jueves, 28 de enero de 2021

Una noche en el calabozo

Detrás del mostrador destacaba la imagen de unos cachorritos sonrientes con la frase “Despensa Nueva Pompeya de Livio Trotti”. Databa de 1957 de cuando mis padres inauguraron el local recién llegados del campo para labrarse un mejor futuro en la ciudad. Mi mamá conservó la imagen como reliquia y por cábala. La transformó en un almanaque eterno. Cada año le abrochaba los calendarios que regalaban en la YPF de los Cabalero y en la Casa Casco que, junto al Hotel Central y la zapatería de los viejitos Angelini, hacían esquina a una cuadra, sobre Iturraspe y San Juan.

Ese lunes el almanaque anunciaba 18 de febrero de 1963. Sobre el mesón de granito, la primera página de La Voz de San Justo informaba que Berlín repudiaba al comunismo, un general argentino viajaba a Estados Unidos y que Huracán le había ganado 5 a 2 a Sportivo Belgrano, el equipo profesional de la ciudad. Puertas adentro, la quiniela estaba por las nubes, quizás, por la inercia de principios de año y la ilusión de los apostadores de que “este año será mejor”.

El enojo de don Carnero con el Zorrino se había disipado; después de todo, admitía que era su mejor promotor. Varias veces intentó llevarlo como “embajador de la quiniela” a otros bares, pero el Zorrino siempre hizo gala de lealtad inquebrantable con “su doña Tota” y con el Nueva Pompeya. Tras aquella atragantada histórica solo hubo un cambio en la magnífica relación que mantenían. Cuando el Zorrino le hacía la señal del As de espadas, don Carnero miraba de reojo hacia la entrada para cerciorarse que no fuera otra trampa y darse tiempo para tirar a un rinconcito los rollitos que escondían los apostadores detrás del inodoro en el bañito del patio. “¡A esos ni tarado me los voy a tragar!”

Esa mañana sucedieron cosas extrañas en el bar, presagiando un mal destino.
Dibujo de mi hermano de la viejita
Flora y su nietita.


Estaba más fresco de lo habitual. Mi mamá se abrigó con una campera de lana y pensó: “qué verano más loco este”. El flamante audífono del viejo Córdoba dejó de funcionar. Mi mamá se dio cuenta cuando lo elogió con un “me alegro de que ya no esté tan sordo” a lo que él respondió: “sí estoy mucho más flaco que antes”. El gerente de Saint Águila entró a las 11 en punto rompiendo la racha de quinientos noventa y un días consecutivos de llegar a las 4:15 clavadas a tomarse una Coca Cola de un solo sorbo. La viejita Flora y su nietita, iguales como gemelas, en vez de saludar desde la entrada como siempre, entraron, se sentaron en una silla huérfana de mesa y quedaron mudas e inmóviles como estampita de santo. Don Carnero no apareció, tampoco el jorobado vendedor de ajo, por lo que nadie apostó al 57, número mufa para el resto de la semana. Y sobre la vereda de la Perú, un gato negro de mala muerte enfureció a los caballos. Dos rompieron rienda y se fugaron.

Raro que mi mamá no se percatara de todas esas señales, ya que tenía la intuición a flor de piel y era bastante supersticiosa. Contaba que una noche de luna romántica que salieron con mi papá a dar vueltas en sulky por los caseríos de Eustolia, terminaron con el corazón en la mano desde que la luz mala los persiguió todo el camino al otro lado del alambrado. Con algo de picardía y vergüenza, también contaba que tuvo que rezarle dos días seguidos a Ceferino Namuncurá para sacarse de arriba el mal de ojo que le había echado una ex novia de mi papá.

Recién se percató de las cosas extrañas cuando don Adalesio le contó que el Relámpago no había pegado un ojo en toda la noche y que durante la madrugada puso nervioso a los demás matungos del potrero. “Cuando los potros penan almas, algo malo va a pasar” vaticinó. De golpe, mi mamá sintió un cosquilleo detrás de las rodillas y se le dio vuelta la sangre como si hubiese aparecido de nuevo la luz mala. Todas las imágenes de esa mañana se agolparon frente a sus ojos.

No tuvo dudas que algo malo iba a pasar. Repasó mentalmente el lugar donde estaban sus afectos. Se acordó de su mamá, la nona Antonia, postrada en su casa de Plaza Clucellas y temió lo peor. Pensó que Gerardo estaba jugando con el Aquilito en el galpón de los Macchieraldo en medio de los camiones y que su hermano más chico, el tío Tito, estaba con el Ringling Brothers de los Eguino en algún paraje de Bolivia. Elevó por lo bajo un par de alabanzas a la Virgen. Me aferró contra su pollera y pensó que le pediría a mi papá que no viaje a la cremería de don Bry en Castelar hasta que no arreglen los caminos, devastados por la inundación.
Retrato que hizo mi hermano
de doña Tota, mi mamá, 


Ante tantos relámpagos de mal agüero, se aprestó a escuchar el trueno.

No fue un trueno sino un estornudo del Zorrino. Lo suficientemente seco y rápido para llamar su atención, al que le siguió la temible señal del As de espadas. Ella miró hacia la puerta y pudo ver dos siluetas negras a contraluz que se le acercaron. Eran dos tipos fornidos con saco negro y holgado. “Venimos de la comisaría”, le dijeron a dúo. Le mostraron unas credenciales y un papel blanco con letras chicas y firma grande. Ni leyó ni entendió, pero intuyó lo peor. Las piernas se le doblaron y disimuló aferrándose al mesón de granito.

El más alto y serio dijo con voz firme: “necesitamos revisar el establecimiento. La denunciaron que aquí se levanta quiniela”. Atontada y temblorosa como una hoja con arritmia, balbuceó, pero no le brotó ninguna palabra. Siguió con la vista al otro tipo que se puso a husmear debajo del mostrador con una linterna. Temió que metiera la mano en el cajón del sencillo o que ojeara su libreta roja. Vio que tomó el picahielos y se entretuvo hurgueteando entre corchos y tapitas en la lata vacía de dulce de batata. De pronto, levantó el picahielos con varios rollitos de papel enroscados. Parecían o eran los de don Carnero.

Sin mediar palabra, el tipo al lado de mi mamá la condenó: “Señora, nos va a tener que acompañar”. En el salón se escuchó un silencio profundo. Mi mamá, petrificada, solo pudo pronunciar unas palabras como ventrílocua que empujó con un movimiento de ojos. Los agentes no la entendieron, pero el Manya y yo supimos leer sus ojos. Él debía cruzar de Maggi para llamar por teléfono a mi papá y yo correr hacia su oficina en caso de que nadie atendiera la llamada. Salí disparado, volé tres cuadras y crucé las bocacalles sin mirar para los costados como me había enseñado la Dorita.

De regreso, mi papá me sacó una cuadra de ventaja. Menos nervioso que mi mamá, trató de disipar la tensión:

Esto debe ser una equivocación, aquí nunca se jugó a la quiniela –mintió a los agentes en defensa de mi mamá.

─¿Así que nunca se juega acá, verdad? ─le inquirió sarcástico el policía, mientras le mostró los papelitos todavía enganchados como pulpo al picahielos.

─¡Nunca! ─exclamó mi mamá que saltó a la conversación con palabra recobrada gracias a la presencia de mi papá ─acá se juega a la polla, ¡nada más! esos papelitos no son míos.

─¿Seguro? –dudó el otro policía ─y entonces ¿a qué viene Carnero todos los días? ¿o es que es su señora la que levanta? ─añadió, mirando a mi papá como si mi mamá no existiera.

─Vamos, vamos, no será que ustedes plantaron esos papeles ahí ─los desafió mi papá ─¿qué casualidad que vinieron justo el día que a Carnero se lo tragó la tierra?

Los tipos no se inmutaron ante la acusación indirecta de mi papá. Dieron por terminado el pleito. Lo tomaron uno de cada brazo y enfilaron hacia la puerta.

─Entonces usted nos tiene que acompañar.
Retrato de mi papá que Gerardo le 
hizo en aquellos días. 

Pasos antes de llegar al umbral, escuché que mi papá maldijo resignado: ¡“corruptos de mi... !”. Los tipos le apretaron aún más los brazos, lo subieron a un auto azul oscuro y, al entrar, le bajaron la cabeza como en las películas.

Los clientes y varios vecinos que se apiñaron en el bar, apostadores en su mayoría, intentaron muchas hipótesis para calmar a mi mamá. La que más la convenció fue la de Galera: “no tengo dudas de que le plantaron los papelitos para que le prohíban la entrada a Carnero”. El Buey sugirió que tal vez Carnero no les quiso pagar más la mensualidad y “como todo policía tiene un precio” seguramente tomaron venganza. El Zorrino le dio el beneficio de la duda a Carnero, diciendo que por algún designio del destino tal vez se le habían resbalado los papelitos entre las hendijas del mostrador. El Manya, en cambio, reaccionó como se esperaba. Como defensor de mi mamá y paladín de la justicia, sentenció: “¡lo vuá matar cuando lo agarre”.

Mi mamá, ya sentada, con una íntima sensación de culpa, comenzó de a poquito a salir del trance. Todos la rodearon por una reacción, buena o mala, pero reacción al fin. Media hora después de pelear con sus pensamientos, y sin aferrarse a ninguna hipótesis, dijo algo que nadie vio venir: “No le echemos la culpa ni a la policía ni a Carnero, la culpa es toda mía”.

El Zorrino, el Galera y el Buey se miraron con alto nivel de resignación, sabían que lo peor estaba por llegar. Tenían fresco en la memoria aquel día de la gresca de Galera con otro jugador por una mala partida de truco, tras la cual mi mamá prohibió los juegos de naipes. Intuyeron que la quiniela tenía los días contados.

Para mí toda la secuencia fue una película. No me di cuenta de que algo malo había sucedido, hasta que al día siguiente por la mañana mi mamá me mandó a comprar unos cordones a la zapatería de Mario Angelini. Cuando estaba a punto de cruzar la calle de la YPF, me paró en seco la vieja Puzzi. Me preguntó con respuesta incluida: “¿Es cierto lo que dice el diario que tu papá está preso? ¡No lo puedo creer!”. No me salió palabra alguna. Me olvidé de los cordones, pegué la vuelta y salí disparado mirando fijo hacia el piso para que nadie más me preguntara nada. 

Atravesé el salón como un rayo, volé por el patio y me refugié en la cocina muerto de vergüenza. Mi mamá me fue a buscar y no me animé a contarle lo de la vieja Puzzi ni a preguntarle si era cierto lo del diario. Me llevó al bar y me ordenó sentarme entre el respaldar de la silla y su espalda: "!No tengas miedo Nenucho!".

Así como el sentimiento de culpa de mi mamá había sorprendido a medio mundo, también sorprendió la reacción de mi papá. 

Después de ser liberado antes del mediodía y de llegar en auto con el Johnny Bry, hijo de don Bry, enfiló lo más campante hacia su silla ante el ventanal. Su audiencia era tan grande como la del cine Mayo. “Imaginate, no podía permitir que se la llevaran a la Tota”. Con esa frase heroica abrió todas sus presentaciones por varios días como película repetida.

La noche en el calabozo le sirvió para saber que muchos se preocuparon por él y se sintió querido. Con orgullo relataba que despreció el catre de la celda y durmió sobre un colchón que le llevó el Johnny, que cenó de una vianda que le acercó el flaco Bosio, que a la tardecita lo visitó don Bry y que jugó a las cartas hasta la madrugada con unos malandras de la celda vecina que alguna vez supieron frecuentar el bar.

Pese al percance, nadie creyó que la quiniela fuera un delito. Consideraban exagerado que un apostador o un levantador pudiera terminar en la cárcel al lado de un asesino, un estafador o un ratero. A medida que mi papá seguía con sus relatos épicos, le fueron asaltando dudas y convicciones. Por un lado, estaba seguro de que los papelitos habían sido plantados y, por el otro, dudaba sobre si Carnero sabía o no de la redada. Sin embargo, más allá de sus cavilaciones, mientras más relataba los hechos y sus titubeos, le fue ganando una certeza. En el calabozo, el comisario le enseñó que la quiniela ilegal no era un juego, sino motor de otros crímenes y que los levantadores eran unos simples peones que trabajaban para jefes peligrosos.

Pensó que no quería verse reflejado en el “vivimos revolcaos en un merengue y en el mismo lodo todos manoseaos”, como rezaba el verso de su tango preferido. Así que al mediodía del cuarto día después de la noche que pasó en el calabozo, recordando las enseñanzas del comisario, y en acuerdo con mi mamá, anunció su conclusión: “la quiniela clandestina queda oficialmente prohibida en el Nueva Pompeya”.

La medida generó protestas airadas y hasta algunos clientes boicotearon a mi mamá en señal de descontento. El que por fin apareció fue don Carnero al lunes siguiente. Llegó con la cola entre las patas, aunque algo aliviado porque alguien le sopló que mi mamá ya no lo culpaba y que había dado vuelta la página. Lo atendió como si nunca hubiera pasado nada. Lo trató de don, le sirvió su ajenjo y le preguntó por su familia y el fin de semana. Don Carnero, sabio en leer gentes, supo igualmente que su suerte estaba echada: podía entrar al bar como cliente normal, pero jamás a levantar quiniela.

Para evitar que otros levantadores tomaran su posta, mi mamá sancionó su propia ley seca por la que proclamó que no serviría una gota a quien levantara o siquiera se dignara a jugar un solo numerito. Le pidió al Zorrino deshacerse de su catálogo “Los números soñados de la quiniela” y se prometió a sí misma no hablar más sobre el tema ni promocionar números de la suerte debajo de sus recetas de cocina. Así que la quiniela clandestina se volvió más clandestina que nunca.

Bueno, en realidad, fue mucha cháchara puertas adentro, porque mi mamá seguía soñando con parientes muertos que hablaban, cumpliendo años y todavía soñaba con hacerle una oferta irresistible a los Pons por la esquina. Así que continuó apostando al 48 y al 828 toda vez que podía. La diferencia es que mandaba al Manya en secreto a otros bares para seguir jugando con sus números favoritos. “Manya, ¡cuidado que no se entere el Livio!”

Muchos años después cuando la quiniela se legalizó, el “Nueva Pompeya” se transformó en agencia oficial. Si bien las apuestas y las ganancias se triplicaron, jugar a la quiniela perdió su mística, perdió toda su gracia y encanto.

Próximo capítulo: Ladrones y ladronzuelos.

 
 

jueves, 21 de enero de 2021

Los madrugadores


Estudio y dibujo de mi hermano Gerardo, sobre 
don Scarafía sentado ante el mesón de granito

El “Nueva Pompeya” era un bar para hombres, por eso mi mamá se esforzaba por imponer respeto y autoridad. El mostrador principal tenía ese objetivo. Lo hizo fabricar a medida en una carpintería del barrio. Era treinta centímetros más alto que las mesas y casi tres metros de largo, omnipresente como altar de parroquia. Estaba hecho de madera de pino pintado con barniz oscuro y, sobre el frente, destacaban unos ribetes blancos en altorrelieve que brillaban hasta con las luces apagadas. En la parte superior, la masilla de las uniones estaba reseca creándose una rendija por donde se entreveía una lata vacía de dulce de batata llena de chucherías, la que luego quedaría marcada a fuego en la historia del bar.

Guarnecida detrás de su bastión, a medida que los lugareños traspasaban el umbral de entrada, mi mamá los iba clasificando mentalmente entre los cuatro grupos principales de clientes para alistar rápido vasos y bebidas. Con mirada penetrante tipo rayos X detectaba humores, si fueran a pedir fiado o pagarían al contado y si alguien venía entonado desde otros bares. Según su radiografía, mi mamá retribuía los buenos días con sonrisa amplia en aprecio y gratitud o mostraba un gesto fingido y agrio con los dientes apretados.

Quedaba fuera de sí cuando reaparecía un deudor moroso tratando de pasar desapercibido entre la muchedumbre. ¡Pobre! A partir de ahí la víctima se sometía a su propia vía crucis. Mi mamá no lo saludaba, bajaba la vista con desprecio, aspiraba hondo, tomaba envión y cuando llegaba a la mesa, bramaba contra la víctima desinflándose de a puchito: “¡pague lo que me debe o esta tarde le enviaré la cuenta a su mujer!”.

El moroso quedaba atontado, boquiabierto y con la copa vacía. Mi mamá pegaba media vuelta e iba soltando por lo bajito una frase en tono suficientemente alto para que todos la escuchen de advertencia: “encima me toma de tonta... conozco mejor el paño que cualquiera... así que mejor que no venga más”.

Uno de los muchos retratos que
Gerardo hizo del Manya Luna.

El Manya Luna, su mandadero personal, la miraba de reojo esperando un guiño de complicidad en caso de que la escena haya sido puro teatro para intimidar. Si mi mamá no devolvía el guiño, el Manya intuía que esa tarde, factura en mano, tendría que visitar a la mujer del desdichado. La fórmula era exitosa, la mayoría de los clientes regresaba la misma tarde a pagar. Solo tres nombres quedaron tachados en la libreta roja o “borrados de la faz de la Tierra” según mi mamá.

 El bar abría a las 7:45 de la mañana en punto. Los primeros en entrar eran “los madrugadores”, mote que se ganaron por tempraneros como si hubiesen dormido en el umbral la noche anterior. Luego, en procesión religiosa, llegaban los chacareros y gauchos de la Feria Gilli, los changarines, algunos clientes ocasionales y, por último, los oficinistas de la mesa de mi papá que “cerraban la puerta” pasadas las 12:30 del mediodía.

Los madrugadores no se sentaban en las mesas como los demás. Preferían apiñarse ante el mostrador principal o ante el secundario, un mesón con tapa de granito. Eran de andar y hablar pausado, de arrugas profundas, manos algo atrofiadas por la artritis y ojos encajados entre párpados caídos y bolsas prominentes. Sus rostros cansados y con gravedad exponían achaques de cuando habían sido ferroviarios, barrenderos, torneros o peones de fundición.

Estudios de retrato que hacía Gerardo de los
personajes del bar, como don Sarmiento, el
viejo Durán y don Ricardo, en ese orden.

El primerísimo en caer era el “buena gente” don Carballo. Segundos después el simpático de la risa fácil, don Gabino, seguido por los viejos Ñáñez, Córdoba y el flaco Chávez tan malvado y desgarbado que ni su sombra lo seguía. Luego don Ricardo que llegaba con su inseparable Chita, una perrita siempre preñada a la que le apretaba las tetillas como pomo de carnaval. Después asomaba don Sarmiento, con olor a Polyana 555 hasta tres cuadras a la redonda, apodado el sapo, aunque se pareciera a una tortuga. Por último, don Scarafía, “don dulzón”, alias ganado por flirtear con mi mamá cada mañana con unos caramelos de nuez que ella guardaba para Gerardo y para mí.

La “adquisición” más nueva del grupo era el viejo Durán que por edad y flaquezas había sido “transferido” desde el “equipo de los changarines”, como bromeaba el Manya en términos futbolísticos. El más popular era don Carnero, el vendedor de esperanzas o levantador de quiniela a quien le daban la bienvenida en todos los grupos y a cualquier hora. Pero nadie superaba en fama al Manya. Era el personaje más retratado por Gerardo y el más querido de todos. Y aunque era más terco que una mula y con mil mañas, mi mamá lo adoraba y atendía como a un abuelo propio. Lo tenía entronizado en un pedestal de prócer y él, sabiéndose el héroe, explotaba sus privilegios hasta para quedarse a “cabecear” dentro del bar a la hora de la siesta.

 Los madrugadores no usaban sus primeros nombres, se les reconocía por sus apellidos y por el don preferencial en deferencia a la experiencia acumulada con el que los bautizaba mi mamá. Cuando se iban, ella los despedía con el mismo chiste de marca registrada: “mucho don, mucho don, pero a ver si algún día me traen un don Juan”.

Dependiendo de la estación y del clima, los madrugadores degustaban todo tipo de grapas, Nebuse, Cubana sello Rojo, fernets, ajenjos o el popular chirimisco, mezcla de moscato con Amargo Obrero; y los que luego partían hacia un juego de bochas en el campito preferían una Bidú Cola “para no perder de vista el bochín”. Elegían armar sus cigarrillos con tabaco Mariposa, suelto y negro, porque además de barato, raspaba con placer la garganta.

Con los demás grupos compartían temas comunes de charlas sobre fútbol, política y quiniela, y tenían un código implícito y sagrado: no podían hablar de sus familias. Tampoco podían proferir insultos, algo que censuraba a rajatabla mi mamá cuando lo advertía. Cada grupo también se distinguía por temas propios y porque se expresaban en tiempos verbales diferentes.

Los oficinistas hablaban en futuro: sobre sus planes para ir de vacaciones, los nuevos modelos de autos y las promesas cumplidas o incumplidas del presidente Arturo Illia. Los changarines se expresaban en presente: sobre los nuevos cargamentos en el Molino Tampieri, la leña que habría que entrar en las panaderías de la zona y sobre quien compraría el asado para el medio día. Los gauchos y chacareros dialogaban en pasado reciente: sobre los destrozos causados por la última tormenta y si la aftosa había diezmado el ganado. Y los madrugadores conversaban en pasado pluscuamperfecto: sobre recuerdos de infancia, noviazgos pretéritos y que antes, todo, absolutamente todo, había sido mejor.

Estudios que Gerardo hacía en forma
permanente de los personajes en el bar.
Apoyados al mostrador o con silla arrimada, los madrugadores pedían consejos sobre pociones y raciones o simplemente confesaban sus desdichas. Copa tras copa, esperaban que los consejos del Manya y mi mamá aplacaran desde dolores en las articulaciones o calmaran penas y frustraciones, especialmente los lunes por la mañana cuando todos se libraban del aburrimiento de los fines de semana o por la desazón de no haber tenido mejor pálpito para la polla.

 

¡Cómo me duele esta rodilla! Me tiene podrido –se quejó Gabino mirando a mi mamá, a la espera de una respuesta que lo alivie.

 No se olvide que la edad no miente, debería agradecerle a Santa Lucía la salud que tiene. Sería mejor roble si se quita veinte kilos de encima le respondió mi mamá, haciéndole una seña por lo bajo al Manya para que se incorpore a la conversación.

 El Manya se prendió.

 Don Gabino, agarre cáscaras de cuatro limones verdes, las corta en pedacitos chiquitos, los mezcla con dos cucharadas de aceite de girasol, lo mete todo en una bolsita de plástico y se la ata a la pierna. Y por tres días en el desayuno coma un poco de cebolla cruda machacada con un diente de ajo. ¡Y después me cuenta!

Las recetas del Manya nunca eran aromáticas, tampoco buenas para el buen aliento. Nadie sabía si se mandaba la parte, si era curandero, brujo o inventaba todo, como algunos sospechaban por la sonrisita socarrona y picaresca con la que terminaba cada explicación de sus recetas. Otros ponían en duda si se trataba de curación milagrosa o puro placebo, pero lo cierto es que cada dos por tres se ligaba unos vinos en gratitud por curar y aliviar desde gripe, reuma y migrañas, hasta estreñimiento, impotencia sexual y mal de ojo.

La receta a don Gabino fue inusual. Hasta mi mamá quedó sorprendida y desconfiada: “¿en una bolsita de plástico atada a la pierna”? a este que bicho lo picó”, pensó. Es que el Manya solía recetar solo dos tipos de remedios, uno viscoso y otro en polvito, ambos para tomar, a los que preparaba con los mismos ingredientes. Sus menjunjes llevaban hojas secas trituradas de laurel, orégano y perejil; polvo de vainilla y nuez moscada molida; ajo machacado y tostado al sol; una pizca de cacao Nesquik mezclado con unos chorritos a ojo de Coca Cola y vino tinto, y unas gotas de su infaltable líquido ámbar, “mi secreto mejor guardado”, que cargaba en una petaca que había sido de whisky. Si la pócima era en polvito, se olvidaba de la coca y el vino, pero igualmente le encajaba dos gotas de secreto.

El Manya y mi mamá se complementaban bien. Mientras él repartía pociones, ella daba consejos de cocina, recetas que “sanan el alma” como promocionaba don Gabino. Las fórmulas de ella tenían que ver con la medida, la combinación y el equilibrio entre los ingredientes, las especias y el tiempo de cocción. Ante el ruego de la clientela, para cada fiesta patria o religiosa, así fuera el 25 de Mayo o el 9 de Julio, Semana Santa o el Día de los Muertos, mi mamá regalaba unas recetas escritas a puño y letra en prolija caligrafía. Las recetas más veneradas eran el locro, las empanadas con pasas de uva y la pastafrola con dulce de membrillo para las fiestas patrias y la bagna cauda, bacalao a la cacerola, canelones de choclo y alfajorcitos de maicena para las fiestas religiosas. Lo más notable de sus recetas era una nota al pie de las indicaciones para cocinar: una ristra de números sueltos sin explicación, una especie de mensaje subliminal para que todos puedan probar suerte en la quiniela.

Un día de pocas pulgas, previo a un Jueves Santo, mi mamá paró en seco a don Carnero después que la reprochó: “doña Tota, no debería llamarle guacho al Nenucho, porque me imagino que sabe quién fue el padre, ¿verdad?”. ¡Para qué! Ofendidísima y colorada como tomate maduro, le contestó con un latigazo: “yo sé quién es el padre y sobre todo la madre que lo parió, gordo salchichón”. Mientras lo decía, se iba dando cuenta que se estaba sobrepasando con el apodo despectivo, pero no pudo frenarse y soltó hasta la última letra.

Se hizo un silencio sepulcral en el salón, no tanto por el insulto como por el hecho de haberle desenmascarado a don Carnero su gordura que, avergonzado, ocultaba bajo unas camisas anchas e impecablemente planchadas que usaba fuera del pantalón. Todos simularon reanudar sus conversaciones, pero pusieron la oreja de reojo para captar la reacción de la víctima.

Don Carnero no reaccionó, bajó la vista a sabiendas que la respuesta de mi mamá había sido un ajuste de cuentas que tarde o temprano llegaría. Se había enterado de que, en la intimidad de la mesa familiar y por los chismes que flotaban en el bar como el aroma a vino, mi mamá lo acusaba de ser el culpable de que mi papá haya dormido una noche en el calabozo.

Mi mamá quedó con una sensación encontrada de enojo, arrepentimiento y de disfrute al mismo tiempo. Recién se pudo zafar de ella el Domingo de Resurrección cuando fue a buscar perdones a la Cristo Rey. “No sé lo que me pasó. Nunca insulto a nadie y además él tiene razón, no puedo llamar guachos a mis hijos”, se confesó ante el cura. Rezar dos rosarios completos seguidos le parecieron un castigo excesivo, pero lo aceptó con entereza.

El castigo y el perdón no evitaron que mi mamá tomara represalia. Desde aquella Pascua, le quitó a don Carnero su don preferencial y lo empezó a llamar por su apellido a secas. Igualmente, le permitió seguir levantando quiniela, aunque Carnero ya no gozó del respeto de antes.

El Zorrino, ubicado de frente hacia la entrada con el catálogo “Los números soñados de la quiniela”, solía servirle de campana a Carnero, por lo que le retribuía el favor con una jugada gratuita cada día. El Zorrino le hacía una seña levantando las cejas tipo As de espadas como en el truco cada vez que entraba un desconocido sospechoso de ser policía de civil. Carnero, que también conocía a los “policías compinches”, tenía unas milésimas de segundos para decidir si se tragaba los papelitos o si seguía levantando quiniela como si nada.

Un viernes casi al mediodía cuando las apuestas estaban desorbitadas, el Zorrino le hizo una seña exagerada a Carnero como que algún policía había traspasado el umbral. Presintiéndose detrás de las rejas, Carnero se metió un puñado gigante de papelitos en la boca y sin masticar una sola vez pegó un trago de ojos cerrados que le arañó la garganta. Atragantado, con los ojos salientes y con arcadas intermitentes, se comenzó a doblar como contorsionista de circo. Galera, desternillándose a carcajada limpia, se apiadó de Carnero y trató de levantarlo por la espalda, aunque solo pudo darle unas fuertes palmadas porque sus brazos no alcanzaron para abrazarle toda la circunferencia. Unos vasos de agua más tarde, Carnero ya recompuesto, pero todavía echando humo, volteó hacia el Zorrino: “¡hijo de tu madre! Se te acabó la quiniela”.

La frase cayó como bálsamo para mitigar el susto de la asfixia y certificar que Carnero estaba bien. Pero en menos de un segundo, todos se desahogaron con unas carcajadas tan fuertes como rugido del Vesubio en erupción que retumbaron en toda la cuadra.

Próximo capítulo: Una noche en el calabozo

 

jueves, 14 de enero de 2021

El Zorrino, retratos, la quiniela y la polla

No todos los días eran iguales en el bar. Algunos pasaban perezosos y desganados, otros en cámara rápida como en las películas de Charles Chaplin. Dependían en algo del clima, pero, sobre todo, de las finanzas y de las changas, si el ganado en pie se cotizaba en alza en la Feria Gilli o si había bolsas de harina que cargar en el Molino Tampieri. En definitiva, el clima más favorable no era cosa de calor o frío, más bien, de bolsillos llenos o vacíos.

Mas allá de la rapidez o lentitud del ambiente, repentinamente, algo mágico sucedía casi todos los días. Un cliente entraba en un estado catatónico, de profunda parálisis, que desentonaba con el movimiento de los personajes de su propia mesa. Petrificado de pies a cabeza como si no hubiera una sola gota de viento, solo atinaba a mover las pupilas de lado a lado como preguntándose cuando terminaría su martirio. Apenas le tiritaba un párpado surgía una orden punzante desde el otro lado del salón: “¡no se mueva!”.

El culpable de congelar el tiempo era Gerardo. De pantaloncitos hasta las rodillas, piernas flacas y corredoras, pelo rubio en jopo y raya al costado, de ojos sagaces entre celestes y grisáceos, según el día, como los de mi papá, mi hermano imponía su voluntad a fuerza de lápiz y unas hojas de papel con las que deambulaba por todos los rincones del salón inmortalizando personajes. “Le dije que no se mueva” era su mandato más estricto cuando después de contornear pose y silueta, se disponía a plasmar gestos, sombras y, en especial, a robarle el alma a los personajes. Era un momento sublime. Todos contenían la respiración y ni siquiera las moscas se atrevían a volar.

“Ya está” eran las palabras de mi hermano al terminar su obra y con las que todos se desinflaban. Al mostrar el dibujo, los parroquianos recitaban en coro un “guauuuuu” de asombro prolongado, mientras el retratado se observaba en un espejo de carbonilla, mudo, con la garganta cerrada y los ojos abrillantados. Según el nivel de emoción en el ambiente, Gerardo decidía si regalaba el dibujo, lo guardaba para retocarlo o lo archivaba en una carpeta negra de tapas duras, una especie de cápsula del tiempo que le serviría en el futuro para recordar sus comienzos como artista.

Elisa Damar “la princesa de las flores” como la llamaba mi mamá, era la artista más sobresaliente de San Francisco que solía frecuentar la mesa de las visitas por un par de hesperidinas. Siempre ponderaba los dibujos de Gerardo, pero un día quedó tan deleitada por un retrato del Zorrino, que le brotó una exclamación espontánea: “¡será un gran pupilo de tu primo!”. Boquiabierta tras la frase de Elisa, que implicaba una admisión segura para que Gerardo aprendiera bajo el ala de su esposo, Miguel Pablo Borgarello, mi mamá quedó ilusionada de que las cualidades innatas de Gerardo progresarían al lado del gran maestro. Aquel día, agasajada, Elisa se marchó con dos botellas de Hesperidina bajo el brazo.

Retrato de Gerardo a su maestro Borgarello
Mientras Gerardo inmortalizaba personajes, yo me ligaba retos por andar a sus espaldas haciéndole morisquetas a los retratados para sacarlos de su trance. Mi mamá siempre atenta, con un leve tirón de pelo me arrastraba a su lado para que le ayude llevando algún vaso que no entraba en la bandeja. Así, de mesa en mesa, prendido a su pollera, iba apreciando y aprendiendo sobre los diferentes mundos que confluían en el bar.

 A diferencia de las mesas de mi papá y mi mamá, en las que todos se trataban por sus primeros nombres, en las de changarines y albañiles la mayoría se llamaba por sobrenombres; y a quienes insistían en usar sus apellidos, igualmente le agregaban un apodo. Eran los personajes más característicos y retratados del bar: los hermanos Roldán - el Zorrino,  menudo y de bigote espeso, y el Buey, algo más viejo y relleno con bigote tipo el Zorro - el Loco Cabrera, Galera, el Cara de Vaca, el Chacho Pinto, Picheta, el Rosarino, el Tucumano Leiva, el Cordobés, el Che, el Negro Guzmán y el Nariz Torcida, entre tantos otros.

Era un grupo bien sencillo a la hora de tomar. Mañana o tarde, el “mediolitro ‘e vino con soda” era su bebida más popular, lealtad que se rompía en días sudorosos con un porrón Río Segundo y un toque de granadina o un poco de naranja Fanta, más dulzona que la Crush. Compartían botella a pico y todas las semanas, tras el llenado de una losa generosa, hacían una vaquita para el asado en el patio y para los Fontanares y Particulares, los puchos más populares.

El Zorrino ganó su apodo durante una changa en una tarde ardiente de verano en la que transpiró todo el ajo del día anterior. Fue tal el olor a sobaco que nadie se le pudo acercar a menos de dos cuadras a la redonda. Su presencia diaria la marcaba con un estornudo que resonaba hasta en la esquina del Hotel Central a cien metros de distancia. Era el líder indiscutido del grupo, se informaba de antemano sobre las changas del día, repartía labores y negociaba con quienes se acercaban al bar por mano de obra barata y temporal.

Retrato de Gerardo al Zorrino

Guardaba la misma posición por horas, casi inmóvil, como posando para Gerardo y siempre mirando de frente hacia la entrada, husmeando por debajo de la visera de una gorra de azul desteñido Coppa y Chego. Se sentaba medio de lado, erguido, con un codo apoyado sobre el respaldar curvo de la silla y una mano sobre la mesa, con los dedos amarillentos por la nicotina de un Colmena de ceniza larga que rara vez pitaba. Y con la mano izquierda, pero sin perder de vista la entrada, ojeaba La Voz de San Justo en busca de la grilla con los números de la lotería, el horóscopo y los avisos fúnebres, en ese orden.  

El Zorrino tenía la teoría de que a los sueños había que recordarlos, porque de su interpretación dependía el futuro. Gozoso, sacaba de su bolsillo una carátula de almanaque, medio ajada en el doblez, cuyo título prometía: “Los números soñados de la quiniela”. La desplegaba con erudición parsimoniosa y leía en voz alta la cifra correspondiente al sueño de turno consultado, imitando el canto de los boy scouts de la lotería en Radio Nacional: “Setentaaaaaytreeeees, el rengo; cuarentaaaayuuuuunooooo, el cuchillo”.

La quiniela se había hecho muy popular en el bar desde que mi mamá había prohibido el Truco tras una batahola en la final de un torneo. Galera hizo trampa al no mostrar los 33 puntos con los que retrucó una “falta envido” y hasta parece que alguien empuñó una botella, lista para partírsela por la cabeza. Por suerte no hubo pelea, pero fue suficiente para que mi mamá, afligida, desterrara los naipes y a varios jugadores por “violentos y mentirosos”.

Galera, terco y engreído, siempre se salía con la suya. Se las ingenió para convencer a mi mamá de que no había hecho trampa, por lo que al día siguiente les refregó a todos en el bar su cualidad persuasiva. No solo tenía destreza con los naipes y la taba en el patio, sino también con las pulseadas. Era fornido, de bíceps como Popeye y panza puntiaguda, y le gustaba demostrar su fuerza a toda hora. Nunca perdía. Humillaba a sus contrincantes con un grito burlón que no cesaba hasta que la víctima ordenara otro medio litro con soda.

Galera era la antítesis del Zorrino, pero por esas cosas misteriosas de la vida era difícil ver a uno sin el otro. “Los polos opuestos se atraen”, decía mi mamá tratando de encontrar alguna explicación. Yo le tenía pánico, así que cuando lo veía entrar me pegaba a la pollera de mi mamá o me cobijaba bajo el halo protector del Zorrino. Galera respetaba al líder y cuando se sobrepasaba con alguno de sus protegidos, el Zorrino de inmediato le cortaba la inspiración con una frase lapidaria: “¡No hables boludeces!”.

Desde aquella gresca con los naipes y dispuesta a recuperar la clientela, mi mamá autorizó dos juegos, clandestinos todavía por aquella época: la quiniela que levantaba el gordo Carnero y la polla del fútbol, con la que la gente apostaba a ganador de local o visitante y empate. El registro se hacía sobre una planilla de cartulina angosta y larga que mi papá había diseñado llena de casilleros y que dibujaba con bolígrafo azul los domingos a la noche después de jugados todos los partidos. Durante la semana, mi papá me pedía algún pálpito, aunque como fanático de River nunca me permitía marcar otro casillero que no fuera el de ganador. “Si River no gana, ni vale la pena ganar la polla”, sentenciaba.

Venían de todo el barrio a jugar, incluso los vecinos que nunca tomaban una copa. El lunes, conocidos los resultados, el bar abría con fervor distinto. Llegaban los ganadores a cobrar sus premios y algunos a lamentar “que no gané por un empate” o “por un penal mal cobrado”, en busca de embarcarse en alguna polémica como premio consuelo.

Ambos juegos eran difíciles de acertar, pero la polla tenía la gracia que cuando no se alcanzaba un puntaje máximo, el pozo se acumulaba para la próxima semana y, suculento, despertaba mayores esperanzas para cambiar la moto, comprar un auto o tomar unas largas vacaciones. Era de las pocas veces que mi papá tranzaba sobre River poniéndolo de perdedor en una segunda apuesta: “Por las dudas pegue el batacazo”.

Mi mamá odiaba la polla. El juego en sí atraía ganancias, pero a ella no le gustaban los gritos que pegaban la radio y mi papá cada domingo por la tarde, desgarrándole la música de sus discos favoritos. Prefería la quiniela porque le parecía que descifrar sueños era más divertido que gritar goles y, creo, porque la clandestinidad le exigía a ella, al levantador y a los apostadores un sigilo constante que generaba adrenalina a raudales. Pero, sobre todo, porque conocía al detalle el significado de los sueños tanto como el Zorrino.

Un día acertó con el 348 a la cabeza y el premio parece que fue sabroso porque apartó un fajo para los ahorros por la esquina y con otro compró todo lo que pudo: unas camisas para Gerardo y para mí en Adrali, tres juegos de sábanas en las Grandes Tiendas Excelsior, una nueva armónica para mi papá en Burmeister Lamberghini y 30 cajas de reserva Valderrobles en Daguero. Entusiasmada, le contó a todo el mundo que había soñado tres días seguidos con la nona Antonia, su mamá, hablando y hablando, por lo que no tuvo más alternativa que jugar al 3 seguido del 48, “el muerto que parla”. Al día siguiente, desplegó las cajas con el vino a la vista de todos, una forma de publicidad gratuita para atraer más apuestas y mostrar los beneficios de la quiniela.

─¡Qué viva! por qué no contás todas las veces que perdés – le dijo mi papá, comparándola con su hermano, el tío Tito, asiduo jugador de casino que contaba con lujo de detalles sus victorias, pero escondía sus derrotas.

¡Me vas a tener que besar los pies cuando pegue la grande y podamos comprar la esquina! – le replicó mi mamá con una sonrisa seca y seria, siempre gustosa de tener la última palabra.

Retrato de Gerardo al Buey
Las críticas por la quiniela no la desanimaban ni a ella ni a los demás, quienes gastaban platales con tal de perseguir sus sueños. El Buey le acertó una vez con el 38 a los cinco y con el 70 a los diez, después de soñar que le tiraba piedras a un limosnero y de cotejar números e imágenes en el almanaque del Zorrino. Ganó lo suficiente para pedir eufórico otra vuelta para todo el mundo, sin percatarse que ese día había 24 clientes en el bar.

Mi mamá siempre ávida por nuevos números y significados por los que apostar, doblegó el valor de sus apuestas y sumó el 828 a su repertorio permanente. Había nacido a las 8 horas y dos minutos de la mañana del 2 de agosto de 1928 y, junto con el Zorrino, ese día vieron que el horóscopo en Leo le indicaba que el 2 y el 8 eran sus números de la suerte. Así que el 828 sintetizaba todas las variaciones habidas y por haber.

Cuando no se acordaba sobre sus sueños, me preguntaba por los míos. Se ofuscaba cuando yo soñaba lo mismo, cayéndome de mi triciclo en un oscuro precipicio o corriendo en el mismo lugar, asustadísimo, sin poder alejarme de Galera. Pero para regalarle un par de números distintos y zafar de mis pesadillas, inventé que había soñado jugando con varios soldaditos de plomo. Como la imagen era nueva, mi mamá consultó con el Zorrino y supo que tenía que jugar al 12 y anteponerle el cuatro, porque después de un arduo interrogatorio le confirmé que esa era la cantidad de uniformados. Jugó al 412 a la cabeza y a los diez por semanas y meses.

Como la suerte no estuvo de su lado, con cierto remordimiento por mi engaño traté de disuadirla de que abandonara el 412. Tampoco tuve éxito. Testaruda, me contestó que “ni loca… seguro que si lo dejo sale a la cabeza”. Sintiéndome culpable por hacerla desperdiciar el dinero, probé una nueva treta para desarticular su perseverancia y mala racha. Le recordé que mi papá se soñaba de chico con capa de Superman volando por arriba de su casa y la escuelita de campo en su Colonia Eustolia.

Pero mami, ¿por qué no jugás al número de los avioncitos?

Ayyy Nenucho no puedo jugar a los avioncitos porque él es el que vuela y para eso no hay número que valga ─ me retrucó, mientras revisaba en el diario los números de la lotería del día, otorgándose licencia de por vida para seguir jugando con mis mentirosos soldaditos de plomo.

Mi mamá cerró el diario. Tomó el Rosario de una caja debajo del mostrador y se fue a su mesa. “Basta de números por hoy, estoy cansada”, dijo para sus adentros. Yo la seguí y me quedé quieto acurrucado entre su espalda y el respaldar de la silla, mi lugar favorito, el más seguro del mundo.

Próximo capítulo: Los madrugadores

 

 




jueves, 7 de enero de 2021

Don Adalesio, el Relámpago y la Blanquita

Don Adalesio, el Relámpago y la Blanquita

Mi mamá también tenía una mesa designada en el bar. Era más alta y larga que las demás, de patas fornidas y con barniz de vino tinto avinagrado. Estaba estratégicamente ubicada. Desde allí tenía una visión de 180 grados que le daba tranquilidad y dominio sobre los tres espacios que formaban la esquina, su imperio: el salón del bar, el patio y la casa de dos dormitorios.

Su silla estaba pegada a la pared, al lado de la puerta de salida al patio, en la que se sentía como capitán de barco en su puente de mando. Podía vigilar la entrada, pispear que los clientes no enfilaran hacia la casa cuando iban al bañito del patio, escuchar cuando la pava soplaba en la cocina u oler si la comida se pasaba sobre la hornalla. También podía cerrar la puerta cuando alguien no advertía que era invierno o abrirla de par en par en días de lluvia para inhalar el perfume del limonero que la trasportaba al vivero de su papá en la infancia o respirar aliviada el “olor a limpio” que despedía la creolina sobre los trazos que la noche anterior habían dejado cascarudos, uriburus y catangas.

Su silla estaba a tres pasos del pasillo detrás de los mostradores, con control absoluto sobre el cajón de la plata y la libreta roja de los deudores. Tenía acceso directo a la heladera que era más grande que un edificio de tres pisos, a la estantería con las bebidas más añejas y protegidas, y a la balanza y la cortadora de fiambre Bianchi, herencias que la despensa le había dejado al bar.

La mesa estaba prohibida para la clientela. Era el altar para sus rituales diarios, donde cebaba mates a los parientes del campo, agasajaba a sus amigas, ayudaba a Gerardo con las tareas de la escuela o me enseñaba movimientos y estrategias del ajedrez. Ahí también cosía, zurcía, tejía, escribía los pedidos para los proveedores, revisaba facturas, apuntaba deudas y a deudores o rezaba bajito sus plegarias a la Virgen de Pompeya.

Su rito más sublime lo celebraba poco después de abrir el bar. Achinaba los ojos y estiraba el cuello como telescopio de submarino hasta toparse con la esquina de enfrente y husmear adentro de la Feria Gilli. Ansiosa por clientes, pronosticaba la cantidad de baqueanos que se cruzarían al bar para la primera caña de la mañana.  Casi siempre acertaba, así que el Manya Luna perdía la apuesta y su ilusión por un vaso de Viejo Viñedo abocado para empezar bien la jornada.

En la Feria Gilli se comerciaba el ganado en pie de toda la zona que en épocas pasadas había sido el imán para los gringos, los italianos que se asentaban en la pampa húmeda, ávidos por tierras fecundas para el trigo y pródigas en pastoreo para las vacas. Juntos, la feria y el bar habían creado un nuevo universo con una energía electrizante que envidiaban las demás esquinas de la ciudad.

Con sus atuendos típicos y accesorios campestres, los chacareros, gauchos y peones de campo cruzaban al bar a eso de las 10 de la mañana, cuando ya estaban en retirada los autodenominados “madrugadores”, un grupo de jubilados que se apersonaba por chismes, consejos y ginebras minutos después que brotara el sol.

Don Adalesio era el gaucho más popular de todos los que frecuentaban el bar y quien portaba con más elegancia sus prendas. Vestía de camisa blanca rara vez desplanchada, bombacha plisada de negro sepulcral que caía prolija sobre unas botas cortas color café con leche, tipo acordeón, algo raspadas en las puntas y los pliegues. Portaba un sombrero de felpa azabache de alas anchas y tirado hacia atrás despejando lo que autoproclamaba “frente alta y honesta”. Cuando traspasaba el umbral del bar, al primer saltito se escuchaba un ritmo de campanillas navideñas que brotaba de las espuelas y las monedas de cinco y diez centavos del cinturón de cuero tostado que le ajustaba unos 20 centímetros de cintura prominente. Una fusta de cuero crudo con mango de alpaca colgaba con vaivén de péndulo de su mano. Estaba impecable, lo que implicaba que jamás la había usado contra el Relámpago, a quien había amansado de potrillo y que aseguraba que “es más fiel que mi esposa” entre carcajeos jactanciosos.

Tanto Adalesio como los demás paisanos utilizaban de palenque los troncos de los dos aligustres sobre la vereda por la Perú, menos transitada que la Iturraspe, donde los caballos podían estar más tranquilos y al reparo. En ese palenque fortuito de copa exuberante como carpa de circo, los matungos compartían espacio con otros de oficio comercial, el del lechero don Juan, el de Miguel, el joven panadero y la jardinera de la chatarra de don Ricardo.

Don Juan tenía un carromato cuadrado del que tiraba Blanquita, una yegua regordeta, vivaracha y blanca como la leche que siempre pedía rienda. Blanquita tenía una memoria prodigiosa que le permitía detenerse justo frente a cada umbral donde don Juan depositaba las botellas panzonas con sus tapitas de aluminio colorado. “Si no se detiene es porque la doña se fue de viaje”, decía orgulloso exaltando las virtudes de Blanquita.

Miguel tenía un carro verde de solo dos ruedas, con una carcasa de chapa en media esfera que se debatía en equilibrio, tirado por un matungo gris claro, de paso lento y pensativo, que se lo habían regalado sin que nadie supiera el nombre, de ahí que lo bautizara el Anónimo. Los viernes, cuando las ventas se disparaban previendo el fin de semana, Miguel prefería detenerse frente a la vereda de la distribuidora de chocolates Águila Saint. Sin bajar de su carro, vendía pan y facturas a las vecinas de la esquina y a mi mamá le reservaba medio kilo de grisines para que “no extrañe” a los de la panadería Morello. Luego, con la llegada de la panadería de los Vietti al barrio, Miguel y el anónimo tuvieron que buscar mejores pastoreos en otras vecindades.

Distintas a las ruedas de otras carretas y sulkys que se arremolinaban en la esquina atraídas por la feria y el bar, las ruedas del carromato de don Juan no eran de madera rematada en acero sino de caucho grueso que alguna vez fueron de una camioneta Chevrolet. Menos estruendosas, solo se advertía su llegada por el traqueteo de las herraduras de Blanquita sobre los adoquines acomodados en media luna y por el tilín-tilín de una campanita arrumbada que alguna vez lució una ternera sacrificada.

Cuando Blanquita, el Anónimo, caballos y yeguas, así como sus perros de compañía, coincidían en la esquina, relojeaban entres suspiros al Relámpago. Le envidiaban sus ojos grandes y vivaces adornados por unas pestañas en abanico; su crin lacia, peinada y sin abrojos; su traje nevado con manchitas marrón claritas más pobladas de las rodillas para abajo y, sobre todo, su postura fanfarrona con un casco trasero siempre en puntita de pie. Es que el Relámpago tenía un aire de algo más, algo misterioso que nadie podía descifrar, por eso las yeguas lo seguían locas con admiración platónica y los potrillos intentaban imitarle su templanza y arrogancia.

Los colegas de don Adalesio afirmaban que el Relámpago era el único caballo que miraba hacia arriba para contemplar las estrellas y el vuelo de los teros. Decían que relinchaba como canario, por eso lo apodaban “el Gardel de los caballos”, y que se le había pegado el espíritu poético de don Adalesio, enamorando a decenas de potras chúcaras por todo Luxardo y Quebracho Herrado, dos pueblos vecinos que buscaban salir de su letargo.

Así como el Relámpago entrado en años, don Adalesio desnudaba un paso más cansino, pero todavía mantenía intacta su picardía, a la que ponía a prueba todos los días en el bar recitándole versos a mi mamá “pa’ poder enamorarla y robársela al trajín de la ciudad”.

Un día cruzó la calle con los bolsillos llenos y las ideas frescas, se paró frente al mostrador, miró fijo a mi mamá y enfrente de todos, sin mediar palabras ni saludo alguno, escupió la estrofa culpable de su insomnio la noche anterior.

“¡Ay doña Tota!, niña de la mañana soleada

Mi dulce despertar tras la amarga mateada

Llena de bríos como las alfalfas de la aurora

Como la zamba, alborozada a cualquier hora”.

Con un “adentro” repentino terminó su estrofa percutiendo con sus dedos sobre el mostrador de madera, mientras tanto, mi mamá, embelesada y algo avergonzada, le devolvió el gesto tomándose la pollera y arqueando sus rodillas como china complacida.

─A ver, a ver, ¿por qué no le hace unos versos a mi media naranja? – le pidió de inmediato mi mamá tratando de restar importancia a la insinuación enamoradiza que algunos pudieran interpretar que hubiera sido seria.

─Es que al Livio no se le puede dedicar nada, él no es como usted doña. Usted es como la zamba, alegre, simple y despreocupada. El Livio es como el tango, triste, compadrito y complicado – le expresó don Adalesio con voz gardeliana y sonrisa de una comisura sola, mientras se pasaba la palma de la mano por el parietal derecho, mímica perfecta del ademán más particular de mi papá.

─ ¿Y los chicos que son? – le preguntó mi mamá, queriendo escuchar la misma respuesta, esa que siempre le abrillantaba los ojos.

─Son como la chacarera, revoltosos y juguetones ─ le dijo don Adalesio retomando su pose gauchesca y haciendo una mueca tierna burlándose de las lágrimas que ya estaban cuesta abajo por los cachetes de mi mamá.

─Esta es para el estribo – le retribuyó con admiración mi mamá, sirviéndole una caña larga, seca y rasposa – y esta no es para usted sino para el Relámpago – le sentenció, alcanzándole la manzana más roja y lustrosa que sacó de la frutera sobre el mostrador.

Próximo capítulo: El Zorrino, la quiniela y la polla

EPÍLOGO: la última carta

Párrafos de la última carta que me envió mi mamá en octubre de 1994. Aferrada a su fe, me pedía que visitara a especialistas en Miami para q...