miércoles, 8 de septiembre de 2021

EPÍLOGO: la última carta

Párrafos de la última carta que me envió mi mamá en octubre de 1994. Aferrada
a su fe, me pedía que visitara a especialistas en Miami para que traten de
 descifrar una enfermedad desconocida que la afectaba.

Treinta años después.
 
El 26 de octubre de 1994 recibí una carta de mi mamá. Sería la última. Luego ya no tendría fuerzas para sostener una lapicera.
 
“Lo que tengo no es alentador...”, denunció.
 
Continuó con un párrafo cargado de fe y abrazada a la esperanza de curarse de una enfermedad que desconocía: “creo en Dios, en la vida, y así encuentro las fuerzas para aceptar lo que me toque vivir. Estoy resignada, para cada cosa hay un tiempo y ese tiempo lo dispone Dios. Mi fe será mi salvación”.
 
En su convicción religiosa, sin embargo, se permitió dudar sobre si en un futuro incierto mantendría esa fortaleza: “necesito... serenidad y eso en mí hasta hoy es positivo, mañana no sé”.
 
También detecté entrelíneas una protesta contra la ironía de la vida. Sus fuerzas estaban flaqueando cuando se disponía a gozar de la cosecha de su siembra como le había sucedido a su mamá, la nona Antonia. “(debo) aminorar la marcha en todo... comprender que la vida tiene circunstancias buenas y malas... me toca vivir una crisis”.
 
En párrafos posteriores me pedía que visite a un especialista para que descifre su mal. Las piernas no le respondían, sus médicos no sabían qué padecía y los remedios no la aliviaban.
 
Munido de una copia de su historia clínica, radiografías, nombres de medicamentos y vitaminas visité al mejor neurólogo del Hospital Palmetto de Miami.
 
–Buen día, – saludé, mostrándole el historial –los médicos le dijeron que en este país tal vez sepan qué enfermedad tiene; allá se le quemaron los libros; y como aquí la medicina está más avanz...
 
El neurólogo no me dejó terminar. Frunció el ceño con incredulidad. Leyó la primera página y ojeó las demás a la ligera como si no necesitara leer más. Segundos después, tan largos como un invierno, me dio el veredicto.
 
–¿Quién le dijo que los médicos no saben?, ¡claro que saben!, mire aquí. Dice ELA. Su madre tiene Lou Gehrig. Le quedan dos años de vida.
 
Sentí un retorcijón en el pecho como si alguien me agarrara el corazón y lo retorciera como trapo de piso. Quise agarrar al médico y partirle la cara. No tenía derecho a darme la sentencia como si fuera una simple dirección para encontrar una calle. Salí del hospital atolondrado. No pude ir a trabajar. Preferí volver a casa y cobijarme en mi esposa. Llamé desconsolado a mi hermano. Todavía aturdido, busqué coraje para enfrentar a mi papá. Tenía que decirle que el diagnóstico siempre lo había tenido frente a sus ojos, escrito como una escueta receta de cocina.
 
Llamé a mi papá. Acusé a los médicos de todos los males sobre la Tierra: malvados, farsantes, fenicios. Mi papá no se tragó los rodeos y fue directo al grano.
 
–¿Qué te dijeron?
–Papi, sus médicos saben lo que tiene. No entiende por qué no te dijeron. Aquí son directos, no van con vueltas.
–¡¿Qué tiene?! Solo tiene las piernas dormidas.
–Es una enfermedad degenerativa del sistema nervioso. No tiene cura.
–¿Pero no le pueden dar remedios, un tratamiento?
–No me entendés. No tiene cura. Se llama ELA, hablá con los médicos. Lo escribieron, está en el tercer párrafo. Preguntales por qué no te dijeron.
–¡Qué se yo!, tal vez porque no es grave.
–Papi, es grave, creeme, a mami le quedan dos años de vida – le dije y dejé caer las palabras hacia el final para que no las escuchara.
 
El silencio del otro lado de la línea me perforó los tímpanos.
 
–¿Papi, me escuchaste?, ¿hola? Hablá con los médicos. ¿Qué vas a hacer?
–Yo se lo diré a mami – dijo con entereza. Hizo una pausa para agregar algo, pero no pudo.
 
No sé cómo, dónde o cuándo se lo anunciaría a mi mamá. No pregunté ni quise saber. Imaginé mil escenarios. Cómo contarle a quien creía que sus virtudes y razonamientos le alcanzarían para superar un simple entumecimiento de piernas. “Sabemos -decía ella en su carta- que en la vida hay siempre dificultades y esfuerzos que superar, habrá que usar las armas necesarias o bien templarse para ir recuperando energías...”.
 
En aquellos meses busqué desesperado información sobre la enfermedad. Hospitales, universidades y laboratorios seguían investigando sin éxito la cura para la Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA) o “enfermedad de Lou Gehrig” en honor al famoso beisbolista que la sufrió. Los ensayos clínicos eran escasos e inciertos y reservados solo para estadounidenses.
 
Mi mamá murió cinco años después, en 1999, a los 70 años. El ELA le había consumido cada signo vital de su cuerpo, aunque no su claridad mental que mantuvo hasta el último aliento. Eligió irse un 10 de abril, el mismo día que su mamá lo había hecho treinta y un años antes. Hasta el final, con un movimiento de ojos le ordenaba a mi papá que llamara a Miami o Madrid para saludar a sus nietos en los cumpleaños. Todo en su vida era importante, incluso los pequeños detalles.
 
Falleció bajo los cuidados intensos de mi papá. En su carta, ya con las fuerzas flacas, enaltecía aquellos cuidados y al amor de su vida: “papi me ayuda mucho, hace de enfermero, cocinero, cadete. Muy rico por dentro, esto me tonifica”. Mi papá decidió acompañarla años después, el 14 de octubre de 2012, cerrando otro ciclo generacional que se había iniciado muchos siglos antes con los Trotti y los Trossero en los alrededores de Castellazzo Bormida y de Pinerolo en el Piamonte italiano.
 
Por muchos años deambulé retobado contra la ironía de la vida. No podía entender cómo una persona tan enérgica y de fe irreductible podía apagarse perdiendo la vida a cuentagotas por cinco años. Dudé muchas veces si en el martirio de sus últimos días, postrada, inerte y casi sin aliento, habría perdido la fe atrapada en aquel “mañana no sé” o si mantuvo su credo: “mi fe será mi salvación”.
 
Años después, más tranquilo, volví a enfrentarme al ELA cuando murió el reconocido científico Stephen Hawking en marzo de 2018. Para entonces la enfermedad seguía sin cura, pero era más conocida debido a que las estrellas de Hollywood se arrojaban baldes de agua helada sobre la cabeza para despertar conciencia.
 
Confieso que con Hawking siempre me sentí más compasivo con sus sufrimientos que deslumbrado por sus descubrimientos científicos. Nunca estuve muy atento a sus predicciones celestiales sobre si la Humanidad se extinguirá en 600 años, si Dios fue quien apretó el botón del Big Bang o si lograse conciliar la relatividad de Einstein con la energía cuántica de los agujeros negros.
 
A pesar de que vivieron en universos tan distantes como distintos, comprobé que Hawking y mi mamá estaban hermanados por sus penurias y también por sus ansias de encontrarle sentido a la existencia. Él, desde la complejidad científica y, ella, desde la simpleza terrenal de la fe creían que debe existir vida o una razón detrás de las estrellas.
 
En esa búsqueda por caminos muy diferentes, llegaron a la misma conclusión: los misterios del Universo son apreciables y comprensibles desde el mundo que cada día construimos.
 
Hawking resolvió ese enigma tras décadas de observación. Reveló su descubrimiento a través de una frase concluyente cargada de rigurosidad científica: “el Universo no sería gran cosa si no fuera hogar de la gente a la que amas”.
 
Mi mamá llegó a la misma conclusión sin necesidad de grandes telescopios para bucear entre las galaxias. Aprendió esa máxima en la experiencia de su pequeño y humilde universo, el Bar Nueva Pompeya. Siempre lo consideró el hogar de la gente que amaba y el que “me regaló propósito y felicidad para vivir”.  
 
La revelación de Hawking me ayudó a darle mayor dimensión al descubrimiento de mi mamá. También me sirvió para sentir y descubrir que, con el tiempo, la pérdida física de las personas y cosas que se aman se transforman en energía y presencia espiritual perpetua.
 
Así pude y puedo sentir que mi mamá y su bar siguen viviendo. Resplandecen en un campo de estrellas idéntico al mar de flores de alfalfa en el que ella chapoteaba de chica en Clucellas.
 
En esa nueva constelación vive, sin tiempo ni espacio, aferrada a todos sus amores, a los personajes del bar, sus antepasados, sus parientes, su esposo, sus hijos, sus nueras, sus nietos y sus descendientes del futuro.
 
El bar de mi mamá late y titila allá arriba en el profundo infinito y, también, en el vasto universo de mi memoria.

Otros párrafos de su carta en la que entendía que lo "que tengo no es alentador"
y donde destacaba su fe y sus temores, así como los cuidados intensos de mi papá.


miércoles, 1 de septiembre de 2021

Esquina comprada, milonga terminada, ¿y la felicidad?

 
Mi mamá, en la única foto de ella en su universo, el Bar Nueva Pompeya

Mi papá pegó un pique de media cuadra. Llegó jadeante a golpearle la puerta al viejo Pons. Pensó en las mil veces que había golpeado sin ganas para pagar el alquiler. Esta vez golpeó altivo y con ritmo, con la seguridad que le daban los bolsillos llenos.
 
–¿Trae el alquiler, Trotti? – preguntó Pons.
–No. Vengo a comprar la esquina.
–Le repito lo de siempre. No quiero ni puedo financiarle.
–Por eso vine. Hoy compro de contado, – dijo mi papá y le alcanzó un cheque doblado que sacó del bolsillo de la camisa.
_¿Y esto? miró sorprendido Pons –¡¿Se equivocó?!, ¿me está pagando de más?
–Pa que ni lo piense. Lleve a su esposa unos días de vacaciones.
–Entre Trotti, no sea cosa que me arrepienta.
–No se confunda, don. El que se puede arrepentir soy yo – dijo con un gesto fanfarrón, y satisfecho de que había funcionado su estrategia de pagar con sobreprecio.
–¿Firmamos el boleto de compraventa?
–Por mí firmemos la escritura.
–Tranquilo, Trotti, por ahora es suficiente con el boleto. Escriba los nombres como deben figurar en los documentos.
 
Mi papá escribió: “Livio Benito Trotti y Ondina Esther Trossero de Trotti”.
 
–¿Por fin me va a decir quién le quería comprar la esquina?
–Acuérdese del refrán Trotti, “se dice el pecado, pero no el pecador”.
–¿Era verdad o me estuvo negociando todo el tiempo?
–Déjese de pavadas. Celebremos que la esquina ya es suya – dijo Pons y lo invitó a festejar con una copita de grappa.
–¿No me va a decir quién le quería comprar?
–No suelta el hueso, ¿eh?, disfrute. Ya tienen esquina propia.
 
Mi papá estampó la firma. Tomó la grappa de un sorbo y salió disparado. Tuvo la sensación de que los pies no le tocaban el suelo como cuando de chico volaba en los sueños sobre la escuelita de Eustolia.
 
Se abrazó con mi mamá entre lágrimas. Se sintieron los dueños de la Tierra. “Te acordás cuando cocinabas en la cocinita a leña en Eustolia”, le susurró mi papá, un recuerdo íntimo y retórico con el que solían medir su progreso. Mi mamá se acordó cuando invocaba a San Marcos por la esquina convencida de alcanzar su sueño: todo lo que pidan en oración, crean que ya lo han conseguido y lo recibirán”.
 
Mi papá, más terrenal, sintió urgencia por terminar y rejuvenecer la milonga sobre la esquina. Esa noche agregó, tachó y acortó versos. “Dejala así. Cada vez que la tocás la empeorás”, le rogó mi mamá. Se tranquilizó cuando él puso los ojos raros, como mirándose hacia adentro. Supo que vendría una mejor versión.
 
–Tota. Ya la tengo. Mirá.
–Yo dejaría solo al Pompeya como lugar. Merece ser único.
–¿Entonces te parece doncellas en vez de Clucellas? – preguntó mi papá sin vacilar.
–Sí, pero también pondría el título al revés, primero a la esquina, luego la pebeta. Me parece más poético y misterioso.
–¿Algo más?, pensé que solo eras buena para las recetas de cocina – dijo mi papá con sonriente ironía y, enseguida, le leyó la nueva milonga.
 
“Esquina mía, pebeta hermosa”
 
“Esquina mía
Arrabalera y esquiva
Déjate atrapar
Sigues muy altiva
 
No te pongas celosa
Tota es mi esposa
Brillo de luciérnaga
Quimera amorosa
 
Será mi empeño
Perseguirte en sueños
Relaja tus bríos
Seré tu fiel dueño
 
Ámame papusa
Desnúdate fogosa
Esquina mía
Pebeta hermosa
 
Mar de vinos y estrellas
Como guapas doncellas
Siempre vivirán
En mi eterno Pompeya”.
 
Mi mamá se derritió. Le fascinó saberse retratada y eterna junto al Pompeya y a su querida esquina. Apreció que todo había cobrado más vida; las plantas se veían más verdes, el cielo más azul. Y cuando estaba en medio del trance, mi papá la despabiló con un pedido terrenal y urgente.
 
Pensemos en los festejos.
¿Qué festejos, Livio? No me asustes.
Tantos años con esto... Hagamos un asado para todo el mundo.
¡Pará un poco! Tendré que trabajar como una loca.
Despreocupate. Le decimos al Zorrino. Le va a encantar.
 
La invitación para el sábado rezaba: “canilla libre y asado a reventar”. El Zorrino llevó a la carnicería una lista tan larga como su martingala con los números soñados de la quiniela. Tenía que asar para más de cien comensales. Compró con yapa anticipando que muchos vecinos “no van a querer perderse la festichola”.
 
La lista incluyó cien chorizos, cincuenta morcillas, treinta ristras de costillas, diez vacíos, nueve metros de chinchulines, tres kilos de mollejas y un lechón mediano. Mi mamá se ocuparía de las tortas borrachas y de los arrollados con dulce de leche. Mi papá del tinto Valderrobles y del blanco San Felipe.
 
Para ahorrar espacio en el patio, el Zorrino fue tan creativo que mi papá le vaticinó: “te van a venir a buscar los ingenieros de la NASA”. Puso tres parrillas una arriba de otra como un sándwich triple de miga separadas por cuatro ladrillos. En la más cercana al fuego puso a dorar el lechoncito, en la del medio encajó los chorizos y chinchulines y en la superior puso los costillares y vacíos “a fuego muy lento”.
 
La fiesta fue para libro de historia. Engulleron hasta el último milímetro de chinchulines. Las parrillas quedaron arrasadas como maizal tras una plaga de langostas. Después del postre mi mamá abrió dieciocho frascos de uvas moscatel en grappa. No sé si fueron esos efluvios o los de Valderrobles y del santo Felipe, pero nadie quedó sin cantar. Cantaron todo. Desde “Cambalache” a la “Guantanamera”, pasando por “Mambrú se fue a la guerra”, hasta “Arrorró mi niño” y “Zapatito de charol, botellita de licor”. Un colado simpático, que no tenía idea qué se festejaba, gritó un “viva los novios” a todo pulmón. No importó el desliz, mi papá tomó a mi mamá de la cintura y le chantó un beso de película entre medio de chiflidos, vítores e insinuaciones de que se vayan a festejar a otro lado. Terminaron con una genuflexión y llenos de aplausos. Mi papá estaba colorado como un tomate, ni de sol ni de vergüenza, de puro Valderrobles nomás.
 
La fiesta se durmió a las siete de la tarde. Mi mamá había pagado a unos changarines para la limpieza. Todo quedó con olor a Kreolina y Pino Luz.
 
El domingo fue distinto. Mis papás tenían los hombros cansados, además de chuchos de frío y calores intermitentes como si estuvieran entre la Antártida y el Amazonas. “No creo que sea algo que comimos”, dijo mi mamá, “¡se nos cayó la adrenalina!”. Quedaron toda la tarde aplastados, lentos y entredormidos con los ojos semiabiertos.
 
El lunes mi mamá se levantó con un sentimiento tan vacío como habían quedado sus latas de leche Nido. Todo le parecía sin contraste, como si tuviera la neblina dentro de los ojos; a las plantas las apreció de un verde gastado y al cielo de un gris desganado.
 
–No estoy feliz Livio. Me engañé todo el tiempo – dijo mi mamá y se largó a llorar antes del primer mate en el dormitorio.
–¡Cómo podés decir eso! Ahora que compramos la esquina. Hacía años que la querías. Mirá todo lo que tenés.
–Cerrá la puerta. No quiero que los chicos me vean así.
 
Él la abrazó. Ella lo apartó.
 
Abrió el bar sin ganas. No estaba cansada, pero se sentía sin fuerzas. Todos los clientes la felicitaban y ella disimulaba con muecas que hubieran necesitado algo de dientes para que fueran sonrisas. Estaba desahuciada. Ni siquiera tuvo fuerzas para arengarse con las plegarias de su libretita amarilla como solía hacer cuando no encontraba sentido a nada. Había anhelado comprar la esquina para alcanzar la felicidad, pero sentía que la felicidad la esquivaba.
 
Mi papá se sintió enjaulado en la oficina. Quería regresar a casa para consolar a mi mamá, pero los minutos tardaban como si tuvieran diez mil segundos. Pretendía asumir el papel del más fuerte en la pareja; quería saber el porqué del apagón.
 
–Qué te pasa, Tota. ¿Ya no me querés?
–Pero Livio, ¿por qué siempre vos? El tema soy yo. Me siento aplastada. Me pasó una aplanadora por arriba.
–Se nos cayó la adrenalina.
–Eso fue ayer. Hoy es distinto. Es más profundo.
–¡No jodas, Tota! ¿Te pasa algo conmigo?
–Pero no.
–No te entiendo. Acabamos de comprar la esquina. Es lo que más querías en la vida y pensé...
–Ni yo me entiendo, creeme, – lo interrumpió –no pienses estupideces, Livio. No me hagas caso.
 
Durmieron la siesta a duras penas. Cuando mi papá se cambió para ir a la oficina, mi mamá le pidió que se quede. No quería quedarse sola y necesitaba consuelo.
 
–Quiero ser feliz Livio. Pensé que tener la esquina era alcanzar la felicidad. Pero no es así. Tendrían que enseñar sobre felicidad en la escuela. Debería haber una clínica donde entrés y al rato salgas curada y llena de felicidad. ¡Qué se yo!, que te den unas pastillitas.
–Están los psicólogos, psiquiatras.
–No es lo mismo, Livio. Son doctores. Lo mío es otra cosa, quiero encontrarle sentido...
–Tota – la interrumpió –tenés trabajo, sos fuerte como un toro, tenés la esquina, tenés chicos buenos, te respetan en el bar, tenés todo. Tenés que estar muy agradecida.
–Me pregunto si no hubiese sido mejor nacer un poco más arriba. Empezamos muy de abajo, desde el fondo. Más fondo no podía haber. Ahora resulta que estamos contentos porque tenemos esta esquina medio destartalada y yo atiendo un bar de morondanga. ¿No pensás que somos poca cosa? Mi mamá trabajó toda su vida criando once hijos y mirá como le paga la vida. Está postrada, justo cuando debería estar feliz cosechando todo lo que sembró. Tengo miedo.
 
Después de desahogarse, lo miró a mi papá por más respuestas. Él tendría que bucear muy de dentro de sí y no estaba seguro si las encontraría. Empezó tímido.
 
–Tota, hay gente peor que nosotros, incluso los de arriba. Muchos aparentan ser felices, tienen mucho y algunos heredaron negocios y cosas, pero tienen otros problemas. Se sienten esclavos de haber nacido con el culo en la harina. No tienen libertad para hacer lo que quieren. Todo el mundo lleva su circo a cuestas. El otro día se suicidó la abogada de la otra esquina. ¡Tenía de todo!
–Livio, no me entendés. No me importa la otra gente, somos nosotros. No sé cómo explicarme. Vos la tenés fácil. Tu felicidad está con tus tangos, con River, tocando la flauta, discutiendo con tus amigos de política, haciendo chistes...
–Yo sé, te entiendo – la interrumpió –te digo que vos tenés mucho también. Muchos quisieran tener lo que vos tenés, más bien ser como vos. No se trata de tener, Tota, sino de ser.
 
Mi mamá cambió la mirada. Se sintió reconfortada que la reconocieran. Mi papá notó que sus respuestas eran buenas y caían como bálsamo. Buceó por más.
 
–Las cosas personales como las mías te ponen contento, Tota, pero, tampoco sé si eso me hace o te hacen más feliz. Creo que la felicidad es más fácil encontrarla cuando hacés cosas por los demás y los demás te sienten útil. Vos hacés mucho. Vas a los velorios y al Hogar de Ancianos a consolar gente, le llevás comida a los enfermos y rezás por ellos en la gruta de la Virgen, alabás a Dios en tu libretita amarilla, muchos clientes te tienen como paño de lágrimas, te desvivís por atender a los parientes, estás criando a los chicos – hizo una pausa para crear suspenso y remató –y ¡me tenés que aguantar a mí!
 
Mi mamá se descomprimió con una carcajada. Sintió que le estaban acariciando el alma.
 
–En fin, Tota – dijo mi papá envalentonado en busca de hilvanar un cierre de película como final de tango, –tenés que reconocer que hacés mucho por los demás y, además, tenés que reconocer que sos muy agradecida a Dios. Creo que ahí ya tenés gran parte de la felicidad ganada. No muchos tienen eso. Tenés que reconocer lo mucho que hacés y quien sos. ¡Te exigís mucho!, pará un poco y mirate desde afuera, desde la vereda de enfrente como si fueras otra persona. Creeme que te va a gustar mucho lo que vas a ver.
 
A mi mamá se le nubló la vista, pero igual lo traspasó con la mirada. Él también sintió que sus propias palabras lo desafiaban a cruzar la calle y a mirarse a sí mismo a la distancia.
 
A la mañana siguiente, mi mamá se sentó en la mesa de granito del patio. Miró hacia la jaula. Advirtió que los pájaros, pese a estar enjaulados, revoloteaban libres y contentos de rama en rama como buscando algo, pero despreocupados por hallarlo. “¿Será que la felicidad siempre hay que buscarla, pero hay que despreocuparse en encontrarla?”, se preguntó en voz baja. Se imaginó a la felicidad como una escalera infinita, un camino sin destino, llena de peldaños u objetivos que debía trepar sin reparar en el resultado.
 
Le gustó lo que pensó. Quiso escribirlo en alguna de sus libretitas, pero no encajaba ni en la verde ni en la amarilla. Decidió abrir otra que forró en papel dorado, a la que reservaría para anotar sus aprendizajes. Entendió que para ser feliz era importante tener muchos peldaños que trepar, algunos de corto alcance y otros para toda la vida. Y que todos deberían estar aunados por un objetivo común o el propósito de la vida.
 
Escribió setenta y tres peldaños nuevos en la libretita verde, desde construir una nueva casa, viajar a Europa y pintar el salón del bar, hasta visitar el Hogar de Ancianos una vez a la semana, apartarse de los pecados capitales y ser generosa y buscar siempre ser mejor persona, frase última que subrayó tres veces con la intención de transformarla en su propósito. “Es una escalera para toda la vida”, dijo en voz baja y trató de memorizar un par de objetivos para cumplirlos pronto. Luego tomó la libretita amarilla y escribió decidida apretando más de la cuenta la lapicera contra el papel: “Gracias Dios mío por todo lo que me das y todo lo que soy”.
 
Ya era tarde. Doce clientes revoloteaban inquietos en la vereda. Abrió el bar con ganas y sintió que su amiga, la Virgen de la Nueva Pompeya, la llenaba de gracia desde arriba del dintel.
 
Los ojos de mi mamá brillaban como centellas y su sonrisa hipnotizante atrapó todas las miradas. Hubiera sido redundante que agregue su saludo habitual de “buenos días”.
 
Sintió que el bar no era un lugar común y corriente o de morondanga como se había atrevido a definirlo en sus momentos más oscuros. Era un mundo único, lleno de vida y de escaleras infinitas, de personajes e historias, de alegrías y angustias, de confesiones y sueños.
 
Sintió que el Bar Nueva Pompeya era su universo, un espacio significativo para alcanzar su propósito y seguir trepando su escalera con determinación y alegría. “¡Cómo no sentirme feliz!”, afirmó en voz alta para que todos la escuchen.

lunes, 23 de agosto de 2021

Ahorros en latas de leche Nido y créditos hormiga

 
Retrato que me hizo mi hermano Gerardo; papel que mi papá encontró a mano
para planificar la financiera con el tío Tito  

¡¿De qué estás hablando Tota?!
¡¿No me entendiste, Livio?!, agarrate fuerte, te tengo la sorpresa de tu vida.
 
Él la miró desconcertado. Ella fue a la cocina. Sacó tres latas de leche en polvo Nido escondidas en un rincón de la alacena inferior. Las tiró sobre la mesa del comedor. Rebotaron en cámara lenta con ruido liviano.
 
–Tomá. Acá tenés.
–¿Para qué tanta leche? – preguntó confundido mi papá.
–Abrilas. No es leche.
 
Mi papá hizo palanca con el cuchillo en la ranura de una de las tapas. Reculó como si hubiera visto una cobra bailando fuera de la canasta. Miró sin creer lo que veía. Las tres latas estaban atiborradas de billetes abollados.
 
–¡¿Sorprendido?! – preguntó mi mamá con suficiencia –¿todavía crees que estamos fundidos?
¿De dónde miércoles sacaste esto? ¡¿Ganaste la quiniela?! – ametralló mi papá.
–Desde la Comunión de Gerardo que vengo guardando todos los días billetito tras billetito. ¡Son tuyos!
–¿Por qué no me dijiste antes?
–Porque es un ahorro. Si te decía, seguro que lo hubiéramos gastado en cualquier cosa.
_Hubiésemos podido ir de vacaciones. Hace tres años que ni siquiera vamos a Mar Chiquita.
–Justamente por eso. No quise ser despilfarradora como la cigarra. Me prometí que sería como una hormiguita.
–¿Y eso?
–Lo aprendí de tanto que les leí a los chicos la fábula de Jean de la Fontaine. Tenía ganas de que llegara este día para ver los frutos de hormiga.
 
Mi papá quedó encandilado mirando dentro de las latas. “Cuánto hay... ¿ya contaste?”, preguntó. Sin esperar respuesta volcó los billetes sobre la mesa. “Contemos”, ordenó.
 
Veintisiete minutos después, mis papás, mi hermano y yo logramos alisar y apilar los setecientos veintinueve billetes en tres fajos de distinta denominación. Mi papá sumó la plata y la agregó mentalmente a los ahorros en Banco Nación. “Todavía nos falta un poco para llegar a la esquina. No importa, me darán un préstamo de taquito”.
 
Semanas después, mi papá estaba en la oficina y recibió una llamada del Banco Nación. Reconoció la voz. Creyó que le anunciarían que el préstamo estaba autorizado. Cambió el semblante cuando escuchó la misma mala noticia que le dieron el día anterior desde el Banco Provincia de Córdoba. Los bancos habían suspendido las líneas de crédito hasta nuevo aviso debido a los vaivenes erráticos de la política.
 
No podía creer que sucediera lo de siempre, que le faltara tan poco y que la esquina se alejara tanto. Pensó que la mala noticia mataría a mi mamá. Debía encontrar otra fórmula para comprar la esquina.
 
–Livio que te pasa. Te noto preocupado.
–Nada, cosas del trabajo.
–Dale, contame.
–No seas cargosa. Nada.
–Te conozco. Contame.
 
Cuando mi mamá dio media vuelta dispuesta a derretir un poco de azúcar, mi papá la sorprendió.
 
–Voy a abrir un banco.
Sí yo abriré un bar en la Luna – respondió ella filosa y sarcástica.
_Te lo digo en serio.
–¿De qué estás hablando? Eso no se hace así porque sí.
–Bueno no será un banco con cuatro paredes, sino el concepto.
–¡¿Qué concepto?!
–Voy a prestar a los necesitados.
–Disfrazalo como quieras, vas a ir en cana. No quiero un usurero al lado mío. ¡Con todo lo que criticaste a los usureros, válgame, Dios!, ya te tragaste una noche en el calabozo.
–Aclaremos. La quiniela no fue culpa mía, no sé si nos entendemos – dijo mi papá con ironía, –lo hago para ayudar a otros.
–Sí claro. Yo también ayudo a los borrachos vendiéndoles vino.
–Los bancos no dan bola Tota, solo te dan plata si tenés plata. Y para que mierda querés plata si tenés plata. Son unos sinvergüenzas.
–No juegues a ser Robin Hood. Esperá que todo mejore y van a empezar a dar créditos de nuevo. Falta poquito.
–No tenemos tiempo Tota. Le voy a hablar a tu hermano.
–¿A Octavio?
–No, al Tito. Siempre anda buscando en qué invertir. De paso le hacemos un favor para que no pierda tanto en el casino.
 
Mi papá jugó esa ficha a sabiendas que el tío Tito era la debilidad de mi mamá. Ella también cedió para no desmotivarlo. Hacía rato que mi papá daba vueltas en busca de un emprendimiento que fuera más exitoso que la polla de fútbol, la fábrica de soda y el criadero de canarios.
 
–¿Se lo adelantaste? – le preguntó mi mamá al recordarle que el tío Tito llegaría a San Francisco a buscar un lote para instalar el Ringling Brothers.
–Todavía debo ver unas cositas. Quiero contarle todo con precisión de relojero, así agarra de una.
 
Mi papá sabía que mi tío no comía gato por liebre. Su idea era demostrarle que la financiera era un negocio que respondía a la necesidad de la gente y que tendría un ángulo humano. Proyectó una encuesta. Escribió a mano varias preguntas que copió con papel carbónico y las repartió entre los clientes del bar y en su oficina.
 
1) ¿Algún banco rechazó darle un préstamo?
2) ¿Está dispuesto a pagar un interés más alto con tal de conseguir dinero de inmediato y sin trámites?
3) ¿Se compromete a pagar a término y firmar pagarés?
Y en la cuarta sección de la encuesta, preguntó: A qué actividad destinará el dinero:
a)    Reparaciones en la casa.
b)   Pago de deudas.
c)     Compra de muebles o electrodomésticos.
d)   Adquisición de un vehículo.
 
El resultado fue mejor del esperado. Recibió treinta y siete respuestas de cuarenta. El cien por ciento contestó positivo a las tres primeras preguntas. En la cuarta, los encuestados agregaron a puño y letra datos curiosos: “para irme de vacaciones”, “pagar una escuela privada” y “comprarme la Gilera de mis sueños”.
 
–Tito, estos resultados hablan por sí solos. Hay mucha gente desesperada por un poco de plata. Los bancos no dan bola. Tenemos una gran oportunidad.
–Parece que sí. Pero, ojo, también hay que pensar en los riesgos.
–No te hagas problemas Tito, la gente pagará. Prestaremos solo a conocidos y de confianza. Serán créditos de poca monta, créditos hormiga.
–Siempre fuiste muy optimista, Livio. No será fácil.
–Tranquilo. Todo va a ir bien.
 
Los dos comenzaron a hacer cálculos, soñar con un futuro próspero y hasta lanzaron nombres para el emprendimiento. “Banco de la Virgen de Nueva Pompeya”, sugirió mi tío en honor a la capilla en Plaza Clucellas a la que iba de chico con mi mamá. Mi mamá, que cebaba mates a la distancia, asintió con emoción.
 
“Dejame demostrarte con estos números”, dijo mi papá. Estaba tan acelerado que escribió sobre el primer papel que encontró a mano, un retrato que me había dibujado mi hermano y en el que quedé crucificado para la posteridad como el autor intelectual del negocio. Mi papá escribió un 2.000.000 en el lado superior izquierdo de mi perfil.
 
–Se te fue el avión, Livio. Bajalo a uno. Acordate que no tocaremos lo que vamos a generar. A fin de año veremos si ponemos más capital.
 
Mi papá tachó el 2.000.000 y escribió 1.000.000, cantidad que subrayó dos veces para sellar el acuerdo.
 
–Livio, yo pongo el sesenta por ciento del capital inicial y vos el resto.
–Dejá de joder, Tito. El trato siempre fue que vamos mita y mita.
–Tendrás que administrar todo vos solo. Es justo que yo ponga más.
 
Mi papá prosiguió con la lapicera más rápida que una bala. Prestarían un monto hormiga de ciento veinticinco mil por mes al doce punto cinco de interés. Especuló que la ganancia mensual sería de quince mil seiscientos pesos y se le abrillantaron los ojos. El capital acumulado más los intereses le ayudarían a generar diecisiete mil seiscientos por mes en el segundo año y diecinueve mil ochocientos por mes el tercer año. Dejó de calcular después del séptimo año, no porque pensara que cerraría la financiera, sino porque “se me acabó el espacio en el papel”, dijo y se echó a reír. Se rio un poco por la ocurrencia y otro celebrando de antemano lo rico que sería.
 
–Eso es en el mejor escenario, Livio. Acordate que tenemos que estar preparados para los riesgos.
–Descuidate, tengo todo bajo control, hasta un abogado listo para ejecutar al que no pague y que no se corte la cadena. El negocio es redondo, Tito.
–Acordate que los bancos prestan la plata de la gente. Nosotros prestaremos la nuestra. Además, sabemos que esto no es muy santo que digamos y hay que prestar mucha atención.
–Ya sé Tito, me lo dijiste un montón de veces. Y yo te repito lo mismo: tranquilo todo va a salir bien.
 
Mi papá había alistado el primer millón para repartirlo en créditos hormiga. Irradiaba más optimismo que una sala de terapia intensiva vacía.
 
Al mediodía del primer día hábil del “Banco de la Virgen de Nueva Pompeya”, un señor en la otra orilla del bar le chistó para que se le acerque. Le susurró e imploró que le preste dinero para atender la salud de su esposa. “Es cosa de vida o muerte don Livio”, le dijo con cejas de urgencia y esperando compasión.
 
Mi papá desconfió. No lo reconocía y darle dinero era contrario a la política que le había prometido a mi tío: “prestaremos solo a gente conocida y de confianza”. Pero el entusiasmo por tener el primer cliente pudo más que él. Le dijo que regresara por la tardecita. Debía preparar los pagarés para la firma.
 
–¿Tenés problemas? – le preguntaron al unísono sus amigos el flaco Bosio y el Elso Godino con curiosidad cuando volvió a su mesa.
–Para nada. ¿Por qué?
–Reconocí al tipo. Su foto salió en el diario cuando se descubrió un fraude millonario en el hospital – dijo el flaco Bosio.
–¿Creen que soy tonto? ¡Nadie me va a joder! Todo el mundo me firmará pagarés, sino se los paso al abogado y listo el pollo – justificó mi papá.
–¡No salame! – le dijo el Elso Godino –no entendiste. No te va a joder con la guita, te va a joder porque te va a mandar en cana. ¡Ese tipo es uno de los jefes de la policía!
 
Mi papá quedó blanco como un papel, mareado y con la vista perdida. Imágenes de su noche en el calabozo y de mi mamá advirtiéndole que terminaría como usurero en la cárcel le rebotaron dentro del cráneo.
 
En aquella siesta no pegó un ojo. Trató de recordar a cada encuestado, pero no sospechó de nadie como delator. “Estoy frito”, pensó. No quiso decirle nada a mi mamá y menos a mi tío. Primero quería resolver el intríngulis.
 
El tipo regresó a las siete de la tarde en punto. Mi papá sacó una excusa de la galera que ni él mismo había imaginado hasta ese momento. Los nervios le jugaron una mala pasada. Las frases le salieron rápidas, pero desconectadas como tiros de una ametralladora atascada.
 
–Lamento su esposa. Mi patrón es muy generoso. Siempre ayuda a todo el mundo. Esta vez no puede. Me dijo que le diga. Vuelva el mes que viene. Que vaya directamente. A verlo a él. Esta es su dirección.
–Tranquilo don Livio. Tranquilo, no necesito esa dirección – le dijo el tipo e hizo una pausa poniéndole una mano sobre el hombro –no se haga problema, iré al banco. Es el único lugar donde debe ir la gente a pedir dinero. De lo contrario terminaré preso.
 
Mi papá entendió el mensaje. Quedó embalsamado en el medio del salón como si estuviera frente a un paredón de fusilamiento. Sintió que no controlaba el temblequeo de los dedos de las manos que le vibraban como colibrí chupando una flor. Pensó que todos los sueños de volverse rico como banquero se le estaban esfumando por la puerta detrás del policía. “¡Qué ingenuo!, ¡qué boludo que soy!”, se azotó a sí mismo.
 
Fue a la oficina a llamar por teléfono a mi tío para cerrar el banco antes de abrirlo y, de nuevo, las frases le salieron como ametralladora atascada: “Tito. Hasta aquí llegamos. Esto no es para mí. Estoy cagado. Dejémonos de joder. Mejor dediquémonos a otra cosa”.
 
Esa noche mi mamá estaba lista para derretir azúcar.
 
–No te preocupes mi amor. Por algo la Virgen hace las cosas que hace. Mejor que pase esto ahora a tener que lamentar en el futuro. El tipo es un mensajero.
Pero qué mensajero, era el mismísimo carcelero – dijo mi papá y se rio de sí mismo.
 
Se puso serio enseguida y soltó una ráfaga apocalíptica.
 
–¿Sabés qué?, ya me cansé de lucharla. Estoy cansado Tota. Hasta aquí llegué. Tiro la toalla.
 
Mientras mi papá terminaba la cena con frases de fin del mundo y un flan bañado en azúcar quemada, mi hermano salió decidido del comedor.
 
Tomó los peones del juego de ajedrez sobre la biblioteca de nuestro dormitorio y los despanzurró en busca de las ocho monedas de oro que nos había regalado el tío Tito. Las puso en la bolsita de terciopelo original donde todavía guardaba el papel escrito con la fórmula mágica que nunca usamos. “El escondite más visible es el menos sospechoso”, se le ocurrió un día, prefiriendo esconder los peones a la vista de todos sin necesidad de ocultarlos en el patio o por el barrio.
 
Reapareció en el comedor y a una distancia de dos metros lanzó la bolsita al aire como tirando una ficha al juego del sapo. La bolsita cayó pesada sobre la mesa, con menos ruido que las latas de leche Nido de mi mamá, aunque con el mismo efecto reparador.
 
–Qué hacés Gerardo, hijito de Dios – advirtió mi mamá –casi me das en la cabeza. ¿Qué es esto?
–El tío Tito nos regaló esto hace años con la condición de dárselas ustedes en caso de que no puedan comprar la esquina – dijo mi hermano.
 
Mis papás lo miraron asombrados como si se tratara de la mismísima Virgen del Nueva Pompeya. No sabían si era una broma, una fantasía o un sueño.
 
Mi papá le ganó en rapidez a mi mamá. Abrió la bolsita y tiró el contenido sobre la mesa. Las monedas salieron corriendo por todos lados y brillaron con el mismo destello que sus anillos de casamiento.
 
Mi mamá se largó a llorar y exclamó: “el Tito no tiene nombre”. De golpe se vio a sí misma repasando sus objetivos y plegarias para comprar la esquina en sus libretitas verde y amarilla.
 
Mi papá se aguantó las lágrimas. Intentó hablar tres veces, pero el nudo en la garganta se lo impidió. Pensó que debía continuar la milonga que le había quedado trunca. Se acordó que convirtió el tango traumático, “Esquina esquiva”, en una milonga alegre y amorosa, “Pebeta hermosa, esquina mía”, comparando a la esquina con mi mamá. Sintió urgencia de terminarla.
 
–Ahora nos alcanza y nos sobra – dijo mi papá con la voz todavía quebrada –mañana mismo iré bien temprano del viejo Pons para comprarle la esquina.
–Te acompañamos, vamos juntos – respondió decidida mi mamá con los ojos todavía empapados.
 
Mi hermano y yo nos quedamos parados en silencio contemplando la escena. Estábamos contagiados de lágrimas. Nos sentimos como sentados en las butacas del cine Mayo viendo un final feliz. El muchachito que todos daban por muerto abría lentamente los ojos y, de nuevo, se llenaba de vida y esperanza.
 

 

lunes, 16 de agosto de 2021

Nació la esquina entre dos fiestas de Comunión

La Primera Comunión de mi hermano en 1961. Él frente a su torta, yo casi detrás poniendo un brazo sobre su hombro y otro sobre mi amigo René González, mi mamá ami derecha con las otras tres chaperonas y varios de los chicos del barrio que llegaron a tiempo para la foto.

La idea de mis padres de comprar la esquina de Iturraspe y Perú nació en la fiesta de Primera Comunión de mi hermano en 1961 y tomó fuerza a partir de la mía en 1965.
 
Antes no se les había cruzado por la cabeza comprar nada. Habían llegado a San Francisco desde el campo con “una mano atrás y otra adelante”, como luego repetiría orgullosa mi mamá. En los primeros cuatro años debieron adaptarse a la vida de la ciudad, agrandar la familia, convertir la despensa en bar y ahorrar para la mejor escuela privada.
 
La Comunión de Gerardo la celebramos el 24 de setiembre de 1961. Participaron cuarenta y nueve amigos del barrio. Algunos no llegaron a tiempo para la fotografía, por lo que quedaron como ausentes de la historia.
 
Mi mamá tendría mucho trabajo para atender al “tropel bullanguero”, como llamaba a los chicos del barrio, así que pidió ayuda a sus amigas, la Anita González y la Negra Ronconi, y a Gisella, hija de su hermana Clorinda, que llegó dispuesta “para apoyar en lo que haga falta”. Entre las cuatro se turnaron para preparar triples de jamón y queso y repulgar empanadas con la carbonada que sacaron de una receta de la libretita azul de mi mamá. También adornaron la mesa con rosas y calas, sirvieron porciones de la torta inmaculada de tres pisos y cuidaron que nadie se lastime. Días antes habían repartido los sobres con la invitación a puño y letra de mi mamá: Jesús no olvides mi Primera Comunión que será luz, esperanza y amor”.
 
Cuando todos los chicos salimos a los empujones a jugar bajo la advertencia de “no corran que van a traspirar toda la ropa”, las cuatro chaperonas tomaron un respiro para cuchichear. Sin quererlo, dieron a luz la idea de comprar la esquina.
 
–¡Qué te pasa Tota!, te noto desganada le advirtió la Negra Ronconi a mi mamá.
–Tanto trabajo te pasó factura, siempre pasa eso. Estos mocosos dan un trabajo bárbaro – se adelantó a responder la Anita González.
–No es nada – dijo mi mamá.
–¿Te peleaste con el tío? – preguntó mi prima Gisella.
–Para nada ¿de dónde sacaste eso?
–Algo te pasa, no nos vas a dejar así – retrucó la Anita González.
–Para eso estamos las amigas Tota. ¿Qué te pasa? – preguntó la Negra Ronconi.
–Me pongo triste de bronca – lanzó mi mamá con los ojos vidriosos –los chicos crecen y no estoy segura si hicimos bien en traerlos aquí. No veo futuro. Tal vez era mejor quedarnos en Eustolia.
–Ay Tota de nuevo con eso, por favor. Sin ustedes este barrio sería otro – dijo la Negra Ronconi con la intención de contenerle las lágrimas.
–Es como que nos falta algo. Siento un vacío – se sinceró mi mamá.
–¡Por qué no compran la esquina! – dijo la Anita González de sopetón.
 
A mi mamá se le iluminaron los ojos como si le hubiesen dado la fórmula para ganar el gordo de Navidad, sin embargo, minimizó la idea porque le pareció tan alta como subir el Aconcagua.
 
–Imposible, recién ahora estamos respirando un poco.
–Pidan un préstamo – agregó la Negra Ronconi –lo bueno, Tota, es tener algo en mente por lo que luchar.
–Sos tan buena para la cocina que de repente te ponés a cocinar para fuera y te ganás unos pesitos extra.
–¿Más trabajo? Ni loca Gisella. Ya no doy a basta.
–Cheee, que el Livio ponga un poco más el lomo. Dejame contarle a Ángel, de repente inventan algo y ponen juntos un negocito, una sodería o algo así – remató la Anita González.
 
La charla se cortó abrupta cuando todos los chicos entramos transpirados y con los perfumes mezclados. Correr a la mancha y al patrón de la vereda demandaba más naranja Crush y Bidú Cola.
 
A las tres de la madrugada mi mamá se despertó de golpe como si la hubiese sacudido el reloj despertador. Tenía en la cabeza el eco de la charla con sus amigas y, entre ceja y ceja, la idea de comprar la esquina. Desvelada y contenta pensó en despertar a mi papá. Prefirió esperar hasta los mates en el desayuno. “Se pondrá loco de contento cuando le cuente”, pensó. A oscuras escribió en la libretita verde de sus resoluciones: “comprar la esquina, ¡Gracias querida señora de la Nueva Pompeya!”.
 
Le cebó los mates con sonrisa de oreja a oreja y mi papá, experto en leerla, disparó: “¡qué bichito te picó tan temprano!”. Mi mamá floreó la charla del día anterior, dio rodeos para crear suspenso y clavó la frase en el aire para recibir una ovación de pie: “compremos la esquina”. Mi papá la miró desconcertado y respondió con un latigazo de domador de circo con chasquido final: “dejate de pavadas, ¡ni en pedo!”.
 
La respuesta hubiera tenido que dejarla de cama, pero pensó que ella había reaccionado de la misma forma cuando su amiga lo sugirió. Siguió cebando mates como si nada, contenta de que ya había plantado la semillita porque mi papá también solía despertarse de noche con cosas a las que durante el día no les prestaba atención. Además, estaba tranquila, había escrito el objetivo en la libretita verde y sería solo cuestión de esperar. “Tarde o temprano los objetivos escritos se materializan solos”, había aprendido de su papá.
 
Dicho y hecho. Poco tiempo después, mi papá empujó la compra de la esquina como idea propia en cada charla con sus amigos y en las reuniones familiares.
 
Mis nonos, los papás de
mi mamá, José y Antonia.
El 10 de setiembre de 1963 llegó la gran celebración de las Bodas de Oro de los papás de mi mamá, los nonos José y Antonia en Plaza Clucellas. Llegaron los once hijos e hijas y los primos éramos una chorrera de más de ochocientos. La torta de cinco pisos, más alta y gorda que la humilde de 1913, fue centro de conversación. Estaba adornada por un número 50 de azúcar en la cúspide y en la circunferencia de la base se leía la plegaria “Jesús bendecid a nuestros hijos, nietos y seres queridos”.
 
Mis padres usaron la muletilla de “la torta grande como una casa” para contar su deseo de comprar casa propia en cada charla. De todos recibieron la misma reacción: “¡¿entonces ya no vuelven a Eustolia?!”. Creo que aquella expresión fue la que inspiró a la Real Academia para autorizar el uso de signos de afirmación e interrogación en la misma oración.
 
Por varios años ese tipo de charlas les sirvió para afirmar su objetivo en forma inconsciente. Hasta que la semilla empezó a germinar con fuerza en mi Primera Comunión el 9 de octubre de 1965. En esos días, sin previo aviso, el viejo Pons había disparado un anuncio clasificado letal en el diario, ofertando la esquina al mejor postor. Al principio, mi mamá sintió el clasificado como un cuchillo sin filo y oxidado perforándole el corazón, pero, días después, se convirtió en su mejor motivación para alcanzar el objetivo. Recortó el rezo de mi estampita “Jesús conserva mi alma blanca como la hostia que hoy recibo”, y lo juntó con las oraciones de Gerardo y mis nonos. Pensó que la triple oración llegaría más alto y que la esquina no se le escaparía. Pegó la plegaria en dos páginas en mariposa en la libretita amarilla de sus intimidades y, al pie, escribió con fe y esperanza: “Dios querido, ayúdanos a comprar la esquina”.
 
A la mañana siguiente me engominó, me echó perfume de pies a cabeza y me ordenó que la siguiera: “vamos, hay que sacarte la foto de Comunión”.
 
Llegamos a la casa de óptica y fotografía de Bucco y Curiotto en el centro y tuvimos que hacer cola por media cuadra. El negocio estaba atestado de padres y chicos, se celebraban comuniones en muchas escuelas.
 
–Por fin alguien bien peinado – exclamó la señora Dorita Curiotto que revisaba la fila con peine en mano para que todos los chicos llegaran prolijos al estudio de su marido –¿cuántos hijos tiene?
–Dos, uno mayorcito y este, el Nenucho. ¿Se acuerda que su esposo le sacó un retrato cuando cumplió un año?
–Saca a tantos chicos... ¿Va por la nena?
–No creo, todo cuesta tanto. ¿Y usted cuantos tiene?
–Una nena por ahora – respondió y llamó a su hija que apareció con una vincha blanca y el pelo lacio hasta la cintura abrazada a una muñeca tan grande como ella –Pilín vení a saludar a la señora.
–¡Qué lindo nombre!, y es tan linda y coqueta con ese pomponcito – dijo mi mamá tocándole la naricita –nunca escuché ese nombre.
–Es sobrenombre. Se llama Graciela y como era la más gurrumina de la familia su nona María le puso Pilín y así quedó.
–Igual que a él – dijo mi mamá –al cuete le pusimos Ricardo. Yo lo llamo Nenucho, su hermano y mi esposo le dicen Nenito y los chicos en la escuela le dicen Kaiá.
 
Después de posar de mil maneras para don José Curiotto, le pedí a mi mamá que me compre una lupa que en la vidriera cacareaba: “La leyenda de Sherlock Holmes comenzó con esta lupa”. Mi mamá movió la cabeza en desaprobación y luego dudó: “¿seguro que querés esto de regalo de Comunión?”.
 
Al regresar del centro nos detuvimos de Burmeister Lamberghini. Los discos eran otra de sus debilidades como las recetas de cocina. Quería comprar “Amor” de Edye Gorme y el Trío los Panchos que la enloquecía cada tarde por Radio Nacional. La vendedora puso el disco y un minuto después mi mamá, todavía meneándose y con los ojos cerrados, me dijo: “qué sorpresita que le vamos a dar a tu padre”. Yo era el sorprendido, estábamos en octubre y mi mamá compraba como Niño Dios en Navidad.
 
Cuando mi papá llegó de la oficina, mi mamá hizo mímica mientras la Gorme cantaba a todo volumen Piel Canela. Con un tenedor lo hincó en el pecho a saltitos mientras modulaba los labios con la letra de fondo: “me importas tú y tú y tú y sooooooolamente tú.... y naaaaaaaadie más que tú”. A mi papá le gustó el jueguito y quiso apretarla a su lado. Ella pegó un corcoveo hacia atrás y con pasitos rápidos y rítmicos le prometió “… cuaaaaando vuuuueeeelva a tu ladooooo…”.
 
Mi mamá movió la púa al surco de Media Vuelta y ejerció todas sus dotes teatrales al estilo Niní Marshall. Mientras la Gorme gritaba por los parlantes “te vas porque yo quiero que te vayas”, se tiró un mechón sobre la frente, se subió la pollera a medio muslo por arriba de la rodilla y mostrando escote con aire de Brigitte Bardot gesticuló para que mi papá se pusiera de pie. Apenas lo hizo, lo empujó de nuevo contra el asiento y le cantó “a la hora que yo quiera te detengo” con una señal de pare como agente de tránsito. A esa altura mi papá se estaba babeando como un perro ante un trozo de bofe e intentó meter mano debajo de la pollera. “Ay ay ay, qué fácil que son los hombres, un poco de corcoveos y ya piensan mal”, dijo entre carcajadas mi mamá. “Ponete a comer, se acabó la fiesta”.
 
Después de almorzar se recostaron acaramelados en los silloncitos con una copa de vino blanco. Repasaron unos temas viejos de Luis Aguilé y agotaron al pobre Frank Sinatra que les cantó como veinte veces Only the Lonely. Mientras tanto, mi hermano miraba todo por un agujerito en el puño como le había enseñado Borgarello para captar luces y sombras y yo, lupa en mano, me puse a investigar como Sherlock Holmes el misterio que me tenía a maltraer desde hacía años: una manchita oscura sobre el vestido de novia de mi mamá y una clarita sobre el traje oscuro de mi papá.
 
–Mami, mami. Vení, mirá lo que tenés aquí.
–Por Dios, salí de ahí porca vaca. Andate al patio con esa lupa.
 
No entendí porque se había molestado que investigara la foto de su casamiento. Esa siesta paré la oreja detrás de la puerta del dormitorio y descubrí con el oído lo que no había podido captar a simple vista por tantos años.
 
–El Nenucho descubrió los cascarudos en la foto de casamiento. Acordate que son los bichos que traen mala suerte. Le trajeron un montón de pestes y maldiciones a los egipcios.
–Pero vieja seguís obsesionada por esa boludez. Siempre con tus supersticiones. Son unos bichitos nada más, dejá de joder.
–¡Qué te hacés ahora!, ¿yo soy la supersticiosa?, vos sos el que crees en los ovnis y frunciste el traste como nadie cuando se nos apareció la luz mala en Eustolia.
 
Al día siguiente comprobé que mi mamá tenía razón. Los cascarudos traían mala suerte.
 
Mi papá le pidió repasar los ahorros del pasado y calcular los de futuro. Quería saber cuándo podrían ir del viejo Pons a hacerle la “oferta irresistible”, es decir, pagar un sobreprecio para ganarle a otros contendientes. Cuando tocó el turno de revisar las cuentas por cobrar en la libretita roja del fiado, mi papá notó que mi mamá saltaba algunas páginas más a propósito que por descuidada.
 
Se la arrebató de un zarpazo.
 
–Devolvémela – gritó sorprendida.
–¡No me jodas! ¡¿Todo esto te deben?! – dijo mi papá después de un paneo rápido por más de cien páginas –¡aquí todos chupan gratis!
–¡No es para tanto!
–Cómo que no es para tanto. Por favor Tota, manejás este negocio como si fuera la Casa del Niño o el Cotolengo don Orione. Dejale la caridad a los demás.
–Claro, ahora yo tengo la culpa. Me dejaste sola en este loquero.
–No me cambies de tema. Me fui a trabajar afuera porque queríamos tener otro ingreso. Pero ahora me doy cuenta que soy el único que trae un mango a esta casa.
–No te mandes la parte. ¿Quién creés que compra la comida, la ropa, que mantiene la casa y paga los Maristas? Todo salen de estas – dijo mi mamá agitándole sus manos a la altura de la cara.
–Ese no es el punto. Si hubieras fiado menos o cobrado la mitad de lo que te deben ya tendríamos la esquina hace rato.
–Ya les voy a cobrar.
–¡¿A estos tres?!, ¡haceme el favor! – dijo mi papá señalando los nombres de tres clientes que ya habían muerto, –si me fijo bien seguro que tenés más fiado en el cementerio que en la calle. ¡Sos un desastre!, ¡estamos fundidos!
–Fundidos las pelotas, dejá de exagerar – retrucó mi mamá.
 
Mi papá estampó la libreta roja sobre la mesa, pegó un portazo y enfiló hacia el cine Mayo. La cartelera anunciaba “El Dorado” de John Wayne con promesa de muchos tiros y líos a rabiar. No sintió un solo tiro ni leyó los subtítulos, pero se tranquilizó. Ir al cine lo distraía y lo sedaba tanto como el olor a azúcar quemado.
 
Volvió sereno antes de que terminara la película. Mi mamá lo esperó con unas conciliadoras milanesas a caballo con papas al horno. Y con una sonrisa de oreja a oreja y una pizca de ironía, le soltó una oración antes de que pruebe un bocado: “¿Fundidos?, sentate y agarrate. Te tengo una sorpresa”.

Mis primos en las Bodas de Oro de mis nonos. Estoy a la derecha, el más gurrumino, al lado de mi
hermano. En el centro, los más pequeños son mis primos Raúl y Marta Trossero.

Mi Primera Comunión en 1965 en la escual de los Hermanos Maristas. Yo en primer plano a la izq.
con mis amigos Eduardo Felizia y Genesio.



 





EPÍLOGO: la última carta

Párrafos de la última carta que me envió mi mamá en octubre de 1994. Aferrada a su fe, me pedía que visitara a especialistas en Miami para q...