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Paisaje del bar de Colonia Eustolia de noche pintado por mi hermano Gerardo en aquellas vacaciones en el caserío y que a mi papá le traían memorias de su infancia |
Yo venía pegando
unos tironcitos cada vez más copiosos. Las piernas se me estaban enflaqueciendo
y alargando como palos de escoba.
–Mami me duelen las
rodillas.
–¡Qué lástima
Nenuchín!, – reaccionó mi mamá con una sonrisa –¡estás
creciendo!
Como había empezado
la escuela mi mamá me anunció que ya no me leería más las Fabulandia: “es
tiempo de cambio, debés valerte por vos mismo”. No le hice caso. Todavía no
podía leer de corrido así que seguí “leyendo” las ilustraciones. Lo que sí cambié
fueron los juegos. Reemplacé las luchas cuerpo a cuerpo contra Apaches y Pieles
Rojas por guerras contra soldados japoneses; dejé de cazar ballenas por
carreras de autitos y abandoné la caza de tigres y leones para jugar a la corra
y a las cabecitas con una pelota número cinco que me compraron en la Casa del
Deportista.
Mi hermano también crecía. Mi mamá le preparaba dos
licuados de banana con leche cada mañana para contrarrestar la flacura. Como “ya
sos mayorcito” lo dejaban ir solo de vacaciones a visitar a los nonos a Colonia Eustolia. La nona Chinta le hacía unos pucheros de gallina y unos
pastelitos oreja de burro azucarados que le disparaban recuerdos de cuando
todavía él y mis padres no se habían mudado a San Francisco.
Con gomera en mano y trampas distribuidas por varios
árboles mi hermano buscaba compañeros para su Rey del Bosque y la Reinamora en
la pajarera del patio. También llevaba una cajita con tubitos de óleo y pinceles
y un mandato especial de su maestro Miguel Pablo Borgarello: “¡aproveche
Gerardo!, pinte todo lo que pueda. Estudie el paisaje. Tráigame retratos de sus
personajes más queridos”.
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La nona Chinta, retratada por mi hermano en los 70. |
En aquellas primaveras mi hermano hizo tantas
pinturas que hubiera podido empapelar todas las paredes del caserío de Eustolia.
Retrató a la nona Chinta de mil maneras y al nono Félix lo eternizó con sus ojitos
tipo uvitas. Mi papá había quedado embelesado con un paisaje nocturno y otro
con un sulky que le aguaban los ojos y le traían imágenes de su infancia.
Recordaba buscando refugio para esconderse de la la luz mala que lo acechaba en noches sin luna y
contaba que de boyero se le había caído encima su caballo apretándole una
pierna como a San Martín en la batalla de San Lorenzo: “solo a los próceres nos
pasan esas cosas”, remataba jactancioso.
Mientras crecíamos los clientes del bar y los parientes
estaban ávidos por acertar parecidos. Algunos veían que mi hermano tenía los
rasgos y gestos de los Trotti y a mí me endilgaban los de los Trossero. Otros, a
la inversa. Lo cierto es que el tiempo pasaba y se hacía cada vez más difícil identificar
que parte nos había tocado de cada familia.
También trataban de adivinar el futuro, en especial el de mi hermano
que ya estaba pronto para la escuela secundaria. A mi mamá le hubiera encantado
que sea pianista como su maestra Canale de Moriondo o pintor y escultor como su
primo y maestro Borgarello. Mi papá prefería “algo más práctico”, que fuera ingeniero
por sus dotes en matemática que lo destacaban como el mejor de la clase o, tal
vez, veterinario por su vocación para cuidar de las aves y los animales. Yo era
muy chico para que piensen en mi futuro. Mi mamá no estaba segura si el hecho
de que fuera preguntón y llorara a moco tendido eran buenas o malas señales a futuro. Lo que la preocupaba eran mis malas notas en caligrafía y dictado con
el hermano Elvio en primer grado de los Maristas.
Una siesta la escuché plantear sus preocupaciones a mi papá.
–Livio, tenemos que darle un empujoncito al Nenucho, de lo contrario se
nos va a quedar atrás.
–¿De qué hablás?
–Tendríamos que haberlo mandado a jardín de infantes. No fue bueno que
esté todo el día conmigo en el bar.
–Seguro que aprendió con los clientes. Acordate, también se aprende en
la universidad de la calle.
–Por favor, Livio. Eso es para los grandes. El Nenucho todavía es un
mocosito. Tenemos que empujarlo.
El empujón lo empecé a sentir esa misma tarde. Apenas se levantó puso
resuelta sobre la mesa el tablero y la caja de madera con las piezas de ajedrez.
“Vení Nenucho, tenés que mejorar”. Estaba empecinada a enseñarme, convencida de que
el ajedrez me ayudaría a tener mejores notas en la escuela. Había leído un
artículo en el diario sobre los beneficios del ajedrez para los niños: “Su hijo aprenderá estrategia, a pensar antes de actuar,
a ser más imaginativo y creativo. Le mejorará la concentración, le ayudará en
las tareas escolares y aumentará su autoestima”.
También había tomado al pie de la letra otro artículo sobre “mente sana
en cuerpo sano”. Así que a partir de entonces a mis instrucciones de ajedrez
las adobaba con un nuevo brebaje al que denominó “coctel Superman”, un vaso de
leche con tres cucharaditas de Nesquik, una de Jalea Real y dos cucharadas
soperas de Riboflavin B2 que compraba por toneladas en la farmacia Pasteur. No sé
si era el coctel o pura sugestión, pero después del cuarto sorbo me sentía
como Superman con unas ganas bárbaras de matar peones, alfiles, derribar torres, perseguir a la reina y de poner en jaque al rey.
Luego de varias lecciones, mi mamá compró unos libros porque se le
habían quemado los papeles. El primero fue el de la “máquina del ajedrez”, como llamaban al cubano José Capablanca. Mi papá creía que lo habían apodado de esa manera porque
lo comparaban con “aquella gloriosa y goleadora máquina de River con Muñoz,
Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau”.
Gracias al maestro cubano, mi mamá les fue agregando a mis movimientos algunas aperturas y variantes, así como enseñanzas de cosecha
propia y las que aprendió de chica con su papá el nono José. Decía que el tablero de ajedrez “es la vida
misma, se gane o se pierda no hay que patalear sino tomar mejores decisiones”.
–Nenucho. En el ajedrez
como en la vida tendrás muchas amenazas y desafíos, pero las posibilidades de
triunfar son infinitas. ¿Entendés?
–Sí.
–Cada cosa que hacés
tiene consecuencias.
–Bueno.
–Tenés que pensar cuatro
pasos adelante y cambiar los planes sobre la marcha cuando te sientas desafiado.
–Jaque
mate.
–Miralo
vos al Nenuchín. Yo hablando de la vida y vos tratando de matarme. Aprendés
rápido carajo.
–Jaque
mate te dije.
–Pará
salamín que te como el caballo con el alfil. ¡Pensá antes de mover! No te
apures. Grabate bien esto. El ajedrez es como la vida misma. Pensá en las
consecuencias antes de mover.
Después de meses de lecciones
y con la premisa de “si atacás y dominás el centro del campo de batalla ya
tenés media batalla ganada”, mi mamá me empezó a buscar sparrings para probar
mis nuevas habilidades y las suyas.
Mi papá, Borgarello
y el Zorrino fueron los primeros contendientes para medir fuerza antes de que
me llevaran los sábados a probar suerte a los torneos infantiles en Unión
Social para “saber si tenés madera de Petrosián”.
Cada sparring tenía
su estilo. Mi papá era el más piadoso. Me dejaba tocar las piezas antes de
mover y ganar en los finales más difíciles por lo que mi mamá le reclamaba
ofuscada: “¡exigilo, así nunca va a aprender!”. Borgarello era más estricto y poco
misericordioso. Con él aprendí a perder, a mover más rápido y a luchar hasta el
final: “Nenucho si todavía tiene el rey de pie tiene posibilidades, piense”, me
decía cada vez que me sentía frustrado y con ganas de negociar tablas. Con el Zorrino era más entretenido. Jugábamos mientras él
asaba para los demás changarines, así que a las partidas las zanjábamos con una
apuesta por un choripán crujiente y chorreante.
–Jaque mate. Deme otro choripán.
–Mocoso de porquería. Parecés un ruso, carajo.
–Las apuestas se pagan.
–Yo sé. Pero ayer te gané y no le dijiste a tu mamá que me
debías un medio litro con soda.
Un día apareció mi hermano de sopetón mientras jugábamos a toda velocidad incentivados por unas apuestas entre Galera
y el Buey a escondidas de mi papá. Pensé que lo
había atraído el olor de los chorizos sobre la parrilla, pero tenía otra cosa
en mente.
–Si le gano – lo desafió al Zorrino – en vez de un
choripán, me tendrá que dar este juego de ajedrez.
–¡Qué vas a ganarme vos! Sos bueno para la pintura, pero
no tenés madera para esto.
–¿Me juega o no?
La partida
terminó en cuatro movimientos más veloces que el humo de la parrilla. Peón,
caballo, alfil, jaque mate y listo el pollo. Yo no entendí porque Gerardo
prefirió quedarse con las piezas del ajedrez en vez de comerse el choripán. “Está loco”,
pensé.
–Vení Nenucho – me pidió que lo siguiera a la
piecita de los cachivaches.
–Mirá. Son huecas.
–¿Son huecas y qué? No te entiendo.
–Las piezas Nenucho. ¡Ya lo tengo!
–No entiendo – le insistí aún más desorientado.
–Tenemos que esconder las monedas que nos
regaló el tío Tito.
–Las tenés debajo de la cama.
–Sí, pero mami dijo que quería airear la lana
de los colchones, así que en cualquier momento me descubre.
Seguía sin entender, pero traté de disimular para que me creyera
inteligente como él.
–Nenucho, las esconderemos en los peones. Si
alguien encuentra el escondite no prestarán atención a unas piezas de ajedrez.
–¿Pero para qué vamos a esconder los peones?
–Salame. Lo que esconderemos son las monedas.
–¿Adónde?
–Ni idea todavía. Tengo que pensar. Ya tengo pensado
cómo crear la fórmula mágica.
Al día siguiente, en el día de su cumpleaños, el once de junio de mil
novecientos sesenta y seis, mi hermano desplegó la fórmula mágica sobre un
cajón de la piecita de los cachivaches. Una hoja de papel con muchos números
sueltos, fechas y otros garabatos semi tapados por manchas de pintura y bocetos
de paisajes a medio terminar. Me hizo acordar a otro papel que había garabateado
mi papá cuando instaló una financiera con el tío Tito, el que sería su cuarto
emprendimiento después de crear la polla, la fábrica de soda y el criadero de
canarios.
La fórmula mágica era bastante intrincada para entenderla, a pesar de que
ese día me había zampado dos “coctel Superman”. Las fechas correspondían a
nuestros cumpleaños y la de mis padres. También estaban las edades de los
cuatro. Más abajo estaba la fecha de casamiento, la que habían llegado a San
Francisco y el año que llegó del Piamonte nuestro bisabuelo Carlo Giovanni Trotti.
Y en un recuadro estaba el número de la escuela de Eustolia, el año de
acuñación de las monedas y la dirección exacta de las dos calles que hacían
esquina.
Más allá de los elementos, mi hermano había escrito
el método de resolución de la fórmula: “descomponer todas las fechas y usar los
números naturales. Los pares se sumarán en la columna de la izquierda, los
impares en el de la derecha. El resultado de cada columna es la medida (pasos
de sesenta y cinco centímetros) que se tomará desde el punto de partida a la del
escondite. Cuatro peones cargados con su tesoro irán a la derecha con el
resultado de la columna izquierda y los otros cuatro hacia el lado opuesto”.
Me resultó difícil procesar tantos números y
operaciones. Pensé que mi mamá tenía razón. Necesitaba muchos empujoncitos.
Esa tarde mi hermano le devolvió el juego de ajedrez al Zorrino. Pensó que valía la pena arriesgarse. El Zorrino no advertiría el nuevo peso de los peones cargados con el tesoro.
–Aquí tiene, – le dijo –quédeselo, mejor se lo
cambio por un choripán.
–Gracias Gerardo. A ver Nenucho, juguemos.
Esta vez no te voy a dar chufa. Me voy a comer los dos choripanes. Abrí vos.
–Jugale Nenucho. No te hagas problema, es el lugar más
seguro del mundo – dijo mi hermano guiñándome un ojo.
–Nada está seguro para el
Nenucho. Hoy lo voy a destripar y hacer chorizos con las tripas – contestó el
Zorrino totalmente despistado.
Esa tarde jugué muy lento y arrastrando los peones por el tablero. Temblaba
de solo pensar que se les desprendiera la base y que el Zorrino descubra el
tesoro. Había mucho en juego, “la vida misma” como decía mi mamá.
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Pinturas de mi hermano Gerardo de los paisajes en el campo de Eustolia. |