Apenas iniciada la jornada en el bar, mi mamá regalaba un primer “buenos díííaaasss” a sus personajes preferidos: a su mandadero el Manya Luna; al Piojo, su mascota parlanchina y a su “amiga más querida”, la Virgen del Rosario de Nueva Pompeya, quien controlaba todo lo que sucedía a sus pies.
Retrato del Manya Luna que hizo mi hermano Gerardo. |
¡Dicho y hecho! Al día siguiente amaneció con el
cachete inflado y un pinchazo agudo que le bajaba desde la muela hasta la punta
del dedo gordo del pie. Fue al salón del bar, saludó al Manya y al Piojo y cuando
le estaba por tocar el turno a Ella, en vez del hola cómplice, le espetó
malhumorada: “no era para tanto”. Yo vi cuando la Virgen le guiñó un ojo al Niño
Jesús y a mi mamá salir rajando hacia el Emilio Cornaglia, el dentista del
barrio.
Extirpado el dolor de raíz, contaba la anécdota todos
los días para demostrar “todo lo que hace una madre por un hijo” y, sobre todo,
para que se supiera que tenía línea directa con la Patrona del bar. “Después de
lo que me hizo ya no le rezo, ahora la castigo yo”, recitaba jactanciosa,
alardeando su amistad.
A los pies de la Virgen, la mesa de mi mamá también
servía de pila bautismal. Mi hermano solía oficiar de Juan el Bautista chantándome
nombres y sobrenombres a diestra y siniestra. Pocos días antes de que yo naciera,
la discusión entre mis padres pasaba por Juan, Félix, Emilio o Mario. En caso
de nena habían acordado Analía, pero la panza puntiaguda les obligaba a negociar
un nombre de varón.
–Gerardo ¿qué nombre te gusta? –le preguntó mi mamá.
–Ricardo Elvio –soltó espontáneo mi hermano uniendo
los primeros nombres de los hermanos Ronconi y convencido que vendría varón.
–Me encanta –asintió mi mamá– son distinguidos.

Mi hermano Gerardo en la vereda del bar.
Mi hermano también me apodó Nenucho. El sobrenombre lo
ligué mientras gateaba entre sifones, cajones de alambre y botellones de
cerveza, con el que me comenzaron a llamar mi mamá y sus clientes de más
confianza, los changarines y los madrugadores. Otro apodo surgió el día de la
muela. El Manya, con quien competíamos por la atención de mi mamá, soltó un
despiadado “¡mirá el nenito, mirá cómo se hace el nenito ese grandulón!” cuando
me vio llorisqueando, queriéndome acurrucar como mortadela entre mi mamá y el
respaldar de su silla. Mi hermano que cazaba todo lo que revoloteaba, cazó el
Nenito al vuelo y, a partir de allí, él y mi papá, además de los gauchos y chacareros,
me llamaban de ese modo.


Yo, posando en la esquina.
Luego apareció el Kaiaio, el sobrenombre que prefirieron
mis amigos y hasta los clientes de la mesa de mi papá. Yo todavía balbuceaba,
pese a que mi mamá insistía con leerme las Fabulandia para que “aprendas a
hablar bien”. Ni modo, a mí me salía “teño tido” por tengo frío, “dutasno” por
durazno y el “estoy cansado” vaticinaba una pronta vomitada o que ensuciaría
los pantaloncitos. Un día solté un “mami, mami... un kaiaio” cuando descubrí el
caballo rampante de Facundo Quiroga en la etiqueta del vino Facundo. Gerardo el
Bautista tomó de ahí el Kaiaio, apodo que luego sus amigos podaron y
universalizaron como Kaiá.

El borracho
Para que no se enfadara la Virgen, mi mamá trataba
de esconder o disimular algunos excesos de copas que detectaba en el acto. Los
callados hablaban hasta por los codos, los charlatanes se ensimismaban, los tristes
se reían a carcajadas y los graciosos llorisqueaban a moco tendido. Apenas notaba
esos cambios de conducta, mi mamá cortaba los víveres y el paso hacia el bañito
del patio, excusa para que no pasaran debajo de la Virgen. Y con un rápido e
imperceptible movimiento de ojos hacia la salida, le pedía al Manya “empújelo
pa’ fuera”. Apenas leíamos la sentencia, con mi hermano salíamos disparados
para contar cuántos zigzags harían la víctima y su bicicleta antes de llegar a
la próxima esquina.
Solo un borracho estaba permitido en el bar. Lo había traído mi tío Tito una vez que viajó con el Ringling Brothers a Mendoza. Mi mamá le buscó el mejor lugar, pero tuvo la astucia de ponerlo del otro lado de la heladera para que la Virgen no lo viera. La alcancía de yeso de cuarenta centímetros de alto posaba estoica y a sus anchas sobre la estantería principal entre botellas de ajenjo Alhambra, ginebra Llave, anís Ocho Hermanos y Ferroquina. El borracho estaba abrazado a un tronco en cuya base se leía: “A Mendoza fui y así volví. Viva el vino tinto”. El Manya lo llamaba “mi compadre de copas” y estaba seguro de que si hablara podría delatar a los ladronzuelos que se dieron el banquete de salamines y a quienes plantaron los papelitos de la quiniela.

Pintura en acrílico que
hice años después
sobre el borracho de yeso.
Al lado de la estantería que patroneaba el borracho de yeso, una
vitrina con puertas corredizas de vidrio guardaba los mejores menjunjes de mi
mamá. Frascos y botellones rebosantes de aceitunas, mondongo con perejil y verduras
agrias de todos los colores con los que acompañaba vasos generosos de Gancia,
Cynar y Cinzano. Ahí también reposaba la libreta azul cargada de recetas que
muchos clientes se lamían por descifrar. No estaban satisfechos con un par mezquino
de recetas para las fiestas patrias y religiosas que ella les regalaba. Querían
saber todos los secretos de aquella libreta que, al abrirla, despedía los
mejores aromas de la cocina. Si en la roja del fiado estaba su vida, en esta
azul estaba su alma, por eso la tituló con el consejo que su mamá, la nona
Antonia, le había regalado para que tenga un matrimonio feliz: “Lo salado mejora la digestión; pero lo dulzón ablanda
el corazón”.

hice años después
sobre el borracho de yeso.