jueves, 1 de abril de 2021

Ballenas, apaches y la mesa de granito

Años atrás hice esta pintura sobre el cantero debajo del ventanal, mi barco con el que
salía a cazar ballenas por los océanos del cantero.
 













El patio era extenso como la Pampa y sus chirimbolos y recovecos avivaban la imaginación. Un pedacito de cajón de madera era espada de San Martín o flecha de Pieles Rojas. Un cantero se convertía en mar para cazar ballenas. Un botón y una pieza de ajedrez servían de metegol y un chorro de sifón podía propulsar cohetes hacia la Luna.

 
En cada punto cardinal de su geografía, henchida de flora, mascotas y lagunas, destacaban cuatro puertas que invitaban a descubrir mundos maravillosos, llenos de aventuras.
 
Al este, se ubicaba la puertita falsa, con reja de flechas puntiagudas para proteger de los ladrones o de los Apaches que pudieran invadir desde la vereda por la Perú. Al sur, debajo del limonero, una puertita de madera desvencijada daba entrada al garaje, donde había funcionado la máquina de Frankenstein para fabricar soda. Al norte, estaba la más coqueta y transitada, de cedro macizo y dos alas con postigos que invitaban a la parte más dinámica de la esquina, el salón del bar. Y al oeste, debajo de la parra, una puerta de chapa verde aceituna ofrendaba toda la hospitalidad de la casa de familia.
 
Con entrada al living comedor, esa puerta tenía dos hojas, una siempre permanecía cerrada y la otra tenía unas bisagras que chillaban de dolor. A su lado se alzaba un majestuoso ventanal, paño fijo cuadrado de dos metros por lado, con una retícula que albergaba cuarenta vidrios traslúcidos y tornasolados. Sumados a los dieciséis de la puerta, mi papá los usaba de calculadora para enseñarnos las tablas de multiplicar.
 
El picaporte era de chapa hueca y niquelada. Insertaba una barrita de hierro y empujándola hacia abajo hasta que hiciera tope, la soltaba de golpe para que el cohete salga catapultado hacia la Luna. Un día de poca suerte, la manija se destartaló contra el piso y la barrita brincó endemoniada clavándose en el centro de mi cabeza.
 
Grité a todo pulmón como Tarzán, ahuyentando a todos los animales del patio y del vecindario. Entré corriendo al bar; y cuando no podía explicar las cosas complicadas, optaba por el mismo atajo.
 
–Mami, mami, Gerardo me pegó con este fierrito acusé a mi hermano, esperando despertar la compasión de mi mamá y, con chichón a la vista, encubrir la rotura de la manija.
 
─¿Pero qué te pasó ahora Nenucho? ¡Madonna Santa! Siempre con algo, por favor, no hacés más que darme sustos. ¿Dónde se metió ese bayo de porquería?
 
Gerardo llegó rato después; totalmente desprevenido. Mi mamá lo zarandeó de una oreja y le descargó una letanía de frases que fueron subiendo de tono y en rapidez.
 
–No te dije que no tocaras a tu hermano. ¿Hasta cuándo? ¡Encima rompiste la puerta! ¡Ya vas a ver cuando llegue tu padre! Hoy no te dejo ir del Aquilito. Te juro que te voy a soltar todos los pajarracos.
 
─Mami, yo no hice nada, acabo de venir del Aquilito. Estábamos haciendo los deberes –respondió mi hermano con ojos sorprendidos como los de los pescaditos.
 
Una interpretación digital de una foto de mi hermano Gerardo 
en el patio, con menos de 15 años, pintando un
 retrato de su amigo Aquilito.

Yo vigilaba la escena desde el patio detrás de una pila de cajones vacíos. No escuchaba, pero por lo movimientos de los labios y ademanes de mi hermano supe que estaba en problemas. Mi mamá no había tragado mi anzuelo.
 
–¡Nenuuuchooooo! ¡Guacho mentiroso! ¿Dónde estás? ¡Ya vas a ver cuando llegue tu padre!
 
El Zorrino salió a mi rescate y me hizo señas de que me acurrucara debajo de su mesa.
 
–Doña Tota. Vio que a las armas las carga el diablo.
 
Mi mamá lo miró sin ganas.
 
–¡No se meta! ¡Nadie le dio vela en este entierro! mejor váyase a hablar con su amiguito, el Galera ese.
 
Agazapado, esperé que amainara la tormenta, pero las nubes estaban muy cargadas. Llegó mi papá y no me salvé. Esa siesta tuve que dormir cola arriba, me ardía como cuando me insolé en Mar Chiquita y ni siquiera la frescura de la pulpa de tomates pudo calmar la comezón.
 
De la cama de al lado, mi hermano me miró compasivo.
 
Si sabía que te darían una paliza, no le hubiera dicho nada a mami.
–No voy a mentir más.
–Sí, como que te creo. Dormí. Cuando te despiertes vamos a esconder las monedas del tío.
 
Cazando, metegol y autitos
 
Debajo del ventanal, todas las mañanas anclaba mi buque ballenero entre los tarros de aceite YPF y Cocinero donde mi mamá plantaba orégano, menta y aloe vera que el Manya Luna usaba para sus brebajes contra la tos y el mal de ojo.
 
Había aprendido a cazar ballenas con los dibujos de una enciclopedia que, al igual que las Fabulandia, mi mamá las coleccionaba por semana. Cuando el océano estaba calmo comenzaba mi cacería. Desde el escaparate en el mástil, el vigía gritó susurrando para no espantar a la ballena: “¡Ahí viene la bestia!”. Giré hacia esa dirección y vi una mancha negra aproximándose por la quilla como la de un submarino saliendo a respirar. Explotó un soplido de chorro de sifón y advertí que se trataba de una ballena larga de una cuadra que hubiera podido tragar mi barco de un solo mordisco.
 
“Disparen el arpón”, grité apresurado. El garfio se enterró y la ballena se perdió en el azul profundo, arrastrando unas boyas que les costaban trabajo entrar, como plumas tratando de enterrarse en un pan de manteca. Esperé catorce minutos hasta que las siete boyas empezaron a emerger, pero como en una película al revés. La ballena salió a la superficie con los ojos tristes y me preguntó: ¿¡por qué yo!? No le hice caso. Grité ¡misión cumplida! Y cuando me alistaba para vender la carne y el aceite, mi mamá me despabiló con un grito desde la otra orilla del océano.
 
–Pero Nenucho ¡qué hiciste! de nuevo me inundaste el cantero. Mirá el lío que hiciste. Dejá de embarrarte, amarrá el barco, lavate las manos y apurate que la comida se enfría.
 
Cerca de la pajarera y donde a los rayos del sol les costaba abrirse paso entre las hojas de la parra, estaba la mesa que había traído el tío Eladio, hermano de mi mamá, con su roja camioneta Siam di Tella desde su fábrica en Clucellas.
 
La mesa era de granito verde traslúcido y fondo manteca. Dos rayas paralelas y rosadas delimitaban su circunferencia de poco más que un metro. Descansaba sobre unas patas verde loro de cemento macizo y estaba rodeada por cuatro bancos pesados con forma de banana.
 
Entre sus mil usos, me servía de cancha de metegol que armaba con un viejo juego de ajedrez de madera que mi mamá había usado para enseñarme los primeros movimientos. A los alfiles los usaba como postes de arcos, a los peones de Pinino Más y a los caballos de un Matosas infranqueable. El rey, por ser el más alto, iba de Carrizo al arco. Un botón de camisa al que pellizcaba con una ballenita era la pelota que salía disparada en dirección de pase. El jugador a cuyo pie se acercaba más, ganaba el turno para seguir pellizcando. Los partidos solían ser muy disputados, pero siempre ganaban las piezas blancas, las de River.
 
A diferencia de las carreras con autitos que jugaba con mis amigos, al fútbol lo jugaba solo para que nadie le pudiera ganar a River. A cada tiro al arco lo anunciaba como los goles que salían de la Zenith de carcasa roja de mi papá. Jamás dejé que el Tanque Rojas hiciera un gol y al Antonio Rattín le hice errar más de cien penales. Boca siempre salía segundo o último en la tabla, aunque el Manya Luna me pinchaba la pelota, empecinado en recordarme que desde 1957 o “hace siete años que River no sale campeón”.
 
Debajo y cerca de la mesa de granito había fabricado dos pistas para las carreras de autitos. Una la tracé con tiza y la otra era de tierra y cemento. Salía de entremedio los bebederos que mi hermano usaba de pecera para sus pescaditos y camalotes, y se insertaba en el cantero rodeando el tronco del limonero. La asfalté con mezcla de revoque fino que traje de una obra a media cuadra cuando los albañiles se distrajeron.
 
Los autitos eran de plástico con ejes de alambre. Los despanzurraba con un cuchillo y los llenaba de macilla con tuercas para que lleguen más lejos y no tumbaran en las curvas.
 
Tenía una colección de campeones. Mi preferido era el Ford de Dante Emiliozzi, al que le había dibujado en el capó los números del 62 al 65, en honor a sus años de campeón. Cuando Emiliozzi se cansaba de tantas carreras, usaba los Chevrolet de Carlos Pairetti y Juan Manuel Bordeu, un torino rojo de Eduardo Copello y uno de lujo que me había comprado mi papá en un viaje a Buenos Aires: el Ford 60 de Juan Gálvez campeón. Pero cuando el Huguito, el Cabezón, el Rodi o el Negro me aventajaban por más de una vuelta, no me quedaba otra que sacar la chanchita amarilla de Juan Manuel Fangio. ¡Éramos imbatibles!
 
La pista de revoque quedó en desuso después que traté de repavimentarla. Cuando escarbé para hacer un túnel como en las Sierras de Córdoba, enterré los dedos en la viruta de acero que mi mamá mezclaba con papel de diario machacado “para que los limones vengan más pulposos y jugosos”.
 
Pero hijito de Dios, ¡qué hiciste ahora! ¡Dios mío! Te dije que no escarbes en los canteros. Y encima de cortarte ya me arruinaste los dos canteros –me retó mientras me lavaba la sangre que brotaba a chorros de las yemas de mis dedos.
 
Ese día suspendimos las carreras, pero igual hubo buen tiempo para repartir los premios. El primer puesto se lo llevó Cabezón con una Coca Cola, al Rodi le tocó una Crush y el tercero fue para el Huguito, una Leche Prima. En realidad, eran envases llenos de agua, en respuesta a una sentencia que mi mamá me había dado después de la novena carrera una tarde llena de competencias cuando las botellas todavía eran de verdad: “Nenucho: pará la mano, me vas a fundir con tantas carreras”.
 
Esa mesa de granito multiuso también se convertía en pupitre de escuela. Después de sentarse con mi hermano para repasar los problemas de matemáticas de quinto grado, mi papá me hacía dictados para que practique los que dictaba el hermano Elvio en el primer grado de los Maristas.
 
–A ver si sabés poner los acentos: árbol, sofá... muy bien, muy bien... y si acertás esta palabra te vas a jugar: pizarrón. Muy bien, muy bien Nenucho, andá a jugar con los autitos.
 
Mi mamá también daba lecciones, pero distintas a las de la escuela. Me enseñaba a mover las piezas del ajedrez para “dominar el centro del tablero” y leerme párrafos de sus libros preferidos para que “no seas tan burra como yo”.
 
–Tenés que aprender muy bien a escribir Nenucho, así cuando te vayas algún día me podrás enviar cartas lindas con muchos detalles. Escuchá, escuchá.
 
Abrió Mi Platero y Yo, el libro que le recordaba su paso por la escuelita primaria en Clucellas, a la que sólo había asistido hasta cuarto grado, y me leyó varios párrafos que tenía subrayados.
 
–“¡Qué pura, Platero!, ¡y qué bella esta flor del camino! Pasan a su lado todos los tropeles -los toros, las cabras, los potros, los hombres-, y ella, tan tierna y tan débil, sigue enhiesta, malva y fina, en su vallado sólo, sin contaminarse de impureza alguna”.
 
No entendía mucho, pero me dejaba llevar por sus ademanes y sus ojos abrillantados.
 
–Escuchá esta parte: “Encontré a Platero echado en su cama de paja, blandos los ojos y tristes. Fui a él, lo acaricié hablándole, y quise que se levantara… El pobre se removió todo bruscamente, y dejó una mano arrodillada… No podía… A mediodía Platero estaba muerto.”
 
Y mientras mi mamá seguía embelesada y con más lágrimas que cuando pelaba cebollas en la cocina, yo me sentía con algo de culpa porque solo pensaba en irme al cantero a cazar ballenas y correr con Fangio y Emiliozzi.
 
–“La barriguilla de algodón se le había hinchado como el mundo, y sus patas rígidas y descoloridas, se elevaban al cielo. Parecía su pelo rizoso ese pelo de estopa apolillada de las muñecas viejas, que se cae, al pasarle la mano, en una polvorienta tristeza”.
 
Mami qué lindo, pobre Platero, quedó como las vacas muertas en Eustolia, con la patas para arriba. ¿Me puedo ir a cazar?
–Ay Nenucho mejor sería que aprendas a leer y leas muchos libros porque así viajarás mucho más que jugando con tus cosas.
–¿Me puedo ir? –insistí.
 
Asintió con la cabeza, aunque sus ojos me dijeron que hubiera preferido que me quede y la siga escuchando. La abandoné y se quedó sola con su Platero, leyendo en voz baja para ella sola.
 
Como el día estaba tormentoso, dejé el barco en la orilla y decidí camuflarme en la orqueta más baja del limonero. Tiré con la gomera contra los Apaches que saltaban por arriba de la puertita falsa y venían a robar uvas y limones. Después cacé tres elefantes, dos leones y un rinoceronte. Los enjaulé debajo de la mesa de granito y pensé que se los cambiaría a mi tío Tito cuando llegara a la ciudad con el Ringling Bros. Pensé en que le pediría entradas a cambio por los animales y que me cuente otra vez las aventuras de la gorda Edelmira cuando casi se la comen los tres leones que se le escaparon en Bolivia. Después cerré los ojos y traté sin éxito de volar como Superman por el barrio, como hacía mi papá por arriba de su escuelita en Eustolia.

Una interpretación digital de una foto mía, de unos 10 años, jugando en el 
patio con una de mis mascotas preferidas, el Pinky.


 

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