No todos los días eran iguales en el bar. Algunos pasaban perezosos y desganados,
otros en cámara rápida como en las películas de Charles Chaplin. Dependían en
algo del clima, pero, sobre todo, de las finanzas y de las changas, si el
ganado en pie se cotizaba en alza en la Feria Gilli o si había bolsas de harina
que cargar en el Molino Tampieri. En definitiva, el clima más favorable no era
cosa de calor o frío, más bien, de bolsillos llenos o vacíos.
Mas allá de la rapidez o lentitud del ambiente, repentinamente, algo
mágico sucedía casi todos los días. Un cliente entraba en un estado catatónico,
de profunda parálisis, que desentonaba con el movimiento de los personajes de
su propia mesa. Petrificado de pies a cabeza como si no hubiera una sola gota
de viento, solo atinaba a mover las pupilas de lado a lado como preguntándose cuando
terminaría su martirio. Apenas le tiritaba un párpado surgía una orden punzante
desde el otro lado del salón: “¡no se mueva!”.
El culpable de congelar el tiempo era Gerardo. De pantaloncitos hasta
las rodillas, piernas flacas y corredoras, pelo rubio en jopo y raya al costado,
de ojos sagaces entre celestes y grisáceos, según el día, como los de mi papá, mi
hermano imponía su voluntad a fuerza de lápiz y unas hojas de papel con las que
deambulaba por todos los rincones del salón inmortalizando personajes. “Le dije
que no se mueva” era su mandato más estricto cuando después de contornear pose
y silueta, se disponía a plasmar gestos, sombras y, en especial, a robarle el
alma a los personajes. Era un momento sublime. Todos contenían la respiración y
ni siquiera las moscas se atrevían a volar.
“Ya está” eran las palabras de mi hermano al terminar su obra y con
las que todos se desinflaban. Al mostrar el dibujo, los parroquianos recitaban en
coro un “guauuuuu” de asombro prolongado, mientras el retratado se observaba en
un espejo de carbonilla, mudo, con la garganta cerrada y los ojos abrillantados.
Según el nivel de emoción en el ambiente, Gerardo decidía si regalaba el dibujo,
lo guardaba para retocarlo o lo archivaba en una carpeta negra de tapas duras,
una especie de cápsula del tiempo que le serviría en el futuro para recordar
sus comienzos como artista.
Elisa Damar “la princesa de las flores” como la llamaba mi mamá, era la
artista más sobresaliente de San Francisco que solía frecuentar la mesa de las
visitas por un par de hesperidinas. Siempre ponderaba los dibujos de Gerardo,
pero un día quedó tan deleitada por un retrato del Zorrino, que le brotó una
exclamación espontánea: “¡será un gran pupilo de tu primo!”. Boquiabierta tras la
frase de Elisa, que implicaba una admisión segura para que Gerardo aprendiera
bajo el ala de su esposo, Miguel Pablo Borgarello, mi mamá quedó ilusionada de
que las cualidades innatas de Gerardo progresarían al lado del gran maestro.
Aquel día, agasajada, Elisa se marchó con dos botellas de Hesperidina bajo el
brazo.
 |
Retrato de Gerardo a su maestro Borgarello |
Mientras Gerardo inmortalizaba personajes, yo me ligaba retos por
andar a sus espaldas haciéndole morisquetas a los retratados para sacarlos de
su trance. Mi mamá siempre atenta, con un leve tirón de pelo me arrastraba a su
lado para que le ayude llevando algún vaso que no entraba en la bandeja. Así,
de mesa en mesa, prendido a su pollera, iba apreciando y aprendiendo sobre los diferentes
mundos que confluían en el bar. A diferencia de las mesas de mi papá y mi mamá, en las que todos se trataban
por sus primeros nombres, en las de changarines y albañiles la mayoría se
llamaba por sobrenombres; y a quienes insistían en usar sus apellidos, igualmente
le agregaban un apodo. Eran los personajes más característicos y retratados del
bar: los hermanos Roldán - el Zorrino, menudo
y de bigote espeso, y el Buey, algo más viejo y relleno con bigote tipo el
Zorro - el Loco Cabrera, Galera, el Cara de Vaca, el Chacho Pinto, Picheta, el Rosarino,
el Tucumano Leiva, el Cordobés, el Che, el Negro Guzmán y el Nariz Torcida,
entre tantos otros.
Era un grupo bien sencillo a la hora de tomar. Mañana o tarde, el “mediolitro
‘e vino con soda” era su bebida más popular, lealtad que se rompía en días
sudorosos con un porrón Río Segundo y un toque de granadina o un poco de naranja
Fanta, más dulzona que la Crush. Compartían botella a pico y todas las semanas,
tras el llenado de una losa generosa, hacían una vaquita para el asado en el
patio y para los Fontanares y Particulares, los puchos más populares.
El Zorrino ganó su apodo durante una changa en una tarde ardiente de
verano en la que transpiró todo el ajo del día anterior. Fue tal el olor a sobaco
que nadie se le pudo acercar a menos de dos cuadras a la redonda. Su presencia
diaria la marcaba con un estornudo que resonaba hasta en la esquina del Hotel
Central a cien metros de distancia. Era el líder indiscutido del grupo, se
informaba de antemano sobre las changas del día, repartía labores y negociaba con
quienes se acercaban al bar por mano de obra barata y temporal.
 |
Retrato de Gerardo al Zorrino |
Guardaba la misma posición por horas, casi inmóvil, como posando para
Gerardo y siempre mirando de frente hacia la entrada, husmeando por debajo de
la visera de una gorra de azul desteñido Coppa y Chego. Se sentaba medio de
lado, erguido, con un codo apoyado sobre el respaldar curvo de la silla y una mano
sobre la mesa, con los dedos amarillentos por la nicotina de un Colmena de
ceniza larga que rara vez pitaba. Y con la mano izquierda, pero sin perder de
vista la entrada, ojeaba La Voz de San Justo en busca de la grilla con los
números de la lotería, el horóscopo y los avisos fúnebres, en ese orden.
El Zorrino tenía la teoría de que a los sueños había que recordarlos,
porque de su interpretación dependía el futuro. Gozoso, sacaba de su bolsillo
una carátula de almanaque, medio ajada en el doblez, cuyo título prometía: “Los
números soñados de la quiniela”. La desplegaba con erudición parsimoniosa y
leía en voz alta la cifra correspondiente al sueño de turno consultado,
imitando el canto de los boy scouts de la lotería en Radio Nacional:
“Setentaaaaaytreeeees, el rengo; cuarentaaaayuuuuunooooo, el cuchillo”.
La quiniela se había hecho muy popular en el bar desde que mi mamá
había prohibido el Truco tras una batahola en la final de un torneo. Galera
hizo trampa al no mostrar los 33 puntos con los que retrucó una “falta envido”
y hasta parece que alguien empuñó una botella, lista para partírsela por la
cabeza. Por suerte no hubo pelea, pero fue suficiente para que mi mamá,
afligida, desterrara los naipes y a varios jugadores por “violentos y
mentirosos”.
Galera, terco y engreído, siempre se salía con la suya. Se las ingenió
para convencer a mi mamá de que no había hecho trampa, por lo que al día
siguiente les refregó a todos en el bar su cualidad persuasiva. No solo tenía
destreza con los naipes y la taba en el patio, sino también con las pulseadas. Era
fornido, de bíceps como Popeye y panza puntiaguda, y le gustaba demostrar su
fuerza a toda hora. Nunca perdía. Humillaba a sus contrincantes con un grito burlón
que no cesaba hasta que la víctima ordenara otro medio litro con soda.
Galera era la antítesis del Zorrino, pero por esas cosas misteriosas
de la vida era difícil ver a uno sin el otro. “Los polos opuestos se atraen”, decía
mi mamá tratando de encontrar alguna explicación. Yo le tenía pánico, así que
cuando lo veía entrar me pegaba a la pollera de mi mamá o me cobijaba bajo el
halo protector del Zorrino. Galera respetaba al líder y cuando se sobrepasaba
con alguno de sus protegidos, el Zorrino de inmediato le cortaba la inspiración
con una frase lapidaria: “¡No hables boludeces!”.
Desde aquella gresca con los naipes y dispuesta a recuperar la
clientela, mi mamá autorizó dos juegos, clandestinos todavía por aquella época:
la quiniela que levantaba el gordo Carnero y la polla del fútbol, con la que la
gente apostaba a ganador de local o visitante y empate. El registro se hacía
sobre una planilla de cartulina angosta y larga que mi papá había diseñado
llena de casilleros y que dibujaba con bolígrafo azul los domingos a la noche
después de jugados todos los partidos. Durante la semana, mi papá me pedía algún
pálpito, aunque como fanático de River nunca me permitía marcar otro casillero
que no fuera el de ganador. “Si River no gana, ni vale la pena ganar la polla”,
sentenciaba.
Venían de todo el barrio a jugar, incluso los vecinos que nunca tomaban
una copa. El lunes, conocidos los resultados, el bar abría con fervor distinto.
Llegaban los ganadores a cobrar sus premios y algunos a lamentar “que no gané
por un empate” o “por un penal mal cobrado”, en busca de embarcarse en alguna polémica
como premio consuelo.
Ambos juegos eran difíciles de acertar, pero la polla tenía la gracia
que cuando no se alcanzaba un puntaje máximo, el pozo se acumulaba para la
próxima semana y, suculento, despertaba mayores esperanzas para cambiar la
moto, comprar un auto o tomar unas largas vacaciones. Era de las pocas veces
que mi papá tranzaba sobre River poniéndolo de perdedor en una segunda apuesta:
“Por las dudas pegue el batacazo”.
Mi mamá odiaba la polla. El juego en sí atraía ganancias, pero a ella
no le gustaban los gritos que pegaban la radio y mi papá cada domingo por la
tarde, desgarrándole la música de sus discos favoritos. Prefería la quiniela porque
le parecía que descifrar sueños era más divertido que gritar goles y, creo, porque
la clandestinidad le exigía a ella, al levantador y a los apostadores un sigilo
constante que generaba adrenalina a raudales. Pero, sobre todo, porque conocía al
detalle el significado de los sueños tanto como el Zorrino.
Un día acertó con el 348 a la cabeza y el premio parece que fue
sabroso porque apartó un fajo para los ahorros por la esquina y con otro compró
todo lo que pudo: unas camisas para Gerardo y para mí en Adrali, tres juegos de
sábanas en las Grandes Tiendas Excelsior, una nueva armónica para mi papá en
Burmeister Lamberghini y 30 cajas de reserva Valderrobles en Daguero. Entusiasmada,
le contó a todo el mundo que había soñado tres días seguidos con la nona
Antonia, su mamá, hablando y hablando, por lo que no tuvo más alternativa que
jugar al 3 seguido del 48, “el muerto que parla”. Al día siguiente, desplegó
las cajas con el vino a la vista de todos, una
forma de publicidad gratuita para atraer más apuestas y mostrar los beneficios
de la quiniela.
─¡Qué viva! por qué no
contás todas las veces que perdés – le dijo mi papá, comparándola con su
hermano, el tío Tito, asiduo jugador de casino que contaba con lujo de detalles
sus victorias, pero escondía sus derrotas.
─¡Me vas a tener que besar los pies cuando pegue la grande y podamos
comprar la esquina! – le replicó mi mamá con una sonrisa seca y seria, siempre
gustosa de tener la última palabra.
 |
Retrato de Gerardo al Buey |
Las críticas por la quiniela no la desanimaban ni a ella ni a los
demás, quienes gastaban platales con tal de perseguir sus sueños. El Buey le
acertó una vez con el 38 a los cinco y con el 70 a los diez, después de soñar
que le tiraba piedras a un limosnero y de cotejar números e imágenes en el
almanaque del Zorrino. Ganó lo suficiente para pedir eufórico otra vuelta para
todo el mundo, sin percatarse que ese día había 24 clientes en el bar.Mi mamá siempre ávida por nuevos números y significados por los que apostar,
doblegó el valor de sus apuestas y sumó el 828 a su repertorio permanente. Había
nacido a las 8 horas y dos minutos de la mañana del 2 de agosto de 1928 y,
junto con el Zorrino, ese día vieron que el horóscopo en Leo le indicaba que el
2 y el 8 eran sus números de la suerte. Así que el 828 sintetizaba todas las
variaciones habidas y por haber.
Cuando no se acordaba sobre sus sueños, me preguntaba por los míos. Se
ofuscaba cuando yo soñaba lo mismo, cayéndome de mi triciclo en un oscuro
precipicio o corriendo en el mismo lugar, asustadísimo, sin poder alejarme de Galera.
Pero para regalarle un par de números distintos y zafar de mis pesadillas, inventé
que había soñado jugando con varios soldaditos de plomo. Como la imagen era nueva,
mi mamá consultó con el Zorrino y supo que tenía que jugar al 12 y anteponerle
el cuatro, porque después de un arduo interrogatorio le confirmé que esa era la
cantidad de uniformados. Jugó al 412 a la cabeza y a los diez por semanas y
meses.
Como la suerte no estuvo de su lado, con cierto remordimiento por mi
engaño traté de disuadirla de que abandonara el 412. Tampoco tuve éxito. Testaruda,
me contestó que “ni loca… seguro que si lo dejo sale a la cabeza”. Sintiéndome
culpable por hacerla desperdiciar el dinero, probé una nueva treta para
desarticular su perseverancia y mala racha. Le recordé que mi papá se soñaba de
chico con capa de Superman volando por arriba de su casa y la escuelita de campo
en su Colonia Eustolia.
─Pero mami, ¿por qué no jugás al número de los avioncitos?
─Ayyy Nenucho no puedo
jugar a los avioncitos porque él es el que vuela y para eso no hay número que
valga ─ me retrucó, mientras revisaba en el diario los números de la lotería del
día, otorgándose licencia de por vida para seguir jugando con mis mentirosos
soldaditos de plomo.
Mi mamá cerró el diario. Tomó
el Rosario de una caja debajo del mostrador y se fue a su mesa. “Basta de
números por hoy, estoy cansada”, dijo para sus adentros. Yo la seguí y me quedé
quieto acurrucado entre su espalda y el respaldar de la silla, mi lugar
favorito, el más seguro del mundo.
Próximo
capítulo: Los madrugadores