jueves, 8 de julio de 2021

El corazón de la casa y las cuatro estaciones

Interpretación de la martingala de la cocina de mi mamá.

Siempre había manjares a fuego lento sobre las hornallas de la cocina. Despedían aromas tan ricos y espesos que las glándulas salivares se disparaban a baldazo limpio y uno podía cortar una rebanada de aire para saciarse antes de la comida.
 
La cocina era el corazón de la casa. En noches de frío antártico, mi mamá encendía las hornallas a todo vapor y con unos panes de chicharrón y tazones de café con leche grandes como palanganas, la cocina se convertía en una playa caribeña donde se podía comer en cueros y chancletas.
 
En una esquina, el aparador de nogal, un Pelucchi de 1881, recordaba el año que mis bisabuelos Carlo Giovanni Trotti e Isabella Marnelli habían partido del Puerto de Génova en busca de un futuro mejor. La parte inferior del aparador rinconero rebosaba de ollas y sartenes. Arriba, se distinguían los manjares caseros “para salir del apuro” como decía mi mamá: botellones de gallina al escabeche, pickles de verduras, jaleas tutifruti, uva moscatel en grapa y alfajorcitos de maizena.
 
Así como ella guardaba todas sus posesiones en el aparador, mi papá tenía las suyas en “el cielo y la tierra”. De los tirantes del cielorraso pendían salamines, jamones y bondiolas de la última carneada en Eustolia y en el rincón, sobre el piso, una lata de galletitas Terrabussi era su escondite para los salames a la grasa. Alardeaba de que eran tan tiernos que “hasta los podés untar sobre una tostada”.
 
El aparador tenía un cajoncito con llave que se veneraba como relicario de parroquia. Mi mamá almacenaba lo que muchos consideraban “los secretos de la Tota” o “el toque de la Tota”. Tres libretas azules forradas con papel araña plastificado en las que había escrito sus experimentos y recetas de cocina. Dos estaban completas y la tercera, todavía en blanco, esperaba otro destino.
 
La más antigua contenía recetas de cuando era soltera “para que no queden en el olvido”. La había titulado con la frase que le heredó su mamá, la nona Antonia: “lo salado mejora la digestión, pero lo dulzón ablanda el corazón”. La segunda tenía recetas de sus primeros años de casada en Eustolia para matar el aburrimiento en domingos por la tarde. La tituló con una desviación de la frase original. Creyó que “la sal es a la razón, lo que el azúcar al corazón” interpretaba mejor lo que le había querido trasmitir su mamá.
 
Escribía recetas porque le resultaba natural y porque obtenía recompensa instantánea. Apenas despuntaba el lápiz, le asaltaba la imagen mientras derretía azúcar en la cocina de su casa materna y cuando mi papá entró de golpe y porrazo, la arrinconó y le chantó un beso a lo Rodolfo Valentino.
 
–Un terrón de azúcar es más que suficiente – le dijo mi nona antes de que mi mamá le sirviera canelones a mi papá en su primera visita como novio oficial.
–¿Un terrón de azúcar? ¿De qué hablás mami?
–Sí, Tota. A los hombres hay que ganarlos con postres y dulces. Nada tiene esa magia, ni siquiera tus canelones. Cuando quieras enamorarlo o sacarle las penas, ahí te dejo la receta.
–¿Y si no tengo un postre a mano?
–Derretí un terrón de azúcar. Será suficiente.
–¿Para qué?
–Para tener un matrimonio feliz y duradero. Jamás te olvides, lo salado mejora la digestión, pero lo dulzón ablanda el corazón.
 
Varios terrones más adelante, un día sudoroso de diciembre de 1952, mi papá llegó con una cajita aterciopelada con el tesoro que ella y su mamá esperaban desde hacía tiempo, una sortija de oro 24 kilates. Esa tardecita, en esa cocina, mi mamá dio el sí definitivo ante una pastafrola de dulce de membrillo como testigo.
 
Mi papá nunca se enteró sobre el secreto del terrón, pero había notado que apenas olía el azúcar quemado se transportaba al gallinero de su infancia para recoger huevos algodonados y un calor uterino envolvente lo anestesiaba. Pocos segundos después se sentía seguro, optimista y capaz de llevarse el mundo por delante.
 
Las cuatro estaciones
 
En una noche de insomnio, mi mamá decidió que la tercera libreta tendría destino de libro. No sería tarea fácil. Había cursado solo la escuela primaria y desconocía si tenía agallas y destrezas para escribir un libro. La vecina Hans, sin que lo supiera, la había motivado después de sugerirle que abriera un restaurante o una rotisería, tras reclamarle que cerrara la ventana de la cocina porque los aromas que penetraban en su casa le estaban descarriando el matrimonio. Mi mamá creyó que sería más fácil escribir un libro de cocina que lidiar con más clientes, mozos y cocineras.
 
Visitó la imprenta de Traverso Hermanos y se alegró que cien libros para regalar a parientes, clientes y vecinos en Navidad no costarían caros. El impresor, el mayor de los Traverso, le sugirió un par de consejos para que las ciento doce páginas presupuestadas tuvieran éxito: letra grande para que “las viejas puedan cocinar sin lentes” y un título cortito e intrigante con una bajada que explique el contenido.
 
Mi mamá pensó que la tapa sería pan comido. Una madrugada elucubró nombres, mates amargos de por medio. Le gustó “ollas y sartenes” después de advertir los platos sucios sobre el fogón, pero lo descartó porque no invitaba a leer recetas de postres. Le agregó un poco de azúcar al mate y en el instante creyó tener su primera epifanía: “Sal y azúcar, cómo no se me ocurrió antes”. Pensó que era cortito como le había pedido Traverso, tenía los dos ingredientes más usuales de una cocina y seguiría homenajeando a su mamá como pretendía. Intentó varias bajadas con frases halagadoras que sus clientes le prodigaban, aunque descartó “los secretos de la Tota” porque le sonaba demasiado egocéntrica. Se inclinó por una frase de su mandadero personal, el Manya Luna: “doña Tota, sus recetas son para el alma”.
 
Pasó en limpio el título con mayúsculas y la bajada en minúsculas como los visualizó en la tapa: “SAL y AZÚCAR: recetas para el alma”. Corrió a despertar a mi papá por aprobación. Se lo leyó tres veces, pero él también se encogió de hombros tres veces. A mi mamá se le derrumbó la estantería. Salió furiosa del dormitorio. Mi papá la siguió para calmarla con miedo a que abandone el proyecto que tanta vida le había dado en los últimos meses. “Tota, empezá por lo de adentro, después el título te saldrá solito”, le dijo.
 
Mi mamá aceptó seguir, después de todo, no podía dar marcha atrás. La idea del libro ya era más grande que ella, tenía vida propia.
 
Pensó que debía compilar recetas de sus libretas antiguas para hacer una especie de “mejores éxitos” como los cantantes ponían en los long play. Contaría anécdotas de cómo le habían surgido algunos platos y recetas. Empezaría por la frase mágica que le había heredado su mamá. Seguiría con el toque con limón que le había dado a la masa de los pastelitos oreja de burro con los que mi nona Chinta pretendía que mi hermano no se olvide de volver a Eustolia. Contaría sobre las tostadas con miel, limón y rodajas de naranja que le daban de chica apenas rozaba los treinta y ocho de fiebre e incluiría el cóctel Superman que me preparaba con leche, Nesquik, jalea real y Riboflavin B2 para que “crezcas fuerte como un toro”.
 
Pensó que también incorporaría nuevas recetas que todavía no había pasado en limpio. Una bagna cauda piamontesa a la que con una cucharada de azúcar y comino había transformado en “Bagna cauda de soltera”; un helado casero de pistacho, crema y sambayón con confite al que llamó “Tierra, Luna y Sol en el firmamento”; una bola hueca de chocolate cobertura rellena con crema pastelera, pedacitos de naranja y quinotos glaseados a la que nombró “Pascua en agosto”; un bife de chorizo vacunado con cognac Tres Plumas sobre un colchón de brotes de alfalfa que arrancó en un viaje a Eustolia al que llamó “Toro borracho en el pastizal” y unas peras inyectadas con oporto y jerez flotando en un almíbar espeso de aloe vera para homenajear al Manya Luna al que denominó “Feliz otoño de la vida”.
 
Pensó que tenía todos los ingredientes organizados, pero cuando se dispuso a escribir le sucedió lo impensado. Se le bloquearon las neuronas y se le paralizó la mano. La hoja en blanco le parecía más grande que una sábana doble. El cimbronazo de no saber qué hacer la aterró. “En qué berenjenal me metí” se dijo así misma, “que hago mandándome la parte de escritora, ¡qué babacha Dios mío!”. Fue la segunda vez que sintió ganas de tirar la toalla desde que mi papá le había descalificado el título.
 
Cuando el ánimo se le caía al sótano, solía buscar refugio en su libretita verde. Releer objetivos, resoluciones de principios de año y frases célebres muchas veces le había servido para salir del atolladero. “Si quieres lograr algo ¡escríbelo!” decía la frase de su papá, el nono José, que ella había subrayado. “Recién cuando escribes se transforma en propósito. Más escribes, más alcanzas”, describía otra frase del nono, debajo de la cual ella había complementado con “comprar la esquina” y que “los chicos vayan a la mejor escuela”. Pero la enseñanza de mi nono que le vino como anillo al dedo estaba al fondo de otra página. “Si el objetivo parece inalcanzable y da escalofríos, hay que dividirlo en pedacitos y alcanzarlo paso a paso; así se lograron los grandes avances de la humanidad”.
 
Le hizo un redondel a la frase y se sintió reanimada. Se sentó en la mesa del comedor, prefirió a Antonio Vivaldi que a Carlos Gardel de fondo y sin querer tuvo su segunda epifanía. “Que tonta”, pensó, “siempre tuve el nombre enfrente mío”. En una hoja en limpio escribió “Las cuatro estaciones” y supo convencida que ese sería el título de su libro. “Cada estación del año será un capítulo”, se dijo contenta al haber encontrado el método para empezar a escribir. Escribió los nombres de las estaciones debajo del título en el orden que Vivaldi las había puesto, primavera, verano, otoño e invierno, y trazó unas líneas verticales para dividirlas en columnas.
 
Recién después de la segunda pava de mates descifró el método completo. No escribiría los nombres de las recetas en esas columnas, sino los ingredientes. “Si a cada estación le asigno los ingredientes, podré escribir las recetas con esos ingredientes para cada temporada del año”, pensó y se sintió contenta por su idea. Trazó una quinta columna a la izquierda de las estaciones y escribió catorce categorías que le permitirían describir los ingredientes para cada estación: color, textura, carne, pasta, fruta, verdura, especia, dulce, cereal, bebida, frutos secos, aceite, vinagre y queso.
 
Sintió que tenía dividido al libro en cuatro capítulos y hasta pensó que podría agregar otro con recetas cruzadas, combinando ingredientes de estaciones distintas, otoño-invierno, verano-primavera. Se animó a imaginar las más osadas de todas, una mezcla de opuestos, recetas verano-invierno. Se rio sola. Creyó que había escrito una martingala de la cocina similar a la matemática que había creado el tío Tito, su hermano menor, para batir al casino. Esperaba, eso sí, tener más suerte que él.
 
En la categoría carne asignó pollo a primavera, pescado a verano, cerdo a otoño y res a invierno. Y así prosiguió asignando todos los ingredientes de las catorce categorías a las cuatro estaciones.
 
Briosa entró al dormitorio con su martingala a despertar a mi papá con un mate azucarado como a él le gustaban.
 
–Ya lo tengo.
–¿De qué estás hablando?
–Ya tengo la fórmula del libro. Lo dividiré en capítulos. Y hasta tengo el título.
–¿Cuál?
–Las cuatro estaciones.
–¿De tren? – le preguntó mi papá medio dormido.
–No seas salame. Las cuatro estaciones como las de Vivaldi.
–¡Está buenísimo!, me encanta.
–De subtítulo le pondré recetas para el alma.
–¡Estás loca! va a parecer un libro de misa más que uno de cocina – y ambos se largaron una carcajada.
–¿Qué le pongo entonces? Ayudame por favor, no sea malo.
–Usá de nuevo la frase de tu mamá o sabés que, mejor combiná la de tu mamá con la frase de tu papá. Te va a quedar una delicia.
 
A mi mamá le gustó, sintió que tendría ayuda y fue por más.
 
–Dale escribime el subtítulo. A vos te sale fácil escribir – y mientras lo decía se le ocurrió otra idea –es más, porque no me escribís un par de tangos para ponerlos al principio de cada capítulo.
–¿De qué hablás?
–Son solo cuatro o cinco, no te pido mucho. Va a quedar lindo, será como ponerle poesía y música a la cocina.
–¡Estás chiflada!, te crees que es fácil. Querés que escriba que el canelón está triste porque la salsa se le fue con el raviol ¡haceme el favor! – contestó mi papá impostando la voz al estilo el Polaco Goyeneche y ambos se despanzurraron.
–En serio te digo. De repente al capítulo de la primavera le ponés una milonga.
 
Ni lerdo ni perezoso, mi papá intentó unos acordes en su armónica e improvisó unas rimas.
 
–¿Te gustan?
–Están desabridas, les falta un poco de sal – respondió mi mamá y ambos se volvieron a tentar, aunque más cerca uno del otro que antes.
–Tota, dejá el mate, después la seguimos. Vení antes que se despierten los chicos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

EPÍLOGO: la última carta

Párrafos de la última carta que me envió mi mamá en octubre de 1994. Aferrada a su fe, me pedía que visitara a especialistas en Miami para q...