jueves, 24 de junio de 2021

Bendito y maldito anónimo


Me senté en la mesa de granito del patio con la libreta de calificaciones de la escuela. Mis notas eran malas. Estaba seguro de que mi papá no me la iba a firmar. La última vez lo había hecho por lástima y fue tajante: “si no mejorás, chau escuela, de patitas a trabajar con tu mamá en el bar”.
 
Sentí pánico. No quería perder a mis amigos ni los recreos para jugar a la pelota. La garganta se me cerró y tragar aire fue tan difícil como chupar un mate con la bombilla tapada. Me largué a llorar, no quería vivir más. Pensé en treparme al paredón de Vietnam y estrellarme de cabeza contra el piso.
 
Mi mamá apareció de golpe. Escondí la libreta para que no viera las notas, pero ni siquiera me advirtió a su lado. Quedó mirando fijo en dirección a la pajarera. En sus manos tenía un papelito doblado por la mitad y también se largó a llorar. No lloraba de miedo como yo, sino de rabia.
 
–¿Qué te pasa mami?
–Nada me respondió aspirando un sorbo largo de aire y sorprendiéndose de que estuviera a su lado.
–¿Por qué llorás?
–Por nada Nenuchín, por nada – me contestó, expulsando hasta la última gota de aliento.
 
Pocas veces la había visto llorar. Me resultaba raro que siempre lo hiciera con ese misterioso papelito en la mano y en el mismo lugar. La dura mesa de granito parece que tenía propiedades extrañas, reflejaba el sol como espejo, rebotaba la lluvia, pero era una esponja a la hora de absorber lágrimas y penas.  
 
Mi mamá venía bajoneada desde la noche anterior. Había discutido con mi papá en la cena hasta que los gritos inundaron la casa.
 
–No tenés vergüenza. Me hiciste quedar como una cornuda y una estúpida.
¿De qué estás hablando? ¡Estás loca! – reaccionó desprevenido mi papá.
–Está todo aquí – le reprochó con el papelito en la mano.
–¿De qué estás hablando? ¡¿Ese es el maldito anónimo?!
–Ya no aguanto más. No tenés perdón de Dios – respondió, blandiéndole el papelito con una marca del Zorro ante sus narices.
 
Mi papá se lo arrebató y con un paneo relámpago trató de leer en cuatro segundos unas diez líneas que mi mamá se las recitaba de memoria como si fuera el Padre Nuestro desde hace más de mil años. Nervioso y temblando de bronca no pudo descifrar todos los renglones sobre el papel arrugado y envejecido salpicado con manchas de tinta fuente. Detectó errores de ortografía, palabras en piamontés y parecía escrito como si una persona diestra hubiera usado la zurda para no delatarse. Le saltó a la vista “ojo con la otra” y una firma a las apuradas cayéndose del papel: “Tu ángel y protectora”.
 
Le devolvió el papel a mi mamá y también se desquitó chantándole la marca del Zorro en la cara.
 
–¿Quién te mandó esto? Le crees a cualquiera. Seguro que fue alguna de tus amiguitas, celosa de que vinimos a San Francisco.
–No desvíes la conversación. No puedo vivir así. ¿Con quién me estás engañando?
–¿Sos o te hacés? Te hablan del pasado y me atacas cinco años después.
–¿Con quién me pusiste los cuernos?
–Estás de remate. Jamás te traicioné.
 
Mi mamá guardó el papelito pensando que lo necesitaría para librar otros rounds en el futuro. Lo escondió dentro de su libretita amarillo limón entre estampitas de vírgenes, alabanzas y papelitos sueltos con sus vergüenzas y mortificaciones más profundas.
 
Supe de la existencia de la libretita una vez que se la olvidó sobre la mesita de luz adonde me envió a buscar una estampita. Estaba abierta y cuando me dispuse a abrir el anónimo, entró como una tromba y me sacó rajando. Muchas veces en sus peleas se refería a ese anónimo como uno de los detonantes por los que debieron abandonar Eustolia. Aunque lo había traído de allá, por alguna estrategia decía que el cartero se lo había entregado poco después de afincarse en San Francisco.
 
La primera vez que lo leyó vomitó hasta el alma y cuando lo quiso releer ya no pudo porque las manos le temblaban como hojas de eucaliptos en tormenta del sur. Luego, llegó a un punto que ya no sabía si lo leía cuando estaba celosa o si se ponía celosa de tanto leerlo. Por muchos años había repasado y clasificado mentalmente a todas sus amigas, primas y vecinas para saber si eran “la otra”. Nunca pudo descubrir a la sospechosa. Eso la atormentaba todavía más, porque siempre confiaba en su instinto, se sabía detallista y se creía el mejor de los sabuesos.
 
También se devanó los sesos tratando de descifrar a la autora del papelito. La quería enfrentar para preguntarle por “la otra”. También para pegarle un palazo por la cabeza por haberla mortificado por tanto tiempo. Muchas veces llegó a pensar que hubiera sido mejor pasar por estúpida a saberse cornuda.
 
Un día, sintiéndose ultrajada como trapo de piso y de que el anónimo la persiguiera como su sombra, se desahogó con mi prima Griselda.
 
–Tía por favor trató de consolarla –es un anónimo. Si fuera tu ángel y protectora te hubiera dado el nombre y chau pichu.
–No me deja vivir. ¿Quién será?
–¿La otra o la que te escribió?
–La que mandó el anónimo Griselda, si llego a ella me dirá quién es la otra.
–Tía, olvidate, es mentira. Seguro que alguien te quiso hacer un mal de ojo y como no supo, te escribió el anónimo para joderte la cabeza.
–¿Vos creés?
_¡Qué se yo! De repente fue tu cuñada.
–Callate que lo pensé. Nunca me quiso, siempre me celó por su hermano.
–Enfrentala. Andá y preguntale. No te mortifiques más. Tirá ese bendito papelito. No podés vivir así toda tu vida.
 
Decidida a enfrentar a quien creía había redactado el anónimo, esa noche diseñó un plan infalible para que mi papá la lleve ante la presunta autora del anónimo: vacío a la plancha con vino tinto, pan tostado con mantequilla de ajo como para voltear a un rinoceronte y puré de batata con aceite de oliva. De fondo, dejó que Gigliola Cinquetti cante hasta hartarse y puso seis cucharadas soperas de azúcar derritiéndose a fuego lento sobre una sartén.
 
–Llevame a hablar con tu hermana soltó mi mamá con miedo a que mi papá saltara como resorte –quiero saber de una vez por todas si ella me mandó el anónimo.
–¿Cuándo? – la sorprendió mi papá medio anestesiado por el efecto del ajo y porque el aroma del azúcar quemado le demolía todas sus defensas.
–¡Mañana mismo! – enfatizó mi mamá para no dejar escapar el envión, dibujando una sonrisa tan amplia como las vidrieras de las Grandes Tiendas Excelsior.
 
Le daba miedo tener que enfrentar a mi tía, pero quería resolver el misterio. Necesitaba la verdad.
 
Recorrieron los cincuenta kilómetros hasta la casa de mi tía Rosita en el campo en Eustolia sin dirigirse una sola palabra, cada uno enfrentando a sus propios miedos. No sabían cómo reaccionaría mi tía, quien había heredado el carácter duro de su mamá, la nona Chinta. Lo más probable era que negara a rajatabla la acusación y dejara el futuro tan incierto como el pasado. Mi papá seguiría siendo sospechoso toda su vida y mi mamá, víctima y fiscal al mismo tiempo, deambularía hasta en la eternidad con sus cuernos a cuestas.
 
–¡Qué sorpresa! – los recibió mi tía con sonrisa de oreja a oreja, aunque al segundo la desdibujó –¡qué cara de velorio que traen! ¡Qué pasó!
–La Tota quiere preguntarte algo – rompió mi papá, tratando de alejarse del problema.
–Pasemos y nos tomamos unos mates – dijo mi tía con cara más adusta, tratando de adivinar por donde vendrían los tiros.
–Rosita, no quiero ir con rodeos – empezó mi mamá mirando hacia el piso –pero me tengo que sacar una espina que tengo clavada en el pecho.
–¿De qué espina me hablás Tota?
–Siento que nunca me quisiste. Que te robé a tu hermano.
_Pero Tota... es verdad que siempre fui muy sobreprotectora de mi hermanito, pero no es que no te quiera. Con el tiempo entendí que lo mejor para ustedes era irse a la ciudad. Eso ya pasó.
–Sí, pero yo hablo de esto – dijo mi mamá y tiró el papelito que flameó hasta caer patas arriba sobre la mesa.
 
Mi tía abrió los ojos grandes como lechuza, mi papá miró para arriba encomendándose a todos los santos y mi mamá puso cara de “esta no te las esperabas”. Mi tía se puso los lentes, levantó las cejas como hacían todos los Trotti y leyó por unos segundos tan interminables como los que tardaba John Wayne de morir desangrado al final de las películas.
 
–¿De dónde sacaste esto Tota? – dijo exultante mi tía como si hubiera encontrado un diamante.
–Me has herido mucho todo este tiempo – expresó mi mamá a la espera de que mi tía confiese.
–Esto no es tuyo. Nunca te lo mandé. ¡Devolvémelo!
–No te hagas. Me lo dejaste sobre el mostrador. Te puedo perdonar, pero no que hayas jugado conmigo tratándome de estúpida por tantos años. Al menos decime quien es la otra.
 
En ese momento fue mi papá el que se sintió estúpido. Le reclamó a mi mamá por haberle mentido. Recién ahí supo que el anónimo no lo había recibido en San Francisco sino años antes en Eustolia.
 
–Tota. Me mentiste siempre. Yo era soltero en esa época.
–Da lo mismo. Me engañaste aquí o en San Francisco o en la Quiaca. Ese no es el punto. Lo que no tolero es que me hayan plantado tanta cizaña con este maldito anónimo. Así que mejor callate.
–Rosita, dejate de rodeos y confesá la verdad – prosiguió mi mamá volteando hacia mi tía.
–Tota. ¡Entendé por Dios! No te lo dejé sobre el mostrador. Lo perdí.
–¡¿Cómo que los perdiste?!
–Sí, lo perdí y anduve desesperada un montón de años buscando este bendito anónimo para que no lo viera mi mamá.
–¡Qué tiene que ver la nona Chinta en todo esto!
–Ese anónimo se lo dejaron debajo de la puerta a mi mamá y lo agarré antes de que lo viera. Parece que mi papá tuvo algo por ahí.
–¡¿Me estás jodiendo!?
–Lo agarré porque si mi mamá se enteraba era capaz de molerlo a escobazos.
–¡No puede ser! – dijo mi mamá mostrándose preocupada por la nona, aunque por dentro celebraba como si se hubiese quitado la soga del cuello.
–Fijate Tota. Este papel es más viejo que la escarapela, hasta tiene palabras en piamontés y ustedes los jóvenes ya ni hablan el piamontés.
 
Mi mamá quedó abstraída. En diez segundos pensó todo lo que había llorado y las veces que se había hartado sobre la mesa de granito con sandías enteras y bizcochitos a la grasa para consolar su angustia. Mi papá se desinfló sobre la silla como si hubiera tragado dos tarros de cloroformo y pegó un bostezo sonriente que se le vio hasta el esófago.
 
–¡Qué tal! Al final no soy una cornuda, pero me siento la estúpida más grande del planeta.
–Ves que yo tenía razón – dijo la tía Rosita y los tres se descomprimieron a carcajadas limpias.
 
Mi mamá le tomó las manos a mi papá, le chantó un beso y sintió una sensación rara en todo el cuerpo. Pensó que sería bueno detener el auto debajo de los paraísos antes de regresar a San Francisco.
 
Cuando ella primereó para salir, mi papá se dio vuelta hacia mi tía y le disparó un tiro con una pistola imaginaria como cuando de chicos jugaban a los cowboys. Sopló el caño y gesticuló un “gracias” silencioso más grande que una hectárea.
 
Después de parar debajo de los paraísos, llegaron a casa y nos preparamos como siempre ocurría tras cada reconciliación. Fuimos con nuestras mejores ropas a la pizzería Colón a festejar con pizza, pebetes y panchitos.
 
Volvimos medio apurados. Mi papá la venía manoteando debajo de la pollera y mi mamá se defendía con un “no seas loco, te ven los vecinos”.
 
Cuando llegamos a casa, mi papá dijo que se debían despertar temprano y volaron hacia el dormitorio. Notándolo muy contento me apresuré antes de que cierre la puerta. Le alcancé mi libreta de calificaciones. Sabía que en ese estado de contentura firmaría cualquier cosa.

–A ver, dame. ¿Qué es esto?
–La libreta papi.
–Las notas están buenas?
–Sí papi.
–Tomá Nenucho. Firmado. Andate a dormir que ya es tarde.

jueves, 10 de junio de 2021

El coctel Superman y la fórmula mágica

Paisaje del bar de Colonia Eustolia de noche pintado por mi hermano Gerardo en aquellas 
vacaciones en el caserío y que a mi papá le traían memorias de su infancia

Yo venía pegando unos tironcitos cada vez más copiosos. Las piernas se me estaban enflaqueciendo y alargando como palos de escoba.
 
–Mami me duelen las rodillas.
–¡Qué lástima Nenuchín!, reaccionó mi mamá con una sonrisa –¡estás creciendo!
 
Como había empezado la escuela mi mamá me anunció que ya no me leería más las Fabulandia: “es tiempo de cambio, debés valerte por vos mismo”. No le hice caso. Todavía no podía leer de corrido así que seguí “leyendo” las ilustraciones. Lo que sí cambié fueron los juegos. Reemplacé las luchas cuerpo a cuerpo contra Apaches y Pieles Rojas por guerras contra soldados japoneses; dejé de cazar ballenas por carreras de autitos y abandoné la caza de tigres y leones para jugar a la corra y a las cabecitas con una pelota número cinco que me compraron en la Casa del Deportista.
 
Mi hermano también crecía. Mi mamá le preparaba dos licuados de banana con leche cada mañana para contrarrestar la flacura. Como “ya sos mayorcito” lo dejaban ir solo de vacaciones a visitar a los nonos a Colonia Eustolia. La nona Chinta le hacía unos pucheros de gallina y unos pastelitos oreja de burro azucarados que le disparaban recuerdos de cuando todavía él y mis padres no se habían mudado a San Francisco.
 
Con gomera en mano y trampas distribuidas por varios árboles mi hermano buscaba compañeros para su Rey del Bosque y la Reinamora en la pajarera del patio. También llevaba una cajita con tubitos de óleo y pinceles y un mandato especial de su maestro Miguel Pablo Borgarello: “¡aproveche Gerardo!, pinte todo lo que pueda. Estudie el paisaje. Tráigame retratos de sus personajes más queridos”.
 
La nona Chinta, retratada por mi hermano en los 70.

En aquellas primaveras mi hermano hizo tantas pinturas que hubiera podido empapelar todas las paredes del caserío de Eustolia. Retrató a la nona Chinta de mil maneras y al nono Félix lo eternizó con sus ojitos tipo uvitas. Mi papá había quedado embelesado con un paisaje nocturno y otro con un sulky que le aguaban los ojos y le traían imágenes de su infancia. Recordaba buscando refugio para esconderse de la la luz mala que lo acechaba en noches sin luna y contaba que de boyero se le había caído encima su caballo apretándole una pierna como a San Martín en la batalla de San Lorenzo: “solo a los próceres nos pasan esas cosas”, remataba jactancioso.
 
Mientras crecíamos los clientes del bar y los parientes estaban ávidos por acertar parecidos. Algunos veían que mi hermano tenía los rasgos y gestos de los Trotti y a mí me endilgaban los de los Trossero. Otros, a la inversa. Lo cierto es que el tiempo pasaba y se hacía cada vez más difícil identificar que parte nos había tocado de cada familia.
 
También trataban de adivinar el futuro, en especial el de mi hermano que ya estaba pronto para la escuela secundaria. A mi mamá le hubiera encantado que sea pianista como su maestra Canale de Moriondo o pintor y escultor como su primo y maestro Borgarello. Mi papá prefería “algo más práctico”, que fuera ingeniero por sus dotes en matemática que lo destacaban como el mejor de la clase o, tal vez, veterinario por su vocación para cuidar de las aves y los animales. Yo era muy chico para que piensen en mi futuro. Mi mamá no estaba segura si el hecho de que fuera preguntón y llorara a moco tendido eran buenas o malas señales a futuro. Lo que la preocupaba eran mis malas notas en caligrafía y dictado con el hermano Elvio en primer grado de los Maristas.
 
Una siesta la escuché plantear sus preocupaciones a mi papá.
 
–Livio, tenemos que darle un empujoncito al Nenucho, de lo contrario se nos va a quedar atrás.
–¿De qué hablás?
–Tendríamos que haberlo mandado a jardín de infantes. No fue bueno que esté todo el día conmigo en el bar.
–Seguro que aprendió con los clientes. Acordate, también se aprende en la universidad de la calle.
–Por favor, Livio. Eso es para los grandes. El Nenucho todavía es un mocosito. Tenemos que empujarlo.
 
El empujón lo empecé a sentir esa misma tarde. Apenas se levantó puso resuelta sobre la mesa el tablero y la caja de madera con las piezas de ajedrez. “Vení Nenucho, tenés que mejorar”. Estaba empecinada a enseñarme, convencida de que el ajedrez me ayudaría a tener mejores notas en la escuela. Había leído un artículo en el diario sobre los beneficios del ajedrez para los niños: “Su hijo aprenderá estrategia, a pensar antes de actuar, a ser más imaginativo y creativo. Le mejorará la concentración, le ayudará en las tareas escolares y aumentará su autoestima”.
 
También había tomado al pie de la letra otro artículo sobre “mente sana en cuerpo sano”. Así que a partir de entonces a mis instrucciones de ajedrez las adobaba con un nuevo brebaje al que denominó “coctel Superman”, un vaso de leche con tres cucharaditas de Nesquik, una de Jalea Real y dos cucharadas soperas de Riboflavin B2 que compraba por toneladas en la farmacia Pasteur. No sé si era el coctel o pura sugestión, pero después del cuarto sorbo me sentía como Superman con unas ganas bárbaras de matar peones, alfiles, derribar torres, perseguir a la reina y de poner en jaque al rey.
 
Luego de varias lecciones, mi mamá compró unos libros porque se le habían quemado los papeles. El primero fue el de la “máquina del ajedrez”, como llamaban al cubano José Capablanca. Mi papá creía que lo habían apodado de esa manera porque lo comparaban con “aquella gloriosa y goleadora máquina de River con Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau”.
 
Gracias al maestro cubano, mi mamá les fue agregando a mis movimientos algunas aperturas y variantes, así como enseñanzas de cosecha propia y las que aprendió de chica con su papá el nono José. Decía que el tablero de ajedrez “es la vida misma, se gane o se pierda no hay que patalear sino tomar mejores decisiones”.
 
Nenucho. En el ajedrez como en la vida tendrás muchas amenazas y desafíos, pero las posibilidades de triunfar son infinitas. ¿Entendés?
Sí.
Cada cosa que hacés tiene consecuencias.
Bueno.
–Tenés que pensar cuatro pasos adelante y cambiar los planes sobre la marcha cuando te sientas desafiado.
–Jaque mate.
Miralo vos al Nenuchín. Yo hablando de la vida y vos tratando de matarme. Aprendés rápido carajo.
Jaque mate te dije.
Pará salamín que te como el caballo con el alfil. ¡Pensá antes de mover! No te apures. Grabate bien esto. El ajedrez es como la vida misma. Pensá en las consecuencias antes de mover.
 
Después de meses de lecciones y con la premisa de “si atacás y dominás el centro del campo de batalla ya tenés media batalla ganada”, mi mamá me empezó a buscar sparrings para probar mis nuevas habilidades y las suyas.

Mi papá, Borgarello y el Zorrino fueron los primeros contendientes para medir fuerza antes de que me llevaran los sábados a probar suerte a los torneos infantiles en Unión Social para “saber si tenés madera de Petrosián”.
 
Cada sparring tenía su estilo. Mi papá era el más piadoso. Me dejaba tocar las piezas antes de mover y ganar en los finales más difíciles por lo que mi mamá le reclamaba ofuscada: “¡exigilo, así nunca va a aprender!”. Borgarello era más estricto y poco misericordioso. Con él aprendí a perder, a mover más rápido y a luchar hasta el final: “Nenucho si todavía tiene el rey de pie tiene posibilidades, piense”, me decía cada vez que me sentía frustrado y con ganas de negociar tablas. Con el Zorrino era más entretenido. Jugábamos mientras él asaba para los demás changarines, así que a las partidas las zanjábamos con una apuesta por un choripán crujiente y chorreante.
 
Jaque mate. Deme otro choripán.
Mocoso de porquería. Parecés un ruso, carajo.
Las apuestas se pagan.
Yo sé. Pero ayer te gané y no le dijiste a tu mamá que me debías un medio litro con soda.
 
Un día apareció mi hermano de sopetón mientras jugábamos a toda velocidad incentivados por unas apuestas entre Galera y el Buey a escondidas de mi papá. Pensé que lo había atraído el olor de los chorizos sobre la parrilla, pero tenía otra cosa en mente.
 
Si le gano – lo desafió al Zorrino – en vez de un choripán, me tendrá que dar este juego de ajedrez.
¡Qué vas a ganarme vos! Sos bueno para la pintura, pero no tenés madera para esto.
¿Me juega o no?
 
La partida terminó en cuatro movimientos más veloces que el humo de la parrilla. Peón, caballo, alfil, jaque mate y listo el pollo. Yo no entendí porque Gerardo prefirió quedarse con las piezas del ajedrez en vez de comerse el choripán. “Está loco”, pensé.
 
Vení Nenucho – me pidió que lo siguiera a la piecita de los cachivaches.
Mirá. Son huecas.
–¿Son huecas y qué? No te entiendo.
Las piezas Nenucho. ¡Ya lo tengo!
–No entiendo – le insistí aún más desorientado.
Tenemos que esconder las monedas que nos regaló el tío Tito.
Las tenés debajo de la cama.
Sí, pero mami dijo que quería airear la lana de los colchones, así que en cualquier momento me descubre.
 
Seguía sin entender, pero traté de disimular para que me creyera inteligente como él.
 
Nenucho, las esconderemos en los peones. Si alguien encuentra el escondite no prestarán atención a unas piezas de ajedrez.
¿Pero para qué vamos a esconder los peones?
Salame. Lo que esconderemos son las monedas.
¿Adónde?
Ni idea todavía. Tengo que pensar. Ya tengo pensado cómo crear la fórmula mágica.
 
Al día siguiente, en el día de su cumpleaños, el once de junio de mil novecientos sesenta y seis, mi hermano desplegó la fórmula mágica sobre un cajón de la piecita de los cachivaches. Una hoja de papel con muchos números sueltos, fechas y otros garabatos semi tapados por manchas de pintura y bocetos de paisajes a medio terminar. Me hizo acordar a otro papel que había garabateado mi papá cuando instaló una financiera con el tío Tito, el que sería su cuarto emprendimiento después de crear la polla, la fábrica de soda y el criadero de canarios.
 
La fórmula mágica era bastante intrincada para entenderla, a pesar de que ese día me había zampado dos “coctel Superman”. Las fechas correspondían a nuestros cumpleaños y la de mis padres. También estaban las edades de los cuatro. Más abajo estaba la fecha de casamiento, la que habían llegado a San Francisco y el año que llegó del Piamonte nuestro bisabuelo Carlo Giovanni Trotti. Y en un recuadro estaba el número de la escuela de Eustolia, el año de acuñación de las monedas y la dirección exacta de las dos calles que hacían esquina.
 
Más allá de los elementos, mi hermano había escrito el método de resolución de la fórmula: “descomponer todas las fechas y usar los números naturales. Los pares se sumarán en la columna de la izquierda, los impares en el de la derecha. El resultado de cada columna es la medida (pasos de sesenta y cinco centímetros) que se tomará desde el punto de partida a la del escondite. Cuatro peones cargados con su tesoro irán a la derecha con el resultado de la columna izquierda y los otros cuatro hacia el lado opuesto”.
 
Me resultó difícil procesar tantos números y operaciones. Pensé que mi mamá tenía razón. Necesitaba muchos empujoncitos.
 
Esa tarde mi hermano le devolvió el juego de ajedrez al Zorrino. Pensó que valía la pena arriesgarse. El Zorrino no advertiría el nuevo peso de los peones cargados con el tesoro.
 
Aquí tiene, – le dijo –quédeselo, mejor se lo cambio por un choripán.
Gracias Gerardo. A ver Nenucho, juguemos. Esta vez no te voy a dar chufa. Me voy a comer los dos choripanes. Abrí vos.
–Jugale Nenucho. No te hagas problema, es el lugar más seguro del mundo – dijo mi hermano guiñándome un ojo.
Nada está seguro para el Nenucho. Hoy lo voy a destripar y hacer chorizos con las tripas – contestó el Zorrino totalmente despistado.
 
Esa tarde jugué muy lento y arrastrando los peones por el tablero. Temblaba de solo pensar que se les desprendiera la base y que el Zorrino descubra el tesoro. Había mucho en juego, “la vida misma” como decía mi mamá.
Pinturas de mi hermano Gerardo de los paisajes en el campo de Eustolia.


EPÍLOGO: la última carta

Párrafos de la última carta que me envió mi mamá en octubre de 1994. Aferrada a su fe, me pedía que visitara a especialistas en Miami para q...