jueves, 22 de julio de 2021

"Gracias Antonio" y la cocina de tangos

Un óleo de mi hermano del comedor de nuestras casa desde la
perspectiva de su estudio de pintura en nuestro dormitorio. Esta, una de mis pinturas
favoritas de aquella época, es parte de la colección privada del Arq. Oscar Cornaglia, en San Francisco, Argentina, amigo íntimo de Gerardo. Ambos trenzaron amistad
mientras aprendían el oficio con el gran maestro Miguel Pablo Borgarello.


Así como la cocina era el corazón del hogar y bastión de mi mamá, el living comedor era el epicentro de la casa y donde mi papá se sentía a sus anchas. Siempre estaba acompañado por “mis grandes amores”, como llamaba a Gigliola Cinquetti y Edye Gorme, y por sus amigos íntimos, Carlitos y Frank, que no necesitaban apellido de presentación y de quienes se vanagloriaba tener todos sus discos.
 
Un domingo por la tarde, inspirado por una nueva goleada de River, mi papá trató de componer un tango para homenajear a Vivaldi en la introducción de “Las cuatro estaciones”, el libro de recetas de mi mamá. No pudo porque para escribir tangos necesitaba cierta decepción o sufrimiento. Le salieron, en cambio, unas pareadas a las que tituló “Gracias Antonio”.
 
Cuatro estaciones palpitan en mi pecho
Recetas y violines deambulan sin techo
 
Manjares y sinfonías con igual destino
Dios gracias por enseñarnos el camino
 
De floral primavera a invierno pelado
Otoño mostaza, verano aterciopelado
 
Ritmos y acopios serán para mi amado
Gracias Antonio por haberme inspirado
 
–¡Es demasiado Livio! Me da vergüenza. Comparás mis comidas con las sinfonías le dijo incómoda.
–La poesía empareja las cosas Tota. Acordate que “lo mismo un burro que un gran profesor” – le contestó riéndose –no te comparo, el punto
es que al final y salvando distancias, los dos hacen lo mismo.
–No entiendo.
–Los dos crean. Y cuando creas algo cobra vida propia, así sean poesías o recetas.
–¡Qué lindo! – dijo mi mamá poco convencida.
–¿Lo vas a usar?
–¡Por supuesto! No te olvides de los tangos para cada capítulo.
–Pará la mano che. Esto no es hacer albóndigas.
 
Además del living comedor y la cocina, la casa estaba compuesta por dos dormitorios, un baño y un saloncito multiuso que pusieron en alquiler en varias temporadas con el fin de engordar los ahorros para comprar la esquina. Había servido como depósito de la distribuidora de Leche Prima, hogar del Elso y la Quiqui Boasso, verdulería del Luisito Delgado y sala de velorio para cuando a la Dora, su esposa y nuestra niñera, le faltaron ahorros para el sepelio de su papá.
 
Los muebles sabían a art decó. En el comedor había un aparador blanco de puertitas rosadas y una mesa cajonera donde se guardaban chucherías, camuflada bajo un mantel de hule celeste con diseño de frutas. Estaba rodeada por seis sillas de colores en par, rojas, azules y verdes. Al costado, en el living, dos silloncitos de cuerina gris abrazaban a un Phillips, uno de los primeros televisores en la ciudad al que mi mamá culpaba por habernos “robado la felicidad”.
 
De espalda a los silloncitos se erigía el enorme ventanal con una cortina de dibujos arabescos parecidos a los de las Fabulandia. Absorbía todos los colores del patio con unos tonos pasteles que mi hermano atrapaba en lienzos y papeles. Gerardo pintaba en el comedor y en su estudio en el dormitorio desde donde llenaba de vida a sus naturalezas muertas.
 
En las noches que la brisa no entraba, salíamos a buscarla a la vereda debajo de las estrellas. Convertíamos en telescopio un agujerito en el medio del puño y pasábamos horas buscando meteoritos, satélites y observando como Venus, la Cruz del Sur y las Tres Marías patinaban por el cielo. “Tengo fe que veremos un plato volador”, prometió mi papá una noche entusiasmado por las historias de marcianos que Fabio Zerpa narraba por radio en “Más allá de la cuarta dimensión”.
 
Además de observatorio familiar, la vereda también servía de estación meteorológica. Mi papá pronosticaba tiempo seco si la Luna vestía anillos y chubascos del sur si los chirridos de los grillos se volvían insoportables.
 
Rendidos y asombrados ante tanta inmensidad, mi mamá aprovechaba para meter la púa con sus lecciones de fe.
 
–Viejo. ¿Creés que hay algo allá arriba?
–Zerpa dice que – respondió mi papá sin poder terminar la frase.
–No hablo de platos voladores ni boludeces Livio. Te pregunto si crees en Dios. ¡Todo es tan grande que no entiendo por qué no te da cosa!
–¡Qué decís! Claro que me da cosa. Creo en Dios o en una energía superior que creó todo. Pero es muy distinto a creer que después de morir nos vamos al cielo, si es que por ahí va tu pregunta.
–¡No te puedo creer!, ¡cómo no creés en nada!
–A ver. Explicame. Si te acostás a dormir perdés el conocimiento, te desenchufás, es como que te morís, ¿verdad? Bueno, hacé de cuenta que la muerte es eso. Te dormís para siempre y no sentís nada.
–¡Ni vos entendés la estupidez que decís! Cómo vas a creer que Dios hizo todo esto, nos creó inteligentes y nos va a dejar tirados.
–A ver. Demostrámelo. ¿Acaso viste alguna vez a un muerto caminando? ¿Alguien vino del más allá y te dijo cómo es? Te morís y chau pichu, todo desaparece. No somos nada.
–No te puedo creer. No crees en el cielo y crees en los marcianos, ¡haceme el favor! Nuestras almas van al cielo. Es así y punto.
–No te confundas. Eso del cielo y el infierno es un invento de los curas para que nos portemos bien, nada más. No hay nada después. Cero.
–¡Por favor! – chilló mi mamá.
–¡Por favor las pelotas! – respondió enérgico mi papá como siempre lo hacía cada vez que lo acusaban de hereje por renegar del cielo o del purgatorio.
 
Mi mamá largó un suspiro de resignación y pensó que esa noche redoblaría sus rezos para que Dios le regale más fe a mi papá. El suspiro de mi papá fue más terrenal. Quiso quedarse un rato más debajo de las estrellas porque le producía tanto placer como el chisporroteo que producía la lluvia sobre las chapas del techo y el sonido arrullador del ventilador de pie en siestas pegajosas.
 
–No te olvides lo que prometiste – le recordó mi mamá con tono seco y sin mirarlo cuando entraron al dormitorio.
–¡Qué te pasa! ¿De qué hablás?
–Nada. No me pasa nada. Me prometiste unos tangos para los capítulos.
–¡No jodas!, parecés Roberto Matosas como presionás. Escribir no es como boludear en la cocina.
–Sí claro, ¡por qué no cocinás vos!
–¡No jodas!
 
Esa noche mi mamá se acostó disgustada y no rezó por él, quiso castigarlo. Mi papá no pudo pegar un ojo. No porque pensara en resolver el tema de la vida después de la muerte como hubiese querido mi mamá, sino porque no quería estar enojado y que se le arruine el fin de semana. Ese sábado se levantó dos horas antes del amanecer dispuesto a arreglar el problema. Calentó la pava y se sentó en la mesa del comedor lapicera en mano.
 
Cuatro minutos antes de las seis de la madrugada, cuando creyó que había terminado su trabajo de mecánico del fin de semana, entró en el dormitorio en son de paz y con oficio de reloj despertador.
 
–Despertate. Escuchá – zarandeó a mi mamá extendiéndole un mate.
–¡¿Qué?! – reaccionó ella con los ojos pegados y malhumorada.
–Tengo el subtítulo y las estrofas.
–¡Cómo! Anoche me sacaste carpiendo.
–¿Querés escuchar o no?
_Soy toda oídos – reculó mi mamá.
–Al título le saqué el artículo para que no parezca copiado del longplay de Vivaldi. Y este es el subtítulo, aquí va, ta ta ta tan...
–Dejá el suspenso para otro día – apuró mi mamá más despabilada.
– “Sal y azúcar para cada día del año”.
 
Mi mamá lo miró como preguntándole “¿eso es todo?”. Tanto alboroto por algo tan insulso pensó. Sintió ganas de vengarse como la vez que mi papá le tiró el título por la borda en ese mismo dormitorio. Se mordió la lengua para evitar que se prolongue el berrinche de la noche anterior. Prefirió ser prudente.
 
–No entiendo.
–¿Todavía estás dormida o qué? – le tomó el pelo mi papá –usé sal y azúcar para evitar que digas recetas en la tapa porque es obvio, es un libro de cocina. También para que sigas homenajeando a tu mamá con aquello de salado y dulzón, bla bla bla y el resto es en alusión a tu papá. Alcanzar las cosas paso a paso, ¿te suena?
–Mmmm... más o menos.
–Siempre decís que la Hans y muchas mujeres odian pensar en cocinar. Bueno, vos les das la respuesta, una receta para cada día del año.
–¡Ni loca! No voy a escribir trescientas recetas.
–Es sentido figurado salame. Tenés que encontrar una fórmula. De repente hacés treinta recetas por capítulo y explicás que las deben repetir los otros dos meses de cada estación.
–No es mala idea, – dijo mi mamá y leyó en voz alta –“Cuatro estaciones: sal y azúcar para cada día del año”, vos sabés que me gusta, aún más, me reencanta. ¡Me saliste inteligente carajo!
 
A sabiendas que a mi mamá rara vez se le escapaban cumpleaños, aniversarios o promesas, mi papá se preparó para lo que vendría.
 
–¿Y los tangos?
–¡Qué hacés Matosas! Sabía que vendrías con los tapones de punta. Aquí van.
–¿En serio? ¿Ya los tenés?
–Escribí unas milongas para primavera verano y unos tangos para otoño invierno. Después las terminaré. ¡Escuchá! Esta es la primera estrofa para primavera y se llama “Libretita azul”.
 
Libretita azul rebosante de poesía
Versos y cantos para el alma mía
Ansío hallar en ti recetas de amor
Tal bella primavera abrir una flor
 
–¿Te gustó?
 
Mi mamá lo miró embelesada y se le escaparon dos chorros de lágrimas como si hubiera cortado un millón de cebollas. Mi papá se envalentonó con la aprobación implícita. Impostó la voz al estilo Tita Merello en “Se dice de mí” y cantó con la misma candencia de la Merello los primeros versos de una milonga corta y sustanciosa, “Sal y Azúcar”, que destinó al capítulo del verano.
 
Carita celestial
De azúcar y sal
Escríbeme poesías
Aquí en el umbral
Estrellas de verano
Titilan en mi mano
Recitame poemas
Cantalos en piano
Pizcas en el infinito
Terroncito del cielo
Ambas son chispas
Prenden mi deseo
 
Mi mamá se derritió sobre las sábanas. Sin poder hablar, le hizo señas para que leyera más lento. Quería paladear cada verso. Él parecía como que estaba tirando fuegos artificiales y se exaltaba más y más tras cada explosión, tras cada rima. Cuando se le destrabó la garganta, mi mamá intentó crear una pausa.
 
–¿Cuándo escribiste todo esto?
–Esta mañana. Mejor dicho, hace semanas que vengo cocinando a fuego lento, pero esta mañana les pegué un sacudón. Primero trabajé los tangos porque estaba con algo de bronca y cuando me salieron y me puse contento, enseguidita seguí con las milongas.
–Siempre te inspirás como Discépolo en esa mesa. ¡Es tu cocina de tangos!
 
Eufórico por la definición que le sonó a un gol de media cancha, mi papá encaró de nuevo.
 
–¿Lista?, aquí va un tango para abrir el capítulo del otoño. Se llama “Aroma en fuga” en honor al reclamo de la Hans a la que casi le destrozás el matrimonio con tus olores de cocina – dijo echándose a reír.
–Dale. Léelo lento por favor.
 
Mi papá aspiró, frunció la ceña y se entonó para cantar hablando como el Polaco Goyeneche.
 
Rejas abiertas
Aroma en fuga
Visitaste barrios
Enamoraste amos
Inspiraste otoños
Regresa a tu arrabal
Ventana de par en par
Te lo ordeno
Perfume perdido
Soy tu único destino
Siempre seré tu nido
Mi amor, amor mío
 
Mi mamá enloqueció. También se exaltó y volcó el mate sobre la cama. Sintió fuegos artificiales en todo el cuerpo y se dejó llevar. No trató ni quiso detener a mi papá, además era imposible. Mi papá notó el gesto de aprobación y siguió a todo trapo sin puntos ni comas.
 
–Aquí va la primera estrofa del tango que habla de vos y tus secretos de la cocina como dicen los clientes y se llama “El toque de la Tota” y es para el capítulo del invierno – y casi sin terminar la frase por la euforia alcanzó a tragar una bocanada que le permitió zambullirse de nuevo en la lectura.
 
Mano prodigiosa de mil secretos
Revela tus toques más concretos  
Regálame recetas y toda la magia
Codicia el invierno tu bella gracia
 
A esta altura mi mamá parecía las Cataratas del Iguazú y no sabía si eran sus lágrimas o el mate los que habían empapado el colchón. Mi papá era un río caudaloso e iba por más, se quería sacar todo de adentro y ganarse un sábado glorioso. Pensó que si el domingo acertaba la polla con sus pálpitos sería un fin de semana de campeón como en 1957.
 
¡No tengo palabras Livio!
–Espera que ahora te dejaré muda para siempre – fanfarroneó –para el quinto capítulo o para el epílogo te escribí el postre, una milonga arrabalera como para poner la frutilla sobre la torta. Y como es el postre la llamé “Dulce espera”. Acá va la primera estrofa. M’s tarde te la termino.
 
Te espero entre ollas y sartenes
Como a golondrinas en andenes 
No son platillos para cualquiera
Solo serán para tu dulce espera
 
Mi mamá quedó con la cabeza dando vueltas pensando que no le sería fácil igualar con sus recetas tanta hermosura. Se apreció gratificada, pero, al mismo tiempo, se sintió chiquitita e insignificante como cuando miraba las estrellas. De nuevo le pidió a mi papá que caliente la pava y que traiga pastelitos de membrillo. Quería desayunar en la cama, se sentía tan diva como la Merello. Aprovechó a releer los versos y los posó sobre su pecho para sentirlos más cerca. Sintió ganas de comer el papel. Ya despuntaba el sábado. Deseó que el momento se congelara en el tiempo.
 
Días después, mientras todavía caminaba sobre las nubes extasiada por tanta poesía y creyendo que ya tenía todos los ingredientes para cocinar el libro, un fuerte cortocircuito la sacudió. Estaba detrás del mostrador del bar lavando copas como un día cualquiera cuando el Zorrino entró apresurado y sin mediar saludo le dio una noticia seca: “murió el Manya”.
 
Mi mamá sintió como si le hubieran metido una mano en las tripas y tirado de golpe hacia afuera. La invadió un vaho rancio, pegó tres arcadas y se agarró del mostrador para no caerse. Estaba esperando que en cualquier momento le anunciaran el desenlace, pero nunca imaginó que le pegaría tan fuerte. Pidió a todos los clientes que se vayan. Sobre la puerta pegó un cartelito con letra temblorosa: “cerrado por duelo”.
 
El bar permaneció cerrado esa tarde y al día siguiente. Sintió que era lo menos que podía hacer para honrar a su querido mandadero. Pensó que su duelo sería prolongado. Vestiría de negro un par de días y no se permitiría alegrías por largo rato ni mucho menos escribir recetas o pensar en el libro.

Otra de las naturalezas muertas llena de vida que pintó Gerardo en aquellos años
cuando tomaba clases con el maestro Miguel Pablo Borgarello.


jueves, 8 de julio de 2021

El corazón de la casa y las cuatro estaciones

Interpretación de la martingala de la cocina de mi mamá.

Siempre había manjares a fuego lento sobre las hornallas de la cocina. Despedían aromas tan ricos y espesos que las glándulas salivares se disparaban a baldazo limpio y uno podía cortar una rebanada de aire para saciarse antes de la comida.
 
La cocina era el corazón de la casa. En noches de frío antártico, mi mamá encendía las hornallas a todo vapor y con unos panes de chicharrón y tazones de café con leche grandes como palanganas, la cocina se convertía en una playa caribeña donde se podía comer en cueros y chancletas.
 
En una esquina, el aparador de nogal, un Pelucchi de 1881, recordaba el año que mis bisabuelos Carlo Giovanni Trotti e Isabella Marnelli habían partido del Puerto de Génova en busca de un futuro mejor. La parte inferior del aparador rinconero rebosaba de ollas y sartenes. Arriba, se distinguían los manjares caseros “para salir del apuro” como decía mi mamá: botellones de gallina al escabeche, pickles de verduras, jaleas tutifruti, uva moscatel en grapa y alfajorcitos de maizena.
 
Así como ella guardaba todas sus posesiones en el aparador, mi papá tenía las suyas en “el cielo y la tierra”. De los tirantes del cielorraso pendían salamines, jamones y bondiolas de la última carneada en Eustolia y en el rincón, sobre el piso, una lata de galletitas Terrabussi era su escondite para los salames a la grasa. Alardeaba de que eran tan tiernos que “hasta los podés untar sobre una tostada”.
 
El aparador tenía un cajoncito con llave que se veneraba como relicario de parroquia. Mi mamá almacenaba lo que muchos consideraban “los secretos de la Tota” o “el toque de la Tota”. Tres libretas azules forradas con papel araña plastificado en las que había escrito sus experimentos y recetas de cocina. Dos estaban completas y la tercera, todavía en blanco, esperaba otro destino.
 
La más antigua contenía recetas de cuando era soltera “para que no queden en el olvido”. La había titulado con la frase que le heredó su mamá, la nona Antonia: “lo salado mejora la digestión, pero lo dulzón ablanda el corazón”. La segunda tenía recetas de sus primeros años de casada en Eustolia para matar el aburrimiento en domingos por la tarde. La tituló con una desviación de la frase original. Creyó que “la sal es a la razón, lo que el azúcar al corazón” interpretaba mejor lo que le había querido trasmitir su mamá.
 
Escribía recetas porque le resultaba natural y porque obtenía recompensa instantánea. Apenas despuntaba el lápiz, le asaltaba la imagen mientras derretía azúcar en la cocina de su casa materna y cuando mi papá entró de golpe y porrazo, la arrinconó y le chantó un beso a lo Rodolfo Valentino.
 
–Un terrón de azúcar es más que suficiente – le dijo mi nona antes de que mi mamá le sirviera canelones a mi papá en su primera visita como novio oficial.
–¿Un terrón de azúcar? ¿De qué hablás mami?
–Sí, Tota. A los hombres hay que ganarlos con postres y dulces. Nada tiene esa magia, ni siquiera tus canelones. Cuando quieras enamorarlo o sacarle las penas, ahí te dejo la receta.
–¿Y si no tengo un postre a mano?
–Derretí un terrón de azúcar. Será suficiente.
–¿Para qué?
–Para tener un matrimonio feliz y duradero. Jamás te olvides, lo salado mejora la digestión, pero lo dulzón ablanda el corazón.
 
Varios terrones más adelante, un día sudoroso de diciembre de 1952, mi papá llegó con una cajita aterciopelada con el tesoro que ella y su mamá esperaban desde hacía tiempo, una sortija de oro 24 kilates. Esa tardecita, en esa cocina, mi mamá dio el sí definitivo ante una pastafrola de dulce de membrillo como testigo.
 
Mi papá nunca se enteró sobre el secreto del terrón, pero había notado que apenas olía el azúcar quemado se transportaba al gallinero de su infancia para recoger huevos algodonados y un calor uterino envolvente lo anestesiaba. Pocos segundos después se sentía seguro, optimista y capaz de llevarse el mundo por delante.
 
Las cuatro estaciones
 
En una noche de insomnio, mi mamá decidió que la tercera libreta tendría destino de libro. No sería tarea fácil. Había cursado solo la escuela primaria y desconocía si tenía agallas y destrezas para escribir un libro. La vecina Hans, sin que lo supiera, la había motivado después de sugerirle que abriera un restaurante o una rotisería, tras reclamarle que cerrara la ventana de la cocina porque los aromas que penetraban en su casa le estaban descarriando el matrimonio. Mi mamá creyó que sería más fácil escribir un libro de cocina que lidiar con más clientes, mozos y cocineras.
 
Visitó la imprenta de Traverso Hermanos y se alegró que cien libros para regalar a parientes, clientes y vecinos en Navidad no costarían caros. El impresor, el mayor de los Traverso, le sugirió un par de consejos para que las ciento doce páginas presupuestadas tuvieran éxito: letra grande para que “las viejas puedan cocinar sin lentes” y un título cortito e intrigante con una bajada que explique el contenido.
 
Mi mamá pensó que la tapa sería pan comido. Una madrugada elucubró nombres, mates amargos de por medio. Le gustó “ollas y sartenes” después de advertir los platos sucios sobre el fogón, pero lo descartó porque no invitaba a leer recetas de postres. Le agregó un poco de azúcar al mate y en el instante creyó tener su primera epifanía: “Sal y azúcar, cómo no se me ocurrió antes”. Pensó que era cortito como le había pedido Traverso, tenía los dos ingredientes más usuales de una cocina y seguiría homenajeando a su mamá como pretendía. Intentó varias bajadas con frases halagadoras que sus clientes le prodigaban, aunque descartó “los secretos de la Tota” porque le sonaba demasiado egocéntrica. Se inclinó por una frase de su mandadero personal, el Manya Luna: “doña Tota, sus recetas son para el alma”.
 
Pasó en limpio el título con mayúsculas y la bajada en minúsculas como los visualizó en la tapa: “SAL y AZÚCAR: recetas para el alma”. Corrió a despertar a mi papá por aprobación. Se lo leyó tres veces, pero él también se encogió de hombros tres veces. A mi mamá se le derrumbó la estantería. Salió furiosa del dormitorio. Mi papá la siguió para calmarla con miedo a que abandone el proyecto que tanta vida le había dado en los últimos meses. “Tota, empezá por lo de adentro, después el título te saldrá solito”, le dijo.
 
Mi mamá aceptó seguir, después de todo, no podía dar marcha atrás. La idea del libro ya era más grande que ella, tenía vida propia.
 
Pensó que debía compilar recetas de sus libretas antiguas para hacer una especie de “mejores éxitos” como los cantantes ponían en los long play. Contaría anécdotas de cómo le habían surgido algunos platos y recetas. Empezaría por la frase mágica que le había heredado su mamá. Seguiría con el toque con limón que le había dado a la masa de los pastelitos oreja de burro con los que mi nona Chinta pretendía que mi hermano no se olvide de volver a Eustolia. Contaría sobre las tostadas con miel, limón y rodajas de naranja que le daban de chica apenas rozaba los treinta y ocho de fiebre e incluiría el cóctel Superman que me preparaba con leche, Nesquik, jalea real y Riboflavin B2 para que “crezcas fuerte como un toro”.
 
Pensó que también incorporaría nuevas recetas que todavía no había pasado en limpio. Una bagna cauda piamontesa a la que con una cucharada de azúcar y comino había transformado en “Bagna cauda de soltera”; un helado casero de pistacho, crema y sambayón con confite al que llamó “Tierra, Luna y Sol en el firmamento”; una bola hueca de chocolate cobertura rellena con crema pastelera, pedacitos de naranja y quinotos glaseados a la que nombró “Pascua en agosto”; un bife de chorizo vacunado con cognac Tres Plumas sobre un colchón de brotes de alfalfa que arrancó en un viaje a Eustolia al que llamó “Toro borracho en el pastizal” y unas peras inyectadas con oporto y jerez flotando en un almíbar espeso de aloe vera para homenajear al Manya Luna al que denominó “Feliz otoño de la vida”.
 
Pensó que tenía todos los ingredientes organizados, pero cuando se dispuso a escribir le sucedió lo impensado. Se le bloquearon las neuronas y se le paralizó la mano. La hoja en blanco le parecía más grande que una sábana doble. El cimbronazo de no saber qué hacer la aterró. “En qué berenjenal me metí” se dijo así misma, “que hago mandándome la parte de escritora, ¡qué babacha Dios mío!”. Fue la segunda vez que sintió ganas de tirar la toalla desde que mi papá le había descalificado el título.
 
Cuando el ánimo se le caía al sótano, solía buscar refugio en su libretita verde. Releer objetivos, resoluciones de principios de año y frases célebres muchas veces le había servido para salir del atolladero. “Si quieres lograr algo ¡escríbelo!” decía la frase de su papá, el nono José, que ella había subrayado. “Recién cuando escribes se transforma en propósito. Más escribes, más alcanzas”, describía otra frase del nono, debajo de la cual ella había complementado con “comprar la esquina” y que “los chicos vayan a la mejor escuela”. Pero la enseñanza de mi nono que le vino como anillo al dedo estaba al fondo de otra página. “Si el objetivo parece inalcanzable y da escalofríos, hay que dividirlo en pedacitos y alcanzarlo paso a paso; así se lograron los grandes avances de la humanidad”.
 
Le hizo un redondel a la frase y se sintió reanimada. Se sentó en la mesa del comedor, prefirió a Antonio Vivaldi que a Carlos Gardel de fondo y sin querer tuvo su segunda epifanía. “Que tonta”, pensó, “siempre tuve el nombre enfrente mío”. En una hoja en limpio escribió “Las cuatro estaciones” y supo convencida que ese sería el título de su libro. “Cada estación del año será un capítulo”, se dijo contenta al haber encontrado el método para empezar a escribir. Escribió los nombres de las estaciones debajo del título en el orden que Vivaldi las había puesto, primavera, verano, otoño e invierno, y trazó unas líneas verticales para dividirlas en columnas.
 
Recién después de la segunda pava de mates descifró el método completo. No escribiría los nombres de las recetas en esas columnas, sino los ingredientes. “Si a cada estación le asigno los ingredientes, podré escribir las recetas con esos ingredientes para cada temporada del año”, pensó y se sintió contenta por su idea. Trazó una quinta columna a la izquierda de las estaciones y escribió catorce categorías que le permitirían describir los ingredientes para cada estación: color, textura, carne, pasta, fruta, verdura, especia, dulce, cereal, bebida, frutos secos, aceite, vinagre y queso.
 
Sintió que tenía dividido al libro en cuatro capítulos y hasta pensó que podría agregar otro con recetas cruzadas, combinando ingredientes de estaciones distintas, otoño-invierno, verano-primavera. Se animó a imaginar las más osadas de todas, una mezcla de opuestos, recetas verano-invierno. Se rio sola. Creyó que había escrito una martingala de la cocina similar a la matemática que había creado el tío Tito, su hermano menor, para batir al casino. Esperaba, eso sí, tener más suerte que él.
 
En la categoría carne asignó pollo a primavera, pescado a verano, cerdo a otoño y res a invierno. Y así prosiguió asignando todos los ingredientes de las catorce categorías a las cuatro estaciones.
 
Briosa entró al dormitorio con su martingala a despertar a mi papá con un mate azucarado como a él le gustaban.
 
–Ya lo tengo.
–¿De qué estás hablando?
–Ya tengo la fórmula del libro. Lo dividiré en capítulos. Y hasta tengo el título.
–¿Cuál?
–Las cuatro estaciones.
–¿De tren? – le preguntó mi papá medio dormido.
–No seas salame. Las cuatro estaciones como las de Vivaldi.
–¡Está buenísimo!, me encanta.
–De subtítulo le pondré recetas para el alma.
–¡Estás loca! va a parecer un libro de misa más que uno de cocina – y ambos se largaron una carcajada.
–¿Qué le pongo entonces? Ayudame por favor, no sea malo.
–Usá de nuevo la frase de tu mamá o sabés que, mejor combiná la de tu mamá con la frase de tu papá. Te va a quedar una delicia.
 
A mi mamá le gustó, sintió que tendría ayuda y fue por más.
 
–Dale escribime el subtítulo. A vos te sale fácil escribir – y mientras lo decía se le ocurrió otra idea –es más, porque no me escribís un par de tangos para ponerlos al principio de cada capítulo.
–¿De qué hablás?
–Son solo cuatro o cinco, no te pido mucho. Va a quedar lindo, será como ponerle poesía y música a la cocina.
–¡Estás chiflada!, te crees que es fácil. Querés que escriba que el canelón está triste porque la salsa se le fue con el raviol ¡haceme el favor! – contestó mi papá impostando la voz al estilo el Polaco Goyeneche y ambos se despanzurraron.
–En serio te digo. De repente al capítulo de la primavera le ponés una milonga.
 
Ni lerdo ni perezoso, mi papá intentó unos acordes en su armónica e improvisó unas rimas.
 
–¿Te gustan?
–Están desabridas, les falta un poco de sal – respondió mi mamá y ambos se volvieron a tentar, aunque más cerca uno del otro que antes.
–Tota, dejá el mate, después la seguimos. Vení antes que se despierten los chicos.

EPÍLOGO: la última carta

Párrafos de la última carta que me envió mi mamá en octubre de 1994. Aferrada a su fe, me pedía que visitara a especialistas en Miami para q...