jueves, 31 de diciembre de 2020

Mi papá y la "esquina arrabalera y esquiva"

El bar era inmenso como el océano. Albergaba una docena de mesas cuadradas con sillas de respaldares curvos, despejadas hacia el centro para que los clientes pudieran circular cómodos o arremolinarse frente a los dos mostradores. En los límites del salón había tres ventanas de cedro rojizo. Dos de ellas servían de tragaluces, eran rectángulos parados con postigos y seis vidrios cuadriculados con vista hacia dos mundos opuestos, el vertiginoso de la Iturraspe y el sereno de la Perú. La otra era el triple de grande, un cuadrado soberbio de vidrio fijo, que capturaba todos los rayos de sol sobre la Iturraspe contrarrestando el frío que se filtraba por la puerta principal.

Ante ese ventanal estaba la mesa de mi papá, siempre reservada, luminosa y preferencial. Se poblaba pocos minutos después que la sirena de la fábrica Tampieri marcaba el fin de la media jornada. Mi papá llegaba de la oficina de don Axel Bry, un inmigrante danés convertido en un rico dueño de cremerías cuyo acento lo delataba extranjero. Don Bry se acercaba los martes por una grappa y los viernes por un Cynar con naranja para “empezar contento el fin de semana”. El Elso Godino se sentaba de espalda a la entrada en la misma silla, defendía a su Boca Juniors a rabiar, bebía dos Gancia y fumaba tres Pall Mall, medida exacta y equilibrada antes del almuerzo. Era uno de los contadores de la casa de ramos generales más grande de la ciudad que llevaba su apellido, aunque era propiedad de otra rama de la familia, de Atilio, mucho más adinerada.

Estudio de retratos de mi
Gerardo sobre el flaco
Bosio y don Bry
El Elso, don Bry y mi papá fueron los fundadores del grupo. Luego aceptaron a Raúl Daguero, distribuidor de gaseosas y cervezas, por destacarse como el mejor asador de las “comilonas de amigos” que armaban todos los jueves por la noche en el patio y por haberle regalado a mi mamá el fastuoso cartel de entrada que daba el “Bienvenidos al bar Nueva Pompeya”. También bendijeron al flaco Bosio, el personaje más divertido y estruendoso, que se había ganado un espacio por las anécdotas campestres que traía de su trabajo en la Feria Gilli Hermanos. Su jefe, el dueño de la ganadera, don Titi Gilli, entró de su mano al grupo. Siempre vestía con una manta té con leche con garabatos gauchescos que se fueron tiñendo con gotas de Cubana Sello Verde durante varios inviernos.

Los hermanos Ronconi, Elvio y Ricardo, se habían sumado al grupo desde que se enteraron que mi mamá servía los Gancia muy generosos con platitos desbordantes de lupines y mondongo con perejil y, en invierno, servía el coñac Tres Plumas con un toque de ralladura de cáscara de naranja seca. Los Ronconi eran los dueños de un aserradero y corralón a media cuadra por la Iturraspe que todavía manejaba su papá con mano firme. Don Ronconi había llegado desde un pueblito en Lombardía, desentonando un poco con el origen piamontés de la mayoría.

Más allá de algún amigo o pariente ocasional que se sentaba con la aprobación y permisos correspondientes del grupo, la mesa no estaba completa hasta la llegada de don Aquiles Macchieraldo. Pedía un Pineral con soda con su fuerte acento de inmigrante y, con un toscano grueso y eterno entre sus labios, contaba anécdotas de sus comienzos cuando llegó de Italia de la mano de su hermano mayor, don Anselmo. Vivían en casas casi contiguas por la Iturraspe, pero don Anselmo rara vez se cruzaba al bar, solamente levantaba la mano cuando abría la puerta de su casa, justo al frente del ventanal. Los Macchieraldo eran los hermanos más ricos de la ciudad y entre sus propiedades se destacaban los cines Mayo y el Gran Rex, en competencia con el Colón y El Universal, propiedad de la familia del Arturito Fornero que vivía justo en frente de los Macchieraldo y lindantes a nuestra esquina. Con los propietarios de cuatro cines a tan pocas baldosas y adoquines de distancia, mi papá fantaseaba con que “algún día van a sacar rajando a John Wayne y me van a contratar como el nuevo muchachito”.

Mi papá era de Gancia obligado en verano y caña Legui en días fríos sin sol. Una vez me insistió que probara la copita para que “nunca se te ocurra andar tomando por ahí”. La lección fue efectiva. Apenas olí la caña almibarada, la acidez me pegó en la nariz, la saliva se me disparó agria y las lágrimas dispararon una tos interminable que despertó las risotadas de la mesa. Todos nos hicimos los tontos cuando nos dimos cuenta de que mi mamá nos miraba desafiante y en puntitas de pie desde atrás del mostrador.

Las pasiones de mi papá eran el cine, el fútbol y el tango. Sus ídolos eran James Dean en “Rebelde sin causa”, que vio al menos nueve veces en la matiné dominguera del Mayo; Alfredo Di Stéfano y River Plate por quienes ofrendaba su vida; y Carlos Gardel de quien tenía todos sus discos y tarareaba día de por medio. Para la música tenía oído privilegiado que le había servido para aprender a tocar la armónica desde la cuna. Los viernes, cuando ya se olía el fin de semana como el aroma a tierra mojada que regalaban las tormentas del sur, el flaco Bosio le pedía que acompañara sus anécdotas con “un toque”. A mi papá no había que insistirle. Sacaba del estuche su gastadísima Super Chromonica M. Hohner, soplaba dos veces para encontrar el ritmo, ladeaba la cabeza y empezaba con una aspiración lenta y profunda. Mientras subía de tono para acompañar al flaco, respiraba a saltitos absorbiendo todo el aire que podía. A los pocos minutos terminaba jadeando a mil por hora y desinflándose “por culpa de estos Jockey Club”, frase a la que había convertido en el infaltable estribillo de su repertorio.

─Doooñaaaa Tooootaaaaa otra vuelta por favor ─ alargaba y alzaba la voz el Elso Godino, hasta captar la atención de mi mamá sirviendo en otras mesas ─un Gancia para mí, un Cinzano para Titi y dos Legui.

─Enseguida, pero es la última vuelta ─ decía mi mamá espueleando a todos hacia el almuerzo con el fin de cerrar el bar que moría a la hora de la siesta, como todo en la ciudad.

Tras un par de rondas, don Aquiles pagaba la primera vuelta al contado y el Elso o el flaco Bosio pedían que le anotaran la segunda, haciendo caso omiso al cartelito de “Hoy no se fía, mañana sí”. En realidad, el cartelito estaba de balde, a juzgar por la libretita roja forrada con papel araña plastificado y tan gorda como un libro de cocina, en la que mi mamá anotaba deudas y deudores. “Los que están en rojo son los que le deben al diablo”, decía risueña, sabiendo que a más de uno le hubiera gustado borrar su pasado endemoniado. Las páginas de la izquierda estaban reservadas para los clientes que habían saldado la deuda o que se hubieran marchado sin pagar por culpa de unas copas de más. La página de la derecha tenía hileras horizontales con los nombres de los deudores y seis columnas para los días de la semana, a excepción de los domingos cuando el bar permanecía cerrado. Adosada al final, una separata contenía los nombres de los morosos históricos a los que mi mamá ni siquiera les permitía pasar por la vereda, hasta que saldaran la última gota.

También a la mesa, pero en el piso, se despatarraban la Yiya y el Kaiser. Eran la pareja de boxers de don Aquiles que lo seguían como su sombra. Tenían las orejas paradas y puntiagudas que, al igual que el pompón de la cola, las había podado algún veterinario despiadado. La Yiya, color té con leche de pecho nevado y el Káiser, con piel atigrada y botitas blancas, permanecían atornillados al piso con el hocico achatado y mirando alertas cada movimiento de don Aquiles. Solo por dos cosas se movían: cuando su amo se reacomodaba en la silla o los lunes cuando las cargadas por las derrotas de Boca o River subían de tono y la mesa se desbandaba abruptamente con una ronda de menos.

Mi papá tenía buen sentido del humor, menos para las derrotas domingueras. Era espontáneo y explosivo, y a diferencia de mi mamá, primero vociferaba y horas después, más calmado, se deshacía en mil perdones. Cuidaba muy bien del cabello, pero en pocos años pasó de la Glostora al spray y a cargar la cruz de una coronilla cada día más prominente. Decía que de joven le apodaban el cordero por lo espeso de su cabellera y que había sido flaco, pintón y observador. “Ma que pintón y observador ni que ocho cuartos, compadrito y mirón”, lo deschavaba risueña mi mamá.

Cuidaba mucho de sus manos y a las uñas las mantenía impecables y limadas. En el anular izquierdo lucía el anillo de casamiento, en el derecho un anillo de oro con iniciales que luego, como a su música, heredó Gerardo y en la muñeca fanfarroneaba con un Lanco de fondo negro con números dorados. Tenía un tic que desnudaba los días que estaba ansioso. Posaba sus dedos de la mano derecha sobre la mesa, los encogía y los golpeaba en ritmo sincrónico desde el meñique hacia el índice imitado el traqueteo de un caballo al trote.

Un lunes no fue por el 2 a 0 contra River que sus dedos se dispararon a todo galope. El causante fue don Aquiles cuando lo atontó con una frase que le dio vuelta la sangre. “Livio, la verdad que esta esquina vale oro”. La frase parecía halagadora e inofensiva, a no ser que, palabra por palabra, ya se la había escuchado a don Titi tiempo atrás. Se esmeró en disimular, pero no pudo. Quedó mudo y sintió que la cara le hervía. Apretó los dientes hasta casi mordérselos, clavó los ojos en la nada y pensó atormentado que el sueño de la esquina propia se le escapaba. De golpe y porrazo, la frase le había disparado la misma angustia que aquel imborrable y maldito clasificado en La Voz de San Justo.

Mi mamá volvió a derretir azúcar, pero no funcionó. Mi papá no durmió por varios días. Pese a la insistencia de mi mamá, no se animó a preguntarle de frente a don Aquiles si él era el potencial comprador, porque temió que podría alejar la posibilidad de irse a trabajar a su oficina ya que las cremerías de don Bry venían en picada.

Mi papá pagaba puntualmente el alquiler, pero debido a esa frase decidió llevar el sobre a los Pons diez días antes de que venciera el mes.

─No se olvide que estoy ahorrando para comprar la esquina ¿no? ─lo sorprendió al viejo Pons, con la esperanza de que le dijera que la esquina no estaba en venta.

─Livio, ustedes son muy buenos inquilinos y les daré la primera opción. ¡Quédese tranquilo! Pero entienda que la esquina vale oro y siempre tuve muchas ofertas.

Mi papá quedó de nuevo desencajado. Por más que Pons intentó darle tranquilidad, había repetido con exactitud las palabras de don Aquiles y don Titi lo que acrecentó sus temores. “Carajo, estoy seguro de que publicará otro clasificado”, le dijo a mi mamá en la cena. Se miraron fijo por un rato y comenzaron a calcular los ahorros de entonces y los del futuro.

Más resignado, mi papá miró fijo, se metió en sus pensamientos y comenzó a imaginar unos versos con sus dotes de tanguero, creyendo que así podría acercar a la esquina. Arrancó y abolló malhumorado las primeras diez hojas del cuaderno porque empezaba con versos de tangos conocidos y errores a mansalva. Hasta que, entrada la noche en madrugada, creyó haber escrito un par de estrofas que le hacían sentido. Las tarareó bajito acompañándose con el sonido simulado de su armónica y el golpeteo del lápiz sobre el espiral del cuaderno.

“Esquina arrabalera y esquiva

¿Por qué sos tan difícil mi querida?

Te ruego ¡no me abandones!

Ahora que me siento a la deriva

 

¿Será que como pebeta estás celosa?

Comprende que la Tota es mi esposa

Y vos el deseo de mil noches

Dejame atraparte mi soñada mariposa”

─Viejo, te quedó fantástico, dale seguilo – le dijo mi mamá con los ojos vidriosos y algo celosa de la esquina.

Mi papá hinchó el pecho y sonrió con la comisura de los labios para abajo. Dobló la hoja en cuatro y la guardó en su billetera de cuero gastado. Le chantó un beso seco y estruendoso a mi mamá. Y sintió que la esquina todavía estaba ahí. Cerquita.  

Próxima entrega: Parte 1: La Blanquita, don Adalesio y el Relámpago

jueves, 24 de diciembre de 2020

Sonaron cuatro balazos


Espiar hacia la calle por el agujerito de la puerta del bar era uno de mis pasatiempos preferidos, en especial en esos pegajosos días de verano cuando me escapaba de la siesta. Me trepaba a una silla y en lugar de posar el ojo sobre la mirilla, acercaba una hoja de papel y veía las imágenes del exterior proyectadas como en una pantalla de cine, pero al revés. ¡Todo un mundo se desplegaba ante mí! Las imágenes se evaporaban si alejaba el papel, así que sosteniéndolo a no más de una palma del orificio y moviéndolo lentamente hacia los costados, veía proyectadas la esquina de la Feria de Gilli Hermanos, justo al frente, los toldos de la distribuidora de chocolate Saint Águila a la izquierda y, a la derecha, la casona de ladrillos rojos, medio derruidos y enmohecidos, donde Maggi arreglaba radios y tocadiscos a válvula.

Una interpretación del interior del bar que hice
hace años con el agujerito mágico de la puerta.
El bar de mi mamá, ubicado en Perú 99 e Iturraspe 1215, era el más imponente de las cuatro esquinas. El revoque exterior, interrumpido por ornamentos rectilíneos y clásicos, delataba la mano escultora de los artesanos italianos que recién llegados a la ciudad debieron dedicarse a la albañilería para sobrevivir.

Las paredes del interior del bar llegaban hasta el infinito. Estaban coloreadas con un verde pastoso en el zócalo y un celeste cielo en la parte superior, divididos por una línea finita color obispo que daba toda la vuelta. Sobre esas paredes flotaban algunas manchas de humedad que competían con marcas que, al igual que el agujerito de la puerta, pertenecían a noches de juergas, cuando el salón se transformaba en fiesta de alquiler.

Dos de las manchas tenían nombre y apellido. Eran el resultado de la fiesta de despedida de soltero de la Dora Bessatto, nuestra niñera, y Luisito Delgado. La Dorita, como la llamaba mi mamá, había llegado con 19 años a San Francisco desde Porteña, un pueblo vecino, alentada por su papá “para que te busques tu oportunidad de futuro”. Recaló en el bar después de que mi mamá se la “robó” a los Morello, una panadería a unas cuantas cuadras por la calle Independencia, adonde ya no pudo comprar los grisines más crocantes de la ciudad. Desde entonces, y por dos años largos cama adentro, la Dora tuvo la tarea principal de cuidarnos a Gerardo y a mí, aconsejarnos que no debíamos salir con el pelo mojado para evitar los resfríos o a cruzar la calle mirando hacia los costados.

─Dorita, ¿no me digas que no te gusta? ¡Es un buen partido! – le preguntó mi mamá sobre el Luisito con aire de mamá celestina. Mis padres estaban muy contentos con el Luisito un inquilino bueno, risueño y responsable que les había alquilado el salón contiguo al bar, sobre calle Iturraspe, donde instaló una verdulería. Era cómodo tener a solo pasos al mejor proveedor de frutas y verduras del barrio, y contar con ingresos adicionales con los que aumentaban las chances para comprar la esquina.

─¡Ay pero doña Tota! Cómo se va a creer usté que me va a gustar ese negro fiero.

─Yo no estaría tan segura. No podés pasarte todo el tiempo cuidando al Nenucho, debés tener tus propios nenuchines.

Gerardo con el codo sobre la mesa al lado
 del Hugo Quichi, detrás yo acurrucado en
mi mamá. Los novios al centro y Anita
González en el otro extremo. 
La obstinación de mi mamá tuvo sus frutos. La Dora aceptó el anillo del Luisito y mi mamá consintió ser la madrina de casamiento que se consumó en la parroquia Cristo Rey el 21 de octubre de 1961. El Luisito escogió a Raúl Luna como padrino y mi mamá bendijo la elección por tratarse del hijo del Manya Luna, su Sancho Panza personal, su fiel mandadero, custodio y confesor ocasional en el bar.

Aunque a la Dora la consideraba una hija más, mi mamá le impuso tres condiciones como madrina: que aceptara de regalo la fiesta de despedida de solteros en el bar; que la angelita de la boda para llevar los anillos tenía que ser Stella González, hija de su mejor amiga Anita que ya despuntaba como la mejor modista del vecindario; y que ella se encargaría de engalanar el salón de fiesta del Hotel Central, a una cuadra del bar, en la esquina de la San Juan e Iturraspe. Aunque había que reservar con tiempo el lugar porque solía estar ocupado todos los fines de semana del año, mi mamá confiaba que uno de los dueños del Hotel Central, que era de Plaza Clucellas y amigo del nono José, encontraría un hueco en el calendario y le haría un buen descuento.

Con fecha y lugar asegurados para la boda, el sábado anterior mis padres organizaron la despedida de solteros. Mi mamá se lució cocinando unos canelones rellenos con carne y verduras, sumergidos como submarinos en una espesa salsa blanca; pollo sobre un manto de sal gruesa adobado con miel, acompañado con batatas; y, de postre, además de la torta, un pionono desbordante de dulce de leche con nueces.

A media tarde, mientras sacaba el último pollo del horno, mi papá la agarró de atrás, le soltó un “che papusa” tanguero y la empezó a toquetear de arriba abajo. Me sentí avergonzado, bajé la vista, pero cuando me iba rajando de la cocina alcancé a ver que mi papá se refregó las manos y se le fue al humo con un rugido de león hambriento persiguiéndola alrededor de la mesa del comedor. Ella corrió como gacela alegre y se metió en el dormitorio. Desde el patio escuché un susurro complaciente que se hizo cada vez más lejano: “soltame viejo, soltame que me tengo...”

Los novios, Dora y Luis, Stella González
 con los anillos, y los padrinos, Luna y mi 
mamá con su sombrerito gran gatsby

El día de la boda, el 21 de octubre, la Dora, que ya había cumplido 22 años, lucía radiante con un vestido de raso fulgurante. El Luisito, nueve años mayor, estaba de impecable negro, con una sonrisa de oreja a oreja y cada dos por tres se le escapaba una carcajada solitaria, “de nerviosito nomás”, decía la Dora. Mi mamá, por primera vez desde su viaje de boda entre las cumbres de Mendoza, portaba un sombrerito tejido de algodón blanco y de alas redondas al estilo El gran Gatsby que le acentuaban el cuello terso y delgado. El vestido de seda verde con estampados pasteles, sin escote, y ajustado a las caderas, realzaba sus contornos y caía libre hasta debajo de las rodillas dejando a la intemperie unos músculos alongados que, creo, fueron los que habían motivado a mi papá esa tarde. Unos guantes de seda blanco, una menuda cartera de cuero negro a tono con los zapatos de taco de aguja tan altos como las torres de la catedral y unos labios rojos al estilo la Marilyn Monroe, la distinguían como a otra estrella del cine Mayo.

Sin embargo, mejor que la boda, fue la despedida de solteros el sábado anterior. Fue descomunal y dejó herencia. Varias historias quedaron grabadas para siempre en las paredes y el techo del bar. Unos huevazos que volaron a velocidad meteorítica y que Luisito esquivó con astucia, fueron los que dejaron un estampado amarillento con chorreados blanquecinos sobre el zócalo en el rincón. Aunque el sello más conmovedor de la noche fue responsabilidad de Hugo Quichi, el mejor amigo del Luisito, justo en el preciso momento en que Miguel Aceves Mejía entonaba “sonaron cuatro balazos” desde un tocadiscos que andaba a todo trapo y a saltitos, y que mi papá ponía en el bar los sábados por la noche, cuando la esquina se transformaba en salón de fiestas ocasionales.

Con una copa semivacía de vino en la mano y toda su flacura oscilando y desequilibrada como si estuviera arriba de un bote en mar embravecido, el Quichi se paró en el medio del salón. Motivado por los cuatro balazos del charro mexicano y por una guerra rudimentaria en que se valieron de huevos, panes y todo lo que podía volar, sacó un revólver que nadie advirtió y con un swing veloz estilo John Wayne pegó dos tiros hacia arriba que se incrustaron en el cielorraso muy cerca de las aspas del ventilador de techo.

No quedó nada ni nadie de pie. Todo el mundo cuerpo a tierra, torta y sidras incluidas. La tapa del tocadiscos se desplomó y la púa se incrustó en el corazón del charro que paró en seco. El disco siguió desprendiendo un chillido agudo que rompió todos los dientes y el Quichi, el único parado y petrificado como una estaca en el medio del salón, con el pelo nevado por el polvo del revoque desprendido, frotándose los dientes y soplando el caño, bramó: “quien carajo está escribiendo en el pizarrón”.

 ─¡Qué hacés! ¡estás chiflado! – le dijo mi papá acercándosele agazapado, previendo otro disparo.

─Vivan los novios. Vivan los novios ¡Carajo! – gritó desaforado blandiendo todavía en su mano un 38 largo que gracias a Dios mantuvo con la mira hacia arriba –es para que tengan dos hijos ¡Carajo!

─Dame ese revólver tarado, vas a terminar matando alguien – le gritó mi papá, manoteándole el revólver ─menos mal que se te ocurrió que solo tendrán dos hijos.

Después del julepe, la celebración siguió más tímida, pero todos estaban contentos porque tendrían algo que contar. La Dora sobrevivió al disgusto de la noche, pero al día siguiente estaba con la cara por el piso. Se enteró que, al finalizar la fiesta, el Quichi llevó al Luisito a continuar la farra de soltero a Tiro y Gimnasia, un club a las afueras, camino hacia Santa Fe, donde se bailaba muy apretado hasta largas horas de la madrugada.

El domingo, mientras baldeábamos los pisos del bar, refregábamos las paredes, mesas y sillas, mi mamá se paralizó por un destello que se filtró por un agujerito en la puerta de entrada. Se acercó, pasó la yema del dedo sobre el corte para adivinar si algún invitado lo había hecho desde adentro hacia afuera o si lo hizo desde afuera algún colado que mi papá no dejó pasar. Posó su ojo, miró, negó con la cabeza y repasando mentalmente a todos los sospechosos de la noche anterior, me preguntó: “¿Viste quien fue el tarado que agujereó la puerta?”.

Me encogí de hombros. “¡Se acabó! ¡Se acabaron las fiestas en esta esquina!”, dijo enfática y decidida.

Próximo jueves:Parte 1: Mi papá y la “esquina arrabalera y esquiva” 



 

jueves, 17 de diciembre de 2020

La Tota y la oferta



































Este cuadro al óleo sobre papel, "Mostrador", 
lo pintó mi hermano Gerardo en su adolescencia, quien practicaba en el bar lo que aprendía del gran pintor Miguel Pablo Borgarello, primo de mi mamá.

Gerardo y yo en la vereda del bar "Nueva Pompeya", esquina Iturraspe y Perú. Era 1959, él cerca de los 5 años y yo, con chupete y pañales.

Mis padres el día de su boda, el 11 de abril de 1953 en el estudio de Foto Galassi en Rafaela. Y un retrato mío de 1960 con dos años, tomado por quien 25 años después se convertiría en mi suegro, el papá de Graciela, mi esposa, José Curiotto. Sorpresas del destino. 

La Tota y la oferta

Por aquellos primeros tiempos en San Francisco, una ciudad del interior argentino que hacía equilibrio entre las provincias de Córdoba y Santa Fe en plena llanura, y que no tenía ríos ni montañas solo un par de laguitos con mojarritas en el Parque Cincuentenario, la Tota, mi mamá, no había cambiado mucho, a juzgar por una fotografía de casamiento en blanco y negro, con enmarque dorado, colgada en el comedor de casa.

Mostraba sus rebosantes 24 años y la cola de su vestido blanco satinado y encaje que tapaba los zapatos negros del Livio, mi papá, que era seis meses más joven que ella. Mi papá ostentaba orgulloso unos bigotitos tipo Clark Gable en "Lo que el viento se llevó" y un traje negro cruzado, adornado con un pañuelito blanco de dos puntas en el bolsillo del corazón. Esa foto me tuvo a maltraer por un detalle que a otros les resultaba imperceptible y que a mí me despertó curiosidad como las de Sherlock Holmes en el cine Mayo: una manchita clara que desentonaba sobre el saco negro de mi papá, y otra oscura, del mismo tamaño, posada sobre el vestido de mi mamá.

Mi mamá irradiaba con una cabellera oscura, larga, ondulada casi rizada, medio escondida debajo de un velo y una corona de margaritas menuditas. En sus manos tenía un ramo de margaritas blancas y unos guantes de encaje que habían pertenecido a su tatarabuela y desde entonces pasaron de generación en generación. Esbozaba una sonrisa segura y azucarada que la acompañaba siempre, a tono con unos ojos chicos café, que permanecían eternamente aguados y brillosos por la emoción, llorara o se riera. Lucía una cintura alta y ceñida, una pancita incipiente como si tuviera un embarazo de tres meses y sus piernas torneadas, flacas y largas la hacían más alta de lo que era. La nariz afilada con pompón en la punta, los pómulos salientes y la frente amplia desnudaban las señas particulares de su familia, los Trossero de Plaza Clucellas.

Trabajaba de sol a sol y un poco más. Era hiperactiva más bien, siempre con tres o cuatro tareas a la vez. Podía estar tejiendo un pulóver, zurciendo una media, atendiendo en el bar, friendo milanesas, barriendo el patio o sacándole el sarro a la bañera y, al mismo tiempo, se las ingeniaba para visitar la gruta de la Virgen en el Hogar de Ancianos por alguna promesa incumplida, rezar los cinco misterios de un Rosario que aliviara la enfermedad de un pariente o para pasar la noche en el velorio de algún vecino.

Calzaba mocasines con el frío y ojotas en el verano, dejando un rastro de plaf-plaf que la deschavaban por donde anduviera. Atrapaba su cabello con unos pañuelos de colores pálidos, como sus vestidos, todos sencillos, con flores tímidas y hasta la rodilla, abotonados al frente. A su pelo finito y no tan copioso, como el limonero del patio, lo disimulaba con un peinado de peluquería batido y alto como un mangrullo con forma de nido de hornero. Toda una tentación para mí. “Pajariiiiiiitoooooo chiquitito que te fuiste volando...”, le canturreaba mientras le achataba el peinado con un golpe suave que, por obra y gracia del spray, rebotaba de inmediato a la rigidez original. Después de la treta, mi mamá esbozaba una mueca dulce y tierna, preludio de un gesto de ogro. Fruncía el ceño, se forzaba bizca, arqueaba la boca dejando ver un colmillo draculiento y se me abalanzaba con los brazos extendidos. “Ay, ay, ay, que te agarra el cuco. ¡Ay qué ganas de comerte!”. Cuando me atrapaba, una supuesta paliza se transformaba en un infernal cosquilleo con el que perdía todas mis fuerzas. Nada podía ni quería hacer para zafarme.

La ropa de color más firme y elegante la usaba los fines de semana, a partir del sábado por la tarde, cuando se cambiaba para ir al cine Rex con mi papá o para ir a comer a la Pizzería Colón, frente al Cine Universal, y escuchar fascinada el timbre español del gallego Moreno cuando ordenaba a su gente “marche una pizza ezpezial” tras un pedido; o para cuando viajábamos en colectivo a Plaza Clucellas a visitar a su mamá, la nona Antonia, que soportaba una larga enfermedad.

Minutos antes de ir a la estación para tomar el ómnibus hacia Plaza Clucellas, se pintaba las uñas de sus delgadas e interminables manos con un color rosado fuerte que se iba descascarando con el ajetreo de la semana. Siempre llegaba de buen humor y para los cumpleaños de la nona Antonia o el del nono José, hacía payasadas e inventaba miles de morisquetas. Se ponía un vestido viejo, una peluca desaliñada y torciendo los ojos y con voz infantil imitaba a Nini Marshall o se hacía pasar por personajes tontuelos del linaje familiar. Solía hacer pareja de comediante con su hermana mayor, la más gorda, la tía Angela y con la complicidad de otra de sus hermanas preferidas, la tía Delia, que tenía la risa más contagiosa del mundo. Recorrían todos los puestos de una mesa interminable a la que nos sentábamos miles de tíos, primos y nietos, mientras asustaban a cada comensal con ademanes y rasguños ficticios. Todos, deleitados y festejando a mi mamá le pedían que no termine la comedia y lo “atrape” a mi papá. Le llegaba de sorpresa desde atrás, fabricaba unas muecas con ojos en blanco y cuando lo amenazaba con las manos temblorosas hacia el cuello, él se encogía de hombros y con vergüenza ajena la espantaba con un “¡salí! ¡salí de acá!”. Las carcajadas bramaban y ella se sentía a sus anchas, encorvándose hacia delante en señal de agradecimiento para recibir los aplausos como si se tratara de la mejor actriz del Mayo.

Su jocosidad le auguraba risas fáciles, aunque cada tanto le afloraba el carácter fuerte, medio testarudo. No era explosiva como mi papá, pensaba antes de actuar, tampoco era de gritar mucho, pero cuando discutía sobre cualquier cosa, por más pequeña que fuera, le gustaba tener la última palabra. “Sos porfiada como mula tuerta, peor que José” le recriminaba mi papá cuando perdía una discusión, comparándola con mi tío José, casado con la tía Clorinda, una de sus cinco hermanas. Su mayor fortaleza era que no se amilanaba ante la adversidad. Y alcanzaba lo que se proponía. Creo que algún viejo filósofo se inspiró en ella para crear el sabio dicho “el que persevera triunfa”.

─¡Nos jodieron! ¡Nos mataron! –exclamó mi papá que pasó zumbando, perdiéndose por el patio.

─¿Y a este que le picó? ─se preguntó mi mamá. Tras una pausa, lo siguió volando hasta que lo descubrió blanco como un papel, sentado en la mesa redonda de granito en el patio, debajo de la parra, manchado por golpecitos de sol.

─¿Quién nos jodió? ¿De qué estás hablando?

─Estos, estos –contestó exaltado, señalando con el índice la página de clasificados de La Voz de San Justo.

─Pero ¿quién? Por favor viejo, dejá de renegar. ¿De qué hablás?

─¡Estos! Los Pons. Mirá, mirá lo que dice acá –exclamó, estirándose por arriba de la mesa para alcanzarle a mi mamá la página del diario.

El clasificado pasaba por tímido al fondo de la página, pero el título de “Vendo esquina” en letras rellenas llamaba la atención. “Vendo, exitoso negocio con casa de familia en importante esquina céntrica. Listo para habitar o seguir con inquilinos serios y excelentes, con buena renta. Consulte”.

Se quedaron mirando el uno al otro, pero sin ver, serios y callados, cada uno extraviado en sus pensamientos.

─¿Cómo sabés que se trata de esta esquina? Puede ser cualquier otra –le preguntó y se respondió a sí misma, tratando de desviarle la angustia a mi papá, porque el problema era real: los cuatro dígitos del número de teléfono al final del aviso coincidían con el de los Pons.

─¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer? –se preguntó mi papá sin esperar respuesta.

─Hagámosle una oferta –le respondió mi mamá con un flechazo, después de todo, ese era el objetivo desde que llegaron a San Francisco en 1958 y se instalaron en la esquina, el año que nací yo.

─¿Ofertaaaa? ¿Con qué? Pero no me hagas reír.

─Bueno, no sé, busquemos otro trabajo, le puedo pedir ayuda al Tito, qué se yo, pero algo tenemos que hacer, no nos podemos quedar de brazos cruzados.

─Vieja, tenemos una mano atrás y otra adelante ─dijo resignado mi papá ─qué bichos les habrá picado a estos ¿por qué querrán vender si nosotros le pagamos a término? Siempre me dicen que están contentos con nosotros, si no mirá lo que dicen en aquí.

Mi mamá empezó a releer el anuncio y frunció el ceño. No lo podía creer. Tantos años soñando para nada. Cuán rápido se le podía escapar el sueño que venía amasando desde que llegaron a San Francisco. Comprar la esquina era su máxima aspiración y, en realidad, era mucho más que eso, era cumplir consigo misma. “Qué miércoles vamos a hacer ahora”, pensó. “Ayudame virgencita, por favor ayudame”.

Siempre se planteaba objetivos a corto y largo plazo porque decía que “una vida sin propósito no merece vivirse”. Para cumplir con su dicho, practicaba casi a diario lo que le había enseñado alguien de su familia: escribir. Así que usaba una libretita forrada en papel araña verde plastificado que guardaba celosa en su mesita de luz. No era un diario, sino unas páginas donde escribir y tachar lo que iba logrando. Escribía solo un par de objetivos por página y parecía que el tamaño de las letras denunciaba cuán importante era lo que pretendía. En una página tenía tachado, casi raspado, “transformar la despensa en bar” lo que denunciaba que se había cumplido. En otra estaba subrayado y atrapado en un círculo rojo: “ahorrar lo suficiente para comprar la esquina”. Después de unas cuántas hojas en blanco había escrito frases sueltas, deseos y hasta plegarias: “diosito, que mami vuelva a caminar”. También aparecían muchas frases para que mi papá dejara los Jockey Club, “lograr que a los chicos los acepten en los Hermanos Maristas” y hasta una referencia para comprar unas chucherías de acero inoxidable que la tenían a maltraer en la vidriera de la ferretería Atilio Godino, a las que definía, en letras mayúsculas: “son eternas”.

─¡Ya sé! –reaccionó mi mamá con talante más despreocupado ─lo que tenemos que hacer es ganar tiempo y encomendarnos a la virgencita.

Sabiendo que estaban a dos meses de la próxima Navidad, le propuso a mi papá:

─Hacele una oferta irresistible, pero decile que tendremos toda la plata recién para fin de año, cosa de que no escuchen ninguna otra oferta. Así ganamos tiempo.

─¿Creés que va a funcionar? –dudó mi papá.

─Yo creo que sí. De repente podés buscar otro trabajo y yo le doy empleo a alguien para que me ayude aquí o abrimos otro negocito en el salón del costado o lo alquilamos. Voy a jugar a la quiniela como loca, ya vas a ver que voy a pegar la grande y mientras tanto le haré una promesa a la virgencita que no me va a poder decir que no –propuso con palabras rápidas y certeras, pensando que una fórmula que combinara trabajo duro, fe profunda y mucha suerte tendría que ser exitosa.

─¡Qué lo parió! a veces parece que cuando estás abajo, te pisan más todavía ─rezongó mi papá y entonó resignado unos versos de su tango favorito, “Yira, yira” dejando caer las últimas sílabas: “cuando no tengas ni fe, ni yerba de ayer secándose...”.

Pero sé más optimista Livio ¡esta vez no puede fallar! – lo tranquilizó –siempre te quedás pensando en tu mamá y en aquel maldito colchón que te hicieron bajar del auto en Eustolia. Por favor, ¡olvidate de eso!

Mi mamá pensó que debía neutralizar la decepción de mi papá y que no bastarían las palabras. Camino a la cocina, se detuvo en el living comedor, abrió la puertita baja del combinado de madera clara y patitas flacas, tomó el sencillo de Nicola di Bari que le había regalado mi prima Miriam Forno para su cumpleaños, se aseguró de posar la púa al principio del surco, ajustó el volumen para que solo quede de fondo y se fue a la cocina sabiendo que “Amore ritorna a casa” sería el bálsamo perfecto. Abrió la ventana enrejada que daba al patio y de frente a mi papá que había quedado clavado y pensativo en la mesa de granito. Tomó la azucarera del mate, derramó el azúcar sobre la sartén mágica y cuando el olor brotó y comenzó a embriagar toda la esquina, recordó a su mamá, la nona Antonia, que le había heredado una de las mejores recetas para domar almas en pena: “derretí azúcar y nunca te olvides: ‘lo salado mejora la digestión; pero lo dulzón ablanda el corazón’”.

El olor del azúcar también le hizo bien a ella. Ojeó de memoria la libretita verde, se imaginó remarcando el círculo rojo con muchas vueltas y tachando el objetivo. Quedó tranquila y en paz. Alcanzar el sueño de comprar la esquina sería solo una cuestión de tiempo.

Próximo jueves: “Sonaron cuatro balazos” 



jueves, 10 de diciembre de 2020

"Bienvenidos al Bar Nueva Pompeya"

Elevado y perpendicular a la ochava en la que se entrelazaban la Iturraspe y la Perú, un enorme cartel de naranja Crush, desteñido por el sol y chorreado por varias lluvias, recibía a los visitantes: “Bienvenidos al Bar Nueva Pompeya”.

Tras el umbral de mármol veteado y partido, una puerta de dos alas de madera grisácea, algo gastada y desencajada permitía acceder a un mundo mágico en el que convivían y competían personajes, objetos y colores: el bar de doña Tota, el bar de mi mamá.

El bar era el espacio más dominante del lote de esquina. Incluía la casa de familia y un patio soleado e irregular, donde crecía un limonero flaco, medio cansado y enclenque, y una parra frondosa de uvas blancas.

La puerta permanecía abierta a cualquier hora, y la pesada llave negra de hierro algo herrumbrada, que seguro había pertenecido a algún cofre de barco pirata, era sólo un adorno en la cerradura. En la parte superior del ala derecha, la que siempre estaba cerrada, un pequeño orificio oblicuo servía de mirilla hacia el exterior, obra y gracia de algún pícaro comensal que lo talló con un cortaplumas, una de aquellas noches de festejos casamenteros. Al lado, pegado a la pared, un cartelito rojo con forma de tapita de gaseosa y letras blancas que invitaba a “Tome Coca Cola”, me servía como referencia para guardar mi estabilidad mientras daba vueltas y vueltas como un trompo.

¡Nenucho! ¡Te vas a marear! ¡Te vas a caer…! –me sentenciaba mi mamá hasta el cansancio cada domingo por la tarde cuando repetíamos el ritual de baldear los pisos del bar.

Poco a poco se iban desintegrando debajo de mis pies los tonos de musgo y ribetes arabescos de los mosaicos calcáreos, sobre los que yo giraba en calesita, descalzo y con los brazos extendidos buscando equilibrio.

─Un poquito más, un poquito más ─le rogaba, mientras con envión creciente giraba y giraba, hasta que las formas de las sillas, mesas y botellas de alrededor se fundían con el cartelito rojizo de Coca Cola y con un pequeño almanaque mostrando un 1962 en verde loro, en una estela de cometa colorada que rápido también se desvanecía.

Cuando yo comenzaba a destartalarme contra el piso mojado, ella iba lanzando gritos a saltitos. Empapado y tan grogui como un boxeador, todo, absolutamente todo, pasaba en sentido contrario.

─¡Nenucho! ¡Te dije que no sigas! ¡Cómo te lo tengo que decir!

─Estoy bien, no me hice nada –disimulaba, alejando mi cabeza de las puntiagudas y filosas mesas de madera castaña que escondían sus vetas debajo de múltiples capas de barniz.

─¡Qué guacho de mierda! ¡Algún día te vas a rajar la cabeza contra esas puntas!

Entre risas compinches y con una mano protegiéndome del borde más cercano, me levantaba con un suave tirón de brazo y me sostenía erguido por unos segundos hasta que dejaba de tambalearme y recobraba la compostura. Su gesto más adusto era indicativo de que “de ésta no me salvo”, y que como escarmiento me mandaría al patio a buscar los latones cargados de agua.

Suplicaba por perdones, pero ni modo. Con un convincente tirón de pelo de la sien y un empujoncito en la espalda, mi mamá me “invitaba” a salir al patio.

─Vamos, vamos Nenucho. Apurate que se hace tarde…  mirá que te vas a ligar un chirlo.

Yo tenía el pelo lacio y castaño con forma de flequillo desparejo, escalonado de derecha a izquierda. Un remolino, bravío como un tornado, me dominaba la nuca y desde ahí hacia abajo tenía la cabeza bien rapada como soldado raso, invitando a pasar la mano para sentir un cosquilleo de cepillo. El corte era obra y gracia de Baudaña, el peluquero a la vuelta de casa por la San Juan, que no demoraba más de dos segundos en cortarme al ras, para que “los piojos no tengan donde anidar”.

Lucía unas piernas regordetas con las rodillas mirando hacia adentro que con el tiempo se fueron enderezando gracias al trabajo meticuloso de Dora Besatto, mi nana, que por casi dos años me enrolló en una kilométrica faja de lino que me dejaba tan tieso como una momia.

Por mi apariencia de brazos largos y finos, despuntaba que sería tan larguirucho y desgarbado como el tío Lucho, el hermano de mi papá, que vivía en la casa familiar en Colonia Eustolia. “Ya va a ver cuando pegue el estirón”, pronosticaban algunos clientes en el bar, vaticinando que sería el más alto de la familia, sobrepasando incluso a Gerardo, mi único hermano, que me llevaba una cabeza y unos cuatro años de ventaja.

Próxima entrega: Parte 1: “La Tota y la oferta”

martes, 8 de diciembre de 2020

El bar de mi mamá, el "Nueva Pompeya"

 

A partir de hoy, el día de la Virgen y en homenaje a mi mamá que veneraba a la Virgen de Pompeya, empiezo a compartir los recuerdos de mi infancia. Mi universo se originó y construyó en el “Nueva Pompeya”, el bar de doña Tota, mi mamá, enclavado en la esquina de Iturraspe y Perú, en la ciudad de San Francisco, Córdoba, Argentina. Es una historia real con muchas manchitas de ficción, licencia del relato para universalizar personajes, anécdotas y deseos.

Introducción

En un santiamén, algunas sensaciones de hoy, como el olor del azúcar derritiéndose o la porosidad de una piedra pómez me transportan a mi infancia: una época mágica y feliz.

Mis primeros años transcurren a partir de 1958 en la intersección de las calles Iturraspe y Perú, en mi natal San Francisco, una ciudad del interior argentino que por aquella época tenía unas cincuenta mil almas.

Esa bocacalle - mi esquina, mi mundo – estaba dominada por el bar “Nueva Pompeya”, el bar de doña Tota, mi mamá. Era el epicentro de mis dominios que no se extendían más allá de dos o tres cuadras a la redonda.

En mis pensamientos los colores desbordan los contornos. Se chorrean en tonos de otoños y primaveras. Blancos amarillentos y pasteles apagados se fusionan con verdes traslúcidos y negros gastados.

Las formas son desproporcionadas e irregulares. No guardan perspectiva. Una silla puede tener mayor volumen que una casa o irradiar más sentimientos que un amigo. 

Como en la magia de un sueño, los rostros de las personas son, pero no son, están y no están. No tienen años. Son formas borrosas, aunque reconozco a cada individuo por sus sobrenombres y por sus apellidos; por sus gestos y por sus atuendos. Mi prima es ella, pero porque distingo el brillo de su collar de perlas y sus bocanadas de humo desvaneciéndose en el patio gélido y soleado.

Hasta los que no tienen alma se tornan personajes. Como el Piojo, el Pinki y la Pancha; el Kaiser, la Yiya y el Lobo. También el pekinés bayo del viejo Fornero y su dóberman aterciopelado, con cabeza de vaivenes, posado sobre la luneta delantera del Peugeot 403.

Es un mundo atemporal y sin espacios. Infantil y despreocupado. Plácido y cálido. El tiempo borró cualquier cicatriz, si es que la hubo.

Antes de que los recuerdos se desvanezcan del todo, quiero retratar, con palabras e imágenes, aquellos sentimientos que me invadieron entre los cuatro y siete años, y que todavía titilan en mi memoria.

En el próximo post:  Primera Parte: "El bar".

EPÍLOGO: la última carta

Párrafos de la última carta que me envió mi mamá en octubre de 1994. Aferrada a su fe, me pedía que visitara a especialistas en Miami para q...