jueves, 25 de febrero de 2021

La Virgen, el borracho y mi hermano el bautista

Apenas iniciada la jornada en el bar, mi mamá regalaba un primer “buenos díííaaasss” a sus personajes preferidos: a su mandadero el Manya Luna; al Piojo, su mascota parlanchina y a su “amiga más querida”, la Virgen del Rosario de Nueva Pompeya, quien controlaba todo lo que sucedía a sus pies.

Retrato del Manya Luna que
hizo mi hermano Gerardo. 

El Manya y el Piojo le reciprocaban un resonante “buenos días doña Tota”. En cambio, la Virgen, colgada en su trono sobre la puerta que daba al patio, le devolvía una sonrisa protectora asegurándole un día sin sobresaltos. También Ella, con la confianza de amiga íntima, le solía gastar algunas bromas. Un día que yo no aguantaba el dolor de una carie tan profunda como un aljibe, mi mamá alardeó con tener el remedio milagroso. Mientras me metía un pedacito de Geniol dentro del cráter, la miró fijo y le imploró con devoción: “Por favor virgencita querida, pasame el dolor a mí”.


¡Dicho y hecho! Al día siguiente amaneció con el cachete inflado y un pinchazo agudo que le bajaba desde la muela hasta la punta del dedo gordo del pie. Fue al salón del bar, saludó al Manya y al Piojo y cuando le estaba por tocar el turno a Ella, en vez del hola cómplice, le espetó malhumorada: “no era para tanto”. Yo vi cuando la Virgen le guiñó un ojo al Niño Jesús y a mi mamá salir rajando hacia el Emilio Cornaglia, el dentista del barrio.

Extirpado el dolor de raíz, contaba la anécdota todos los días para demostrar “todo lo que hace una madre por un hijo” y, sobre todo, para que se supiera que tenía línea directa con la Patrona del bar. “Después de lo que me hizo ya no le rezo, ahora la castigo yo”, recitaba jactanciosa, alardeando su amistad.

A los pies de la Virgen, la mesa de mi mamá también servía de pila bautismal. Mi hermano solía oficiar de Juan el Bautista chantándome nombres y sobrenombres a diestra y siniestra. Pocos días antes de que yo naciera, la discusión entre mis padres pasaba por Juan, Félix, Emilio o Mario. En caso de nena habían acordado Analía, pero la panza puntiaguda les obligaba a negociar un nombre de varón.

–Gerardo ¿qué nombre te gusta? –le preguntó mi mamá.
Ricardo Elvio –soltó espontáneo mi hermano uniendo los primeros nombres de los hermanos Ronconi y convencido que vendría varón.
Me encanta –asintió mi mamáson distinguidos.


Mi hermano Gerardo en la vereda del bar.
Mi hermano también me apodó Nenucho. El sobrenombre lo ligué mientras gateaba entre sifones, cajones de alambre y botellones de cerveza, con el que me comenzaron a llamar mi mamá y sus clientes de más confianza, los changarines y los madrugadores. Otro apodo surgió el día de la muela. El Manya, con quien competíamos por la atención de mi mamá, soltó un despiadado “¡mirá el nenito, mirá cómo se hace el nenito ese grandulón!” cuando me vio llorisqueando, queriéndome acurrucar como mortadela entre mi mamá y el respaldar de su silla. Mi hermano que cazaba todo lo que revoloteaba, cazó el Nenito al vuelo y, a partir de allí, él y mi papá, además de los gauchos y chacareros, me llamaban de ese modo.


Yo, posando en la esquina.

Luego apareció el Kaiaio, el sobrenombre que prefirieron mis amigos y hasta los clientes de la mesa de mi papá. Yo todavía balbuceaba, pese a que mi mamá insistía con leerme las Fabulandia para que “aprendas a hablar bien”. Ni modo, a mí me salía “teño tido” por tengo frío, “dutasno” por durazno y el “estoy cansado” vaticinaba una pronta vomitada o que ensuciaría los pantaloncitos. Un día solté un “mami, mami... un kaiaio” cuando descubrí el caballo rampante de Facundo Quiroga en la etiqueta del vino Facundo. Gerardo el Bautista tomó de ahí el Kaiaio, apodo que luego sus amigos podaron y universalizaron como Kaiá.

El borracho

Para que no se enfadara la Virgen, mi mamá trataba de esconder o disimular algunos excesos de copas que detectaba en el acto. Los callados hablaban hasta por los codos, los charlatanes se ensimismaban, los tristes se reían a carcajadas y los graciosos llorisqueaban a moco tendido. Apenas notaba esos cambios de conducta, mi mamá cortaba los víveres y el paso hacia el bañito del patio, excusa para que no pasaran debajo de la Virgen. Y con un rápido e imperceptible movimiento de ojos hacia la salida, le pedía al Manya “empújelo pa’ fuera”. Apenas leíamos la sentencia, con mi hermano salíamos disparados para contar cuántos zigzags harían la víctima y su bicicleta antes de llegar a la próxima esquina.

Solo un borracho estaba permitido en el bar. Lo había traído mi tío Tito una vez que viajó con el Ringling Brothers a Mendoza. Mi mamá le buscó el mejor lugar, pero tuvo la astucia de ponerlo del otro lado de la heladera para que la Virgen no lo viera. La alcancía de yeso de cuarenta centímetros de alto posaba estoica y a sus anchas sobre la estantería principal entre botellas de ajenjo Alhambra, ginebra Llave, anís Ocho Hermanos y Ferroquina. El borracho estaba abrazado a un tronco en cuya base se leía: “A Mendoza fui y así volví. Viva el vino tinto”. El Manya lo llamaba “mi compadre de copas” y estaba seguro de que si hablara podría delatar a los ladronzuelos que se dieron el banquete de salamines y a quienes plantaron los papelitos de la quiniela.


Pintura en acrílico que
 hice años después
sobre el borracho de yeso.

Al lado de la estantería que patroneaba el borracho de yeso, una vitrina con puertas corredizas de vidrio guardaba los mejores menjunjes de mi mamá. Frascos y botellones rebosantes de aceitunas, mondongo con perejil y verduras agrias de todos los colores con los que acompañaba vasos generosos de Gancia, Cynar y Cinzano. Ahí también reposaba la libreta azul cargada de recetas que muchos clientes se lamían por descifrar. No estaban satisfechos con un par mezquino de recetas para las fiestas patrias y religiosas que ella les regalaba. Querían saber todos los secretos de aquella libreta que, al abrirla, despedía los mejores aromas de la cocina. Si en la roja del fiado estaba su vida, en esta azul estaba su alma, por eso la tituló con el consejo que su mamá, la nona Antonia, le había regalado para que tenga un matrimonio feliz: “Lo salado mejora la digestión; pero lo dulzón ablanda el corazón”.


La vitrina estaba con llave. Era la segunda línea de seguridad por si fallaba la Virgen. No tenía miedo de que alguien le robara sus menudencias, aunque prefería cerciorarse de que yo no volviera por Mejorales, unas pastillitas con sabor áspero a frutilla que devoré a montones un día que me escapé de una siesta pegajosa.

“¡Pero, Madona Santa!” exclamó mi mamá con los ojos fuera de órbita como cuando la sorprendieron los policías. “¿Cuántos comiste?” me preguntó alarmada, cerrando de golpe la vitrina mientras algunas bolsitas de celofán revoloteaban por el aire. Debo haber tragado muchos porque intentó ponerme los dedos en la garganta y le pidió a mi papá correr al Sanatorio Argentino. “Son para chicos” le dijo mi papá evitando el fastidio de salir disparado. Mi mamá quedó intranquila. Me siguió observando todo el día como bacteria bajo microscopio y le pidió al Zorrino que consulte con su curandera.

La mejor pócima para este tipo de intoxicación es un vaso de leche calentito y a la cama –le respondió el Zorrino cuando regresó a la tardecita con el mensaje.

Mi mamá lo miró escéptica como cuando descubrió el agujerito en la puerta de entrada. Intuyó que el Zorrino ni siquiera le había preguntado a la curandera y que inventó el consejo para ligar un medio litro con soda.

¡Por favor! ¿Me cree pavota? –le recriminó mi mamá–, eso lo sabe hasta un nene de un año. Si sigue así lo va a alcanzar a Galera. ¡Pero por favor!

Frente a la heladera que dividía al borracho de la Virgen, estaba el mesón de granito, donde descansaba la cortadora de fiambres y la balanza roja que el Piojo usaba de aposento. Ante ese mostrador recibí una lección para siempre. Mi mamá estaba ofreciendo una Leche Prima a un cliente casual y bien vestido que no reconocí entre el repertorio de personajes. 

“Tengo sabor a chocolate, vainilla, frutilla o...”, y justo cuando adiviné que el cuarto sabor sería el de moca, me adelanté y ofrecí de lo más campante e inocente: “... de moco también”.

El brazo de mi mamá hizo un swing perfecto que fue tomando envión a mil por hora. Me estampó un cachetadón estilo King Kong dejándome grabado cuatro dedos y el anillo de compromiso sobre el cachete. El sopapo no me dolió tanto como la socarrona mirada que me dio el tipo por haberme ganado por nocaut. Quedé inmóvil, no chisté y mientras el sarpullido me quemaba hasta las orejas y el alma, sentí un chorrito calentito que me bajó por la pantorrilla. Rajé al patio con la cola entre las patas y cuando levanté la vista hacia la Virgen también la vi enojada, aunque alcancé a recordarle aquel lamento de mi mamá: “no era para tanto”.  

Mi mamá no era muy pedagoga a la hora de enseñar valores, pero sí pragmática y eficiente. Cada vez que mis berrinches -o los de mi hermano- se hacían insoportables, me tironeaba del pelo o de la oreja, lo que más rápido manoteaba para evitar mi fuga. Me manejaba con unos golpes de muñeca para el lado contrario de donde iba mi cabeza, mientras yo trataba de acercármele en puntitas de pie para que el tironeo doliera menos. Con quebraditas de muñeca, unas para acá y otras para allá, me iba dirigiendo hacia el patio hasta llegar ante la “cámara de tortura”: una canilla de bronce lustroso de la que brotaba una catarata como la del Iguazú, pero helada. Segundos después del chapuzón, mi pataleta comenzaba a amainar y terminaba con una carcajada incontrolable. “¡¿Viste cómo se te pasa el berrinche?! Ahora de penitencia al rincón y a pensar en lo que hiciste”.

El agua helada era suficiente, pero la estrategia del rincón creo que la había copiado de sus padres que debieron hacer malabares para mantener a raya a sus once hijos. Mi mamá contaba que una vez tuvo que esquivar una pera que le tiró el nono José ante una respuesta irrespetuosa. La pera pegó contra una puerta y explotó como granada repartiendo esquirlas pegajosas por todos los rincones del comedor. “Así nos criaron a nosotros” solía contar, demostrando que sus métodos eran menos bruscos que los del nono.

La pera, el plantón, el agua fría y aquel cachetadón de película que me siguió doliendo por años, eran fiel evidencia de cómo la disciplina se venía trasmitiendo desde generaciones pasadas. También había un “¡miren que voy para allá!”, grito preferido con el que mi mamá trataba de terminar las frecuentes guerras campales en la que nos enfrascábamos con mi hermano a la hora de la siesta.

Solíamos jugar a tirarnos cascotes a la distancia, ejercicio con el que mi hermano medía como iban creciendo mis fuerzas. Una mañana me lanzó uno que no puede esquivar. El chichón se infló como el Everest y entré al bar abombado y zigzagueante como las bicicletas de los borrachines.

¡Qué pasó! ¡qué pasó! hijito de Dios, ¡qué pasó! –gritó mi mamá reventando los tímpanos a medio mundo.
–Gerardo me tiró un cascote –respondí, culpando a mi hermano por el Everest y por un montón de cosas más.

Mi hermano salió rajando y mi papá detrás de él. Lo alcanzó a media cuadra rumbo al Molino Tampieri. Mi hermano no se entregaría fácil, pero mi papá lo atrajo con el mismo ardid que usó para arrebatarle el revólver 38 al Hugo Quichi en aquella despedida de solteros: “Vení para acá o llamo a la policía”.
A la siesta, ya recompuesto del mareo y contento porque mi hermano tenía la cola colorada y sarpullida, tuve que seguir defendiéndome.

No te tiré a propósito –me recriminó con rabia.
Ya sé.
¿Entonces por qué me acusaste?, ¡mariquita! ─me dijo comiéndose las palabras para que no lo escucharan desde el dormitorio contiguo.
¡Qué te importa! más mariquita sos vos.

Mi hermano brincó de su cama listo para abalanzarse sobre mí, pero, gracias a Dios, las tablas crujientes del piso me salvaron como campanita en ring de boxeo.

─¡Porca miseria! ¡Duerman! gritó mi mamá desde su dormitorio afinando la voz para que la orden taladre más convincente─. ¡Miren que voy para allá!

Me acurruqué debajo de las cobijas y mi hermano, así como todo, absolutamente todo, quedó paralizado.


viernes, 12 de febrero de 2021

¿Por qué San Francisco?

Mi papá junto a sus papá, los nonos
Juan Félix y Chinta.
Era un día de fines de febrero de 1941, plomizo y sofocante. Empezó a garuar finito y la gramilla a despedir su aroma a verde fresco. A todos les preocupaba que se empape el colchón sobre el techo del lustroso Ford 40 de don Ángel Godino, amigo de la familia.

Mi papá, con 12 años radiantes, de pantaloncitos cortos y engominado hacia la derecha, estaba a minuto de subirse al auto. Mis nonos, Juan Félix Trotti y Jacinta Forno, la nona Chinta, lo habían anotado como pupilo en el Instituto Sagrado Corazón de los Hermanos Maristas de San Francisco. Les costaría mucho, pero se sacrificarían porque mi papá había terminado en la escuela estatal 483 de Colonia Eustolia con el mejor promedio de quinto y último grado y, en aritmética, no se recordaba un alumno así desde que Rodolfo Brühl había fundado la comuna en 1888. La maestra les venía insistiendo que el futuro del flaquito Livio estaba en los números y no como boyero en el tambo. Apuntaba para perito mercantil “y ojalá para algo más”.

Todos estaban ansiosos por la despedida. De repente, mi nona Chinta estalló en gritos como llorona de velorio. No quería desprenderse de su benjamín, once años menor que los mellizos Emilio y Lucho y trece menos que Rosita. Quizás lo sobreprotegía porque había llegado “por accidente” a sus 36 años en una clínica del pueblo Sastre con algunos sustos el 27 de enero de 1929. Su impulso repentino tenía una justificación profunda. A sus 48 años, nacida en 1892 en Eustolia, temía que se prolongara su tragedia si mi papá abandonaba el nido. Su primer esposo había muerto tragado por una máquina cosechadora que tiñó los trigales de un rojo ruidoso que le perforó por años la memoria.

Mi nono Juan Félix la abrazó fuerte para contenerla, pero ella no pudo ni quiso contenerse. Pretendía el escarmiento.

I von a meuri (me voy a morir) ─chilló mi nona en un piamontés duro ─Përchè a dev d'andesse via  por qué se tiene que ir!)

Porca vaca, as va nen an sla lun-a, mach a eut leghe da sì (vaca puerca, no se va a la Luna, solo a ocho leguas de distancia) ─le respondió mi nono.

I pairo pa pi, I pairo pa pi (no puedo más, no puedo más) –gritó –i tornerai mai pi a vëdlo (no lo voy a ver nunca más).

¡Calé giù 'l matarass! (¡bajen el colchón!) –sentenció mi nono resignado, pensando que así evitaría el martirio de los próximos días ch'a resta ant lë stabi (que se quede en el tambo).

Mi papá como marinerito, los nonos y
detrás Emilio (izq.), Rosita y Lucho. 
Mi papá no pataleó. Salió disparado hacia detrás de la casa con la pelota de cuero gastado bajo el brazo. Se quedó mirando como se alejaba el auto de Godino en dirección a San Francisco, vio que la polvareda quedaba suspendida y escuchó su corazón galopar a mil por hora. Se sintió raro, oprimido y al mismo tiempo aliviado. Quería irse, pero quedarse; le atemorizaba irse lejos y solo.

Recién por la noche se dio cuenta que el campo era su destino. Lloró debajo de las cobijas apretado y en silencio hasta dormirse. Por dos días no probó bocado y se desahogó tirándole con la gomera a todo lo que se movía, vacas, gallinas, gorriones y torcazas.

Tres madrugadas más tarde, mi nono lo llevó a ordeñar. Menos enojado, aunque todavía triste, mi papá se juró a sí mismo que algún día se iría a vivir a San Francisco.

Papi esto no me gusta ─le dijo, esquivando terrones de bosta y barro seco.

Te vas a acostumbrar. Los Trotti siempre fuimos de campo.

─Pero el nono también se fue ─le respondió mi papá, evocándole las historias que le contaba sobre el nono Carlo Giovanni que llegó de Italia en 1881.

Mi nono le pegó una palmadita suave en la cabeza y le hizo seña que siga ordeñando; la vaca esperaba y el sol ya estaba por despertar.

La historia de los Trotti tuvo al campo como destino desde épocas remotas en Italia hasta las primeras décadas en Argentina. El nono Juan Félix, nacido en 1889 en el campo en Felicia, había comprado una chacra de varias hectáreas en Eustolia que incluía una casona y un bar de ladrillos rojos que llegaban hasta el cielo. La pudo comprar tras hacer su agosto como capataz de peones en los alrededores de Sastre en un año de cosecha récord.

Mis bisabuelos, Carlo Giovanni Trotti e Isabella Marnelli, inmigraron de jovencitos desde Castellazzo Bormida, provincia de Alessandria, región del Piamonte italiano. Llegaron al Puerto de Buenos Aires con 22 y 20 años y el dolor de haber perdido a un recién nacido, pero gozosos de que Sebastián se mecía entre las aguas del vientre y del mar. Sería su primer hijo y nacería en la tierra prometida.

Carlo Giovanni Trotti y su familia. Mi nono Juan Félix
es el segundo desde la derecha.

Se afincaron en una zona tambera cercana a San Antonio en la provincia de Santa Fe, como muchos “gringos” que llegaron a borbotones para trabajar como golondrinas en los campos. Habían abandonado una Italia ya unida, después de tantas guerras ancestrales, pero todavía consumida por la corrupción, las pestes y la miseria.

Carlo Giovanni murió el 4 de junio de 1942 en San Antonio. Tenía 83 años y un derrame cerebral masivo no lo perdonó. Murió tranquilo, bendecido por un nuevo país y una familia numerosa de nueve hijos. Solo le quedó un pendiente: construir una capilla con el nombre de la iglesia Santi Carlo e Anna de Castellazzo Bormida donde se había casado y fue bautizado, ofrenda que muchos piamonteses supieron regar por los campos en gratitud. Su orgullo también obedecía a que aquella iglesia de ladrillos rojos de aspectos romanos fue construida en 1631 gracias a la volontá testamentale di Maddalena Trotti, una de las antespadas.

Cien años exactos después de su travesía, mi hermano Gerardo visitó Castellazzo Bormida en 1981. Curioso por su pasado y, durmiendo en los claustros de la parrocchia Santi Carlo e Anna y visitando la biblioteca de Alessandria, desenterró actas de nacimiento, casamiento y defunciones dándole vida a diez generaciones de Trotti campesinos hasta dar con el patriarca, Paolo, nacido en el 1500. Por unos eslabones perdidos no pudo llegar hasta los primeros Trottus, Trotta o Trotte del Siglo 10 cuando las iglesias transformaron rasgos y apodos en apellidos. Seguramente habían sido gente de acaballo.

Muchos ancestros rompieron la tradición por el campo. Mi papá, uno de ellos. Cumplió con su promesa de ir a vivir a San Francisco 16 años después del berrinche de la nona Chinta.

Era el 29 de agosto de 1957. También un día plomizo y de garúa finita como en 1941. El Ford 48 coupe, negro flamante, esta vez pertenecía al amigo de mi nono, don Tarico, que se prestó para la mudanza. Tres serían los pasajeros y sobre el techo del auto había dos colchones, uno de dos plazas. Mi papá de 28 años, mi mamá recién cumplidos los 29 y Gerardo, de algo más de tres que hizo todo el viaje en upa de mi mamá. En realidad, eran cuatro pasajeros. Mi mamá sentó a su lado a su “amiga más querida”, la Virgen del Rosario de Nueva Pompeya, una lámina enmarcada en dorado, que la acompañaba desde que era una niña y asistía a la capilla con ese nombre en Clucellas, donde nació el 2 de agosto de 1928.

Después de cuarenta y cinco minutos de ansiedad y polvo, llegaron a San Francisco con sol radiante, presagio de una decisión bien tomada. Atrás quedaron cuatro años de Eustolia donde vivieron con los nonos desde que se habían casado el 11 de abril de 1953.

Antes del casorio, noviaron por cuatro años a la distancia. Se conocieron en un baile de la Sociedad Italiana en Estación Clucellas, a medio camino entre Colonia Eustolia y Plaza Clucellas. Mi mamá fue al baile con sus amigas del alma, sus primas hermanas, Elsa, Vilma y Delma, con quienes se crio en el campo. Mi papá fue con sus amigos inseparables, los hermanos Juan e Hilario Rufino.

Mi mamá en la falda del nono José Miguel y detrás
mi nona Antonia. Faltan los dos más chicos, Eladio y
 Héctor que todavía bo había nacido.

Bailaron toda la noche. Mi papá fanfarroneó diciéndole que era de Rosario, que se había probado en Newells’s Old Boys y pensó que lo sospecharía con estudio y dinero. Ella picó el anzuelo. Un par de bailes después, mi papá embobado, confesó el engaño. Solo interrumpiría las visitas cuando las lluvias tornaban intransitables los 20 kilómetros de distancia. Llegaba a Plaza Clucellas con el bien cuidado Ford A de su papá para la envidia de los vecinos. Cansado de llegar a las madrugas directo de los bailes al tambo, mi nono le concedió que empezara a atender el bar y olvidara el ordeñe.

Presionada por cuatro años de espera, pero sobre todo por sus primas y por su papá, mi mamá le puso el ultimátum. Mi papá no tuvo escapatoria y pidió la mano. Mis nonos, José Miguel Trossero y Antonia Arnoldt de Trossero asintieron. Pensaron que era buen partido, conocían a los Trotti y a las Forno como a todo el mundo a varios pueblos a la redonda: “Es buen chico, pintón, trabajador y descendiente de piamonteses”.

Así como los Trotti, los Trossero también provenían del Piamonte, pero de Pinerolo al sur de Turín. Mi nono José Miguel nació el 13 de junio de 1895 en Colonia Clucellas poco después de que su padre y otros parientes llegaran a la Argentina. Mi nona Antonia nació el 6 de noviembre de 1894 en el cantón francoalemán de Valais en el sur de Suiza. Llegó a Argentina ocho años después de la mano de su mamá, Catalina Schmitz; su papá Juan, había muerto tiempo antes de subir al barco.

En San Francisco

Interpretación de foto de los Trotti que
pintó mi hermano cuando vivía en Paris.
Apenas instalados en la esquina de Iturraspe y Perú, lugar que hasta ese momento existía la despensa de los Mensa, a quienes mis padres le compraron la llave y de quienes heredaron la clientela, el primer acto fue entronizar la imagen de la Virgen del Rosario de Nueva Pompeya, la virgen de los casos difíciles. La colocaron en el salón sobre la puerta que iba al patio “para que la vean todos y ella nos cuide”, ordenó mi mamá.

Aquella imagen de su Madonna traída de Clucellas también había engalanado el bar en Eustolia. Se distinguía entre medio de trofeos y banderines amarillo y negro del equipo de fútbol comunal y fotos de formaciones varias y una de mi papá agachado, balón en mano, con un epígrafe que lo destacaba como el wing derecho más goleador y gambeteador de la temporada 1949-1950. “Yo no lo escribí” se defendía.

Minutos antes de subir al auto de don Tarico aquel 29 de agosto de 1957 – exactamente un año antes de que yo naciera en San Francisco - mi nono Juan Félix, siempre de camisa larga y sombrero de felpa negra para defenderse del sol, y con el brazo sobre los hombros de la nona Chinta, volvió a la carga sobre mi papá.

─Prometeme que volverás.

Viejo, siempre. Lo mismo te contesté cuando mami armó la pataleta ─le dijo, pero mirándola a ella con una mueca cómplice─ ¿por qué no voy a regresar?

Livio no me entendés. No es por vos ni por la Tota ─le dijo mi nono─ es por el Gerardito. Hace tres meses que esta llora y llora todas las noches.

Mi nona Chinta ante la vergüenza de que le desnudaran su debilidad en público, reaccionó con una frase que habitualmente la usaba contra el nono: “Sta ciuto! (¡Cállate la boca!)”.

Gerardo y yo con la nona Chinta, mis padres, tíos y tía,
y mi nono en el medio. Era el casamiento de
Chiquita y Miguelito, hijo de Rosita y tío Aimaretto.

Mi papá lo apretó fuerte con un abrazo largo y profundo que dijo mucho. Se iba, estaba contento y con esperanza, pero también tenía miedo e incertidumbre. Le dolía el cuerpo y el alma, y aunque ni era remotamente la travesía que emprendió su nono Carlo Giovanni, igualmente experimentó aquella dualidad emocional del que deja lo suyo.

No se llevaba mucho de su Eustolia. Un par de valijas rebalsadas, el traje y el vestido de casamiento, unas fotos para no olvidar, pocas chucherías de cocina y varios rasgos y gestos marca Trotti: nariz grande con quiebre en el tabique, cabeza levantada como mirando por arriba del horizonte, cejas cortas poco pobladas siempre sorprendidas y una tosecita carrasposa con la que iniciaba cualquier conversación. De los Forno de mi nona Chinta heredó un gesto de visera con la mano para tapar el sol, una postura de paciente espera con pies a las diez y diez y unos brazos en jarra con los puños sobre los riñones. Y también un carácter piamontés fuerte y gruñón de la nona que se complementaba con la calidez de un nono bonachón de pocas palabras.

Cuando habían resuelto salir de Eustolia en busca de su tierra prometida, San Francisco estaba predestinado por mi papá. Sin embargo, mi mamá también tiraba por Rafaela donde vivían su hermano Octavio y Ángela la mayor de sus hermanas. Cualquiera de las dos ciudades invitaba a un mejor futuro que sentían incierto y esquivo en el campo. Mi mamá finalmente apoyó la decisión de mi papá: “¿sabés qué? prefiero que estemos aislados por un tiempo”.

Cuando decidieron transformar la despensa a Bar “Nueva Pompeya” mi mamá quedó sola frente al negocio y, sin mucha experiencia para atender una clientela que sería superior a la de Eustolia, no tuvo otra que encomendarse a la Virgen. Le puso unas ramitas de olivo al cuadro sobre la puerta y guardó una estampita debajo del mostrador principal en la que se leía: “Si quieres alguna gracia recurre siempre a Mí, porque yo soy tu Madre”.

Un día difícil, de esos habituales en el bar, que mi mamá necesitaba alguna gracia y no encontraba la estampita, me mandó a buscarla a su mesita de luz.

La encontré, pero no estaba sobre la mesita, sino dentro del cajón debajo de una cajita de alhajas y junto a una libretita amarillo chillón que me gritó por atención. Nunca la había visto. Era como la libretita roja del fiado y la azul con las recetas de cocina, pero desorganizada y desprolija. Estaba llena de estampitas, oraciones, aniversarios, garabatos y, sobre todo, me sorprendió una carta doblada en dos en cuyo doblez se leía en tinta corrida: “el anónimo”.

Justo cuando estaba a punto de abrir el misterio, mi mamá se me apareció por atrás.

¡Qué estás haciendo Nenucho! ─exclamó brusca.

─Vine a buscarte la virgencita.

─Esa no es la estampita. Salí de acá. Jurame que no le vas a decir a nadie.

─No vi nada. Te lo juro.

─Por Dios.

─Te lo juro por Dios.

─Y cuidadito que le cuentes a papi o tu hermano ─me ordenó mientras con la palma sobre mi espalda me fue invitando hacia afuera del dormitorio.

Al salir, vi de reojo que mi mamá puso su libretita a salvo, escondiéndola en un cajón del ropero debajo de su ropa íntima.

Por mucho tiempo me pregunté si en el contenido de aquel “anónimo” no estaría la razón que influyó para que eligieran San Francisco. O si tenía que ver con el “prefiero que estemos aislados”, frase que mi papá disimuló no haberle prestado atención.

Agradecimientos a quienes me ayudaron a construir este capítulo:

·  A mi hermano por haber construido el árbol genealógico de los Trotti, por sus horas en mejorar fotos y por haber retratado a la familia, en aquella época, con dibujos y pinturas.

·  A mis primos Marta y Raúl Trossero y su esposa Adriana Zurbriggen, así como mi prima Raquelita Trotti, quienes me aportaron datos, fotos, documentos y recuerdos que seguiré desgranando en próximos capítulos.

·  A mi esposa Graciela, por su siempre excelente crítica y por haber sido amiga íntima de mi mamá.

·  A la traductora Alejandra Gaido de Las Varillas que permitió el diálogo de mis nonos en piamontés. Y a José Luis Vaira presidente de la Asociación Civil Familia Piemontesa de San Francisco, Córdoba. 

Interpretación de mi hermano de una foto de los primeros Trotti en Argentina, de cuando vivía en París.




jueves, 4 de febrero de 2021

Ladrones y ladronzuelos

Bocetos que mi hermano Gerardo
hacía sobre distintos personajes en el bar
La esquina era un avispero hacia la calle Perú, distinto al resto de los días cuando todo lo vertiginoso sucedía por la Iturraspe. Hasta los caballos atados a los troncos de los aligustres estaban asombrados. No habían visto tanta gente apretujada desde el último desfile del 25 de Mayo.

El quilombo lo armó un auto de policía con la sirena a todo trapo que frenó con chillido prolongado y estacionó medio de costado frente al bar. Los vecinos pensaron lo peor. No hacía ni dos semanas que un auto parecido, desde ese mismo lugar, se había llevado a mi papá a la comisaría.

La sirena ya no ululaba, pero las luces seguían prendidas y rebotaban en las paredes de toda la cuadra atrayendo a las familias del vecindario. Más de cuarenta se amucharon frente al bar: los García, los Cabré, los Pinta, los Negro, los Ditomaso, los Ronconi, los Zavala, los Arrieta, los Massa y los Cena. Y como la noticia se regó a la velocidad de la luz, empezaron a llover familias de cuadras y manzanas a la redonda.

¡Otra vez la policía! exclamó al aire la profesora de piano doña Canale de Moriondo mientras con paso apurado iba empujando hombros para tener asiento de primera fila no puede ser que la Tota haya seguido con la quiniela, mirá que se lo habían advertido ¿eh?

Bueno de repente lo vinieron a buscar al levantador y no fue culpa de doña Tota ─le respondió con duda sarcástica la señora Hans, quien varias veces había visto como le entregaba a Carnero sus papelitos de la suerte desde la ventana aunque a mí me preocupa el Nenucho, la Tota quedó muy preocupada con él cuando pasó lo de don Livio.

La Hans me tenía un cariño especial. Había sido mi nodriza. Mi mamá decía que el estrés por manejar el bar la había “secado” y que solo me pudo amamantar un par de semanas. Me enteré años después cuando le pregunté si sabía porque la Hans me miraba fijo, siempre, con una sonrisa sedosa y envolvente.

La Negra Ronconi, esposa del Elvio, regresaba apurada a su casa con el pan calentito de la mañana. Cuando vio la muchedumbre, en lugar de sumarse como espectadora, prefirió entrar al bar en busca de respuesta. Se sentía con derecho. Su esposo era un asiduo compinche en la mesa de mi papá y ella, junto con la Anita González, hacía semanas que venían ayudando a mi mamá para organizar la fiesta de Comunión de Gerardo. Se habían hecho amigas. Un día entró al bar a buscar al Elvio cuando el Gancia del mediodía se hizo más largo que de costumbre. Ella, Orfelia, y mi mamá, Ondina, se mataron de risa. Coincidieron que con “sus nombres artísticos” habían enmendado el mal gusto de sus padres.

─Tota, que está pasando acá ¿puedo ayudar? ─le preguntó la Negra al ver al agente, libretita en mano, cuestionándola.

─Ay sí por favor respondiópero no llames al Livio. Esta vez lo resuelvo sola.

La Negra pensó que mi mamá había caído de nuevo en la tentación de la quiniela. Le reconocía miles de virtudes, que cocinara como los dioses, que rezara a todas las vírgenes, pero era un secreto a voces que se le iba la mano con las apuestas, igual que a su hermano menor con el casino.

─Bueno Tota, pero no me digas que...

Nada de eso -la interrumpió nada de quiniela Negra. Esta vez me robaron, me afanaron.

Ay que alivio Tota, dejame ir a avisarle a los de afuera antes de que se sigan haciendo la novela.

─Sí, sí contales que estoy bien. Y que nadie se preocupe, ya no juego. Con el Tito hicimos la promesa hasta que mi mamá recupere las piernas.

Me alegro Ondina –le dijo la Negra y se echaron a reír, mientras el policía las miró sin entender.

La Negra salió aliviada y anunció desde el umbral la buena nueva como Evita desde el balcón, ante una cuadra rebalsada. Para algunos fue un bálsamo que mi papá no fuera el tema, pero a muchos la noticia les cayó como balde de agua fría. Hubieran preferido un desenlace más truculento, como que lo condenaran a cinco años de cárcel, que la policía estuviera investigando un asesinato o que el techo del bar se hubiera desplomado. Era comprensible la decepción. Era un miércoles insulso. Todavía faltaban cuatro días para la matiné en El Universal y para que los chaquetas azules le den su merecido a los indios o que el Weismuller salve a Jane y Chita de aguas infestadas de cocodrilos.

Bocetos de Gerardo.
Todo empezó muy temprano esa mañana cuando mi mamá fue a abrir el bar. La sorprendió un olor distinto, dulce y algo rancio, como de flores con chorizo. Olfateó al aire como el Pituco, el ratonero juguetón que obedecía solo a Gerardo. Aspiró hondo varias veces rebasando los pulmones. Cerró los ojos para identificar mejor la fragancia. Echó un vistazo rápido por todos lados en busca de botellas rotas de vinos o licores. Hasta que vio desacomodada y sucia la tabla para cortar salamines sobre el mesón de granito. Repasó mentalmente la noche anterior y recordó que había limpiado. “No estoy loca”, pensó.

La tabla estaba untada de grasa, llena de piel de salamines, migas de pan y, por debajo, asomaba un papel dobladito en cuatro esperando ser leído. Olió la grasa de los salames, pero se confundió con los aromas a lavanda, jazmines, madera e incienso. Algo no cerraba. Se acercó y antes de tocar la tabla con la nariz, advirtió lo peor. Miró debajo del mostrador y no tuvo dudas. Corrió de Maggi para llamar a la policía y se ofuscó aún más pensando que hacía tres años que sin éxito reclamaba una línea de teléfono.

El agente llegó unos interminables cuarenta y tres minutos después. Apagó el ulular, pero dejó las luces de la sirena encendidas, tal vez para fanfarronear.

─¿No vio nada señora? –preguntó el agente, libretita en mano.

─¿Cómo voy a ver?, si los veía los sacaba a palazos.

─¿No será que anoche se olvidó de limpiar y usted cree que la robaron? ─la cuestionó, apuntando con el bolígrafo hacia las puertas y las ventanas ─aquí no hay nada roto.

Pero por favor ¿me cree tarada? ─contestó malhumorada─ si nadie entró, quien me robó la plata y el whisky y ¿cómo es que me dejaron este mensaje?

El agente le pidió el papelito y se le escapó una carcajada. Mi mamá también se tentó. Con exquisita caligrafía, decía: “Doña Tota, por favor la próxima vez tenga algo más rico en la heladera, a esta hora hace hambre”. En el lugar de la firma, se leía: “Muchas gracias por los fajos y las botellas”.

Ante la insistencia del policía de que podría haber sido algún conocido, mi mamá trató de recordar algunas fisonomías y gestos de días recientes. Cerró los ojos, olió profundo y trató de identificar a los clientes que usaban perfume y a los que pedían el vino con el extra de fetas de salame a la grasa. Le surgieron ocho clientes, pero no estaba segura qué fragancias usaban. Quiso anotarlos en la libretita roja del fiado, pero no la encontró.

Repasó la pérdida con el agente: “todo el sencillo incluidas las monedas y dos fajos, uno con billetes de cinco mil y el otro de diez mil” o el equivalente a “siete meses de alquiler”. Agregó: “y dos cajas de whisky caro, de las cuatro que seguí añejando debajo del mostrador”. Y se le prendió la lamparita: “no pudo ser una sola persona, son muy pesadas”.

–No será que también me robaron la libretita roja –se preguntó.

–Pero señora para qué alguien va a querer... –antes de terminar la frase, el agente la entendió con la mirada– tiene razón... para eliminar las deudas.

–Si no la encuentro me acordaré de cada uno y estoy segura que encontraré a los sinvergüenzas. ¡Ya va a ver!

No había dudas que mi mamá daría con los malandrines antes que la policía. Tenía una nariz entrenada para catar aromas de tanto oler vinos, una vista fotográfica para grabar gestos y una memoria privilegiada que le permitía saber hasta el día, hora y minuto en el que habían nacido sus seis hermanas y cinco hermanos. Se acordaba de todos los deudores y los montos de las deudas. Empezó a escribir una nueva libretita roja y hasta hizo los mismos garabatos que en la anterior. Dos horas después supo, orgullosa, que tenía el calco de la desaparecida.

En la primera página había anotado el nombre de sus ocho sospechosos, empezando por el más perfumado. En esas noches que no había podido pegar un ojo repasando olores, gestos y miradas dudosas, también le asaltaron las dudas sobre los dos policías que se llevaron a mi papá al calabozo y que hurguetearon sus secretos debajo del mostrador. Los agregó a la lista. Y pensando que podrían regresar, les dedicó una rima en primera página: “Estos no son números de la quiniela señor polizón, así que piérdase estas páginas por el centro del pantalón”.

Más allá de la denuncia al agente y de los descubrimientos repentinos, mi mamá no se podía sacar de la cabeza a mi papá a quien tenía como telón de fondo. ¿Cómo y qué le contaría? Le habían robado mucha plata. Pensó en mentirle, pero lo descartó porque ya debería saber todo desde que la noticia se regó como pólvora. Se lo imaginó enfurecido porque más de una vez le dijo que no fuera porfiada, que no dejara la plata debajo del mostrador y, peor aún,  porque la compra de la esquina seguiría esquiva.

Palpitaba a mil por horas y un tambor le percutía en las sienes. Se hicieron las 12:30 y el momento de enfrentar al monstruo. Mi papá entró al bar no como lo imaginaba, sino con semblante sereno. Sorprendida, igualmente le exageró unas muecas de víctima y en menos de un minuto le ametralló cada detalle de las cuatro horas de la mañana, incluidos todos los apellidos de las familias que se amucharon frente al bar.

Mi papá era explosivo, aunque también sorprendía con reacciones inesperadas. Insultaba a medio mundo durante los partidos en los que River perdía, pero terminado el juego y derrota en mano, se mostraba resignado con el destino: “así tenía que ser”. Ese mecanismo de defensa también afloró tras la metralleta de mi mamá. “No te hagas problemas, hay que agradecer que no estabas ahí porque tal vez no estarías para contarla”. Y agregó de lo más campante: “llamá al cerrajero y olvidate; la plata va y viene; lo que sí, a esos ladronzuelos de cuarta ojalá que les agarre una cagueta interminable”.

Mi mamá soltó una carcajada con ganas. Se descomprimió. Le estampó un beso ruidoso en frente de todo el mundo, le cuchicheó algo en el oído y le dijo coqueta: “ya te llevo el Gancia”.  

Conociendo a mi mamá, era obvio que el episodio del robo estaba lejos de terminar. Por tres días seguidos les contó todos los detalles a los clientes, pero su intención era captar gestos y sospechas. Disimuladamente les preguntó por marcas de perfumes favoritos y cuál les habían regalado para los cumpleaños. Varios clientes terminaron engrosando la lista de los diez sospechosos, incluidos los dos policías.

El sábado por la tarde, con nombres de perfumes memorizados, fue a la Farmacia Pasteur. Compró varios frasquitos de marca y también algunas esencias sueltas con fragancias florales, cítricas y amaderadas.

El domingo por la mañana antes de que cacarearan los gallos del vecindario, entró al bar, despanzurró un chorizo, untó de grasa la tabla, roció varios papelitos con diferentes fragancias y los blandió en el aire en turnos de cinco minutos. En tres horas olfateó treinta y seis combinaciones distintas.

Mi papá la encontró y se tentó. Parecía una bioquímica de laboratorio.

─Pero vieja que hacés, ¿estás loca? ¿qué estás haciendo?

─Dejame, dejame. Me falta un poco, ya lo tengo casi listo ─respondió, señalándole la primera página de la libretita donde ya había tachado y descartado a tres de los sospechosos.

─Dejate de joder, nos vamos a meter en líos; dejá que la policía haga su trabajo.

─¿La policía? Vos todavía confiás en la policía después de lo que te pasó, hasta yo sospecho que ellos fueron los que me robaron la libretita roja y andá a saber si no estuvieron el miércoles de madrugada comiéndome los salamines.

─¿Usaban perfume?

─Si, los dos... andá que ya voy a hacerte la comida.

Ese domingo por la tarde mi mamá no habló más del tema. Seguía maquinando. Aceptó ir a la matiné y también al familiar, aunque fueran las mismas películas. Creyó que así pasarían más rápido las horas.

El lunes por la madrugada entró casi corriendo al bar. Esperó al Manya con mates calentitos y medialunas. Apenas apareció, lo sorprendió con un pedido urgente.

─Manya tómese unos mates rapidito, que me tiene que hacer un gran mandado.

─Ordene doña Tota.

Próximo capítulo: ¿Por qué eligieron San Francisco?

EPÍLOGO: la última carta

Párrafos de la última carta que me envió mi mamá en octubre de 1994. Aferrada a su fe, me pedía que visitara a especialistas en Miami para q...