jueves, 29 de abril de 2021

Jueves por la noche, asados y “cena de amigos”

Ilustración de mi hermano Gerardo sobre aquellas cenas de los jueves en 
el patio del bar Nueva Pompeya.


En el patio continuaban las diferencias que había en el bar entre quienes usaban apellidos y sobrenombres. Los changarines hacían sus asados al mediodía debajo del limonero, a pleno rayo del sol. Los amigos de la mesa de mi papá asaban los jueves en la “cena de amigos”, abrigados bajo la parra, para que el frío no baje por los hombros y cale hasta los huesos.
 
Raúl Daguero, proveedor de vinos, cervezas y gaseosas, quien le había regalado a mi mamá el cartel de naranja Crush que daba la bienvenida al bar Nueva Pompeya, tenía tres pasiones: pescar, asar y contar historias tan fascinantes como las del tío Tito. Viajaba todos los fines de semana al río Paraná. Traía dorados, sábalos y “cualquier bicho que anduviera nadando por ahí”. Los adobaba con anécdotas que pescaba por el río.
 
A diferencia de los changarines, no usaba carbón ni querosén, sino leña que prendía con papel y muchos insultos. Preparaba una “salsa Daguero” con moscato, cerveza, rayadura de limón y unas pizcas de condimentos secretos que canjeaba con mi mamá. “No le pongo mucho menjunje de doña Tota, porque si no ella se lleva todos mis aplausos”, repetía cada jueves.
 
Abría los pescados en mariposa, los sumergía en su salsa y envolvía en papel manteca para que “no se me escapen” de la parrilla. Prendía un sol de noche a querosén para potenciar una luz debilucha sobre la mesa de granito. Miraba fijo a las brasas y me contaba cuentos sobre yacarés, víboras y yaguaretés que venían flotando desde el Amazonas en camalotes tan grandes como camiones.
 
–¿Lo vio a Tarzán? era mi querosén para encender sus historias.
–No Nenucho, esta vez no. Pero vi algo mucho mejor.
 
Me quedaba inmóvil junto a él, como en una matiné del cine Mayo, pero sin pantalla. Mi hermano, mientras tanto, desde un rincón observaba y practicaba dibujando sombras y siluetas como le enseñaba el tío Borgarello.
 
–Tuve que tirarme al agua para matar dos cocodrilos que se estaban comiendo mis dorados – relató con sus ojos clavados sobre la parrilla.
–¿Los mató?
–Sí Nenucho. Les encajé este cuchillo cuatro veces y les abrí las mandíbulas para que no me pudieran clavar esos colmillos draculientos.
–¿Lo mordieron?
–Ya me curé – contestó mostrándome el brazo –pero cuando los estaba acuchillando vi un resplandor que casi me deja ciego.
–¿Un submarino?
–Eran doce delfines, rojos como estas brasas, tirando de cadenas.
 
Miré fijo a las brasas incandescentes y vi un remolino azul como cuando miraba fijo hacia el sol. Vi los delfines. Tuve miedo de que terminara la historia, así que puse cara para que siguiera.
 
–Saqué la cabeza del agua y venía a todo vapor una luz más resplandeciente que el sol.
–¿Un barco?
No, Nenucho. Era un camalote de oro, grande como una carroza de corso – me dijo mientras extendía los brazos hacia la parra –y enfrente había tres indios altos con plumas y collares de oro con unas cadenas de donde tiraban los delfines. Atrás de los indios estaban sentados seis leones de oro que tiraban fuego por la boca.
–¿Dónde iban?
No sé Nenucho. La corriente los venía arrastrando río abajo. Salen a pasear por el rio cuando la luna está apagada, pero a veces se pierden.
–¿De dónde salen?
–De una ciudad perdida en la selva, allá arriba en el Amazonas, toda de oro.
–¿Fue con ellos?
–No, la ciudad es maldita. Los indios convierten en estatuas de oro a todos los exploradores y ladrones que quieren robar sus secretos.
–¿Entonces todos los leones son de oro? ¿Los puede usar el tío Tito en el circo?
–¡Qué buena idea Nenucho! En el próximo viaje en vez de matar cocodrilos voy a cazar leones de oro para tu tío. ¡Será el circo más famoso del mundo!
 
Tal vez las monedas de oro que nos había regalado el tío Tito las había traído de esa ciudad. “Le pediré que me lleve”, pensé. Las historias de Daguero terminaban cuando los pescados estaban a punto de saltar sobre la mesa y aparecían uno a uno los amigos de mi papá.
 
–Ustedes siempre a tiempo como relojitos ¿no? – les reclamó Daguero –hoy se van a chupar los dedos.
Como siempre Raúl – reaccionó mi mamá, mientras abría la ventana de la cocina de par en par para que entren los sabores del patio.
 
Pasaron en fila india por la puertita falsa Godino, Bosio, el menor de los Ronconi, Galera, el Ángel González, el gordo Udrin, el Titi Gilli...
 
–Che, pará pará, ¿vos te equivocaste de horario? – dijo mi papá cuando advirtió que Galera se había colado –¿qué hacés por acá?
 
Galera estaba medio perdido, como angustiado, muy distinto al Galera de día, arrogante y malo. Mi papá me pidió que llamara a mi mamá.
 
Ella salió y se mostró confundida. Pensé que se armaría la gorda, ya lo había echado a Galera tres veces y le había advertido que a la cuarta se acabaría el Nueva Pompeya para él. Repentinamente cambió de cara y sonrió.
 
–Buenas noches Galera, ¡qué gusto de verlo a estas horas! ¿Qué lo trae por aquí?
–Nada doña Tota. Tengo que descargar camiones en el molino a las cuatro de la mañana. Tengo miedo de estar tarde. Estoy haciendo tiempo.
–Bienvenido entonces. Siéntese con los muchachos – respondió mi mamá, dejando a mi papá con los ojos tan abiertos como pescado.
 
“Y a esta que le pasó”, pensó mi papá, “quiere estar bien con Dios y con el diablo”. Se le acercó disimuladamente por una respuesta.
 
–¡Qué querés que haga! tiene algo debajo de la camisa, no pude ver si es un cuchillo o un revólver. Cuidate, que no haga una locura por Dios – le susurró mi mamá.
 
Aunque los pescados estaban listos para el ataque, Daguero no permitía pegar el primer bocado hasta después de contar una historia para “despertar la noche”.
 
Yo rezaba para que no lo hiciera, pero todos la esperaban. Relataba cuentos de muertos, espíritus y sobre la luz mala. Mi hermano era el único momento en que abandonaba sus lápices y yo miraba al piso, con miedo de ver que, de nuevo, las sombras caminaran solas y se treparan por las paredes.
 
Daguero narró: “Era una chica hermosa, con la cabellera roja como las brasas. Bailó toda la noche en los Bomberos con un chico de Josefina y en un descuido se manchó su inmaculado vestido blanco con Coca Cola. Él, muy galante, la acompañó hasta la casa. Le dio un beso y le dijo que la pasaría a buscar el próximo sábado. Perdidamente enamorado regresó a la semana siguiente y golpeó la puerta. “¿Está Cecilia?”, le preguntó a la mamá. La mujer rompió en llanto. Le dijo que Cecilia había muerto hace dos años. Él sintió como si lo atropellara un camión. No le creyó y se fue directo al cementerio con dos policías. Abrió el ca...”
 
Justo en ese instante la puertita falsa cobró vida con un estruendo tan fuerte y seco como si le hubiese caído una lluvia de meteoritos. Hasta los pescados sobre la mesa saltaron del susto y todos aspiraron profundo como si estuviesen por tirarse debajo del agua.
 
“!Qué lo parió! esto parece que lo patrocinó Pescadería el Julepe”, gritó mi papá con una carcajada contagiosa, con la que todos trataron de recobrar el aliento.
 
–Galera, ¿estás ahí? Galera – gritó alguien desde la vereda y golpeó con más intensidad.
 
Galera siguió mirando fijo hacia las brasas sin escuchar. Mi mamá descifró la voz y fue a abrir.
 
–Zorrino, ¿qué hace por aquí?
–Busco a Galera.
 
Fue la última frase que se escuchó. Cuchichearon por un minuto. El Zorrino se fue y mi mamá volvió sonriente. Le puso una mano a Galera sobre el hombro.
 
–Coma tranquilo. Le dije al Zorrino que esta noche puede dormir en la piecita de los cachivaches. Se levanta temprano y va al molino. Le daré un catre para que esté cómodo.
 
Mi papá se revolcaba por dentro. No entendía nada. Se acercó a mi mamá para saber que le había dicho el Zorrino, pero todos esperaban el remate de Daguero.
 
–Seguí Raúl. Los policías abrieron el cajón y... – dio el puntapié inicial Godino.
–Lo abrieron y el pobre muchacho vio que Cecilia estaba ahí adentro, muerta, enterrada viva, pero como si recién hubiera despertado. Tenía el vestido manchado y estaba sonriente con ganas de besarlo e irse al baile.
–Ay por favor, Daguero – le reclamó mi mamá –porque no se ponen a pelear con el fútbol, es más saludable que estas tonterías. Mire como está el Nenucho.
 
Yo seguía mirando fijo al piso con miedo que las sombras se dispararan. Mi hermano me había dicho que esos cuentos de Daguero eran falsos “son leyendas populares, no tengas miedo”.
 
–¡Qué hacés! ¡Estás loca vos! ¿Qué te dijo el Zorrino? – le dijo mi papá a mi mamá pidiéndole explicaciones, mientras le arrebataba el catre para Galera.
–Pobre tipo – le respondió mi mamá –esta tarde se le murió su hermana melliza. La estaban operando del apéndice y los médicos le pusieron mucha anestesia. Le dio una crisis de nervios, se perdió de la cabeza y se escapó. No lo encontraban por ningún lado hasta que al Zorrino se le ocurrió venir por aquí.
–Entonces es mentira la changa a las cuatro de la mañana.
–¡Qué se yo, Livio! El pobre está perdido.
–Pero, por favor, date cuenta, que perdido ni perdido. Tiene un arma. Debe querer ir al sanatorio para matar a los médicos. Y vamos a ser cómplices.
–¡Qué estás diciendo! ¡por favor!
–¡Por favor las pelotas! Si mata a alguien y está borracho, van a decir que nosotros somos los culpables. Y te recuerdo que yo ya pasé una noche en el calabozo.
–Pero Livio, no seas malo, el pobre hombre está destrozado.
–Inventate algo, pero este Galera ni muerto duerme aquí – sentenció mi papá.
 
Otro jueves de amigos
 
Un jueves Daguero llegó de mal humor, fracasado. No había podido pescar ni siquiera un bagre. No me quiso contar anécdotas del río ni “despertar la noche”. Los carniceros del barrio, González y Udrin, tomaron su posta y cocinaron.
 
Mi mamá sabía que además de vender carne que les mandaba el frigorífico, vendían otros productos que cazaban por los campos vecinos. Cuando ellos cocinaban prefería dejar cerrada la ventana de la cocina.
 
Venga Tota – insistió González para que mi mamá saliera al patio pruebe esta carne blanquita y crujiente. Si adivina se gana otro lechón – le dijo, recordándole la primera Navidad de mis padres en San Francisco en 1957, cuando ganaron en su carnicería una rifa con el número 79.
 
–Muy rico –dijo algo desconfiada –¿qué es? ¿perdiz? No, no, ¿conejo? Sí, sí, conejo.
Frío, frío – replicó González sonriente.
–Liebre, entonces, sí, sí, liebre – dijo mirando hacia arriba y buscando que su paladar de experta le diera mayores pistas.
 
González se largó una carcajada y mi mamá se sintió en problemas.
 
–¡¿Qué me dio González!? – le dijo sin ganas de obtener la respuesta.
–Cola de igua...
 
González no terminó la frase y el chorro de mi mamá saltó un metro hasta estrellarse sobre su pecho, contra una camisa que todavía crujía almidonada.
 
Mi mamá dio un zanco marcha atrás y con tan mala suerte que pisó una bolsa de arpillera que el gordo Udrin tenía al lado de una sartén con aceite en ebullición. La bolsa tenía vida propia con unas protuberancias intermitentes como estrellitas de la Vía Láctea.
 
Mi mamá pegó otro tranco hacia el frente para llegar con vida a la puerta del comedor. En el intento tuvo peor suerte. Enganchó una pata de la parrilla y una ristra de chorizos voló por los aires. El gordo Udrin trató de barajarla y se fue de bruces contra el piso. González intentó sostenerlo, pero el peso de Udrin le ganó. También terminó de culo y despatarrado contra el piso. Galera se olvidó de su hermana y todos se doblaron en dos, se agarraban la panza, pero no le salían sonidos ni carcajadas, como en las películas de Chaplin.
 
Aquella noche escaseó la comida, pero las carcajadas siguieron hasta las tres de la mañana, potenciadas cada vez que algún vecino golpeaba la puerta reclamando silencio. Mi papá trajo cuatro frascos de uvas moscatel de postre. Tal vez el alcohol de las uvas incentivó la gresca que, como cada jueves, involucraba a mi papá y a Godino.
 
El domingo se jugaba el partido más importante de la historia de los super clásicos. River visitaba a Boca en la Bombonera. Los dos estaban punteros con 39 puntos, pero River le llevaba veinte goles de ventaja gracias a Luis Artime. A Boca no le alcanzaba el empate. Y quedaban dos partidos.
 
–¡¿Qué van a ganar ustedes?! le chantó mi papá a Godino –tenemos un equipazo, los vamos a reventar – y de memoria le tiró la alineación –Carrizo, Saínz, Ditro, Varracka y Echegaray; Pando, Cap, Samari y Delem; Artime y Frojuelo.
–Ojo Livio, no estaría tan seguro. Mirá que juegan en la Bombonera. Ya los destruimos en el Monumental.
–Te juego que le ganamos 2 a 0. El que pierde paga la cena del jueves.
–Mirá que sos corajudo. No ganan desde el 57. Ya tienen la maldición arriba.
–Pero de qué hablás. Les metimos cinco campeonatos seguidos, solo les dejamos ganar en el 54.
–Nunca más ganaron nada, no jodas. El domingo quedarán de segundos como en el 54 – le gritó Godino del otro lado de la mesa.
–¡Qué tenés que levantar la voz! ¡maricón!
–Maricón tu abuela, pelotudo.
–¡Andá a cagar! – le reprochó mi papá tirándole un pedazo de pan.
 
Mi mamá revoleó los ojos y cerró la puerta del comedor. Sabía cómo terminaban los Boca - River.
 
–Calentito los panchos – se burló de mi papá –vas a ver que el domingo Roma ataja un penal y Valentim les llena la canasta.
–Andá a cagar. El que les va a llenar la canasta es el brasileño, pero Delem, no Valentim, boludo.
–Más boludo será tu abuela, pelotudo.
 
Mi papá saltó como un resorte. Estaba colorado, echaba humo y le apuntó a Godino con los puños. Godino se quedó en el molde. Ya había perdido otra noche de superclásico por dos manotazos a uno. Pero cuando mi papá trató de ir del otro lado de la mesa, González lo abrazó y empezó a cantar “dale River, dale River”. Mi papá trató de sacárselo de arriba para seguir hacia Godino. González lo apretó fuerte y le chantó un beso ruidoso sobre el cachete. Mi papá se empezó a reír y perdió las fuerzas: “Salí asqueroso”.
 
González era de San Lorenzo y neutro en las batallas por el superclásico. No quería que sucediera lo mismo que el año anterior cuando Valentim le encajó unos golazos inolvidables a River en el Monumental y mi papá, en represalia, suspendió las “cenas de amigos” por tres semanas, una por cada gol.
 
Continuará.

jueves, 15 de abril de 2021

Paredón de Vietnam y cazando plomos por los techos

El "Paredón de Vietnam" y la bandera a cuadros por la vereda de la calle Perú,
la puertita falsa que trepábamos para subir a los techos, el limonero y un paisaje
lleno de platos voladores cargados de agua que llegaban del planeta Eternit.

La puertita falsa que debían franquear los Apaches y Pieles Rojas conectaba al patio con la calle Perú. Del lado de la vereda, sobre el paredón de revoque desnudo, una leyenda en aerosol con letras rojas pintadas a las apuradas exponía el arte de un activista inconforme: “Fuera yanquis de Vietnam”. Firmado: “EGP”.
 
–Qué lo tiró, es la quinta vez en dos meses que lo hago arenar y de nuevo me pintan la pared estos mugrientos –dijo mi papá furioso –se nota que estos son revolucionarios de la boca para fuera. A ver si agarran una pala y se ponen a laburar.
 
–¿Qué dice papi? – le pregunté, a sabiendas que no le gustaba explicarme cosas complicadas.
 
–¡Qué se yo! Ni yo entiendo a estos comunistas. Ni sé quiénes son con esas iniciales raras. Se creen dueños del paredón.
 
Mi papá siguió gesticulando y dando explicaciones a los automovilistas que bajaban los vidrios para saber que estaba pasando.
 
–No entiendo. Me tomaron la pared de pizarrón. ¡Píntense la suya, carajo! Ya gasté un platal y la municipalidad lo único que hace es encajarme un cartelito.
 
Mi hermano le dio una solución práctica.
 
Tachale el prohibido – le dijo refiriéndose al cartelito “Prohibido fijar carteles” –eso es lo que los atrae.
–No va a funcionar.
–Entonces escribile más cosas para que parezca arte... ponele un título ahí arriba: “Paredón de Vietnam”.
–Me gusta, me gusta – respondió mi papá, aunque a los tres segundos desestimó la idea –no, después capaz que nos pintarrajean toda la esquina.
–Entonces dejala. No van a pintar arriba de lo que ya pintaron replicó mi hermano.
–¡Ni loco! La gente va a creer que lo pintamos nosotros.
 
Mi papá siguió con sus argumentos, pero sin esperar respuesta.
 
–Es que no entiendo este mundo. Los yanquis parece que hacen todo bien en las películas, pero en la vida real la cagan y ahora tienen un quilombo bárbaro con ese Fidel en Cuba. ¡Como si los comunistas fueran unos santos!
 
Mi mamá escuchó lío y apareció en escena. Llegó llamando a silencio, con un chss, chss, chss como pitidos de tren.
 
–Bajá la voz Livio. Despintala sin chistar y listo por favor. Si alguien te escucha vamos a tener problema, capaz se la agarren con nosotros, con los chicos o con el bar. No ganás nada con protestar.
–¡Que te van a hacer esos zurdos! Ojalá los yanquis les tiren unas bombas atómicas y a ver si siguen cacareando.
–Viejo callate por favor. No te metas en política; vas a espantar a toda la clientela. Es suficiente con los líos que armás con el fútbol. Sos un chico.
 
Mi papá asintió como siempre lo hacía, pero era más fuerte que él. En su mesa de los mediodías y en los asados de los jueves por la noche, solía enfrascarse en batallas campales por River y Boca o cada vez que alguien defendía a Perón, a Evita, a los militares o a los socialistas y comunistas.
 
–Los únicos que valieron la pena fueron Sarmiento, Irigoyen y este Frondizi – le dijo a mi mamá, repitiendo el caballito de batalla que usaba en sus trifulcas –con el resto anduvimos de mal en peor.
 
El 22 de junio mi papá fue con un par de amigos a un acto en Ave. Libertador y 25 de Mayo del que volvió efusivo. Arturo Illia, el candidato presidencial de la UCR había llegado a San Francisco en campaña con un discurso de apoyo total al desarrollo del campo.
 
–Es el único que puede sacar a este país adelante. Ojalá gane y lo dejen gobernar y los militares no desenfunden. Sabe que en el campo está el futuro.
 
–Sí afirmó mi mamá –todos los que vienen de la Feria Gilli están entusiasmados. Dicen que volveremos a ser el granero del mundo.
 
Mi papá protestaba contra la leyenda del paredón, pero en el fondo la disfrutaba. Le servía para meter la cuchara en política y, en especial, le daba la excusa perfecta para entonar los versos de otro de sus tangos preferidos, Tinta Roja. Se ponía a hablar de Cátulo Castillo y de toda su obra como compositor de tangos, mientras tanto, con voz finita y pose de Carlitos Gardel, tarareaba su verso favorito: “…paredón tinta roja, en el gris del ayer, tu emoción la la la... con un borrón pintó la esquina...”.
 
Mi papá dijo una vez que Castillo había escrito Tinta Roja inspirándose “una noche que lo traje a ver este paredón de Iturraspe y la Perú”. Todos tomaron la anécdota con gracia, pero como no la objetaron, mi papá se dio licencia para repetirla y hasta para creérsela.
 
Yo no entendía toda la maraña o si Vietnam era una provincia como Córdoba. Me bastaba saber que los yanquis eran los chaquetas azules que mataban a todos los Apaches y los Pieles Rojas al final de las películas. Y, con tiza y carbón, había dibujado debajo del paredón una bandera de llegada para las carreras que hacíamos con mi papá y mi hermano.
 
“A ver quien llega primero”, nos desafiaba mi papá cada vez que volvíamos del cine Mayo o de la carnicería de los González por la avenida Garibaldi. “Largamos” daba la orden con un amague al frente del Chalet de la Campana. Salíamos como flechas. Mi hermano picaba primero, yo segundo y tercero mi papá, siempre imitando una renguera para dejarnos ganar.
 
La puertita era coqueta de un gris áspero y opaco desteñido por las lluvias. Del lado del patio tenía un par de travesaños que, con tres saltitos, permitía subir al paredón de Vietnam y de allí acceder a todos los picos de las montañas de la manzana.
 
Sorteando ramas del limonero, águilas, cóndores y palomas grandes como avionetas que anidaban sobre el bañito, accedía a los techos de los Hans y al de los Fornero, un garaje más largo que una cancha de bochas. El paisaje era mágico. Estaba lleno de platos voladores cargados de agua que habían llegado del planeta Eternit y nunca dudé que los extraterrestres estaban disfrazados de antenas de televisión. A lo lejos se veían los silos del Molino Tampieri, unas plataformas lanzacohetes para llegar a Marte y a media cuadra estaba el Aconcagua, la enorme pared de dos pisos de los Bertoa, imposible de trepar porque la flanqueaba un precipicio de miles de metros en cuyo fondo estaba el taller mecánico de los hermanos Aimar.
 
Los techos estaban recubiertos con chapas de cinc corrugadas, adheridas a los tirantes con remaches de cabeza de plomo. Para espiar por los patios tenía que caminar por las cornisas o pisar sobre los remaches para evitar que los crujidos de las chapas me delataran.
 
Mi amigo el Mario, que me llevaba algunos años de ventaja, era otro de los habitúes de los techos. Me enseñó a cazar plomos por el vecindario. “Apretá fuerte y tirá para el costado que salen solos”, me demostró tenaza en mano. Fui su mejor alumno. En menos de una hora cacé ciento veintidós plomos del techo del salón del bar. Llené dos latas de duraznos al natural. El Mario los fundió y nos fuimos a la chacarita del viejo Luengo. Ese día, orgulloso como banquero tras una buena cosecha, puse 10 monedas de diez pesos en mi alcancía del bar.
 
Para esa misma noche la radio venía anunciado una tormenta eléctrica, la peor en dos décadas. Unas ráfagas fuertes y sostenidas arrancaron varias chapas que flamearon como barriletes por toda la cuadra, creando unas goteras que lloraban a chorros.
 
Mi papá enfureció como contra los comunistas.
 
–¡No lo puedo creer! Hace poco que hice arreglar todas las chapas, ¡carajo! – gritó a todo pulmón con más fuerza que el viento.
 
Mi mamá, más preocupada en poner unos latones para contener las filtraciones que escuchar los rezongones, trató de calmarlo, pero mi papá siguió bajando santos.
 
–No sé para qué queremos comprar esta esquina toda agujereada. Es una porquería, un colador.
 
Los gritos de mi papá se escuchaban más que los truenos. Tenía pánico de solo pensar que supiera que yo era el culpable. Me brotó un sarpullido de sudor y las sienes me hervían como si me hubiese sentado en una silla eléctrica. Mi mamá pensó que me había mojado debajo de las goteras. Pensé en la carpintería a la vuelta por la 25 de Mayo donde habían serruchado a un chico por la mitad por haberse portado mal.
 
–Livio pará de gritar como un loco. No solucionás nada. Mirá el susto que tienen los chicos. Ayudame con estos latones.
 
Esa noche me fui a dormir con ganas de no despertarme más. Sabía que, al ver el desastre al día siguiente, mi papá empezaría de nuevo con los truenos y a buscar culpables.
 
A la mañana, el sol estaba radiante y el aire puro y limpio. Había cuatro manchas en el cielorraso del bar y faltaban tres chapas. No había sido tan grave como lo pintó mi papá. Miré a la Virgen arriba del dintel de la puerta y me guiñó un ojo.
 
Pero cuando todo parecía calmo, otra tormenta se desató en la mesa de mi papá, una que la radio no había anunciado. El flaco Bosio contó que dos chicos ladronzuelos le habían robado varias líneas de plomo de un linotipo con la que imprimían los carteles para los remates de ganado de la Feria Gilli.
 
–Son dos mocosos del barrio – afirmó.
–¿Quiénes son? ¿Por qué no los agarran? – preguntó mi papá.
–El viejo Luengo no me quiso decir. Sabe que les voy a cortar las manos con la guillotina.
 
Miró para mi lado. Me hice el distraído tratando de esconderme detrás de mi papá.
 
–Nenucho, ¿sabés quiénes fueron?
–No – contesté sin levantar la vista. Sentí brasas incandescentes dentro de las orejas.
–¿Por qué te pusiste como un tomate?
–No sé... tengo calor contesté de nuevo mirando al piso.
–Mirá que si sabés y no me decís va a venir el hombre de la bolsa.
 
Me fui caminando hacia el patio, pero por dentro sentí que corría. Me refugié en la piecita de los cachivaches y le recé a la Virgen para no ver al hombre de la bolsa. No me despegué del lado de mi mamá ese día y me prometí que jamás tocaría una gota de plomo. No sacaría más remaches de los techos ni iría al garaje de Gilli a “encontrar” líneas de linotipo.
 
Mi papá me había prohibido subir a los techos, pero nunca supe si me sospechaba el Ali Baba de la casa. Cuando garuaba, mi mamá no me dejaba salir al patio porque tenía miedo de que me trepe por los techos. Sabía que me gustaba zanganear como los gatos. Yo subía igual, pero tomaba precauciones. Me calzaba unos Sacachispas viejos de mi hermano que todavía tenían algo de tapones para no resbalar. Mis otros pertrechos de aventura incluían una gomera que le había desaparecido a mi hermano y un canuto de sifón de soda que usaba de cerbatana. También llevaba un revólver de metal a cebitas que me había regalado John Wayne en Navidad, pero solo lo desenfundaba de mi cartuchera cuando teníamos duelos en la vereda.
 
Un día, con mi amigo el Huguito, tratando de salvar al mundo de los extraterrestres, terminamos jugándole una mala pasada a Ema, la gorda con sonrisa de piano. La descubrimos en el patio de los Fornero, palanganeando sábanas a pleno rayo de sol, agachada y apuntándonos con su traste grande y redondo como luna llena.
 
Nos estiramos cuerpo a tierra sobre la cornisa del garaje, camuflados entre las ramas de un naranjo. Apunté con la cerbatana y después de varios intentos fallidos…  tuuuiiiffff, ¡Blanco perfecto!
 
La gorda ni se inmutó. Le hice una seña silenciosa al Huguito para que me pase la gomera y arranqué una naranjita recién nacida.
 
–¡Estás loco! – me susurró, pero contento y cómplice al adivinar mi intención.
–Damela.
 
Puse la naranjita en la badana, tensé la gomera, cerré un ojo y vi el traste de Ema en el centro de la horqueta. “Diez, nueve, ocho… cero” y solté... “chau... cohete a la Luna”.
 
La naranjita fue en línea recta sin comba. La Ema saltó como un resorte y el chillido fue tan fuerte que espantó a las hormigas. No pudimos contener las carcajadas y aunque salimos volados como Súperman, Ema nos cachó sobre el tapial: “Ya van a ver mocosos de porquería, los voy a matar”.
 
En menos de dos segundos tocamos tierra en el patio.
 
An due andave (A dónde van ustedes) – nos pilló mi nono Félix cuando estábamos por guarecernos en la piecita de los cachivaches, envuelto en una humareda como si los Pieles Rojas estuvieran enviando señales de humo.
 
Mi nono había llegado ese día de Eustolia para visitar el Sanatorio Argentino. Se había escondido en esa piecita para que no lo descubrieran ni los médicos ni mi papá. Tenía terminantemente prohibido fumar sus Colmena desde que lo habían operado de las arterias de una pierna.
 
–Hola nono, estamos jugando a los cowboys – le dije entre jadeos y lo más campante para disimular.
 
¿E sti brai 'd chi a son? (Y esos gritos de quienes son entonces) – me recriminó, –¡ ij conto  tut  a tò  pare! (ya le voy a contar a tu papá).
 
Aunque no entendía un pito de piamontés, la palabra “pare” me resultaba familiar, así que intuí que, si le contaba a mi papá que seguía por los techos, yo estaba frito. Mi nono era bonachón, “un pan de Dios” como decía mi mamá, pero estricto con la conducta. Tuve que pensar rápido para poder fugarnos antes de que llegara la gorda.
 
–Si le contás a papi, yo le voy a decir que vos estás fumando de nuevo.
 
Mi nono carcajeó, tosió y el humo le salió sin ganas por todos lados. Sus ojitos pequeños como uvitas me miraron cómplices. Supe que habíamos acabado de canjear un secreto, sellado un pacto.
 
Escuchamos la puerta del garaje de los Fornero. “Vienen los indios” dijo el Huguito y se fue rajando para su casa. Yo salí como flecha de Robin Hood a refugiarme al lado de mi mamá.

viernes, 9 de abril de 2021

Finalmente, milonga: "Pebeta hermosa, esquina mía".

 
Mis padres, Livio y Tota en su luna de miel en Mendoza, abril de 1953.

Vi a mi papá afligido y ansioso. Estaba sentado en la mesa de granito del patio, ensimismado, mirando fijo sin ver nada. Prendía un cigarrillo tras otro dejándolos a la mitad. El cuadro era preocupante, aunque también hermoso. Lamenté que no estuviera mi hermano para retratar el momento, unas bocanadas de humo que coloreaban todo de un grisáceo tornasolado, atravesadas por los rayos que pedían permiso entre las hojas de la parra.
 
Me senté junto a él sin decir nada. No me miró, pero me sintió a su lado; espantó el humo de mi cara. Noté que lo embargaba una sensación de angustia como si un elefante le hubiera pisado el pecho y sacado el aire. Si no hubiera tenido que guardar la compostura de padre, seguro que se hubiese largado a llorar como cuando la nona Chinta hizo bajar el colchón del Ford de don Godino y no lo dejó ir a San Francisco para estudiar de los Hermanos Maristas.
 
Mi mamá apareció rauda al rescate como el Llanero Solitario.
 
–Livio ¿querés un Gancia? –le preguntó disimulando que llegó adrede.
–No. Nada.
–Nenucho andá a buscarle una Coca Cola a papi.
–Te dije que no quiero nada.
–Nenucho, andá, buscala –porfió mi mamá, poniéndole una mano sobre el hombro y la otra sobre mi cabeza.
 
Noté que la Coca Cola era una excusa para quedarse a solas con él. Quería arrancarle unas palabras y descifrar su angustia. Mi papá no era de muchas palabras. Era peor cuando estaba afligido, se cerraba hermético. Mi mamá le reprochaba que, en su aflicción, él se flagelara, muchas veces por culpas que no le correspondían.
 
Fui a buscar la Coca Cola que a nadie le interesaba. Frené a medio camino y me escondí detrás de unos cajones vacíos para escuchar.
 
Contame viejo. Contame que te pasa le pidió mi mamá tratando de ayudarle a que desnudara sus penas.
–No puede ser que don Bry me haya negado el aumento que me venía prometiendo desde hace un año.
 
Mi mamá se alegró con la respuesta, rara vez, en ese estado, podía arrancarle un par de palabras.
 
–Pero... ¿eso es todo Livio? No podés estar así por algo tan simple.
–Encima me dijo que no me pagará el aguinaldo porque tuvo muchas pérdidas y la inflación se lo comió.
–¿Eso es todo? ¿Y por eso te hacés tanto drama?
 
Mi papá infló el pecho para empujar las palabras. Todavía tenía cara de fuerzas flacas y la autoestima por el suelo.
 
¿Te parece poco? ¡Estoy harto! Nunca podremos llegar a tener esta puta esquina. Es una tortura.
 
Mi mamá se alegró aún más. Se trataba de una angustia pasajera, había tenido miedo de que fuera algo más profundo que no hubiera podido dominar. Pensó que el desconsuelo de mi papá por la esquina era pan comido, algo simple de resolver, no le implicaría una labor titánica como otras veces.
 
Le sacó el octavo cigarrillo de entre los labios y le apartó la mano del mentón. Notó que mi papá ya había cambiado el semblante; estaba más aliviado.
 
–Te entiendo –le dijo mi mamá–, pero no te aflijas. Acordate que después de cada tormenta sale el sol.
–Si.
–No me respondas sin pensar. Acordate. Si ponemos energía en lo que queremos, siempre al final lo tendremos.
–Fácil decirlo. Te quiero ver a vos trabajando todo el día como un burro y que no te valoren.
Me lo vas a decir a mí, ¡por favor! –le reprochó–, lo que te quiero decir es que vos siempre te ponés pesimista y cantás esos tangos derrotados. No te podés caer por tan poco.
–No lo puedo evitar.
–Acordate. Con solo poner lo que querés en la mente, ella solita busca la manera de lograrlo.  
–¡Qué te pasa a vos! ¿Te convertiste en monje tibetano?
 
Mi mamá se rio y volvió a la carga.
 
–De lo que te hablo es que te olvides del trabajo y del sueldo... son instrumentos nada más. Lo más importante es apoderarte de la esquina en tu mente, como si ya fuera tuya.
–Pero no digas pavadas, Tota. Si no tenemos un mango cómo la vamos a comprar.
–No me entendés. Quiero decir que tenés que estar positivo y las cosas se darán solas. Dejá de torturarte ahora por cosas que no podés cambiar. Pensá que pronto tendremos la esquina o pensá que ya es tuya.
–Voy a buscar otro trabajo.
–Livio, buscá otro trabajo si querés, pero no dejes de enfocate en la esquina. Lo único que hay que pedirle a Dios es que nos dé salud, porque el resto viene por añadidura.
–Bueno, pero hay que tener un poco de suerte también. Era parte de tu fórmula del éxito ¿no? Jugabas a la quiniela como loca –le replicó en tono burlón.
Sí yo sé –se rio mi mamá –una pizca de suerte nunca viene mal.
–No vamos a poder comprar esta esquina.
 –No entendiste nada de lo que te dije. Parece que estoy gastando pólvora en chimangos.
 
Mi papá dejó de escucharla. Clavó los ojos hacia adentro. Cada vez que estaba atormentado sentía unas ganas bárbaras de agarrar su armónica y escribir rimas de tango. Quiso seguir con aquel tango a medio hacer, el tango sobre la esquina. Abrió el cuaderno en el que garabateaba coplas y sones y quedó un rato largo mirando al espacio en blanco.
 
–Ya lo sé. Ya lo tengo – explotó con ojos vivaces ante la sorpresa de mi mamá.
–¿Qué bicho te picó ahora? le preguntó, contenta de sentirlo que ya estaba metido en su mundo.
–Esquina querida. Ese va a ser el nombre del tango.
–¿Ves? Dale con el tango, pucha que sos pesimista. Me parece que a propósito te ponés mal para poder escribir esas cosas, no por nada tenés siempre ese cuaderno a mano cuando estás empacado como mula tuerta.
–¡Qué hablás! ¿A vos quién te entiende? No me dijiste que haga de cuenta que la esquina era nuestra, que le ponga energía mental. Y bueno, este tango es para atraparla, es para hacerla mía, es justamente lo que me estás pidiendo.
 
Mi mamá quedó tiesa, aunque contenta y relajada. Mi papá tenía razón. Al fin y al cabo, estaba atrapando a la esquina, pero con una fórmula distinta y más creativa que la de ella.
 
–No me gusta. Es muy obvio. No tiene poesía – prosiguió mi papá.
–¿Qué decís?
–Del título. Esquina querida.
–No es feo. Ponele otro entonces. Escribí lo que te falta y después le ponés el título. No te trabes.
–No es nada fácil, creeme.
–Yo sé. Pero hacé de cuenta que la esquina es una mina, ya vas a ver cómo te sale. A tantas le arrastraste el ala que a una más...
Vieja no empecés, por favor –la cortó en seco.
 –Dale, aguantátela, hacé de cuenta que la esquina soy yo. Acordate como me apretujaste en la cocina de soltera. Me chantaste dos besos que me dejaste turulata y temblando. Parecías una ventosa, desgraciado.
 
Mi papá quedó de nuevo ensimismado, pero sus ojos denunciaban una actitud distinta. Estaba encendido. Prendió otro cigarrillo. Tachó el primer verso “penas que germinan a borbotones” porque le pareció muy cursi y no rimaba con los de las estrofas que había escrito tiempo atrás. Retachó el verso. Pensó que tenía que ser más optimista.
 
Vamos, vamos carajo –se arengó en voz alta y se dijo para adentro: “tengo que soltarme y ser como la samba, como la Tota, más optimista y alegre como dice don Adalesio”.
 
Mi mamá sintió que la tormenta había pasado y se fue a la cocina. Abrió la ventana de par en par y pensó en remachar la escena para llegar hasta la raíz en caso de que quedara una pizca de angustia en mi papá. Puso ocho cucharaditas de azúcar sobre la sartén invocando la fórmula mágica que le había regalado su mamá, la nona Antonia: “lo salado mejora la digestión; pero lo dulzón ablanda el corazón”.
 
Mi papá miró atraído hacia la ventana e inhaló tan profundo que se robó todo el aroma de azúcar derretido que revoloteaba por el patio. Cerró los ojos y se dejó embriagar. De golpe y porrazo le sobrevino una epifanía aromática, un pensamiento punzante que le bailoteó entre las sienes: “nada de tango triste, tiene que ser una milonga alegre”.
 
Galán y compadrito. Mi 
papá en sus veinte.
Apretó la lapicera, tachó unos versos duros y despechados y se puso a escribir como un rayo. Escribió varios versos de corrido y los sintió buenos. Buscó la hoja con las estrofas anteriores y las limpió de penas. Le había costado horas escribirlas, pero ahora había logrado hacer lo nuevo y editar lo viejo en solo ciento cuarenta y tres segundos.
 
–Vieja, vení a escuchar. Escuchá a ver si te gusta – gritó en dirección a la cocina.
 
Mi mamá le respondió agarrada a los barrotes de la ventana de la cocina, creyéndose en el balcón de Romeo y Julieta.
 
–Leeme las estrofas anteriores, así engancho las nuevas.
 
Ya el sol se estaba apagando y una ventisca fresca invadía el patio. Yo salí del escondite y me acerqué como si me hubieran invitado. Mi papá se acomodó como maestro de sinfónica y usó la lapicera de batuta para acompasar sus versos.
 
Esquina arrabalera y esquiva
Sos tan difícil mi querida
¡No me abandones!
Me siento a la deriva
 
Pebeta, no seas celosa
La Tota es mi esposa
Tú eres luz de mis noches
Mi soñada mariposa
 
Me gusta cómo lo cambiaste. Seguí, seguí –le pidió mi mamá abriendo los ojos grandes como huevos fritos para escuchar mejor.
 
Suave caricia aterciopelada
Te desnudas engañada
Acepta mis temores
No te finjas desdichada
 
Enamórame papusa mía
Ámame, no seas bravía
Pebeta hermosa, esquina mía
Pebeta hermosa, esquina mía
 
¿Te gustó? Hasta le hice el estribillo, –le preguntó mi papá, anhelando suspiros de aprobación.
 
Mi mamá quedó aferrada a los barrotes con cara de Julieta y ganas de envenenarse de amor. Celó a la esquina, aunque al mismo tiempo se sintió inspiración. Supo que era la pebeta. Se le abrillantaron los ojos y se esforzó para que le salieran las palabras.
 
–Guauuuu. Te quedó hermoso el tango. ¿Qué nombre le vas a poner?
–No es un tango, es una milonga. Todavía me falta. No está terminada, pero ya la tengo, la siento – dijo entusiasmado mi papá.
 
Releyó las tres estrofas y el estribillo, tarareó unos acordes con la armónica y se convenció que el 2 x 4 del tango era muy duro para su letra. Estaba más seguro que nunca que debía ser una canción de amor y esperanza. Entonó un pedacito con la armónica, pero no pudo alejarse de los acordes de “Milonga sentimental” y de Homero Manzi. Pensó que debía ir de apoco, agregarle más ritmo de candombe para tocar con la armónica, algo de percusión y para que mi hermano lo acompañe con el piano. “Nada de violines ni bandoneón”, pensó.
 
Estaba desbordante y contento. Sintió que el proceso había sido doloroso, pero fructífero. Le había servido para descubrir la fórmula de un buen tango: “cuando las penas son profundas y aprietan el alma, la única forma de que no dejen cicatrices es escribir un tango”.
 
¡No tengo dudas! para un buen tango, mejor hay que sufrir –sentenció mirando a mi mamá e incluyéndome en el paneo.
–Ahora estás más contento con esos retoques que le hiciste, ¿no?
–Siiiiii. Creo que cuando ves la luz al final del túnel, por más que quieras escribir un tango, al final te sale una milonga –fanfarroneó compadrito.
–¿Cuándo la vas a terminar?
Cuando finalmente me lleve a la esquina a la cama, como a vos pebeta.
Ay no seas loco – le respondió mi mamá clavándole una mirada empalagosa y, mirando hacia mi lado, me preguntó: “¿y vos Nenucho de qué te reís?”.
 
Mi papá agarró el cuaderno, pasó en limpio las estrofas, sorteó el estribillo entre ellas y dejó un espacio para un par de estrofas más.
 
–Me falta un sufrimiento más y listo el pollo –dijo riéndose– y ya tengo el título, así que espero que te guste porque en el título están mis dos amores, vos y la esquina –le dijo apuntándole con la lapicera.
 
Mi mamá sintió un chorrito y que se derretía como el azúcar sobre la sartén.
 
Mi papá prendió el último cigarrillo, casi era noche. Arriba de las estrofas escribió con letras mayúsculas: Milonga: “Pebeta hermosa, esquina mía” y, debajo, en minúsculas, “letra por Livio Benito Trotti”.

Retrato carbonilla de mi papá, dibujado por Gerardo, mi hermano. 

jueves, 1 de abril de 2021

Ballenas, apaches y la mesa de granito

Años atrás hice esta pintura sobre el cantero debajo del ventanal, mi barco con el que
salía a cazar ballenas por los océanos del cantero.
 













El patio era extenso como la Pampa y sus chirimbolos y recovecos avivaban la imaginación. Un pedacito de cajón de madera era espada de San Martín o flecha de Pieles Rojas. Un cantero se convertía en mar para cazar ballenas. Un botón y una pieza de ajedrez servían de metegol y un chorro de sifón podía propulsar cohetes hacia la Luna.

 
En cada punto cardinal de su geografía, henchida de flora, mascotas y lagunas, destacaban cuatro puertas que invitaban a descubrir mundos maravillosos, llenos de aventuras.
 
Al este, se ubicaba la puertita falsa, con reja de flechas puntiagudas para proteger de los ladrones o de los Apaches que pudieran invadir desde la vereda por la Perú. Al sur, debajo del limonero, una puertita de madera desvencijada daba entrada al garaje, donde había funcionado la máquina de Frankenstein para fabricar soda. Al norte, estaba la más coqueta y transitada, de cedro macizo y dos alas con postigos que invitaban a la parte más dinámica de la esquina, el salón del bar. Y al oeste, debajo de la parra, una puerta de chapa verde aceituna ofrendaba toda la hospitalidad de la casa de familia.
 
Con entrada al living comedor, esa puerta tenía dos hojas, una siempre permanecía cerrada y la otra tenía unas bisagras que chillaban de dolor. A su lado se alzaba un majestuoso ventanal, paño fijo cuadrado de dos metros por lado, con una retícula que albergaba cuarenta vidrios traslúcidos y tornasolados. Sumados a los dieciséis de la puerta, mi papá los usaba de calculadora para enseñarnos las tablas de multiplicar.
 
El picaporte era de chapa hueca y niquelada. Insertaba una barrita de hierro y empujándola hacia abajo hasta que hiciera tope, la soltaba de golpe para que el cohete salga catapultado hacia la Luna. Un día de poca suerte, la manija se destartaló contra el piso y la barrita brincó endemoniada clavándose en el centro de mi cabeza.
 
Grité a todo pulmón como Tarzán, ahuyentando a todos los animales del patio y del vecindario. Entré corriendo al bar; y cuando no podía explicar las cosas complicadas, optaba por el mismo atajo.
 
–Mami, mami, Gerardo me pegó con este fierrito acusé a mi hermano, esperando despertar la compasión de mi mamá y, con chichón a la vista, encubrir la rotura de la manija.
 
─¿Pero qué te pasó ahora Nenucho? ¡Madonna Santa! Siempre con algo, por favor, no hacés más que darme sustos. ¿Dónde se metió ese bayo de porquería?
 
Gerardo llegó rato después; totalmente desprevenido. Mi mamá lo zarandeó de una oreja y le descargó una letanía de frases que fueron subiendo de tono y en rapidez.
 
–No te dije que no tocaras a tu hermano. ¿Hasta cuándo? ¡Encima rompiste la puerta! ¡Ya vas a ver cuando llegue tu padre! Hoy no te dejo ir del Aquilito. Te juro que te voy a soltar todos los pajarracos.
 
─Mami, yo no hice nada, acabo de venir del Aquilito. Estábamos haciendo los deberes –respondió mi hermano con ojos sorprendidos como los de los pescaditos.
 
Una interpretación digital de una foto de mi hermano Gerardo 
en el patio, con menos de 15 años, pintando un
 retrato de su amigo Aquilito.

Yo vigilaba la escena desde el patio detrás de una pila de cajones vacíos. No escuchaba, pero por lo movimientos de los labios y ademanes de mi hermano supe que estaba en problemas. Mi mamá no había tragado mi anzuelo.
 
–¡Nenuuuchooooo! ¡Guacho mentiroso! ¿Dónde estás? ¡Ya vas a ver cuando llegue tu padre!
 
El Zorrino salió a mi rescate y me hizo señas de que me acurrucara debajo de su mesa.
 
–Doña Tota. Vio que a las armas las carga el diablo.
 
Mi mamá lo miró sin ganas.
 
–¡No se meta! ¡Nadie le dio vela en este entierro! mejor váyase a hablar con su amiguito, el Galera ese.
 
Agazapado, esperé que amainara la tormenta, pero las nubes estaban muy cargadas. Llegó mi papá y no me salvé. Esa siesta tuve que dormir cola arriba, me ardía como cuando me insolé en Mar Chiquita y ni siquiera la frescura de la pulpa de tomates pudo calmar la comezón.
 
De la cama de al lado, mi hermano me miró compasivo.
 
Si sabía que te darían una paliza, no le hubiera dicho nada a mami.
–No voy a mentir más.
–Sí, como que te creo. Dormí. Cuando te despiertes vamos a esconder las monedas del tío.
 
Cazando, metegol y autitos
 
Debajo del ventanal, todas las mañanas anclaba mi buque ballenero entre los tarros de aceite YPF y Cocinero donde mi mamá plantaba orégano, menta y aloe vera que el Manya Luna usaba para sus brebajes contra la tos y el mal de ojo.
 
Había aprendido a cazar ballenas con los dibujos de una enciclopedia que, al igual que las Fabulandia, mi mamá las coleccionaba por semana. Cuando el océano estaba calmo comenzaba mi cacería. Desde el escaparate en el mástil, el vigía gritó susurrando para no espantar a la ballena: “¡Ahí viene la bestia!”. Giré hacia esa dirección y vi una mancha negra aproximándose por la quilla como la de un submarino saliendo a respirar. Explotó un soplido de chorro de sifón y advertí que se trataba de una ballena larga de una cuadra que hubiera podido tragar mi barco de un solo mordisco.
 
“Disparen el arpón”, grité apresurado. El garfio se enterró y la ballena se perdió en el azul profundo, arrastrando unas boyas que les costaban trabajo entrar, como plumas tratando de enterrarse en un pan de manteca. Esperé catorce minutos hasta que las siete boyas empezaron a emerger, pero como en una película al revés. La ballena salió a la superficie con los ojos tristes y me preguntó: ¿¡por qué yo!? No le hice caso. Grité ¡misión cumplida! Y cuando me alistaba para vender la carne y el aceite, mi mamá me despabiló con un grito desde la otra orilla del océano.
 
–Pero Nenucho ¡qué hiciste! de nuevo me inundaste el cantero. Mirá el lío que hiciste. Dejá de embarrarte, amarrá el barco, lavate las manos y apurate que la comida se enfría.
 
Cerca de la pajarera y donde a los rayos del sol les costaba abrirse paso entre las hojas de la parra, estaba la mesa que había traído el tío Eladio, hermano de mi mamá, con su roja camioneta Siam di Tella desde su fábrica en Clucellas.
 
La mesa era de granito verde traslúcido y fondo manteca. Dos rayas paralelas y rosadas delimitaban su circunferencia de poco más que un metro. Descansaba sobre unas patas verde loro de cemento macizo y estaba rodeada por cuatro bancos pesados con forma de banana.
 
Entre sus mil usos, me servía de cancha de metegol que armaba con un viejo juego de ajedrez de madera que mi mamá había usado para enseñarme los primeros movimientos. A los alfiles los usaba como postes de arcos, a los peones de Pinino Más y a los caballos de un Matosas infranqueable. El rey, por ser el más alto, iba de Carrizo al arco. Un botón de camisa al que pellizcaba con una ballenita era la pelota que salía disparada en dirección de pase. El jugador a cuyo pie se acercaba más, ganaba el turno para seguir pellizcando. Los partidos solían ser muy disputados, pero siempre ganaban las piezas blancas, las de River.
 
A diferencia de las carreras con autitos que jugaba con mis amigos, al fútbol lo jugaba solo para que nadie le pudiera ganar a River. A cada tiro al arco lo anunciaba como los goles que salían de la Zenith de carcasa roja de mi papá. Jamás dejé que el Tanque Rojas hiciera un gol y al Antonio Rattín le hice errar más de cien penales. Boca siempre salía segundo o último en la tabla, aunque el Manya Luna me pinchaba la pelota, empecinado en recordarme que desde 1957 o “hace siete años que River no sale campeón”.
 
Debajo y cerca de la mesa de granito había fabricado dos pistas para las carreras de autitos. Una la tracé con tiza y la otra era de tierra y cemento. Salía de entremedio los bebederos que mi hermano usaba de pecera para sus pescaditos y camalotes, y se insertaba en el cantero rodeando el tronco del limonero. La asfalté con mezcla de revoque fino que traje de una obra a media cuadra cuando los albañiles se distrajeron.
 
Los autitos eran de plástico con ejes de alambre. Los despanzurraba con un cuchillo y los llenaba de macilla con tuercas para que lleguen más lejos y no tumbaran en las curvas.
 
Tenía una colección de campeones. Mi preferido era el Ford de Dante Emiliozzi, al que le había dibujado en el capó los números del 62 al 65, en honor a sus años de campeón. Cuando Emiliozzi se cansaba de tantas carreras, usaba los Chevrolet de Carlos Pairetti y Juan Manuel Bordeu, un torino rojo de Eduardo Copello y uno de lujo que me había comprado mi papá en un viaje a Buenos Aires: el Ford 60 de Juan Gálvez campeón. Pero cuando el Huguito, el Cabezón, el Rodi o el Negro me aventajaban por más de una vuelta, no me quedaba otra que sacar la chanchita amarilla de Juan Manuel Fangio. ¡Éramos imbatibles!
 
La pista de revoque quedó en desuso después que traté de repavimentarla. Cuando escarbé para hacer un túnel como en las Sierras de Córdoba, enterré los dedos en la viruta de acero que mi mamá mezclaba con papel de diario machacado “para que los limones vengan más pulposos y jugosos”.
 
Pero hijito de Dios, ¡qué hiciste ahora! ¡Dios mío! Te dije que no escarbes en los canteros. Y encima de cortarte ya me arruinaste los dos canteros –me retó mientras me lavaba la sangre que brotaba a chorros de las yemas de mis dedos.
 
Ese día suspendimos las carreras, pero igual hubo buen tiempo para repartir los premios. El primer puesto se lo llevó Cabezón con una Coca Cola, al Rodi le tocó una Crush y el tercero fue para el Huguito, una Leche Prima. En realidad, eran envases llenos de agua, en respuesta a una sentencia que mi mamá me había dado después de la novena carrera una tarde llena de competencias cuando las botellas todavía eran de verdad: “Nenucho: pará la mano, me vas a fundir con tantas carreras”.
 
Esa mesa de granito multiuso también se convertía en pupitre de escuela. Después de sentarse con mi hermano para repasar los problemas de matemáticas de quinto grado, mi papá me hacía dictados para que practique los que dictaba el hermano Elvio en el primer grado de los Maristas.
 
–A ver si sabés poner los acentos: árbol, sofá... muy bien, muy bien... y si acertás esta palabra te vas a jugar: pizarrón. Muy bien, muy bien Nenucho, andá a jugar con los autitos.
 
Mi mamá también daba lecciones, pero distintas a las de la escuela. Me enseñaba a mover las piezas del ajedrez para “dominar el centro del tablero” y leerme párrafos de sus libros preferidos para que “no seas tan burra como yo”.
 
–Tenés que aprender muy bien a escribir Nenucho, así cuando te vayas algún día me podrás enviar cartas lindas con muchos detalles. Escuchá, escuchá.
 
Abrió Mi Platero y Yo, el libro que le recordaba su paso por la escuelita primaria en Clucellas, a la que sólo había asistido hasta cuarto grado, y me leyó varios párrafos que tenía subrayados.
 
–“¡Qué pura, Platero!, ¡y qué bella esta flor del camino! Pasan a su lado todos los tropeles -los toros, las cabras, los potros, los hombres-, y ella, tan tierna y tan débil, sigue enhiesta, malva y fina, en su vallado sólo, sin contaminarse de impureza alguna”.
 
No entendía mucho, pero me dejaba llevar por sus ademanes y sus ojos abrillantados.
 
–Escuchá esta parte: “Encontré a Platero echado en su cama de paja, blandos los ojos y tristes. Fui a él, lo acaricié hablándole, y quise que se levantara… El pobre se removió todo bruscamente, y dejó una mano arrodillada… No podía… A mediodía Platero estaba muerto.”
 
Y mientras mi mamá seguía embelesada y con más lágrimas que cuando pelaba cebollas en la cocina, yo me sentía con algo de culpa porque solo pensaba en irme al cantero a cazar ballenas y correr con Fangio y Emiliozzi.
 
–“La barriguilla de algodón se le había hinchado como el mundo, y sus patas rígidas y descoloridas, se elevaban al cielo. Parecía su pelo rizoso ese pelo de estopa apolillada de las muñecas viejas, que se cae, al pasarle la mano, en una polvorienta tristeza”.
 
Mami qué lindo, pobre Platero, quedó como las vacas muertas en Eustolia, con la patas para arriba. ¿Me puedo ir a cazar?
–Ay Nenucho mejor sería que aprendas a leer y leas muchos libros porque así viajarás mucho más que jugando con tus cosas.
–¿Me puedo ir? –insistí.
 
Asintió con la cabeza, aunque sus ojos me dijeron que hubiera preferido que me quede y la siga escuchando. La abandoné y se quedó sola con su Platero, leyendo en voz baja para ella sola.
 
Como el día estaba tormentoso, dejé el barco en la orilla y decidí camuflarme en la orqueta más baja del limonero. Tiré con la gomera contra los Apaches que saltaban por arriba de la puertita falsa y venían a robar uvas y limones. Después cacé tres elefantes, dos leones y un rinoceronte. Los enjaulé debajo de la mesa de granito y pensé que se los cambiaría a mi tío Tito cuando llegara a la ciudad con el Ringling Bros. Pensé en que le pediría entradas a cambio por los animales y que me cuente otra vez las aventuras de la gorda Edelmira cuando casi se la comen los tres leones que se le escaparon en Bolivia. Después cerré los ojos y traté sin éxito de volar como Superman por el barrio, como hacía mi papá por arriba de su escuelita en Eustolia.

Una interpretación digital de una foto mía, de unos 10 años, jugando en el 
patio con una de mis mascotas preferidas, el Pinky.


 

EPÍLOGO: la última carta

Párrafos de la última carta que me envió mi mamá en octubre de 1994. Aferrada a su fe, me pedía que visitara a especialistas en Miami para q...