo el tipo e hizo una pausa poniéndole una mano sobre el hombro –no se haga problema, iré al banco. Es el único lugar donde debe ir la gente a pedir dinero. De lo contrario terminaré preso.
 
Mi papá entendió el mensaje. Quedó embalsamado en el medio del salón como si estuviera frente a un paredón de fusilamiento. Sintió que no controlaba el temblequeo de los dedos de las manos que le vibraban como colibrí chupando una flor. Pensó que todos los sueños de volverse rico como banquero se le estaban esfumando por la puerta detrás del policía. “¡Qué ingenuo!, ¡qué boludo que soy!”, se azotó a sí mismo.
 
Fue a la oficina a llamar por teléfono a mi tío para cerrar el banco antes de abrirlo y, de nuevo, las frases le salieron como ametralladora atascada: “Tito. Hasta aquí llegamos. Esto no es para mí. Estoy cagado. Dejémonos de joder. Mejor dediquémonos a otra cosa”.
 
Esa noche mi mamá estaba lista para derretir azúcar.
 
–No te preocupes mi amor. Por algo la Virgen hace las cosas que hace. Mejor que pase esto ahora a tener que lamentar en el futuro. El tipo es un mensajero.
Pero qué mensajero, era el mismísimo carcelero – dijo mi papá y se rio de sí mismo.
 
Se puso serio enseguida y soltó una ráfaga apocalíptica.
 
–¿Sabés qué?, ya me cansé de lucharla. Estoy cansado Tota. Hasta aquí llegué. Tiro la toalla.
 
Mientras mi papá terminaba la cena con frases de fin del mundo y un flan bañado en azúcar quemada, mi hermano salió decidido del comedor.
 
Tomó los peones del juego de ajedrez sobre la biblioteca de nuestro dormitorio y los despanzurró en busca de las ocho monedas de oro que nos había regalado el tío Tito. Las puso en la bolsita de terciopelo original donde todavía guardaba el papel escrito con la fórmula mágica que nunca usamos. “El escondite más visible es el menos sospechoso”, se le ocurrió un día, prefiriendo esconder los peones a la vista de todos sin necesidad de ocultarlos en el patio o por el barrio.
 
Reapareció en el comedor y a una distancia de dos metros lanzó la bolsita al aire como tirando una ficha al juego del sapo. La bolsita cayó pesada sobre la mesa, con menos ruido que las latas de leche Nido de mi mamá, aunque con el mismo efecto reparador.
 
–Qué hacés Gerardo, hijito de Dios – advirtió mi mamá –casi me das en la cabeza. ¿Qué es esto?
–El tío Tito nos regaló esto hace años con la condición de dárselas ustedes en caso de que no puedan comprar la esquina – dijo mi hermano.
 
Mis papás lo miraron asombrados como si se tratara de la mismísima Virgen del Nueva Pompeya. No sabían si era una broma, una fantasía o un sueño.
 
Mi papá le ganó en rapidez a mi mamá. Abrió la bolsita y tiró el contenido sobre la mesa. Las monedas salieron corriendo por todos lados y brillaron con el mismo destello que sus anillos de casamiento.
 
Mi mamá se largó a llorar y exclamó: “el Tito no tiene nombre”. De golpe se vio a sí misma repasando sus objetivos y plegarias para comprar la esquina en sus libretitas verde y amarilla.
 
Mi papá se aguantó las lágrimas. Intentó hablar tres veces, pero el nudo en la garganta se lo impidió. Pensó que debía continuar la milonga que le había quedado trunca. Se acordó que convirtió el tango traumático, “Esquina esquiva”, en una milonga alegre y amorosa, “Pebeta hermosa, esquina mía”, comparando a la esquina con mi mamá. Sintió urgencia de terminarla.
 
–Ahora nos alcanza y nos sobra – dijo mi papá con la voz todavía quebrada –mañana mismo iré bien temprano del viejo Pons para comprarle la esquina.
–Te acompañamos, vamos juntos – respondió decidida mi mamá con los ojos todavía empapados.
 
Mi hermano y yo nos quedamos parados en silencio contemplando la escena. Estábamos contagiados de lágrimas. Nos sentimos como sentados en las butacas del cine Mayo viendo un final feliz. El muchachito que todos daban por muerto abría lentamente los ojos y, de nuevo, se llenaba de vida y esperanza.
 

 

lunes, 16 de agosto de 2021

Nació la esquina entre dos fiestas de Comunión

La Primera Comunión de mi hermano en 1961. Él frente a su torta, yo casi detrás poniendo un brazo sobre su hombro y otro sobre mi amigo René González, mi mamá ami derecha con las otras tres chaperonas y varios de los chicos del barrio que llegaron a tiempo para la foto.

La idea de mis padres de comprar la esquina de Iturraspe y Perú nació en la fiesta de Primera Comunión de mi hermano en 1961 y tomó fuerza a partir de la mía en 1965.
 
Antes no se les había cruzado por la cabeza comprar nada. Habían llegado a San Francisco desde el campo con “una mano atrás y otra adelante”, como luego repetiría orgullosa mi mamá. En los primeros cuatro años debieron adaptarse a la vida de la ciudad, agrandar la familia, convertir la despensa en bar y ahorrar para la mejor escuela privada.
 
La Comunión de Gerardo la celebramos el 24 de setiembre de 1961. Participaron cuarenta y nueve amigos del barrio. Algunos no llegaron a tiempo para la fotografía, por lo que quedaron como ausentes de la historia.
 
Mi mamá tendría mucho trabajo para atender al “tropel bullanguero”, como llamaba a los chicos del barrio, así que pidió ayuda a sus amigas, la Anita González y la Negra Ronconi, y a Gisella, hija de su hermana Clorinda, que llegó dispuesta “para apoyar en lo que haga falta”. Entre las cuatro se turnaron para preparar triples de jamón y queso y repulgar empanadas con la carbonada que sacaron de una receta de la libretita azul de mi mamá. También adornaron la mesa con rosas y calas, sirvieron porciones de la torta inmaculada de tres pisos y cuidaron que nadie se lastime. Días antes habían repartido los sobres con la invitación a puño y letra de mi mamá: Jesús no olvides mi Primera Comunión que será luz, esperanza y amor”.
 
Cuando todos los chicos salimos a los empujones a jugar bajo la advertencia de “no corran que van a traspirar toda la ropa”, las cuatro chaperonas tomaron un respiro para cuchichear. Sin quererlo, dieron a luz la idea de comprar la esquina.
 
–¡Qué te pasa Tota!, te noto desganada le advirtió la Negra Ronconi a mi mamá.
–Tanto trabajo te pasó factura, siempre pasa eso. Estos mocosos dan un trabajo bárbaro – se adelantó a responder la Anita González.
–No es nada – dijo mi mamá.
–¿Te peleaste con el tío? – preguntó mi prima Gisella.
–Para nada ¿de dónde sacaste eso?
–Algo te pasa, no nos vas a dejar así – retrucó la Anita González.
–Para eso estamos las amigas Tota. ¿Qué te pasa? – preguntó la Negra Ronconi.
–Me pongo triste de bronca – lanzó mi mamá con los ojos vidriosos –los chicos crecen y no estoy segura si hicimos bien en traerlos aquí. No veo futuro. Tal vez era mejor quedarnos en Eustolia.
–Ay Tota de nuevo con eso, por favor. Sin ustedes este barrio sería otro – dijo la Negra Ronconi con la intención de contenerle las lágrimas.
–Es como que nos falta algo. Siento un vacío – se sinceró mi mamá.
–¡Por qué no compran la esquina! – dijo la Anita González de sopetón.
 
A mi mamá se le iluminaron los ojos como si le hubiesen dado la fórmula para ganar el gordo de Navidad, sin embargo, minimizó la idea porque le pareció tan alta como subir el Aconcagua.
 
–Imposible, recién ahora estamos respirando un poco.
–Pidan un préstamo – agregó la Negra Ronconi –lo bueno, Tota, es tener algo en mente por lo que luchar.
–Sos tan buena para la cocina que de repente te ponés a cocinar para fuera y te ganás unos pesitos extra.
–¿Más trabajo? Ni loca Gisella. Ya no doy a basta.
–Cheee, que el Livio ponga un poco más el lomo. Dejame contarle a Ángel, de repente inventan algo y ponen juntos un negocito, una sodería o algo así – remató la Anita González.
 
La charla se cortó abrupta cuando todos los chicos entramos transpirados y con los perfumes mezclados. Correr a la mancha y al patrón de la vereda demandaba más naranja Crush y Bidú Cola.
 
A las tres de la madrugada mi mamá se despertó de golpe como si la hubiese sacudido el reloj despertador. Tenía en la cabeza el eco de la charla con sus amigas y, entre ceja y ceja, la idea de comprar la esquina. Desvelada y contenta pensó en despertar a mi papá. Prefirió esperar hasta los mates en el desayuno. “Se pondrá loco de contento cuando le cuente”, pensó. A oscuras escribió en la libretita verde de sus resoluciones: “comprar la esquina, ¡Gracias querida señora de la Nueva Pompeya!”.
 
Le cebó los mates con sonrisa de oreja a oreja y mi papá, experto en leerla, disparó: “¡qué bichito te picó tan temprano!”. Mi mamá floreó la charla del día anterior, dio rodeos para crear suspenso y clavó la frase en el aire para recibir una ovación de pie: “compremos la esquina”. Mi papá la miró desconcertado y respondió con un latigazo de domador de circo con chasquido final: “dejate de pavadas, ¡ni en pedo!”.
 
La respuesta hubiera tenido que dejarla de cama, pero pensó que ella había reaccionado de la misma forma cuando su amiga lo sugirió. Siguió cebando mates como si nada, contenta de que ya había plantado la semillita porque mi papá también solía despertarse de noche con cosas a las que durante el día no les prestaba atención. Además, estaba tranquila, había escrito el objetivo en la libretita verde y sería solo cuestión de esperar. “Tarde o temprano los objetivos escritos se materializan solos”, había aprendido de su papá.
 
Dicho y hecho. Poco tiempo después, mi papá empujó la compra de la esquina como idea propia en cada charla con sus amigos y en las reuniones familiares.
 
Mis nonos, los papás de
mi mamá, José y Antonia.
El 10 de setiembre de 1963 llegó la gran celebración de las Bodas de Oro de los papás de mi mamá, los nonos José y Antonia en Plaza Clucellas. Llegaron los once hijos e hijas y los primos éramos una chorrera de más de ochocientos. La torta de cinco pisos, más alta y gorda que la humilde de 1913, fue centro de conversación. Estaba adornada por un número 50 de azúcar en la cúspide y en la circunferencia de la base se leía la plegaria “Jesús bendecid a nuestros hijos, nietos y seres queridos”.
 
Mis padres usaron la muletilla de “la torta grande como una casa” para contar su deseo de comprar casa propia en cada charla. De todos recibieron la misma reacción: “¡¿entonces ya no vuelven a Eustolia?!”. Creo que aquella expresión fue la que inspiró a la Real Academia para autorizar el uso de signos de afirmación e interrogación en la misma oración.
 
Por varios años ese tipo de charlas les sirvió para afirmar su objetivo en forma inconsciente. Hasta que la semilla empezó a germinar con fuerza en mi Primera Comunión el 9 de octubre de 1965. En esos días, sin previo aviso, el viejo Pons había disparado un anuncio clasificado letal en el diario, ofertando la esquina al mejor postor. Al principio, mi mamá sintió el clasificado como un cuchillo sin filo y oxidado perforándole el corazón, pero, días después, se convirtió en su mejor motivación para alcanzar el objetivo. Recortó el rezo de mi estampita “Jesús conserva mi alma blanca como la hostia que hoy recibo”, y lo juntó con las oraciones de Gerardo y mis nonos. Pensó que la triple oración llegaría más alto y que la esquina no se le escaparía. Pegó la plegaria en dos páginas en mariposa en la libretita amarilla de sus intimidades y, al pie, escribió con fe y esperanza: “Dios querido, ayúdanos a comprar la esquina”.
 
A la mañana siguiente me engominó, me echó perfume de pies a cabeza y me ordenó que la siguiera: “vamos, hay que sacarte la foto de Comunión”.
 
Llegamos a la casa de óptica y fotografía de Bucco y Curiotto en el centro y tuvimos que hacer cola por media cuadra. El negocio estaba atestado de padres y chicos, se celebraban comuniones en muchas escuelas.
 
–Por fin alguien bien peinado – exclamó la señora Dorita Curiotto que revisaba la fila con peine en mano para que todos los chicos llegaran prolijos al estudio de su marido –¿cuántos hijos tiene?
–Dos, uno mayorcito y este, el Nenucho. ¿Se acuerda que su esposo le sacó un retrato cuando cumplió un año?
–Saca a tantos chicos... ¿Va por la nena?
–No creo, todo cuesta tanto. ¿Y usted cuantos tiene?
–Una nena por ahora – respondió y llamó a su hija que apareció con una vincha blanca y el pelo lacio hasta la cintura abrazada a una muñeca tan grande como ella –Pilín vení a saludar a la señora.
–¡Qué lindo nombre!, y es tan linda y coqueta con ese pomponcito – dijo mi mamá tocándole la naricita –nunca escuché ese nombre.
–Es sobrenombre. Se llama Graciela y como era la más gurrumina de la familia su nona María le puso Pilín y así quedó.
–Igual que a él – dijo mi mamá –al cuete le pusimos Ricardo. Yo lo llamo Nenucho, su hermano y mi esposo le dicen Nenito y los chicos en la escuela le dicen Kaiá.
 
Después de posar de mil maneras para don José Curiotto, le pedí a mi mamá que me compre una lupa que en la vidriera cacareaba: “La leyenda de Sherlock Holmes comenzó con esta lupa”. Mi mamá movió la cabeza en desaprobación y luego dudó: “¿seguro que querés esto de regalo de Comunión?”.
 
Al regresar del centro nos detuvimos de Burmeister Lamberghini. Los discos eran otra de sus debilidades como las recetas de cocina. Quería comprar “Amor” de Edye Gorme y el Trío los Panchos que la enloquecía cada tarde por Radio Nacional. La vendedora puso el disco y un minuto después mi mamá, todavía meneándose y con los ojos cerrados, me dijo: “qué sorpresita que le vamos a dar a tu padre”. Yo era el sorprendido, estábamos en octubre y mi mamá compraba como Niño Dios en Navidad.
 
Cuando mi papá llegó de la oficina, mi mamá hizo mímica mientras la Gorme cantaba a todo volumen Piel Canela. Con un tenedor lo hincó en el pecho a saltitos mientras modulaba los labios con la letra de fondo: “me importas tú y tú y tú y sooooooolamente tú.... y naaaaaaaadie más que tú”. A mi papá le gustó el jueguito y quiso apretarla a su lado. Ella pegó un corcoveo hacia atrás y con pasitos rápidos y rítmicos le prometió “… cuaaaaando vuuuueeeelva a tu ladooooo…”.
 
Mi mamá movió la púa al surco de Media Vuelta y ejerció todas sus dotes teatrales al estilo Niní Marshall. Mientras la Gorme gritaba por los parlantes “te vas porque yo quiero que te vayas”, se tiró un mechón sobre la frente, se subió la pollera a medio muslo por arriba de la rodilla y mostrando escote con aire de Brigitte Bardot gesticuló para que mi papá se pusiera de pie. Apenas lo hizo, lo empujó de nuevo contra el asiento y le cantó “a la hora que yo quiera te detengo” con una señal de pare como agente de tránsito. A esa altura mi papá se estaba babeando como un perro ante un trozo de bofe e intentó meter mano debajo de la pollera. “Ay ay ay, qué fácil que son los hombres, un poco de corcoveos y ya piensan mal”, dijo entre carcajadas mi mamá. “Ponete a comer, se acabó la fiesta”.
 
Después de almorzar se recostaron acaramelados en los silloncitos con una copa de vino blanco. Repasaron unos temas viejos de Luis Aguilé y agotaron al pobre Frank Sinatra que les cantó como veinte veces Only the Lonely. Mientras tanto, mi hermano miraba todo por un agujerito en el puño como le había enseñado Borgarello para captar luces y sombras y yo, lupa en mano, me puse a investigar como Sherlock Holmes el misterio que me tenía a maltraer desde hacía años: una manchita oscura sobre el vestido de novia de mi mamá y una clarita sobre el traje oscuro de mi papá.
 
–Mami, mami. Vení, mirá lo que tenés aquí.
–Por Dios, salí de ahí porca vaca. Andate al patio con esa lupa.
 
No entendí porque se había molestado que investigara la foto de su casamiento. Esa siesta paré la oreja detrás de la puerta del dormitorio y descubrí con el oído lo que no había podido captar a simple vista por tantos años.
 
–El Nenucho descubrió los cascarudos en la foto de casamiento. Acordate que son los bichos que traen mala suerte. Le trajeron un montón de pestes y maldiciones a los egipcios.
–Pero vieja seguís obsesionada por esa boludez. Siempre con tus supersticiones. Son unos bichitos nada más, dejá de joder.
–¡Qué te hacés ahora!, ¿yo soy la supersticiosa?, vos sos el que crees en los ovnis y frunciste el traste como nadie cuando se nos apareció la luz mala en Eustolia.
 
Al día siguiente comprobé que mi mamá tenía razón. Los cascarudos traían mala suerte.
 
Mi papá le pidió repasar los ahorros del pasado y calcular los de futuro. Quería saber cuándo podrían ir del viejo Pons a hacerle la “oferta irresistible”, es decir, pagar un sobreprecio para ganarle a otros contendientes. Cuando tocó el turno de revisar las cuentas por cobrar en la libretita roja del fiado, mi papá notó que mi mamá saltaba algunas páginas más a propósito que por descuidada.
 
Se la arrebató de un zarpazo.
 
–Devolvémela – gritó sorprendida.
–¡No me jodas! ¡¿Todo esto te deben?! – dijo mi papá después de un paneo rápido por más de cien páginas –¡aquí todos chupan gratis!
–¡No es para tanto!
–Cómo que no es para tanto. Por favor Tota, manejás este negocio como si fuera la Casa del Niño o el Cotolengo don Orione. Dejale la caridad a los demás.
–Claro, ahora yo tengo la culpa. Me dejaste sola en este loquero.
–No me cambies de tema. Me fui a trabajar afuera porque queríamos tener otro ingreso. Pero ahora me doy cuenta que soy el único que trae un mango a esta casa.
–No te mandes la parte. ¿Quién creés que compra la comida, la ropa, que mantiene la casa y paga los Maristas? Todo salen de estas – dijo mi mamá agitándole sus manos a la altura de la cara.
–Ese no es el punto. Si hubieras fiado menos o cobrado la mitad de lo que te deben ya tendríamos la esquina hace rato.
–Ya les voy a cobrar.
–¡¿A estos tres?!, ¡haceme el favor! – dijo mi papá señalando los nombres de tres clientes que ya habían muerto, –si me fijo bien seguro que tenés más fiado en el cementerio que en la calle. ¡Sos un desastre!, ¡estamos fundidos!
–Fundidos las pelotas, dejá de exagerar – retrucó mi mamá.
 
Mi papá estampó la libreta roja sobre la mesa, pegó un portazo y enfiló hacia el cine Mayo. La cartelera anunciaba “El Dorado” de John Wayne con promesa de muchos tiros y líos a rabiar. No sintió un solo tiro ni leyó los subtítulos, pero se tranquilizó. Ir al cine lo distraía y lo sedaba tanto como el olor a azúcar quemado.
 
Volvió sereno antes de que terminara la película. Mi mamá lo esperó con unas conciliadoras milanesas a caballo con papas al horno. Y con una sonrisa de oreja a oreja y una pizca de ironía, le soltó una oración antes de que pruebe un bocado: “¿Fundidos?, sentate y agarrate. Te tengo una sorpresa”.

Mis primos en las Bodas de Oro de mis nonos. Estoy a la derecha, el más gurrumino, al lado de mi
hermano. En el centro, los más pequeños son mis primos Raúl y Marta Trossero.

Mi Primera Comunión en 1965 en la escual de los Hermanos Maristas. Yo en primer plano a la izq.
con mis amigos Eduardo Felizia y Genesio.



 





lunes, 2 de agosto de 2021

Los pies azules y el rincón del Manya

Un retrato de mi mamá en carbonilla realizado por mi hermano Gerardo

La vida en nuestros dormitorios era diferente según fuera de día o de noche.
 
Durante el día había mucha vitalidad. Mi hermano practicaba con sus pinceles, mi papá escuchaba relatos de países lejanos en la radio de onda corta y mi mamá aplicaba sus destrezas de medicina casera. Se apoyaba con un botiquín lleno de ventosas para succionar los espasmos de espalda, dientes de ajo para espantar los parásitos y un ramillete de yuyitos serranos que le ayudaban a tirar el cuerito para curar los empachos. Todo formaba una mezcolanza de olores agridulces que se acentuaba con el perfume de la cera de los pisos que religiosamente se enceraban cada quince días y con la fragancia a tomate fresco y papa cruda para aliviar las quemaduras de sol.
 
Sobre la biblioteca descansaban dos coloridas pelotas inflables de alguna playa que todavía no habíamos visitado y dos pilas de libros. Una era de mi hermano con libros de arte de Rembrandt y de Miguel Pablo Borgarello y otra contenía los de “lectura obligatoria” como mi mamá definía a “Mi Platero y yo” y “Narciso y Goldmundo”.
 
La noche era otro cantar. De por sí los dormitorios eran oscuros en contraste con el luminoso living comedor. Un par de claraboyas no atrapaban luz suficiente y los muebles de estilo provenzal y los pisos de madera color tierra mojada hacían que todo pareciera tan denso y tétrico como una selva enmarañada en medio de la noche.
 
Apenas mi hermano apagaba el velador me hacía una bolita debajo de las cobijas para que no me vieran los espíritus de todos los muertos de la familia y no me encontraran los fantasmas que vivían debajo de mi cama o caminaban como gatos por los techos.
 
Una de esas noches sin luna, un chillido desgarrador como de chancho antes de que lo degollaran en el matadero nos arrancó de la cama. Provenía de la puerta que conectaba con el dormitorio de mis padres.
 
–Tota despertate dijo mi papá abrazándola.
–No estoy dormida. Soltame.
–¡¿De nuevo soñaste con él?!
_No soñé. Me sacó las frazadas – dijo mi mamá, refregándose los pies azules por el frío y pidiéndole que le preste la bolsita de agua caliente.
–Por favor Tota, el pobre Manya hace meses que se murió.
–Me amenazó mil veces. Me repetía que volvería para asustarme: “cuando me muera le vuá a tirar las patas por abajo la frazada”. ¡Qué viejo jodido! – dijo mi mamá deslizándose las manos por los brazos para quitarse la piel de gallina.
–Bah bah, haceme el favor. Lo quisiste más que a tu papá. Mirá si va a querer asustarte.
–El Manya quiere que me acuerde él, te aseguro.
–Dejate de pavadas. Nadie vuelve del más allá.
–Livio, los espíritus existen. Acordate del Tito y del Juancín – dijo convencida, aludiendo a cuentos de familia de cuando los muertos les hablaban a los vivos.
 
Mi tío Tito contaba que la nona Antonia, su mamá, le había enviado una señal antes de morir. Cuando le anunciaron que ella estaba muy grave, viajó en tren de Tucumán a Clucellas para despedirla. Por la mañana, lo despertaron con unos golpes secos en la puerta de su camarote. Abrió y no vio a nadie. Miró la hora. Eran las 7:10 de la mañana. Cuando llegó a Clucellas le dijeron que la nona había pegado su último suspiro a las 7:10 clavadas. “Se acordó de mí, es la mejor herencia que me dejó”, repetía con orgullo.
 
Similar mensaje recibió mi primo Juancín en el bar de Eustolia. Su hermana Norma, de 17 años, decidió que la simple operación de amígdalas se la debía practicar el “médico más churro de María Juana”. El día de la operación, Juancín estaba atendiendo detrás del mostrador cuando de pronto sintió que desde atrás le pegaron una cachetada en la frente. Se dio vuelta para defenderse, pero solo encontró la estantería llena de botellas. Eran las 11:15 de la mañana, la hora exacta en que mi prima murió por un exceso de anestesia.
 
Aquellas historias a las que se le sumaron el grito de mi mamá y el temor a que el Manya me saque también a mí la frazada de los pies agrandaron mi repertorio de miedos. Sin embargo, lo que más aterraba eran los recuerdos de los velorios de la familia. Tenía pegado en la punta de la nariz el olor a velas mezclado con el perfume de jazmines y el de la soldadura con la que sellaban los cajones. Me impresionaba pensar en los pedestales plateados de los que colgaban las coronas igualitos a los del castillo de Drácula. También recordar el murmullo del rezo del Rosario me paraba los pelos de la nuca, sobre todo, porque me veía abriéndome paso entre mis tías para llegar a primera fila. Desde ahí, miraba fijo a los orificios de la nariz para ver si era verdad que el alma se escapaba del cuerpo unos segundos antes de que cerraran el ataúd.
 
Con el tiempo los miedos no desaparecieron como pensaba, pero logré controlarlos. Trataba de dormirme antes de que mi hermano apagara la luz o me destapaba a propósito para que mi mamá viniera a taparme en medio de la oscuridad. Las noches que mejor dormí fue cuando mi mamá ordenó dejar “todas las luces prendidas” tras no perderse ni un solo episodio de Narciso Ibáñez Menta en “El hombre que volvió de la muerte”.
 
El rincón del Manya
 
Aquella mañana del chillido y los pies azules, mi mamá se levantó resuelta a rendirle más honores al Manya.
 
–Se lo merece pobre viejo.
–Se lo merece o lo querés hacer para que no se te aparezca de nuevo a tirarte la frazada por las patas – soltó mi papá a las carcajadas.
–No seas desalmado – dijo mi mamá sonriente y sorprendida de que le deschavaran su doble objetivo.
 
Esa mañana creyó que el Manya le seguía enviando señales. El primer cliente que entró al bar fue un miembro del Concejo Deliberante de la ciudad. Miró para arriba y se sorprendió de pensar con los mismos términos futboleros que el Manya: “a este le voy a meter un gol de emboquillada”.
 
–¿Conoció al Manya Luna? – le preguntó al concejal mientras le servía una caña Legui.
–Por supuesto. De chico mi papá me llevaba a verlo todos los sábados. Metía unos golazos bárbaros.
–Usted que sabe mucho de la ciudad, ¿no cree que se le pueda rendir un homenaje?
–Buena idea. ¿Qué tipo de homenaje?
–No sé. ¿Usted qué cree? – le preguntó mi mamá con la intención de que el concejal empuje el homenaje como idea propia.
–¿Una buena placa en el cementerio? – trató de adivinar el concejal.
–Eso es más para la familia. Necesitamos algo más. ¿No le parece ponerle el nombre de Manya Luna a esta calle?
–¿Cuál calle? ¡¿La Iturraspe?! – preguntó el concejal desconcertado.
–Sí, o la Perú.
 
El concejal hizo una pausa y tomó un sorbo de caña antes de contestar. No estaba seguro si era una broma o si mi mamá hablaba en serio. En todo caso, eligió las palabras correctas para no ofender.
 
–Con todo respeto doña. Se puede pensar en algo, pero no van a sacar el nombre del fundador de la ciudad o tampoco el del tercer país que liberó San Martín, ni siquiera para poner el nombre de Carlos Gardel.
 
Mi mamá sintió que le habían sacado limpiamente la pelota de los pies. Entendió el argumento y pensó que había exagerado, pero como no le gustaba darse por vencida, esa noche lanzó otra ofensiva contra mi papá. Primero le contó lo desahuciada que había quedado con la respuesta del concejal y terminó tirándose con los tapones de punta.
 
–Livio, ayudame a escribir una carta.
–¿Para quién?
–Para el intendente.
–¡Te hacés o estás chiflada!, si querés te hago una para el presidente también – bromeó mi papá.
–¡¿Qué?! No puedo porque soy mujer, porque atiendo un bar, porque no soy un político. Vos también, ¡por favor!
 –Pará, pará. No te embales – dijo mi papá y por temor a una trifulca, reaccionó como ella hubiese querido –contame. ¿Qué querés ponerle?
–Decile que entiendo que no se puede nombrar una calle y bla bla y bla lo que vos ya sabés. Agregale que le dejo vía libre a la municipalidad para que elijan ellos el mejor homenaje. De repente se embalan, quien te dice.
–Dejámelo a mí – dijo mi papá y se puso a escribir de cabeza como si estuviera creando tangos y milongas para el libro de recetas de mi mamá.
 
Después de contar en siete frases largas la historia del Manya, remató la carta con dos párrafos que creyó que cerraban con moño: “Este homenaje podría ser la primera historia de un museo de la ciudad donde queden registrados los aportes y las vidas de los ciudadanos emblemáticos, no solo los importantes, sino también los más populares y queridos”.
 
“Sr. Intendente esto ayudará a la salud emocional de todos ya que la felicidad no solo se alcanza con trabajo y con obras públicas, sino también por incentivar a la gente a ser buenas personas como lo era este gran hombre. Que la bocacalle de Iturraspe y Perú se llame Manya Luna o plantar un jacarandá en su nombre en el Parque Cincuentenario puede ser un buen homenaje. Imagínese un árbol por cada buen ciudadano que muere, en pocos años San Francisco será la ciudad más verde y bella de todo el país”.
 
Entusiasmado le leyó la carta a mi mamá. Ella miró para arriba para saborear mejor cada palabra y se le encendieron los ojitos. Le pidió agregar un párrafo como “broche de oro”.
 
–Ponele algo así como “no podemos permitir que solo los políticos se puedan hacer estatuas a sí mismos. Ya tenemos demasiados ídolos con pie de barro”.
–Tota por favor. ¡¿Te crees de la oposición o qué?! Lo estás invitando a tirar la carta a la basura. Tenés que ser diplomática.
–Diplomática las pelotas, que arreglen las calles y además el agua sale con gusto a cloro. ¡No me digas que te achicaste!
–Para nada, pero no mezcles las cosas. Estás pidiendo un homenaje y lo estás espantando al pobre tipo. Lo pones a la defensiva al pedo. Mirá si te contesta “doña, y usted que lo quiere tanto porque no se deja de joder y cambia el nombre al bar, en vez de Bar Nueva Pompeya que se llame Bar Manya Luna”.
–Siempre el mismo hereje vos. Con lo que nos ayudó la Virgen. ¿Cómo se te ocurre?
–Yo no fui. Fue el intendente – contestó mi papá a puras carcajadas.
 
Mi mamá se sintió atrapada, sin salida. Le pidió a mi papá que no lleve la carta hasta nuevo aviso: “ya se me ocurrirá algo”. Pensó que debía hacer algo más por el Manya. Especuló que no era suficiente haber escrito una receta de cocina en su honor, “El feliz otoño de la vida”, y haber cerrado el bar dos días por duelo.
 
Dio vueltas y vueltas con el tema en la cabeza hasta que se dio cuenta que el próximo homenaje había estado por largo rato frente a sus narices. Acomodó la silla del Manya en un rincón entre la pared y el mostrador principal donde él se sentaba a degustar su copa de Viejo Viñedo. Y por lo bajo dijo la frase que esa mañana repitió como disco rayado a los treinta y siete clientes que entraron antes del mediodía: “no puede sentarse ahí, ese es el rincón del Manya”.
 
Tiempo después y con la ayuda de mis maestros en la escuela le escribí una poesía al Manya. Sentí que debía sumarme a todos los honores que se le rendían en la familia, desde los de mi mamá hasta los de mi papá y mi hermano con sus múltiples retratos con los que inmortalizó al Manya como si se tratara del prócer más querido de la historia.
 
No me resultó fácil escribir una poesía ya que mis notas en Lenguaje eran tan bajas como en Matemáticas. Los primeros versos me salieron desparejos, sin rima ni ritmo, y con más sílabas que un libro a las que mi maestro tachó sin piedad. Muchos coscorrones más adelante terminé de escribir una poesía métrica con versos octosílabos como el mejor aprendiz de Bécquer. Di vueltas varios días en busca del título, hasta que mi maestro, el hermano Antonio, tras una ardua indagatoria, logró sacarme el título con tirabuzón. Titulé con la frase que lo llamaba al Manya cada vez que quería que me pateara penales o me corra por el patio: “¡Che Manya”!
 
Te fuiste sin vacilar               
Al cielo fuiste a emigrar                 
Abandonaste el Pompeya             
Te extrañamos en el bar
 
Recordaré tus deseos
Extrañaré tus consejos
Detrás mío en el Pompeya
Alma en busca de sosiegos
 
Sombrerito arrabalero
Refugio en el limonero
Indómito en el Pompeya
Compadrito y aventurero
 
Te pretenderán honrar
Quieres tu propio lugar
Tu rincón en el Pompeya
Jamás podrán olvidar
 
Cuando terminé de leérsela a mi mamá, se puso a llorar como cuando mi papá le leyó los tangos y milongas de “Cuatro estaciones”. Aunque no le salió palabra alguna, interpreté un “gracias Nenuchín” por el fuerte abrazo con el casi me rompe las costillas.
 
Esa noche aliviada y habiéndole contado los detalles de todos los honores propios y ajenos a mi papá, sintió que iría por más, todavía quería meter un gol de media cancha para quedar satisfecha del todo.
 
–Livio, tengo el mejor homenaje para el Manya.
–¿Qué se te ocurrió ahora? A ver, contame – dijo mi papá con cierto resquemor y un suspiro prolongado.
–Tenemos que apurarnos.
–¿Apurarnos para qué?
–El Manya tiene un miedo bárbaro que nos tengamos que ir de esta esquina. Aquí tiene su lugar en este mundo, tiene su rincón.
–Explicate mejor – dijo mi papá desconcertado.
–Tenemos que comprar esta esquina, tenemos que apurarnos antes que la compre otro – dijo mi mamá decidida.
 
Mi papá sacudió la cabeza para los costados en señal de incredulidad y se echó a reír con ganas. Disfrutaba que ella, como siempre, lo envolviera con sus mañas con tal de salirse con la suya.

Uno de los primeros bocetos que hizo mi hermano
Gerardo del Manya Luna, antes de retratarlo de mil formas


EPÍLOGO: la última carta

Párrafos de la última carta que me envió mi mamá en octubre de 1994. Aferrada a su fe, me pedía que visitara a especialistas en Miami para q...