viernes, 28 de mayo de 2021

“¡Mataron al rey, asesinaron al Rey!”

 

Arriba, el Cacholote pardo, debajo, el Rey del Bosque, el Sietecolores, el Mirlo, y más abajo, 
el Cardenal, los Periquitos y el Benteveo, algunos de los habitantes de la pajarera.

Tenía pinta de superhéroe. Era alto y robusto con músculos de Súperman, vestía castaño oscuro como fraile franciscano y usaba un penacho de granadero a caballo que ostentaba con orgullo. Era un Cacholote pardo. Arrogante y malevo, con un pico fuerte que usaba de sable y unos ojos contorneados de amarillo a los que nadie se atrevía a devolverles la mirada.
 
Mi hermano lo había entrampado en un paraje campestre entre Río Primero y Balnearia. Cuando lo soltó en la pajarera se quiso imponer como líder a prepo con un canto de tres golpes, dos chirridos y una aspiración en el medio que sonaba a “tengo-loque-quiero”. Era soltero, el único de la pajarera, porque a todos los demás, mi hermano y mi papá, los habían ingresado en pareja como en el arca de Noé.
 
El Rey del Bosque fue el único en la pajarera que no se impresionó con la grandilocuencia del Cacholote pardo. Hacía tiempo que era rey y a su reino lo gobernaba con un canto cadencioso de compás de tango que mi papá trataba de imitar a golpecitos con su armónica. Desplegaba su trino a las siete de cada mañana y lo repetía religiosamente en intervalos de dos horas en punto como campanadas de iglesia. Vestía de pecho limón maduro y con alas negras, los mismos colores que la camiseta del equipo de fútbol de mi papá en Eustolia. Un pico cónico azabache realzaba su mirada negra hipnotizante.  
 
La pasión de mi hermano y mi papá por las aves y los animales había convertido al patio en un alborotado jardín zoológico. A las aves de la pajarera se le sumaban la mona Pancha, el Piojo, la mascota de mí mamá, y mi favorito, el Pinky, un perrito mezcla de chihuahua con algo más. El Piojo se había aprendido todo el repertorio y se hacía el gracioso cantando e imitando trinos arriba del limonero para hacernos creer que olvidamos abierta la pajarera. El jolgorio lo completaban una tortuga que hacía estragos en los canteros, conejitos de la India que se reproducían por docenas, palomas mensajeras que anidaban en el techo y veintidós jaulitas con cuarenta y cuatro canarios flauta, entre carmines y salmones, que empezaban su sinfonía apenas el Rey del Bosque marcaba el tempo con su batuta.
 
La pajarera fue construida gracias a la perseverancia de mi hermano. Por mucho tiempo le venía pidiendo a mi papá que le construyera una jaula. La promesa de mi papá se fue dilatando y con la oferta incumplida fueron aumentando las dimensiones que pretendía mi hermano. Empezó pidiendo una jaula, pasó a desear una pajarera y acabó soñando con un aviario.
 
Terminó de convencer a mi papá con una fórmula creativa y matemática. Todo el tejido del perímetro que se necesitaría para armar una jaula cuadrada en el medio del patio se podría poner en forma lineal para construir una pajarera que llegaría hasta la Luna.
 
–Papi, en vez de hacerla cuadrada y chica, pongamos todo el tejido a lo largo de un solo lado.
–¿Cómo de un solo lado? No me digas que querés techar el patio con tejido.
–No – se rio mi hermano, aunque no le disgustó la idea –usemos la pared del vecino y le ponemos el tejido de este lado – se aventuró, mientras pegaba unos pasos de un metro para medir el espacio entre los límites del garaje y de la cocina.
–¡Estás loco Gerardo!, ahí ya tenés más de seis metros de largo. ¡¿Hasta dónde querés llegar?!
–Dale papi. Los pájaros volarán libres y contentos.
Conformate con esto – le dijo mi papá mostrándole el rincón –la hacemos aquí, suficiente para los jilgueritos y brasitas que entrampaste en Eustolia.
 
Mi hermano aceptó la propuesta por aquel dicho de “mejor pájaro en mano que cien volando”, pero quedó insatisfecho. Días después de construida en el rincón volvió a la carga un domingo que River ganó tres a cero y a mi papá se le podía pedir cualquier cosa.
 
–Papi comprame un Rey del Bosque y un par de Reinamoras.
–Gerardo ese tipo de pájaros se mueren en jaulas tan chiquitas, necesitan más espacio – y mientras lo decía se dio cuenta que se estaba metiendo en terreno fangoso y ya no pudo retroceder. Se rio a carcajadas sabiéndose perdedor por goleada.
 
Varias semanas y albañiles después, mi hermano pasó de una simple jaula en el rincón, a tener una pajarera en todo el lateral oeste del patio. Medía siete metros de largo, por dos y medio de alto y más de uno de profundidad. Colocó dos arbolitos secos que había traído de Eustolia, unas cajas de madera sobre las paredes para que los pajaritos tuvieran donde anidar y dos bebederos sobre el piso que los pájaros también usaban de bañera. La pajarera había quedado tan acogedora que hasta los gorriones bajaban de los cables de la luz pidiendo por favor que los dejaran entrar.
 
A las pocas semanas y tras varios triunfos de River al hilo, mi hermano logró pasar de unos pajaritos de Eustolia, a tener una parvada con pájaros de todos los colores, trinos y nacionalidades.
 
Los primeros fueron la pareja de Rey del Bosque, con el macho que enseguida se promulgó rey y dominó el territorio. Sus súbditos se contaban por decenas. Dos Sietecolores de mayor intensidad que el arcoíris y que, para la envidia de todos, bajaban al bebedero para mojar sus alas y encandilar con sus plumas tornasoladas. Dos Mirlos, el macho más erguido y ella más coqueta, negros como cuervos, con pico de zanahoria afilado como florete, se colgaban estilo Batman del techo lanzándose en picada como cazas de combate contra los insectos del piso. La parejita de Cardenales fanfarroneaba con su copete de un rojo sangre que les chorreaba el pecho. Eran dos sirupíticos que no se mezclaban con nadie.
 
Tres Periquitos, dos celeste y una blanca con la garganta como el sol, revoloteaban en bandada flameando como bandera argentina. Chismoseaban sobre todos y contra todos. Dos Benteveos que también tenían los colores de Eustolia y dos rayas blancas sobre la cabecita negra como cebra, le bajaban la autoestima a cualquiera con su canto de “bichofeo-bichofeo”. Unas Tacuaritas curiosas y rápidas como Flash, de pico fino y largo, eran la pesadilla del Cachalote y los Mirlos a los que les birlaban larvas y arañitas.
 
Luego de otro triunfo magistral de River, mi hermano logró encajar la frutilla sobre la torta. Mi papá le compró una pareja de Reinamoras. Eran jóvenes y marrones. Mi hermano las seguía de cerca a la espera de que el presunto macho se tornara entre azul cobalto y océano profundo. Desistió tiempo después. “Nos dieron gato por liebre”, le reclamó a mi papá. “Nos jodieron, te vendieron dos hembras”.
 
La pajarera quedó completa con una pareja de Diamante Mandarín de un gris que pedía permiso salpicado con copitos de nieve y unos cachetes saltones anaranjados como Geisha japonesa. Sobrevivieron menos de una semana. Mi papá había ensayado varias fórmulas para que no sufriéramos, desde que se habían cortado las venas al no soportar el cautiverio o se deprimieron porque eran los más gurruminos de la jaula. Mi hermano, sin embargo, tenía una corazonada. Sospechaba que alguien los habría asesinado al no soportar tanta belleza junta. Así que por varios días se pasó largas horas observando la pajarera para descubrir al presunto pajarricida.
 
Un día mientras estaba pintando un retrato en el comedor, se sorprendió que el Rey del Bosque no tocara la diana de las siete de la mañana.
 
Molesto por el silencio inusual y sepulcral que entraba desde el patio fue hacia la pajarera y vio que los pájaros estaban apretujados y murmullando en un rincón como en noche de velorio. Entró a la jaula a buscar una explicación y de inmediato, en una confusión de plumas y chirridos, los pájaros volaron en bandada hacia el rincón opuesto y lo miraron con ganas de que se diera cuenta por él solo. “¿Qué les pasa?”, los desafió mi hermano. Nadie le contestó.
 
Miró al piso adónde todos señalaban y vio tirado e inerte al Rey del Bosque sobre el filo del bebedero de cemento, con la cabeza sumergida. Las manos le comenzaron a temblar como hojas y no pudo alzarlo. Aspiró hondo, tomó coraje y cuando lo sostuvo en sus manos se manchó de sangre. Le sopló las plumitas de la cabeza y vio una perforación detrás de la nuca con salida en uno de los ojitos.
 
“Mataron al Rey, asesinaron al Rey”, gritó a todo pulmón y mi papá apareció al rescate.
 
–¿Qué te pasa hijito de Dios? ¡Qué te pasa por Dios!
–Me mataron al rey.
–Por favor. ¿Quién te va a matar un pájaro?
–¡Mirá!, – le dijo mostrándole la perforación –por aquí le metieron algo por la cabeza.
–Gerardo como vas a decir eso, los pajaritos vuelan y se enganchó con una rama o se cayó y se golpeó con la cabecita – ensayó mi papá de consuelo.
–Te digo que no. Alguien lo mató. Lo mataron por la espalda, ni siquiera se pudo defender – esgrimió mi hermano impotente y a punto de largarse a llorar.
–No llores. Mañana compro otro y listo el pollo.
–Pero también lo van a matar. Acordate lo que les pasó a los Diamante Mandarín.
 
Mi hermano se serenó horas después, pero estaba convencido que alguien había asesinado al Rey. Por cinco días seguidos se sentó como estatua frente a la pajarera esperando cualquier acción extraña. Había medido el largo del orificio con un palito y pensó que para perforar toda la cabeza “deben ser los de pico largo”. Descartó a varios, entre ellos a los Periquitos, Reinamoras, Sietecolores, Benteveos, a la hembra Rey del Bosque, porque tenían pico corto y cónico con los que no podrían taladrar. A las Tacuaritas de pico largo y fino las descartó por su pequeña contextura y se concentró en el Mirlo macho y en el pedante Cacholote.
 
A escondidas concentró en ellos su mirada por varios días, pero sin suerte. Hasta que de la nada vio al Cacholote acercársele a una Reinamora como si el plumaje marrón que compartían le permitiera cortejarla. La Reinamora se hizo la presumida y le mostró la cola, craso error. El Cacholote le encajó dos picotazos tan rápido como aguja de máquina de coser. Los sablazos le entraron por la parte superior de la nuca y le salieron por el cachete derecho. La pobre Reinamora se desplomó fulminada en el acto.
 
Mi hermano fue el único en la escena del crimen. Entró furioso a la pajarera, palo de escoba en mano, y se armó un quilombo ensordecedor. Cuando logró arrinconar al Cacholote y este lo enfrentó a sablazos limpios, le asestó un palazo en la cresta que lo desparramó casi noqueado por el piso. “Sabía que eras vos hijo de puta, ahora vas a ver lo que te espera”. Los demás pájaros explotaron en un jolgorio de trinos pidiendo justicia. Estaban cansados de la arrogancia del Cacholote y extasiados de que ningún arbitrario ocuparía el trono de su rey asesinado.
 
Mi hermano puso al Cacholote patas arriba debajo del chorro de agua helada. Lo despabiló y cuando se despertó con los ojos grandes como pescado sorprendido, le pegó un patadón olímpico que al Cacholote no le hizo falta mover las alas para llegar a los 100 metros planos. “Me mató al rey y a la reina, ¡nunca más un Cacholote, carajo!”, sentenció mi hermano.
 
Desde entonces, con justicia administrada contra el pajarricida, y con un nuevo macho Rey del Bosque que compró mi papá de consuelo, la pajarera y el patio recobraron la vida alegre y bullanguera. La tranquilidad permitió que mi papá volviera a concentrarse en sus canarios, otro de sus emprendimientos, como la polla y la fábrica de soda, con el que también creía que podría hacer una diferencia.
 
El Cacholote no se fue del todo de la historia familiar. Quedaron un par de recuerdos imborrables. El patadón justiciero de mi hermano y un trabalenguas que había creado mi mamá para no repetir el de los tigres tristes comiendo en platos de trigo y del Pablito que clavó un clavito. Cada vez que nos ofrecía una taza de chocolate Águila Saint, debíamos ganarla a fuerza de que coreáramos el nuevo trabalenguas: “Cacholote achocolatado, ¿qué chocolate achocolatado toma el Cacholote?”.

viernes, 21 de mayo de 2021

El laboratorio de Frankenstein

Sifones "González y Trotti" y la máquina de Frankenstein.

En la primera Navidad en San Francisco, diciembre de 1957, mi papá tuvo suerte de novato. Compró el 79, el último número que quedaba de una lista manchada de sangre en la carnicería de don Ángel González, situada frente al Cine Mayo. Don Ángel rifaba un lechón de siete kilogramos que exponía descuartizado sobre el mostrador con un cartelito clavado en el hocico: “lo cacé yo”.

Al día siguiente, su esposa Anita, la modista más creativa del barrio fue portadora de buenas noticias.
 
–Doña Tota, felicidades, dígale a don Livio que ganó la rifa.
–¿Qué rifa doña?
–Salió el 79. Ganó un lechón.
–¡No le creo! Nos viene rebien para fin de año.
–¿Con quién la pasarán? ¿Vienen sus parientes?
–Estaremos solos. Vengan a celebrar el 31 con nosotros. Asamos el chancho en el patio – dijo mi mamá, sin sospechar que nacería una amistad profunda entre ambas familias.
 
El 31 de diciembre, don Ángel y doña Anita, y sus hijos Stella y René llegaron a casa con varias botellas de sidra La Parranda y un budín inglés con nueces y frutas abrillantadas. Desde entonces, martes de por medio, Anita y mi mamá organizaban cenas con un menú fijo que variaba según quien jugara de local o visitante. Mi mamá era a puro canelones con salsa blanca y la Anita despuntaba con arroz con pollo con azafrán. Cada cena comenzaba con chismes del barrio, terminaba con uvas moscatel a la grapa y unas partidas de Chinchón a puro grito hasta cerca de la medianoche. A nosotros, los más chicos, nos habilitaban para jugar al Culo sucio con barajas desgastadas, aunque preferíamos doblar cada carta, pararlas en hilera y jugar al efecto dominó dibujando siluetas sobre el piso.
 
Mientras la amistad crecía, se empezaron a tutear, y Ángel y mi papá comenzaron a pensar en varios negocios para aumentar sus ingresos. Decidieron instalar una fábrica de soda en el garaje de casa. Compraron una máquina que tenía mangueritas y tubos como un marciano y que operaba con alto voltaje al estilo el laboratorio del doctor Víctor Frankenstein. Hicieron fabricar sifones de vidrio verde macizo con la marca estampada en el pico de acero. La marca esmerilada de “González y Trotti” también estaba en la panza del sifón, así como la procedencia: “Iturraspe Esq. Perú, San Francisco, Córdoba, Industria Argentina”.
 
Cuando llegaron los sifones con sus nombres se le aguaron los ojos y se llenaron de sueños. Desbancarían a las demás soderías y se harían millonarios. Contrataron a un primo del Zorrino como el fabricante de soda. Era alto y fornido, cara de pocos amigos, cabeza cuadrada y sin cuello, el mismísimo Frankenstein. Usaba una gorra Ombú Grafa, con la que se tapaba las cicatrices de la frente por donde le habían cambiado el cerebro. Había repartido y llenado sifones para otras soderías. Al conocer la cadena de distribución y potenciales clientes, Ángel afirmó “tenemos éxito asegurado” y le aventuró a mi papá: “Livio, podrás hacer todos los experimentos que se te canten”.
 
Mi papá soñaba con emprender algo nuevo. Su primer experimento fue introducir vino en sifón y así emular el trago más popular entre los changarines, el “medio litro de vino con soda”. El éxito asegurado se desmoronó cuando el Zorrino le bajó el pulgar: “Livio lo extraordinario del medio litro es tomarlo a pico y pasarlo, es como el mate, cuestión de amigos... esto de ponerlo en copas es una mariconada”.
 
Descartado el experimento, mi papá no se doblegó. Una tarde sentó al Zorrino, al Buey y a Galera en el patio para que probaran sus productos. El sodero fue trayendo varios sifones cargados con soda saborizada con ralladura de naranja, jugo de sandía, granadina y hasta savia de aloé vera. Mi papá anotaba reacciones, pero no pudo con la que colmó el vaso del desprecio y tiró la toalla: “Me gusta más con naranja Crush”, dijo Galera riéndose burlonamente. 
 
–¡Qué tipos de mierda que son! – reaccionó mi papá para sorpresa de Galera y los demás.
–Usted me pidió la verdad don Livio – se disculpó Galera.
–Sigamos haciendo soda normal – le dijo malhumorado mi papá al sodero metiéndose al laboratorio.
–No se desanime. Sigamos con los experimentos. Escuché que los mexicanos le ponen limón a la cerveza. Probemos con naranja.
–Por favor, si nadie quiere vino en sifón, menos será cerveza. Sigamos con lo nuestro – le contestó mi papá despechado.
 
Mi mamá también le pinchó el globo, cuando después de mirarnos por largo rato a Stella, René, mi hermano y yo que nos corríamos a chorrazos limpios con los sifones, mi papá creyó ver la luz al final del túnel: ¿y si inventamos sifones para carnaval?”. Mi mamá tardó menos de una milésima de segundo para desalentarlo: “si se caen al piso revientan Livio, imaginate el lío que nos ganamos”.
 
Lo que terminó reventando fue la máquina para hacer la soda. Nunca se supo si fue una pérdida del tanque de dióxido de carbono, un cortocircuito o qué, pero un refusilo estruendoso partió la puertita del garaje en dos y le sacó radiografía a los limones, pájaros y palomas en el patio. Esperé sin suerte ver al propio Frankenstein salir humeante del garaje como en las películas del Mayo.
 
Con la explosión se acabaron los experimentos y la sociedad “González y Trotti”. La sodería siguió funcionando por unos meses más después que la compró un amigo de la infancia de mi papá que también había llegado desde Eustolia para probar suerte en la ciudad.
 
La sodería del Elso Boasso tampoco tuvo final feliz, pero fue por una explosión de otro tipo. El Elso, su esposa Quiqui y el Huguito, su primogénito con ojos color cielo, subalquilaron a mis padres el salón contiguo al bar donde había crecido la verdulería del Luisito y la Dorita Delgado y que, después, mi mamá usó para depósito y como distribuidora de Leche Prima.
 
Los Boasso utilizaban nuestro baño y usaban de atajo el comedor de mi casa para llegar al garaje. Mi mamá, fanática de la limpieza, no le agradaba que le pisaran los pisos recién baldeados o no le gustaba otra cosa que mi papá nunca pudo descifrar.
 
–Por favor Quiqui, no pasen por aquí que me marcan todo el piso.
–Ay Tota, no te vas a morir por esta pavada ¡qué exagerada!
–No soy la sirvienta de ustedes – respondió mi mamá, con un tono de voz que acentuó en la última palabra y que solía acarrear consecuencias.
 
Al mediodía, se desataron las consecuencias cuando mi papá regresó del trabajo.
 
–Me dejan el piso un desastre y el baño ni hablar.
–Calmate vieja.
–Calmate las pelotas. Encima que vos no hacés nada, ahora tengo a tres más.
–Calmate.
–Calmate nada. Yo soy la que limpia y refriega como una tarada.
–No pensarás que los voy a echar. Es mi amigo.
–Yo tu esposa. Él o yo. Elegí.
Pero Tota, por favor, no me hagas esto. ¿Adónde van a ir?
–No es mi problema. Deciles que Pons te advirtió que no podemos subalquilar y te amenazó que no te venderá la esquina.
 
El Elso pareció que necesitaba un empujoncito para pegar un paso al frente porque ni se inmutó con el pedido; tampoco ellos estaban muy cómodos. Mi papá tuvo miedo de perder a su amigo, pero por años siguieron de visita y en las tertulias siempre recordaban los penales que atajaba el Elso y los goles que hacía mi papá en el equipo aficionado de Eustolia.
 
Con el laboratorio vacío y a disposición me tocó a mí la hora de los experimentos. Las langostas eran una plaga y caían como bombas japonesas sobre Pearl Harbour. Mi mamá las combatía con Gamezán y Kreolina o las juntaba a paladas echándolas en un tarro con kerosén. “No me mires así”, me dijo, “tranquilo, las langostas no tienen alma”. La hoguera despedía un hedor agrio, pero la técnica era muy efectiva. Mi papá se quejaba que la municipalidad no fumigara ni podara a tiempo, permitiendo unos árboles frondosos y apetitosos.
 
Antes que encendiera la hoguera, yo escogía las langostas más corpulentas, les extirpaba los serruchos y las ponía a correr en una pista de madera sobre dos sillas que había creado en el garaje. Les pegaba debajo con un destornillador y ellas, asustadas, salían disparadas hasta la meta. Había tomado la idea de un juego de carrera de caballos en la vidriera de Juguelandia. Era una pista de hule con caballitos de plástico que avanzaban con la vibración producida por una manivela. Mis carreras eran mejores, en vivo, y tenían las mejores fieras del circo romano. A las ganadoras las ponía en una caja de zapatos con lechuga, listas para la próxima carrera, y las perdedoras acababan en la hoguera de mi mamá.
 
Mi experimento paró en seco cuando mi hermano entró al laboratorio y me vio en plena faena.
 
–Estás loco vos. ¿¡Qués estás haciendo Nenucho!?
–Carreras de caballo en el circo romano.
–¡Salí de acá o te reviento a patadas! ¡Asesino! – me sorprendió con alma de San Francisco de Asís –¡sufren igual!
–Son langostas. No tienen alma.
–¿Quién mierda te dijo eso?
–Mami.
–Sí claro, vos te creés que yo como vidrio. No mientas y rajá de acá, antes que le diga a papi.
 
La taba de Frankenstein
 
La explosión del laboratorio había dejado varias figuras de monstruos grabadas en las paredes, un borceguí de Frankenstein medio despedazado y una especie de cascote reluciente, un pedazo de vidrio de culo de sifón al que se le había fundido una cabeza de metal en uno de los lados.
 
El cascote verde traslúcido estaba cubierto por el metal con unas letras repujadas, “otti”, las últimas de un sifón “González y Trotti” que había sucumbido en la explosión.
 
Apenas el Buey vio mi cascote, trató de cambiármelo por un paquete de caramelos de leche. Le dije que no. Insistió y me convenció de que lo haría pulir para usarlo para el juego de la taba del que era experto y ganador de todas las batallas y apuestas en el patio. “Es increíble, si le hago cortar un pedacito de vidrio de la esquina y otra de metal por acá, es una taba perfecta”.
 
A la taba la jugaban los changarines en el bar durante sus asados en el patio. El juego había despuntado desde que don Adalesio y otros gauchos y chacareros de la Feria Gilli trajeron una bolsa llena de esos huesos de vaca. El Buey era considerado el rey de la taba, por su destreza y porque cada vez que la lanzaba gritaba eufórico sintiéndose el propietario del juego: “abran cancha que aquí va la pata de mi hermana”.
 
Un tornero del barrio pulió mi cascote y le dejó un lado cóncavo y otro plano como requerían las reglas. Era más pesada que las de hueso, ideal para jugar sobre el piso de cemento del patio.
 
–A ver, a ver, ¿quién será el de la “suerte” hoy? preguntó desafiante el Buey – mientras el Zorrino recolectaba las apuestas en monedas.
–Espero que no saques la de vidrio, seguro que la tenés cargada – le recriminó serio Galera, infiriendo una taba tramposa.
 
El Buey depositó la taba en su palma, acomodó la parte cóncava hacia abajo y la plana mirando al cielo. Entrecerró sus ojos, vio en su mente las volteretas que daría y apuntó a la raya más lejana y de mayor puntaje.
 
–Apuesten señores, apuesten. “Culo” o “suerte”. Vamos no se caguen – invitaba el Zorrino –¡acá viene mi hermano y su hermana!
 
La taba voló por el aire y pareció suspenderse entre un mar lleno de gritos. Astilló el cemento y se afirmó erguida.
 
–¡Pinino! ¡Pinino! – vociferó el Buey corriendo enloquecido y saltando la parrilla con los puños en alto, a sabiendas que pinino terminaba la partida.
No puede ser, dámela, dámela – insistió Galera que examinó la taba tratando de encontrar trampa, tirándola tres veces seguidas para cerciorarse de que no cayera de la misma forma –¡qué juego de mierda!, este siempre gana de una.
 
El festejo del Buey espantó a las palomas y hasta las moscas, pero atrajo a mi papá. Le tenían miedo porque varias veces había advertido que a las tabas “las carga el diablo”. Contaba que en el campo de Eustolia varios de sus amigos habían perdido hasta el alma. “Algunos perdieron vacas, otros un par de hectáreas y uno hasta su mujer”.
 
–¡Bueeeeeyyyyy! ¡qué mierda estás haciendo!
–Nada don Livio, nos estamos divirtiendo con los muchachos.
–Ya les dije que no quiero que jueguen a este juego de mierda. No quiero a nadie apostando. Entiendan ni la Tota ni yo queremos más líos.
–No estamos apostando don Livio, solo jugamos por un par de vinos.
–¿Te crees que soy boludo? Todos ustedes dijeron que aquí no jugaban a la quiniela y ya vieron que fui yo el único boludo que terminó en el calabozo.
–Está bien.
–Está bien las pelotas. Dame la taba. Se acabó.
 
Con el secuestro de la taba mi papá dio por terminado las apuestas y el patio perdió gritos y colorido. Por varios días se disparó el rumor de que había prohibido la taba porque competía con la polla y la quiniela, otros juegos clandestinos que alentaba con mi mamá.
 
Tiempo después, mi papá compró su primer Auto Unión y el laboratorio de Frankenstein volvió a su origen de garaje transformándose en uno de sus lugares favoritos de la casa.

Retrato de el Buey que dibujó Gerardo, mi hermano, por aquellas épocas.


jueves, 13 de mayo de 2021

Entre el sube y baja y el tobogán

Una de las fotos más lindas de la infancia en la vereda de la esquina de 
 Iturraspe y Perú, en San Francisco, Córdoba. Mi hermano Gerardo, el más alto.

El viejo Pons, propietario de la esquina, golpeó la puerta de casa sobre la calle Iturraspe. Mi papá presintió malas noticias. Lo atendió con una sonrisa fingida. Pons le devolvió una sonrisa aún más forzada y corta.
 
–Ya no los puedo esperar. Estoy vendiendo la esquina. No se me va a presentar otra oportunidad así – argumentó Pons de sopetón y nervioso, eludiendo los ojos de mi papá y sin siquiera un “buenas tardes”.
 
Mi papá miró para arriba y ganó tiempo con una inhalación de tres segundos. Hubiera querido reaccionar con una respuesta pensada.
 
–Entiendo – logró responder medio aturdido como si le hubieran pegado un tortazo en la mandíbula.
–Por ley tengo que darle un plazo de tres meses para que busquen otro lugar.
–¿Quién quiere comprarle?
–Pero me convendría que se vayan antes.
–¿Quién quiere comprale? – insistió mi papá, sobreponiendo su pregunta a una respuesta que Pons se negaba a dar –¿quién quiere comprarle?
Quiere esta esquina porque es estratégica, para expandirse. Esta Iturraspe tiene mucho movimiento.
–¿Quién?
–No le puedo decir.
–¿Pero se acuerda que me prometió que me la iba a vender?
–No puedo don Livio. La oferta es irresistible y en efectivo. Me tengo que ir – concluyó apresurado, dejando a mi papá con la palabra en la boca.
 
Mi mamá, que lo había seguido a mi papá sigilosa apenas escuchó a Pons en la puerta, quedó petrificada y sin aliento. El tono de voz de Pons la había desencajado desde el inicio, era de mal agüero. Mi papá, todavía con la puerta abierta, miró hacia los adoquines de la calle. Pensó que se podía freír un huevo sobre el empedrado y se fastidió por un vaho a sobaco y naftalina que le impregnó la nariz, como si Pons se hubiera puesto la camisa limpia sin bañarse.
 
–Pagamos siempre a tiempo. Mirá como nos paga este viejo – cuestionó mi mamá.
–No te hagas problema. No es para tanto.
–¿¡No es para tanto!? ¡Nos tendremos que mudar! ¡A la mierda con los sueños! ¡Cómo no me voy a hacer problema!
No es para tanto.
 
El refunfuñe de mi mamá fue quedando de fondo. Mi papá comenzó a decodificar los dichos de Pons. Pensó en varios negocios que podrían estar interesados en la esquina. Tal vez los carpinteros Pinta querían poner una mueblería y las vidrieras sobre la Iturraspe. Se preguntó si Godino buscaría ampliar su casa de ramos generales, pero como estaba a dos cuadras, pensó que no sería una buena jugada. “¿El Titi Gilli querrá ampliar la feria?”, tampoco tendría sentido se respondió. Siguió pensando en otros negocios a la redonda sin dar en el clavo. Muchos indicios, sin embargo, terminaban en el mismo hombre, aquel que le dijo que la esquina valía oro.
 
Mi mamá advirtió que mi papá no la escuchaba. Le molestó que ni siquiera se hubiese mosqueado con la explicación de Pons. El “no es para tanto” le había parecido un latiguillo intolerable y se juró que nunca más derretiría azúcar para levantale el ánimo.
 
Mi papá mostró el resto de la tarde una sonrisa dibujada hasta que se fueron a dormir. Mi mamá no pegó un ojo. Dio vueltas y más vueltas. Pensó que a ella le tocaría cargar con el muerto. Se molestó aún más al advertir que mi papá cayó redondo, roncó profundo y hasta balbuceó llamando a la nona Chinta, su mamá. “Sonamos – pensó mi mamá –llora de nuevo porque le bajaron el colchón y no lo dejaron venir a estudiar a San Francisco”. Se sonrió por su ocurrencia burlona, sintió bronca y que lo había dejado de querer. Le silbó y tocó la espalda para que deje de roncar.
 
Ella lo prefería vulnerable y sufrido. Se sentía más cómoda cuando tenía que mimarlo o aconsejarlo para sacarlo de algún abismo. Cuando él mostraba fortaleza o esas sonrisas de toda una tarde, se sentía insegura y frágil.
 
A las dos de la mañana, con decenas de imágenes y pensamientos cruzados que le reventaban la cabeza, mi mamá no soportó más y se levantó. Cerró la puerta de la cocina para que nadie advirtiera la luz y leyó una a una las resoluciones que había escrito a principios de año en su libretita verde.
 
Leyó la frase “comprar la esquina”. Pensó que la tendría que tachar, no porque habría alcanzado el objetivo, sino porque estaba malogrado. Recordó que antes de levantarse había soñado o pensado de entredormida con un sube y baja despedazado y deslizándose a toda velocidad por un tobogán que caía sobre arenas movedizas y que se le atascaban los pies. El sueño la impresionó. Interpretó que después de haber pasado por tantos vaivenes para comprar la esquina, la compra estaba ahora en un tobogán cuesta abajo.
 
Sintió necesidad de rezar, no para halagar a Dios como otras veces, sino para rogarle por ayuda. Fue a buscar la libretita amarilla donde escribía sus oraciones más íntimas. Entró al dormitorio, encendió la luz con la intención de castigar a mi papá por no dejarla dormir. Él dejó de roncar, la miró desorientado y le preguntó: “¿ya me tengo que levantar mi vida?”. La escena la enterneció: “dormí querido, dormí que recién son las tres”.
 
De regreso en la cocina, abrió la libretita en busca de alguna oración que la animara y recitó un Ave María. Leyó oraciones que le había escrito a Dios y notó que cuando rezaba oralmente invocaba a la Virgen, pero cuando lo hacía por escrito su destinatario era el Señor.
 
Se detuvo en una oración que había escrito el 30 de agosto de 1957, al día siguiente de la mudanza a San Francisco cuando llegaron con mi hermano y mil ilusiones desde Eustolia. “Gracias querido Dios por bendecir este nuestro nuevo hogar. Que lo que piense mi mente sea tu sabiduría, lo que hagan mis manos sea tu obra, que mis deseos sean tu voluntad. Gracias por protegernos como siempre. Te quiero mucho. Tota”.
 
Le gustó recordar aquella oración gozosa y aquel momento de fe y tranquilidad. Se dispuso a escribir una nueva plegaria. Primero leyó una estampita que le había regalado su mamá, la nona Antonia, para “enseñarte a rezar con propósito”. Tenía estampado el versículo 11:24 del apóstol Marcos: “todo lo que pidan en oración, crean que ya lo han conseguido y lo recibirán”. Esperanzada, abrió una nueva página con el título 30 de noviembre de 1963 y escribió su nueva oración: “Querido Diosito. Gracias por ayudarnos a comprar esta esquina. Se que este es nuestro hogar y nada se opondrá en nuestro camino, aunque lo que tú decidas lo aceptaré. No me abandones. Te quiero mucho. Tota”. Releyó dos veces porque algo le molestaba. Tachó “aunque lo que tú decidas aceptaré”. Pensó que la frase era fruto de su inseguridad y que debía tener y demostrar más fe como le pedía Marcos.
 
Se acostó a las 4:30 de la madrugada. Sintió paz, había dejado todo en manos de Dios. Le tocó la espalda a mi papá, sintió que de nuevo lo quería. Se apuró a dormir.
 
Mi papá la despertó con un mate. Advirtió que estaba fresco como una lechuga y lo siguió mirando por signos de recaída, alistándose para derretir azúcar en caso de necesidad. De nuevo se sintió con ganas en su papel de bombero, lista para apagar otro fuego.
 
Tras el cuarto mate, mi papá la sorprendió.
 
–Ya lo tengo.
–¿Ya tenés qué? No me digas que ahora estás de nuevo con que vas a escribir otro tango.
–¿Qué decís?
–Digo que no me podés hacer esto, estás fresco como una lechuga y estamos perdiendo la esquina.
–No es para tanto.
–No me jodas con tu no es para tanto. Pons vendió la esquina y vos como si nada. Qué carajos vamos a hacer – se enfureció mi mamá, más aún, al pensar que sus oraciones no habían sido escuchadas.
–Todavía no la vendió. Tranquila.
–Ni loca me vuelvo para Eustolia a la casa de tus viejos. Ni lo pienses, que ni se te ocurra pensarlo.
–¡Qué te pasa a vos! ¿Y la fórmula mágica adónde se te fue? ¿Cómo era?, “fe, trabajo y un poquito de suerte”. Viste que también a vos se te va el cuarto de hora.
–No me tomes el pelo. Mirá que el horno no está para bollos – le dijo resignada, pensando que la pesadilla del tobogán había sido una premonición.
–Tranquila. Tengo un as bajo la manga. De esta vamos a salir – le anunció, mientras se ponía la corbata azul eléctrico con pintitas blancas que había usado en la luna de miel en Mendoza –esta es la que nos trajo suerte, así que aquí vamos de nuevo.
 
Mi mamá no entendía nada. Rara vez mi papá se vestía con corbata para ir a trabajar. Regresó dos horas más tarde con una sonrisa gardeliana y silbando “Por una Cabeza”.
 
–¡Qué te pasa que estás tan contento! ¿Adónde fuiste? – le preguntó ansiosa.
–De don Aquiles
–¿Por?
–Todo solucionado mi querida – dijo con aires de político después de ganar una elección.
–¿De qué estás hablando?
–Le dije que había tomado la decisión de dejar a don Bry y me iba a trabajar para él, si es que todavía estaba abierta su oferta de trabajo.
–¿No le dijiste a don Bry que te quedarías con él?
–Bueno, no me aumentó el sueldo ni me pagó el aguinaldo. La culpa no es mía.
–Tampoco de él, pobre tipo.
–Le dije a don Aquiles que necesitaba dos semanas, que mañana mismo le voy a renunciar a don Bry.
–¿Qué tiene que ver eso con esta esquina? – le preguntó mi mamá tratando de enfocar una conversación que creyó se había ido por las ramas.
–Doña Tota preste atención – la llamó mi papá socarronamente como la llamaban los demás –tranquilizate, no es para tanto.
–Y dale con esa mierda del no es para tanto.
–¿Por qué te crees que estaba tan tranquilo ayer?
–Estabas fingiendo, te conozco. ¿Para no preocuparme?
–Para nada. Apenas vi a Pons en la puerta, me imaginé lo peor y me vino a la mente don Aquiles. Acordate que me dijo que esta esquina vale oro.
–El Titi Gilli también te dijo lo mismo. ¿Y...?
–Le dije a don Aquiles que desista de comprarla él. Que me dé oportunidad de comprarla, que me dé unos meses. Que me iba a trabajar con él.
–¿Cómo sabías que fue don Aquiles el que ofertó por la esquina?
–Ni idea, pero lo imaginé. Era obvio. Siempre le gustó esta esquina y el Titi no tiene la plata.
 
Mi mamá no entendió muy bien el enredo de mi papá, pero estaba extasiada con el desenlace.
 
–¿Qué te contestó?
–Que lo pensaría.
–Entonces todavía no es trato hecho.
–Pará, pará. Le dije: don Aquiles, usted ya tiene mucho, nosotros queremos esta esquina, es nuestro sueño. Le aseguro que seré su mejor empleado.
–¿Cómo reaccionó?
–Al principio me asusté. Me respondió: “te doy un consejo Livio, no digas que tu sueño es comprar la esquina. Así no vas a llegar a ninguna parte. Soñá con cien esquinas, no con una”.
–Viste, viste, siempre te digo que hay que soñar en grande. No al cuete tiene lo que tiene.
–Me dio un año de plazo, pero me quiere en su oficina el lunes, nada de quince días.
–¿Y Pons? ¿Qué le vas a decir a Pons?
–Nada. Don Aquiles le dirá que esperará por ahora, que tiene otras cosas en mente. Me contó que solo le insinuó la oferta y que Pons se embaló solo.
–¡Ay viejo hermoso! Hasta llegué a pensar que habías armado todo el lío para seguir con tu tango de la esquina.
–No, a ese tango lo terminaré cuando firmemos la escritura “pebeta hermosa, esquina mía” – le dijo, llamándola por el nombre del tango y como si todo ya estuviera cocinado.
 
Mi mamá se le abalanzó, le refregó la cadera y le encajó un beso interminable como esos que le gustaban a mi papá estilo Rita Hayworth. La siesta fue más larga que de costumbre. Mi mamá abrió el bar con retraso, cuando en la vereda ya había un montón de clientes cuchicheando y ansiosos por entrar.
 
Esa tarde detrás del mostrador, mientras acomodaba los trastos, mi mamá le sonrió a la imagen de la Virgen de la Nueva Pompeya, recordó las palabras del apóstol Marcos en la libretita amarilla y se sintió auxiliada por la Divina Providencia. Mi papá la despidió con un beso húmedo y pasó gallardo y fanfarrón entre los clientes del bar rumbo a la oficina de don Bry; sería su último día en aquella oficina.

 

jueves, 6 de mayo de 2021

Los (casi) tres asesinatos

A pesar de la advertencia de mi papá, mi mamá le permitió a Galera dormir en el patio. Quería saber de primera mano si Galera iría a descargar camiones al molino o si enfilaría hacia el sanatorio para vengar la muerte de su hermana.
 
Ansiosa, no durmió en toda la noche. Se levantó a las seis de la mañana. Se cebó unos mates y relojeó la piecita de los cachivaches hasta que Galera se levantó y salió a la calle. No fue en dirección al molino, sino hacia el sanatorio. Temió lo peor. Lo siguió a diez pasos de distancia, ataviada con pañuelo y antejos oscuros al estilo Shirley MacLain. Recordó la sentencia de mi papá. Si Galera mataba al doctor, sería cómplice por permitirle dormir en el patio y tomar vino hasta la madrugada. El corazón se le disparó a todo galope y sintió que la adrenalina le brotaba por los poros. Toda la escena le parecía una película de suspenso. Tenía miedo, pero estaba fascinada por ser parte del reparto.
 
Sucedió lo que temía que sucedería. Galera entró al sanatorio. Ella apuró el paso, se mezcló entra la gente y se sentó en la sala de espera, escondiéndose detrás de una Radiolandia. Pispeó y no escuchó lo que decía Galera, pero por el movimiento de labios advirtió que le pidió a la recepcionista que llame al médico. El médico apareció y se dieron la mano con cara de pocos amigos. Mi mamá quiso parar la película y denunciar todo lo que estaba pasando antes de que Galera cometiera el crimen, pero la adrenalina y el miedo al ridículo la paralizaron.
 
El médico tomó a Galera del brazo y se metieron en el consultorio. Mi mamá cerró los ojos y esperó por el ruido seco de los disparos. Pensó que serían dos, uno para matarlo y el otro para rematarlo. Imaginó a Galera salir corriendo bañado en sangre. Tras seis minutos de silencio, Galera salió como una tromba. No hubo disparos. Mi mamá pensó que habría usado un cuchillo. Temerosa, con pasos cortos y pocas ganas de avanzar, se acercó al consultorio. Sospechó que el médico estaría tendido boca arriba sobre su silla con el cuchillo clavado y un geiser de sangre emanando de su pecho.
 
El corazón le palpitaba a mil por hora. Se visualizó en el calabozo, con reflectores derritiéndole el maquillaje y dándole explicaciones al detective sobre por qué no había hecho nada para frenar el asesinato. Llegó frente al consultorio y por la rendija entre la puerta y el marco vio al médico vivito y coleando. El corazón se le desaceleró de golpe como cuando de chica el caballo frenó en seco y voló por arriba de las crines quedando colgada de las riendas.
 
–Buen día doña Totala saludó el doctor.
–¿Cómo sabe mi nombre? – respondió mi mamá sorprendida.
–¿No me diga que no se acuerda? Yo le arreglé el brazo que se quebró Gerardo cuando se cayó del árbol. Creo que así se llama el mayor, ¿no?
–Ay disculpe, que tonta. Claro. Sí, sí, Gerardo.
–Y otra vez le cosí la pierna al más chico con trece puntos. Acuérdese que vino con todos sus amiguitos que lo traían del cine Mayo, con la pierna abierta como una flor.
–Sí, sí, el Nenucho.
–¡Qué le pasa! la noto alterada. ¿No me diga que trae de nuevo a uno de los chicos?
–No doctor, es que uno de mis clientes no se sentía bien y le dije que venga a verlo. ¿Vino? – le preguntó disimulando toda la película en su cabeza.
–Sí, un tal Galera. Pobre hombre. Sabe que está con una crisis de nervios ¿verdad? Su hermana murió en la sala de operaciones.
–¿No lo amenazó a usted? Supe que estaba furioso y anduvo diciendo por ahí que quería matar al médico.
–¡Que puedo hacer yo doña Tota! Si quiere matar al médico va a tener que viajar hasta Córdoba.
 
Mi mamá lo miró desconcertada. ¿Acaso con mi papá se habían pasado toda una película al divino botón?
 
–Pobre hombre – atinó a decir mi mamá.
–No se haga problema. Se va a relajar bastante, le di unas pastillitas como para dormir a un elefante.
 
De regreso hacia el bar, mi mamá se sintió tonta y se juró que jamás iba a juzgar a alguien sin tener todas las evidencias. “Más estúpida no puedo ser, pobre Galera”, pensó. Al llegar vio a Galera bostezando a la espera de que abriera las puertas.
 
–¿Cómo está Galera? Qué sorpresa verlo tan temprano. ¿Ya hizo la changa?
–No. Fui al médico porque no me siento bien.
–Yo sé. Lamento mucho lo que le pasó. Váyase y descanse. No tome nada, porque no le harán efecto los remedios.
–¿Qué remedios? – le preguntó Galera sorprendido.
 
En ese instante llegó el Zorrino y mi mamá sintió que la había salvado de explicar alguna excusa con la que se podrían embarrar aún más.
 
Galera y el Zorrino pidieron lo de costumbre, medio litro con soda, aunque agregaron una naranja Crush. Mi mamá no entendió para quién. Galera sirvió el vaso de Crush y lo miraron fijo hasta que se disiparon las burbujitas. “Es en honor a mi hermana, ella era lo único que tomaba, así que está sentada con nosotros”.
 
Mi mamá se sintió desalmada. Pensó que Galera también tenía sentimientos, no era tan mala persona como creía.
 
El superclásico



Llegó el domingo del superclásico con vaticinios opuestos según mi papá o Godino. Sentirse bien o mal ese día y el resto de la semana dependía del resultado. Mi mamá rezaba para que fuera un empate y así todos los ánimos quedarían neutralizados “para que el negocio no sufra”.
 
Mi papá se levantó antes que el sol. Tomó tres cafés y diez mates lavados sin respirar. Sintonizó varias emisoras de Córdoba y Buenos Aires. Lustró la pelota de fútbol de mi hermano con una cáscara de banana. Leyó el diario, anotó los precios de la publicidad sobre las motos Gilera que vendía Cotani, el Kaiser Bergantín y el Carabella de Volpe y Vaudagna, las bicicletas de Casa Tornati, los cartuchos del 12 de Casa Curtino, los pianos de Burmeister Lamberghini y las cámaras de fotografía de Bucco y Curiotto. Comparó precios con los avisos clasificados de artículos usados y buscó los números de la lotería de Casa Alemani. Esperó que mi mamá se levantara y le cebó mates. Horas después de gastar tiempo, llegó la hora de sintonizar Radio Splendid.
 
Empezó el partido y el pecho le vibraba como una paloma mensajera.
Los primeros minutos fueron de estudio y bostezos, hasta que, a los 14 minutos, Echegaray le pasó mal la pelota a Carrizo, Valentím se la robó en el área y Carrizo no tuvo más alternativa que hacerle penal. Valentím pateó y Fioravanti aturdió anunciando el gooooooolllllllll de Boca interminable y doloroso. “Este tiene la camiseta puesta ¡a mí no me jode!”, refunfuñó mi papá.
 
No esperó que terminara el primer tiempo y se fue a la calle. Mi hermano y yo quedamos escuchando y mi mamá seguía con la limpieza de los domingos. Mi papá volvió. Se fue de nuevo. Regresó. Tenía a Godino en la mira, su verdugo. “Me va a joder y a burlarse toda la semana”, pensó. Se fue a dar otra vuelta a la manzana.
 
A cinco minutos del final, el árbitro Nay Foinio sancionó penal para River y mi hermano salió disparado a la vereda para llamar a mi papá. Volvieron los dos agitados. Mi papá subió el volumen a todo trapo. Fioravanti estaba disfónico. Si River empataba salía campeón. Mi papá empezó a saltar como si fuera uno más de la barra brava y pidió que el penal lo pateara Delem. El brasileño acababa de salir campeón del mundo con Brasil en Chile ganándole tres a uno a Checoslovaquia y era garantía para que River se quede con el campeonato.
 
Roma se agazapaba y corría de costado entre palo y palo para poner nervioso a Delem. Fioravanti anunció que el brasileño tomó la pelota y la puso en el punto de penal. Mi papá sintió que tocaba el cielo. Delem tomó carrera, pateó a la derecha y Roma se estiró como una pantera y le dio nueva vida a Boca.
 
Fue el último grito de la tarde. Mi papá se la agarró contra la radio. La rebotó contra el piso como si fuera pelota de básquet y la fue pateando por todo el patio despidiendo válvulas por todos los rincones. Entró a su dormitorio y tiró un portazo. Cenamos sin él esa noche.
 
El lunes, como era de esperar, mi papá no apareció por la mesa de sus amigos. El jueves, con las heridas algo más cicatrizadas, permitió que se hiciera la “noche de amigos”. Godino, como también era de esperar, hizo alusión constante a la segunda posición de River en el campeonato. “Dénme un segundo y les cuento”, decía a cada rato y le pedía a mi mamá que le trajera una cerveza Río Segundo. Mi papá se las aguantó hasta que no pudo más: “ya no jodas maricón. Nos robaron el partido. Ese Roma parecía Américo Vespucio como se adelantó”.
 
Godino se le carcajeó en la cara y le hizo mueca de llorisqueo. Mi papá pegó un salto y alcanzó a agarrar un tenedor que blandió en el aire. Otra vez González salvó a Godino. Aferró a mi papá por la cintura, mientras mi papá extendía el torso y el tenedor como elástico hacia su presa: “La próxima vez que me jodas te mato y te juro que esta vez va en serio”, le gritó mi papá. “No pisás más por acá pedazo de cornudo”, sentenció.
 
El aire rico y espeso para servirlo en el plato
 

Mientras esperaba que las brasas lentas hicieran su trabajo, el Zorrino, el asador oficial del grupo de los changarines, tenía un pedido especial de mi mamá. Cada viernes le pedía
que pusiera dos matambres arrollados sobre las brasas. Debían estar casi extinguidas, para una cocción “pareja, prolongada y equilibrada”. Uno de los matambres lo guardaba para las visitas del fin de semana y el otro lo ofrendaba en retribución por la molestia.
 
Tras el primer bocado, el Zorrino y los demás trataban de descifrar la receta. Revoloteaban sus ojos y olfateaban las hierbas de las macetas para adivinar el menjunje que mi mamá no revelaba. El saborcito indescifrable despertaba charlas amigables y carcajadas por más que los chistes fueran malos.
 
–¿Doña Tota? preguntaba el Zorrino a sabiendas de no recibir respuesta.
–Ni lo intente. ¿Acaso usted revelaría los números de la quiniela?
 
Un viernes la vecina Hans, mi ex nodriza y maestra particular, entró subrepticia por la puertita falsa.
 
–Doña Tota, discúlpeme que le diga, pero esto no puede seguir así – le soltó para sorpresa de todos en el patio.
 
Antes de que mi mamá atinara a defender los asados de los changarines que se extendías hasta la hora de la siesta, intuyendo que ese era el reclamo, la Hans le ganó de mano.
 
–No hago otra cosa que pelear con mi marido por culpa suya.
–Perdóneme – le alzó la voz mi mamá en contraataque –y yo que pito toco en este entierro.
–Mi marido se me queja continuamente que no sé hacer nada. Imagínese. Se siente bombardeado con los olores que vienen de su casa uno más rico que el otro.
 
Mi mamá se distendió de golpe como cuando vio vivo al médico de Galera. Se echó a reír orgullosa y, por dentro, bendijo que la Hans le haya piropeado su cocina enfrente de todo el mundo.
 
–Ay querida, qué susto me hizo pegar, cómo no empezó por ahí – le dijo, mientras le pidió al Zorrino que le corte la mitad del matambre del fin de semana.
–Doña Tota, le estoy hablando en serio. Mi marido dice que no sé cocinar. Todo lo que hago es desabrido. ¡No sé qué hacer! 
–No se haga problema. De ahora en más me aseguraré de cerrar un poco más la ventana de la cocina – respondió agraciada.
–Se lo juro. El otro día lo encontré en el medio del patio con la nariz apuntando para su patio y respirando hondo.
–No exagere. No es para tanto.
–¡No exagero! Estaba tan rico y espeso el aire que hasta a mí me dio ganas de cortar un poco de cielo y ponérselo en el plato.
–Ay gracias doña.
–Debería poner un restaurante o una rotisería. Se le llenaría todos los días.
 
La idea no le disgustó y se sorprendió que no se le haya ocurrido antes. Pensó que podría ser un buen atajo para comprar la esquina.
 
Desde aquella aparición milagrosa de la Hans, mi mamá la autorizó a pasar todos los días por casa. Le enseñaba algunas recetas que le permitía copiar de su libretita azul y le hacía anotar unos pocos “secretos mágicos” para que engatusara a su marido, un profesor de matemáticas, serio e intelectual, que necesitaba más alegrías en su vida.
 
Enteradas del chisme, muchas vecinas comenzaron a visitar seguido a mi mamá. Gozaba dando recetas y tuvo que pulir y reorganizar varias de sus libretitas azul en una sola. Se guardaba para ella algunos secretos y, vanidosa, se excusaba diciendo que, como a “todo lo dulce, a mis secretos los llevo grabados en el corazón”.
 
El crimen del aloé vera
 
Galera había aparecido después de varias semanas tras la muerte de su hermana. Nadie sabía muy bien por qué había desaparecido, si era por un duelo prolongado o porque intuía que mi mamá lo sospechaba responsable de haberle cortado varios gajos de las hierbas para la cocina.
 
–¡Quién mierda me rompió el aloé! – gritó desaforado el Manya Luna que también notó que a su planta para curar el reuma le habían cortado cuatro hojas de cuajo.
–Yo fui, viejo de mierda. ¡Quién te crees que sos! – le contestó Galera dándose por aludido, ante la mirada atónita de todos, extrañados por una reacción exagerada –y encima te la oriné.
 
Nadie entendió nada. Varias veces Galera se había deshecho en elogios porque el Manya le había recetado unas pociones que, por arte de magia, le habían aliviado el dolor de espalda por levantar bolsas de harina de más de treinta kilogramos.
 
El Manya, aparentando unas fuerzas que ya le eran esquivas, le arrebató el cuchillo al Zorrino y lo blandió en el aire como facón y destrezas pasadas. Cuando se agarró de la mesita para levantarse, puso su mano dentro de la fuente del asado crudo y salpicó con sangre a medio mundo, haciendo desastres en su propia camisa blanca a la que manchó de rojo como camiseta de River.
 
–Largá eso, viejo de mierda. Si te pongo una mano arriba te saco las tripas. Esa mierda de aloé no sirve para nada.
–Vení fanfarrón, te vua matar – le replicó el Manya ofendidísimo de que le hayan cuestionado en público su fama de “dotor”.
 
El bramido del Zorrino no se hizo esperar.
 
–¡Dejen de joder, carajo! Son bastante grandotes los dos. Galera haceme el favor de irte antes que llegue doña Tota y nos eche a todos. Estás armando un quilombo al pedo.
–Y vos ¿quién te crees que sos? – le levantó la voz Galera por primera vez.
 
El Zorrino miró al Manya, le hizo seña que se tranquilice y le pidió que le devuelva el cuchillo. A Galera ni lo miró, entendía que tenía licencia para estar irritado hasta que terminase de cumplir el duelo por su hermana.
 
Mi mamá, que siempre tenía las orejas paradas como radar de aeropuerto, salió lista para sosegar los ánimos. Apenas pisó el patio se encontró con una escena devastadora como la película que se había imaginado en el sanatorio entre Galera y el médico. El Manya blandía en su mano un cuchillo, el Zorrino intentaba quitárselo y Galera, también bañado en sangre, vociferaba insultos para todos los gustos.
 
–¡Noooooooooooooooo! – gritó mi mamá aterrada por otro crimen que no había podido evitar y de nuevo se pensó en el calabozo. La escena duró un par de segundos, lo suficiente para que las carcajadas inundaran el patio y mi mamá se diera cuenta y se rindiera tentada de la risa ante otro asesinato fallido.

EPÍLOGO: la última carta

Párrafos de la última carta que me envió mi mamá en octubre de 1994. Aferrada a su fe, me pedía que visitara a especialistas en Miami para q...