miércoles, 8 de septiembre de 2021

EPÍLOGO: la última carta

Párrafos de la última carta que me envió mi mamá en octubre de 1994. Aferrada
a su fe, me pedía que visitara a especialistas en Miami para que traten de
 descifrar una enfermedad desconocida que la afectaba.

Treinta años después.
 
El 26 de octubre de 1994 recibí una carta de mi mamá. Sería la última. Luego ya no tendría fuerzas para sostener una lapicera.
 
“Lo que tengo no es alentador...”, denunció.
 
Continuó con un párrafo cargado de fe y abrazada a la esperanza de curarse de una enfermedad que desconocía: “creo en Dios, en la vida, y así encuentro las fuerzas para aceptar lo que me toque vivir. Estoy resignada, para cada cosa hay un tiempo y ese tiempo lo dispone Dios. Mi fe será mi salvación”.
 
En su convicción religiosa, sin embargo, se permitió dudar sobre si en un futuro incierto mantendría esa fortaleza: “necesito... serenidad y eso en mí hasta hoy es positivo, mañana no sé”.
 
También detecté entrelíneas una protesta contra la ironía de la vida. Sus fuerzas estaban flaqueando cuando se disponía a gozar de la cosecha de su siembra como le había sucedido a su mamá, la nona Antonia. “(debo) aminorar la marcha en todo... comprender que la vida tiene circunstancias buenas y malas... me toca vivir una crisis”.
 
En párrafos posteriores me pedía que visite a un especialista para que descifre su mal. Las piernas no le respondían, sus médicos no sabían qué padecía y los remedios no la aliviaban.
 
Munido de una copia de su historia clínica, radiografías, nombres de medicamentos y vitaminas visité al mejor neurólogo del Hospital Palmetto de Miami.
 
–Buen día, – saludé, mostrándole el historial –los médicos le dijeron que en este país tal vez sepan qué enfermedad tiene; allá se le quemaron los libros; y como aquí la medicina está más avanz...
 
El neurólogo no me dejó terminar. Frunció el ceño con incredulidad. Leyó la primera página y ojeó las demás a la ligera como si no necesitara leer más. Segundos después, tan largos como un invierno, me dio el veredicto.
 
–¿Quién le dijo que los médicos no saben?, ¡claro que saben!, mire aquí. Dice ELA. Su madre tiene Lou Gehrig. Le quedan dos años de vida.
 
Sentí un retorcijón en el pecho como si alguien me agarrara el corazón y lo retorciera como trapo de piso. Quise agarrar al médico y partirle la cara. No tenía derecho a darme la sentencia como si fuera una simple dirección para encontrar una calle. Salí del hospital atolondrado. No pude ir a trabajar. Preferí volver a casa y cobijarme en mi esposa. Llamé desconsolado a mi hermano. Todavía aturdido, busqué coraje para enfrentar a mi papá. Tenía que decirle que el diagnóstico siempre lo había tenido frente a sus ojos, escrito como una escueta receta de cocina.
 
Llamé a mi papá. Acusé a los médicos de todos los males sobre la Tierra: malvados, farsantes, fenicios. Mi papá no se tragó los rodeos y fue directo al grano.
 
–¿Qué te dijeron?
–Papi, sus médicos saben lo que tiene. No entiende por qué no te dijeron. Aquí son directos, no van con vueltas.
–¡¿Qué tiene?! Solo tiene las piernas dormidas.
–Es una enfermedad degenerativa del sistema nervioso. No tiene cura.
–¿Pero no le pueden dar remedios, un tratamiento?
–No me entendés. No tiene cura. Se llama ELA, hablá con los médicos. Lo escribieron, está en el tercer párrafo. Preguntales por qué no te dijeron.
–¡Qué se yo!, tal vez porque no es grave.
–Papi, es grave, creeme, a mami le quedan dos años de vida – le dije y dejé caer las palabras hacia el final para que no las escuchara.
 
El silencio del otro lado de la línea me perforó los tímpanos.
 
–¿Papi, me escuchaste?, ¿hola? Hablá con los médicos. ¿Qué vas a hacer?
–Yo se lo diré a mami – dijo con entereza. Hizo una pausa para agregar algo, pero no pudo.
 
No sé cómo, dónde o cuándo se lo anunciaría a mi mamá. No pregunté ni quise saber. Imaginé mil escenarios. Cómo contarle a quien creía que sus virtudes y razonamientos le alcanzarían para superar un simple entumecimiento de piernas. “Sabemos -decía ella en su carta- que en la vida hay siempre dificultades y esfuerzos que superar, habrá que usar las armas necesarias o bien templarse para ir recuperando energías...”.
 
En aquellos meses busqué desesperado información sobre la enfermedad. Hospitales, universidades y laboratorios seguían investigando sin éxito la cura para la Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA) o “enfermedad de Lou Gehrig” en honor al famoso beisbolista que la sufrió. Los ensayos clínicos eran escasos e inciertos y reservados solo para estadounidenses.
 
Mi mamá murió cinco años después, en 1999, a los 70 años. El ELA le había consumido cada signo vital de su cuerpo, aunque no su claridad mental que mantuvo hasta el último aliento. Eligió irse un 10 de abril, el mismo día que su mamá lo había hecho treinta y un años antes. Hasta el final, con un movimiento de ojos le ordenaba a mi papá que llamara a Miami o Madrid para saludar a sus nietos en los cumpleaños. Todo en su vida era importante, incluso los pequeños detalles.
 
Falleció bajo los cuidados intensos de mi papá. En su carta, ya con las fuerzas flacas, enaltecía aquellos cuidados y al amor de su vida: “papi me ayuda mucho, hace de enfermero, cocinero, cadete. Muy rico por dentro, esto me tonifica”. Mi papá decidió acompañarla años después, el 14 de octubre de 2012, cerrando otro ciclo generacional que se había iniciado muchos siglos antes con los Trotti y los Trossero en los alrededores de Castellazzo Bormida y de Pinerolo en el Piamonte italiano.
 
Por muchos años deambulé retobado contra la ironía de la vida. No podía entender cómo una persona tan enérgica y de fe irreductible podía apagarse perdiendo la vida a cuentagotas por cinco años. Dudé muchas veces si en el martirio de sus últimos días, postrada, inerte y casi sin aliento, habría perdido la fe atrapada en aquel “mañana no sé” o si mantuvo su credo: “mi fe será mi salvación”.
 
Años después, más tranquilo, volví a enfrentarme al ELA cuando murió el reconocido científico Stephen Hawking en marzo de 2018. Para entonces la enfermedad seguía sin cura, pero era más conocida debido a que las estrellas de Hollywood se arrojaban baldes de agua helada sobre la cabeza para despertar conciencia.
 
Confieso que con Hawking siempre me sentí más compasivo con sus sufrimientos que deslumbrado por sus descubrimientos científicos. Nunca estuve muy atento a sus predicciones celestiales sobre si la Humanidad se extinguirá en 600 años, si Dios fue quien apretó el botón del Big Bang o si lograse conciliar la relatividad de Einstein con la energía cuántica de los agujeros negros.
 
A pesar de que vivieron en universos tan distantes como distintos, comprobé que Hawking y mi mamá estaban hermanados por sus penurias y también por sus ansias de encontrarle sentido a la existencia. Él, desde la complejidad científica y, ella, desde la simpleza terrenal de la fe creían que debe existir vida o una razón detrás de las estrellas.
 
En esa búsqueda por caminos muy diferentes, llegaron a la misma conclusión: los misterios del Universo son apreciables y comprensibles desde el mundo que cada día construimos.
 
Hawking resolvió ese enigma tras décadas de observación. Reveló su descubrimiento a través de una frase concluyente cargada de rigurosidad científica: “el Universo no sería gran cosa si no fuera hogar de la gente a la que amas”.
 
Mi mamá llegó a la misma conclusión sin necesidad de grandes telescopios para bucear entre las galaxias. Aprendió esa máxima en la experiencia de su pequeño y humilde universo, el Bar Nueva Pompeya. Siempre lo consideró el hogar de la gente que amaba y el que “me regaló propósito y felicidad para vivir”.  
 
La revelación de Hawking me ayudó a darle mayor dimensión al descubrimiento de mi mamá. También me sirvió para sentir y descubrir que, con el tiempo, la pérdida física de las personas y cosas que se aman se transforman en energía y presencia espiritual perpetua.
 
Así pude y puedo sentir que mi mamá y su bar siguen viviendo. Resplandecen en un campo de estrellas idéntico al mar de flores de alfalfa en el que ella chapoteaba de chica en Clucellas.
 
En esa nueva constelación vive, sin tiempo ni espacio, aferrada a todos sus amores, a los personajes del bar, sus antepasados, sus parientes, su esposo, sus hijos, sus nueras, sus nietos y sus descendientes del futuro.
 
El bar de mi mamá late y titila allá arriba en el profundo infinito y, también, en el vasto universo de mi memoria.

Otros párrafos de su carta en la que entendía que lo "que tengo no es alentador"
y donde destacaba su fe y sus temores, así como los cuidados intensos de mi papá.


miércoles, 1 de septiembre de 2021

Esquina comprada, milonga terminada, ¿y la felicidad?

 
Mi mamá, en la única foto de ella en su universo, el Bar Nueva Pompeya

Mi papá pegó un pique de media cuadra. Llegó jadeante a golpearle la puerta al viejo Pons. Pensó en las mil veces que había golpeado sin ganas para pagar el alquiler. Esta vez golpeó altivo y con ritmo, con la seguridad que le daban los bolsillos llenos.
 
–¿Trae el alquiler, Trotti? – preguntó Pons.
–No. Vengo a comprar la esquina.
–Le repito lo de siempre. No quiero ni puedo financiarle.
–Por eso vine. Hoy compro de contado, – dijo mi papá y le alcanzó un cheque doblado que sacó del bolsillo de la camisa.
_¿Y esto? miró sorprendido Pons –¡¿Se equivocó?!, ¿me está pagando de más?
–Pa que ni lo piense. Lleve a su esposa unos días de vacaciones.
–Entre Trotti, no sea cosa que me arrepienta.
–No se confunda, don. El que se puede arrepentir soy yo – dijo con un gesto fanfarrón, y satisfecho de que había funcionado su estrategia de pagar con sobreprecio.
–¿Firmamos el boleto de compraventa?
–Por mí firmemos la escritura.
–Tranquilo, Trotti, por ahora es suficiente con el boleto. Escriba los nombres como deben figurar en los documentos.
 
Mi papá escribió: “Livio Benito Trotti y Ondina Esther Trossero de Trotti”.
 
–¿Por fin me va a decir quién le quería comprar la esquina?
–Acuérdese del refrán Trotti, “se dice el pecado, pero no el pecador”.
–¿Era verdad o me estuvo negociando todo el tiempo?
–Déjese de pavadas. Celebremos que la esquina ya es suya – dijo Pons y lo invitó a festejar con una copita de grappa.
–¿No me va a decir quién le quería comprar?
–No suelta el hueso, ¿eh?, disfrute. Ya tienen esquina propia.
 
Mi papá estampó la firma. Tomó la grappa de un sorbo y salió disparado. Tuvo la sensación de que los pies no le tocaban el suelo como cuando de chico volaba en los sueños sobre la escuelita de Eustolia.
 
Se abrazó con mi mamá entre lágrimas. Se sintieron los dueños de la Tierra. “Te acordás cuando cocinabas en la cocinita a leña en Eustolia”, le susurró mi papá, un recuerdo íntimo y retórico con el que solían medir su progreso. Mi mamá se acordó cuando invocaba a San Marcos por la esquina convencida de alcanzar su sueño: todo lo que pidan en oración, crean que ya lo han conseguido y lo recibirán”.
 
Mi papá, más terrenal, sintió urgencia por terminar y rejuvenecer la milonga sobre la esquina. Esa noche agregó, tachó y acortó versos. “Dejala así. Cada vez que la tocás la empeorás”, le rogó mi mamá. Se tranquilizó cuando él puso los ojos raros, como mirándose hacia adentro. Supo que vendría una mejor versión.
 
–Tota. Ya la tengo. Mirá.
–Yo dejaría solo al Pompeya como lugar. Merece ser único.
–¿Entonces te parece doncellas en vez de Clucellas? – preguntó mi papá sin vacilar.
–Sí, pero también pondría el título al revés, primero a la esquina, luego la pebeta. Me parece más poético y misterioso.
–¿Algo más?, pensé que solo eras buena para las recetas de cocina – dijo mi papá con sonriente ironía y, enseguida, le leyó la nueva milonga.
 
“Esquina mía, pebeta hermosa”
 
“Esquina mía
Arrabalera y esquiva
Déjate atrapar
Sigues muy altiva
 
No te pongas celosa
Tota es mi esposa
Brillo de luciérnaga
Quimera amorosa
 
Será mi empeño
Perseguirte en sueños
Relaja tus bríos
Seré tu fiel dueño
 
Ámame papusa
Desnúdate fogosa
Esquina mía
Pebeta hermosa
 
Mar de vinos y estrellas
Como guapas doncellas
Siempre vivirán
En mi eterno Pompeya”.
 
Mi mamá se derritió. Le fascinó saberse retratada y eterna junto al Pompeya y a su querida esquina. Apreció que todo había cobrado más vida; las plantas se veían más verdes, el cielo más azul. Y cuando estaba en medio del trance, mi papá la despabiló con un pedido terrenal y urgente.
 
Pensemos en los festejos.
¿Qué festejos, Livio? No me asustes.
Tantos años con esto... Hagamos un asado para todo el mundo.
¡Pará un poco! Tendré que trabajar como una loca.
Despreocupate. Le decimos al Zorrino. Le va a encantar.
 
La invitación para el sábado rezaba: “canilla libre y asado a reventar”. El Zorrino llevó a la carnicería una lista tan larga como su martingala con los números soñados de la quiniela. Tenía que asar para más de cien comensales. Compró con yapa anticipando que muchos vecinos “no van a querer perderse la festichola”.
 
La lista incluyó cien chorizos, cincuenta morcillas, treinta ristras de costillas, diez vacíos, nueve metros de chinchulines, tres kilos de mollejas y un lechón mediano. Mi mamá se ocuparía de las tortas borrachas y de los arrollados con dulce de leche. Mi papá del tinto Valderrobles y del blanco San Felipe.
 
Para ahorrar espacio en el patio, el Zorrino fue tan creativo que mi papá le vaticinó: “te van a venir a buscar los ingenieros de la NASA”. Puso tres parrillas una arriba de otra como un sándwich triple de miga separadas por cuatro ladrillos. En la más cercana al fuego puso a dorar el lechoncito, en la del medio encajó los chorizos y chinchulines y en la superior puso los costillares y vacíos “a fuego muy lento”.
 
La fiesta fue para libro de historia. Engulleron hasta el último milímetro de chinchulines. Las parrillas quedaron arrasadas como maizal tras una plaga de langostas. Después del postre mi mamá abrió dieciocho frascos de uvas moscatel en grappa. No sé si fueron esos efluvios o los de Valderrobles y del santo Felipe, pero nadie quedó sin cantar. Cantaron todo. Desde “Cambalache” a la “Guantanamera”, pasando por “Mambrú se fue a la guerra”, hasta “Arrorró mi niño” y “Zapatito de charol, botellita de licor”. Un colado simpático, que no tenía idea qué se festejaba, gritó un “viva los novios” a todo pulmón. No importó el desliz, mi papá tomó a mi mamá de la cintura y le chantó un beso de película entre medio de chiflidos, vítores e insinuaciones de que se vayan a festejar a otro lado. Terminaron con una genuflexión y llenos de aplausos. Mi papá estaba colorado como un tomate, ni de sol ni de vergüenza, de puro Valderrobles nomás.
 
La fiesta se durmió a las siete de la tarde. Mi mamá había pagado a unos changarines para la limpieza. Todo quedó con olor a Kreolina y Pino Luz.
 
El domingo fue distinto. Mis papás tenían los hombros cansados, además de chuchos de frío y calores intermitentes como si estuvieran entre la Antártida y el Amazonas. “No creo que sea algo que comimos”, dijo mi mamá, “¡se nos cayó la adrenalina!”. Quedaron toda la tarde aplastados, lentos y entredormidos con los ojos semiabiertos.
 
El lunes mi mamá se levantó con un sentimiento tan vacío como habían quedado sus latas de leche Nido. Todo le parecía sin contraste, como si tuviera la neblina dentro de los ojos; a las plantas las apreció de un verde gastado y al cielo de un gris desganado.
 
–No estoy feliz Livio. Me engañé todo el tiempo – dijo mi mamá y se largó a llorar antes del primer mate en el dormitorio.
–¡Cómo podés decir eso! Ahora que compramos la esquina. Hacía años que la querías. Mirá todo lo que tenés.
–Cerrá la puerta. No quiero que los chicos me vean así.
 
Él la abrazó. Ella lo apartó.
 
Abrió el bar sin ganas. No estaba cansada, pero se sentía sin fuerzas. Todos los clientes la felicitaban y ella disimulaba con muecas que hubieran necesitado algo de dientes para que fueran sonrisas. Estaba desahuciada. Ni siquiera tuvo fuerzas para arengarse con las plegarias de su libretita amarilla como solía hacer cuando no encontraba sentido a nada. Había anhelado comprar la esquina para alcanzar la felicidad, pero sentía que la felicidad la esquivaba.
 
Mi papá se sintió enjaulado en la oficina. Quería regresar a casa para consolar a mi mamá, pero los minutos tardaban como si tuvieran diez mil segundos. Pretendía asumir el papel del más fuerte en la pareja; quería saber el porqué del apagón.
 
–Qué te pasa, Tota. ¿Ya no me querés?
–Pero Livio, ¿por qué siempre vos? El tema soy yo. Me siento aplastada. Me pasó una aplanadora por arriba.
–Se nos cayó la adrenalina.
–Eso fue ayer. Hoy es distinto. Es más profundo.
–¡No jodas, Tota! ¿Te pasa algo conmigo?
–Pero no.
–No te entiendo. Acabamos de comprar la esquina. Es lo que más querías en la vida y pensé...
–Ni yo me entiendo, creeme, – lo interrumpió –no pienses estupideces, Livio. No me hagas caso.
 
Durmieron la siesta a duras penas. Cuando mi papá se cambió para ir a la oficina, mi mamá le pidió que se quede. No quería quedarse sola y necesitaba consuelo.
 
–Quiero ser feliz Livio. Pensé que tener la esquina era alcanzar la felicidad. Pero no es así. Tendrían que enseñar sobre felicidad en la escuela. Debería haber una clínica donde entrés y al rato salgas curada y llena de felicidad. ¡Qué se yo!, que te den unas pastillitas.
–Están los psicólogos, psiquiatras.
–No es lo mismo, Livio. Son doctores. Lo mío es otra cosa, quiero encontrarle sentido...
–Tota – la interrumpió –tenés trabajo, sos fuerte como un toro, tenés la esquina, tenés chicos buenos, te respetan en el bar, tenés todo. Tenés que estar muy agradecida.
–Me pregunto si no hubiese sido mejor nacer un poco más arriba. Empezamos muy de abajo, desde el fondo. Más fondo no podía haber. Ahora resulta que estamos contentos porque tenemos esta esquina medio destartalada y yo atiendo un bar de morondanga. ¿No pensás que somos poca cosa? Mi mamá trabajó toda su vida criando once hijos y mirá como le paga la vida. Está postrada, justo cuando debería estar feliz cosechando todo lo que sembró. Tengo miedo.
 
Después de desahogarse, lo miró a mi papá por más respuestas. Él tendría que bucear muy de dentro de sí y no estaba seguro si las encontraría. Empezó tímido.
 
–Tota, hay gente peor que nosotros, incluso los de arriba. Muchos aparentan ser felices, tienen mucho y algunos heredaron negocios y cosas, pero tienen otros problemas. Se sienten esclavos de haber nacido con el culo en la harina. No tienen libertad para hacer lo que quieren. Todo el mundo lleva su circo a cuestas. El otro día se suicidó la abogada de la otra esquina. ¡Tenía de todo!
–Livio, no me entendés. No me importa la otra gente, somos nosotros. No sé cómo explicarme. Vos la tenés fácil. Tu felicidad está con tus tangos, con River, tocando la flauta, discutiendo con tus amigos de política, haciendo chistes...
–Yo sé, te entiendo – la interrumpió –te digo que vos tenés mucho también. Muchos quisieran tener lo que vos tenés, más bien ser como vos. No se trata de tener, Tota, sino de ser.
 
Mi mamá cambió la mirada. Se sintió reconfortada que la reconocieran. Mi papá notó que sus respuestas eran buenas y caían como bálsamo. Buceó por más.
 
–Las cosas personales como las mías te ponen contento, Tota, pero, tampoco sé si eso me hace o te hacen más feliz. Creo que la felicidad es más fácil encontrarla cuando hacés cosas por los demás y los demás te sienten útil. Vos hacés mucho. Vas a los velorios y al Hogar de Ancianos a consolar gente, le llevás comida a los enfermos y rezás por ellos en la gruta de la Virgen, alabás a Dios en tu libretita amarilla, muchos clientes te tienen como paño de lágrimas, te desvivís por atender a los parientes, estás criando a los chicos – hizo una pausa para crear suspenso y remató –y ¡me tenés que aguantar a mí!
 
Mi mamá se descomprimió con una carcajada. Sintió que le estaban acariciando el alma.
 
–En fin, Tota – dijo mi papá envalentonado en busca de hilvanar un cierre de película como final de tango, –tenés que reconocer que hacés mucho por los demás y, además, tenés que reconocer que sos muy agradecida a Dios. Creo que ahí ya tenés gran parte de la felicidad ganada. No muchos tienen eso. Tenés que reconocer lo mucho que hacés y quien sos. ¡Te exigís mucho!, pará un poco y mirate desde afuera, desde la vereda de enfrente como si fueras otra persona. Creeme que te va a gustar mucho lo que vas a ver.
 
A mi mamá se le nubló la vista, pero igual lo traspasó con la mirada. Él también sintió que sus propias palabras lo desafiaban a cruzar la calle y a mirarse a sí mismo a la distancia.
 
A la mañana siguiente, mi mamá se sentó en la mesa de granito del patio. Miró hacia la jaula. Advirtió que los pájaros, pese a estar enjaulados, revoloteaban libres y contentos de rama en rama como buscando algo, pero despreocupados por hallarlo. “¿Será que la felicidad siempre hay que buscarla, pero hay que despreocuparse en encontrarla?”, se preguntó en voz baja. Se imaginó a la felicidad como una escalera infinita, un camino sin destino, llena de peldaños u objetivos que debía trepar sin reparar en el resultado.
 
Le gustó lo que pensó. Quiso escribirlo en alguna de sus libretitas, pero no encajaba ni en la verde ni en la amarilla. Decidió abrir otra que forró en papel dorado, a la que reservaría para anotar sus aprendizajes. Entendió que para ser feliz era importante tener muchos peldaños que trepar, algunos de corto alcance y otros para toda la vida. Y que todos deberían estar aunados por un objetivo común o el propósito de la vida.
 
Escribió setenta y tres peldaños nuevos en la libretita verde, desde construir una nueva casa, viajar a Europa y pintar el salón del bar, hasta visitar el Hogar de Ancianos una vez a la semana, apartarse de los pecados capitales y ser generosa y buscar siempre ser mejor persona, frase última que subrayó tres veces con la intención de transformarla en su propósito. “Es una escalera para toda la vida”, dijo en voz baja y trató de memorizar un par de objetivos para cumplirlos pronto. Luego tomó la libretita amarilla y escribió decidida apretando más de la cuenta la lapicera contra el papel: “Gracias Dios mío por todo lo que me das y todo lo que soy”.
 
Ya era tarde. Doce clientes revoloteaban inquietos en la vereda. Abrió el bar con ganas y sintió que su amiga, la Virgen de la Nueva Pompeya, la llenaba de gracia desde arriba del dintel.
 
Los ojos de mi mamá brillaban como centellas y su sonrisa hipnotizante atrapó todas las miradas. Hubiera sido redundante que agregue su saludo habitual de “buenos días”.
 
Sintió que el bar no era un lugar común y corriente o de morondanga como se había atrevido a definirlo en sus momentos más oscuros. Era un mundo único, lleno de vida y de escaleras infinitas, de personajes e historias, de alegrías y angustias, de confesiones y sueños.
 
Sintió que el Bar Nueva Pompeya era su universo, un espacio significativo para alcanzar su propósito y seguir trepando su escalera con determinación y alegría. “¡Cómo no sentirme feliz!”, afirmó en voz alta para que todos la escuchen.

EPÍLOGO: la última carta

Párrafos de la última carta que me envió mi mamá en octubre de 1994. Aferrada a su fe, me pedía que visitara a especialistas en Miami para q...